
XV. Twisted Knife
Priscila levantó su cabeza de la mesada, haciendo un recorrido panorámico por toda la mazmorra, notando, al llegar al otro lado de su mesa, que Severus Snape también. Una nueva palabrota salida de la boca de Regulus llevó de nuevo su atención a la tabla de madera.
— Hay que probar otra cosa —le dijo—. No sirve cortarlos.
— ¿Y qué propones Prisilly? —preguntó él, casi susurrando, intentando cortar un nuevo grano de sopóforo con su cuchillo de plata afilado y bien pulido, fallando otra vez.
Priscila tomó aire por la nariz, pensando, clavando su mirada en la de Snape.
Sí, Snape los miraba atento, por dos razones: 1) bien sabía que habían decidido trabajar juntos, sin problemas, pero escuchar a Regulus preguntarle qué proponía, era algo nuevo. 2) Coincidía, lamentablemente, con Priscila. Cortar los granos de sopóforo no podía ser la única opción. No cuando era tan difícil y tenía tanto desperdicio.
— ¿Rallándolos? —propuso ella. Regulus negó.
— Sostenlo con firmeza y le hago un orificio.
— No confío en ti. ¿Tú qué piensas? —le preguntó a Snape sin rodeos.
Tanto él, como el mencionado, se sobresaltaron con sorpresa.
Severus Snape balbuceó por un momento, un poco nervioso al sentir los ojos de Regulus Black penetrantes sobre él.
— Bueno… yo… Yo pensaba en aplastarlos. Iba a probar eso.
Regulus viró los ojos, negando, intentando cortar, como por cuarta vez, un grano.
Priscila bufó.
— ¡Eso no sirve, no seas obstinado! El libro está mal.
— Es uno de los mejores libros de pociones escritos jamás.
— Y está mal. Prueba lo que dice él o déjame a mí.
— No —dijo con mucha firmeza, y miró a Snape—. Primero pruébalo tú.
Si se arruinaba una poción gracias a los ánimos de improvisación, él prefería que fuera la de Snape antes que la suya.
Snape no tuvo problema. Corrió todos los intentos fallidos de su tabla y colocó un nuevo grano de sopóforo. Falló; el grano salió volando, al igual que cuando intentaban cortarlos.
— Es muy pequeña… —murmuró Priscila.
— ¿Eh?
— El cuchillo —coincidió Snape.
— Exacto. Debe ser más grande que el grano. Regulus, dale tu daga.
La observó de lado, impertinente, preguntándose cuándo le había concedido a ella, a Potter, el poder de creerse que podía darle órdenes. Sin embargo, sin sacar su mala cara, y no porque ella se lo hubiera ordenado, le pasó la daga a Snape. Él quería ganar el ‘‘filtro de paz’’ que Slughorn había ofrecido a quien -en su caso quienes- elaborara la mejor poción de ‘‘muertos en vida’’.
Severus Snape aplastó el grano con la hoja de la daga, extrayéndole todo el jugo que llevