
Navidad
La navidad con los Potter nunca decepcionaba. Era la tradición favorita de Priscila, hornear juntos y luego sentarse alrededor de la chimenea, las decoraciones y la música navideña, también los cuentos temáticos y los regalos, además, desde que Sirius vivía con ellos, no había un solo momento en el que no estuvieran riendo. James y Sirius juntos son el mejor desastre que Priscila vería jamás; sacaban lo mejor del otro y lo relucían. Mientras espolvoreaba las galletas en forma de árbol se encontró observándolo con una media sonrisa, y él, al verla, mientras esquivaba un almohadón, le guiñó un ojo.
James parecía no saber nada sobre Sirius y Priscila -aunque eso sería completamente imposible- o bien había decidido fingir absoluta demencia con el tema. Priscila estaba segura de que se trataba de la segunda opción, y por supuesto que lo dejaría así. En casa, Sirius se comportaba como siempre. Le hacía chistes bobos, la empujaba en broma y le sonreía todo el tiempo cuando cruzaban miradas. Nada fuera de lo común. Siquiera un roce que podría abrir las puertas a confirmar que el beso no fue solo uno más, o un veámonos fuera cuando el resto se duerma. Nada. Sin embargo, estaban en casa de sus padres, y Priscila sabía cuánto Sirius los respetaba.
El regalo que Sirius le dio después de las 12, el 25 de diciembre, había sido una caja de especias surtidas para pociones, que Priscila había señalado que quería hacía meses, en el Callejón Diagon, cuando fueron a comprar los útiles escolares. En agosto. Se le había colgado del cuello, abrazándolo, y él la sostuvo de la cintura, levantándola unos centímetros del suelo, cuando afirmó que James sí sabía y solo soportaba que fuera algo real, porque -desde su lugar en el sillón- tiró del cabello largo de su hermana, expresando así que ya había sido suficiente, y luego le pegó a Sirius en el estómago, y Priscila no estuvo segura que tan despacio fue.
Remus y Peter habían aparecido en casa de los Potter como si papa Noel los hubiera dejado allí al sonar las campanas de la medianoche, detrás de ellos habían aparecido Marlene y Mary, y Priscila subió a su ático antes de saber si alguien más se les uniría. La música había subido su volumen por encima de los murmullos y ya no se trataba de villancicos navideños, dejó sus regalos sobre el escritorio y abrió una vez más la caja de especias para observarla con más detenimiento; en el primer escalón se encontraban los ingredientes de pociones más básicos, en el segundo algunos más extraordinarios y en el último tres totalmente peculiares.
Vio algo en su ventana y, por un momento, sintió esperanzas. ¿De qué? Suspiró.
Las pociones solo la remitían a él. No podía engañarse a sí misma, durante el día todo se trataba de Sirius, porque, teniéndolo en frente, casi no podía pensar en otra cosa. Pero, por las noches, cuando estaba sola mirando el cielo e intentando no pensar, el par de ojos esmeralda le detenían el corazón y se lo estrujaban hasta que sentía que explotaba de la presión. Una lechuza, una estúpida lechuza, podría cambiarlo todo. Una excusa. Cualquier excusa, rogó mirando una estrella. ¡Pero qué idiota! Se dijo a sí misma.
Él le había dicho traidora, la había humillado frente a todos los Slytherin, le había hecho doler el alma y apagado los pequeños destellos de confianza que comenzaban a centellar entre ellos, y ella estaba dispuesta a perdonarlo. Totalmente dispuesta. Como si fuera un maldito chiste, al mirar sobre su cama, en el cuaderno de dibujos, estaba él. Un esbozo de su cara seria, de facciones afiladas y ojeras marcadas, con el cabello ondulado cayéndole a la perfección por la frente. Tomó aire y lo retuvo hasta sentir la presión nuevamente en su pecho, que la obligó a soltarlo.
Y SI…
Y SI…
Y SI…
Agarró un pergamino nuevo, el tintero azul y una pluma. Empujó toda la ropa de la silla que pertenecía al escritorio y se sentó ante la luz de una vela.
Escribió: ‘‘R…’’ pero alguien tocó la puerta trampa del suelo de su habitación. Tres veces, hasta que respondió.
Era Sirius.
Él nunca antes había subido al ático de los Potter, al menos no desde que se convirtió en la habitación de Priscila luego de que se mudara con ellos. Era un caos, contrario a lo que Sirius siempre había imaginado. Las paredes estaban pintadas por ella, había una gran cantidad de cuadros en el suelo y -en este- grandes manchas de pintura ya seca, de pared a pared había una gran biblioteca repleta de libros desordenados y pudo reconocer una taza de té robada del salón de adivinación en uno de los estantes. No era para nada ordenada como él se lo había imaginado todo ese tiempo; hasta había un líquido derramado sobre el escritorio en el que había un caldero pequeño y muchos ingredientes para pociones. Según él, todo estaría en su lugar y perfectamente organizado. Pero no. En el escritorio donde ella se encontraba había pequeños calderos, líquidos derramados y muchas hojas arrugadas, y por supuesto la ropa amontonada a un lado.
Priscila lo seguía con la mirada y el ceño fruncido, un poco nerviosa, hasta que Sirius se dejó caer en la cama, y ella dejó sus ojos allí, con sorpresa; sin pestañear, sin respirar y sin decir nada. Nerviosa, arrugando un poco el pergamino que tenía una muy bonita erre mayúscula. La miró, finalmente.
— ¿Necesitas algo…?
Negó.
— Me aburría —respondió, metiendo un cigarrillo entre sus labios.
Priscila se levantó de repente, con todos los aires de prefecta, negando aireada mientras se le acercaba y se lo arrancaba de la boca.
— No en mi habitación.
— ¿Arruinaría tus vibras? —bromeó, pero ella lo observaba con severidad.
— ¿Cuánto has bebido?
— Nada —rio—. Nada.
— Hueles a alcohol.
— Pues sí, un vaso tomé… quizás dos. Pero tu pregunta no era esa.
— No. Mi pregunta es ¿qué estás haciendo aquí? —subió los hombros.
— Eres muy bonita —le dijo mirándola hacia arriba, puesto a que Priscila estaba parada frente a él, que seguía sentado sobre su cama deshecha. Quiso hacerse la dura, pero el suspiro y las muecas temblaron al oírlo, y el calor le subió hasta las mejillas—. También el techo.
‘‘Bonita como el techo’’ se dijo a sí misma con cierta ironía, imitándolo al mirar.
— Flitwick me lo enseñó. Es como el del gran comedor, como el de mi sala común —comentó rascándose el brazo.
— ¿Y cómo lo has hecho? Hasta dónde yo sé, tenemos prohibido utilizar magia fuera de Hogwarts —cuestionó provocativo, con la vista puesta nuevamente en ella, y una media sonrisa torcida.
Priscila abrió la boca, pero la cerró.
Sirius se rio, asintiendo con la cabeza.
—¿Recibiste correo esta mañana? —las cejas de Priscila volvieron a buscarse entre sí, extrañada.
— Mmm sí, algo.
— ¿Importante?
— Cartas de mis amigos.
— ¿Cuáles amigos?
— ¿Cuáles amigos? —repreguntó como si estuviera retándolo a que lo repitiera. Sirius volvió a hacer una mueca y siguió observando la habitación. Priscila cada vez desconfiaba más de sus intenciones; ¿quería estar con ella o tan solo interrogarla?
— Fue lindo que me dejaras la otra habitación.
— No fue molestia. Y, desde aquí, no los escucho —Sirius se rio.
— ¿Quieres hacer algo?
— ¿Algo? ¿A las dos de la madrugada?
— Algo divertido.
Priscila tragó saliva, tensándose. Ya imaginaba qué cosa divertida podía hacerse a las dos de la mañana. Lo miraba fijo sin saber qué responder. Sin saber qué quería ella realmente. Carraspeó.
— Olvidaba que no eres divertida.
— Soy divertida —afirmó mientras Sirius negaba—. Solo que tú estás muy ocupado pensando en ti como para verlo.
— Claro, olvidaba los polvos ácidos.
— Eso… fue un desliz.
— Del que te salvé.
— Y te encanta recordarlo.
— Sí, porque es la prueba de que no eres perfecta.
Priscila se rio sin ganas.
— No soy perfecta —respondió en un suspiro, tensándose aún más cuando Sirius le acarició el reverso de la mano, jugueteando con sus dedos, mirándola directa a la cara.
— ¿Y qué otras cosas has hecho? —preguntó entre risas coquetas.
Priscila hizo sus ojos a un lado porque lo único que se le aparecía en la mente era el rostro de Regulus Black. Pero, cuando Sirius le acarició el cabello que le caía hasta la cintura, el hermano menor desaparecía, y recordaba cuánto le había gustado Sirius a través de los años. El estómago parecía retraérsele, apretujarse. Había sentido aquello antes, pero nunca tan íntimo, nunca tan fuerte. Sus ojos volvieron a los de Sirius.
— ¿Qué es lo que estás intentando? —se obligó a sonar dura. No era su culpa que no confiara completamente en él.
Sirius la soltó de repente, y el tenso fue él.
— ¿De qué?
Priscila levantó una ceja por lo obvio que era, sin embargo, respondió:
— Conmigo. Qué intentas conmigo. No tengo doce años, que me acaricies un poco, que me digas cosas tontas o sonrías, no hará que te responda nada. ¡Cartas importantes! —se rio, girando histérica, pero él la atrapó del brazo, volviendo a tenerla de frente.
— Es que… Es…
— ¿En serio? —gruñó sin creerle el show de chico nervioso. Viró los ojos, esperando que se decidiera a hablar.
— No confío en ellos.
— ¿Qué?
— En Snape. En Regulus.
— Pero son mis compañeros de clase, Sirius, no puedo hacer nada contra ello. Estás actuando como un loco.
— Ya te dije que me preocupo por ti. Demasiado.
— Y yo creo que te ha enviado James.
— ¿En serio crees eso?
— De ti, podría esperar cualquier cosa. También de él, definitivamente de él.
— ¿De mí?
— Sirius.
— Sé mi nombre.
— Eres un narcisista, egoísta, manipulador, algo cínico y un arrogante. ¡Por supuesto que esto no me sorprendería!
Las cejas de Sirius subieron alto, perplejo, pestañeó un par de veces.
— Wow —solo pudo decir—. De veras crees eso de mí.
— ¿Te asombra?
— Ahh… sí. ¿Por qué te atraería alguien con todas esas cualidades? —se burló.
— ¿Te escuchas? Es exactamente a lo que me —Sirius pegó una carcajada, echando su cabeza hacia atrás, interrumpiéndola—. Es tarde. Creo que deberías irte.
Sirius sonrió con los labios sellados, victorioso. Había ganado, quedándose con las últimas palabras que en verdad valían. De todas formas, alzó sus brazos en forma de rendición, mostrándole sus palmas, y se paró. Quedó frente a ella, con tan solo unos pocos centímetros que los separaban, sin dejar de mirarla.
— ¿Me voy?
— Creo… que deberías —flaqueó, evitando sus ojos.
— ¿Sí?
La tomó por la barbilla, obligándola a que le conteste en la cara. Priscila tomó aire por la nariz, profundo. Tan segura no estaba, y menos viendo directo a la cara de Sirius, con sus ojos provocantes y sonrisa compradora. Él volvió a reírse cuando notó que Priscila había crecido unos centímetros, parándose en puntas de pie, mientras sus manos subieron hasta el cuello de Sirius y luego hacia su nuca. Fue ella, ahora, quien lo obligó a bajar hasta su cara.
Cerca de sus labios, Sirius, murmuró:
— Es verdad, creo que voy a irme a dormir. Es tarde…
— ¿Sí? —jugó ella. Sirius asintió acercándose más hasta que los labios de ambos chocaron. El beso comenzó suave hasta que Sirius la apretó desde la cintura baja a su cuerpo, intensificando las emociones. La pasión del beso. De las lenguas abriéndose paso hacia la boca del otro y las manos que comenzaban a tomar confianza. Principalmente Sirius, que apretaba y acariciaba sin miedo. Priscila, por el contrario, empezaba a sentirse tensa y algo nerviosa por la acción que intentaba tomar rumbo para algo más que un beso. Intentó separarse una, dos veces, pero Sirius no parecía entenderlo. La mantenía atrapada entre sus labios y manos, hasta que fue definitiva a la hora de correr su rostro. Otra vez, no podía mirarlo. Se sentía una estúpida.
— Perdón —fue lo primero que dijo, y Sirius arrugó su ceño.
— Está bien —dijo, aunque algo incómodo.
— Es que… Yo… —tomó aire, a punto de vomitar— Sirius yo nunca… —negó, intentando que entendiera lo que no le salía en voz alta— Nunca estuve con nadie —soltó finalmente después de cerrar los ojos.
Comprensivo, asintió.
— Esta bien. Podemos… dormir —respondió haciéndose a un lado, mostrándole la cama—. Si quieres. No te preocupes. Puedo irme.
— No —dijo un poco brusca, como si la palabra se le hubiera caído de la boca, y Sirius se rio.
— Mejor. Porque no quería.
— Tampoco dije que teníamos que dormir. Solo que nunca… Me refería… —Sirius la miraba fijo, con atención— Que yo no sé. ¡No te rías! —chilló cuando vio la mueca de Sirius, que se asomaba.
— Cuánto me gustas —le dijo, agarrándola otra vez por ambas mejillas para besarla, ahora, con otro tipo de intenciones—. ¿Puedo? —preguntó deslizando sus ojos por su cuerpo. Priscila asintió.
Lo primero que le sacó fue la remera. Nunca antes había estado sin remera frente a nadie más que sus compañeras de dormitorio, y ni siquiera, porque no llevaba ningún tipo brasier en aquel momento. Intimidada, sintió que sus hombros se contraían y sus brazos se tensaban, pero Sirius le comenzó a besar el cuello, y rápido cayeron a los costados de su cuerpo, dejándose llevar.
O no tanto. Sin dejar de besarla, morderla, lamerla, Sirius, la tomó de las manos y las apoyó en su propia remera, indicándole que podía sacársela. Intentando no temblar ni mirarlo ni hacer un movimiento en falso, lo hizo. Sus manos se animaron a pasear por aquel torso desnudo, apretarlo y después pasó a su espalda.
— ¿Estás segura? —volvió a interrogar cuando las manos de Priscila se volvieron un poco más seguras descendiendo hacia el botón de su pantalón.
— Si —afirmó.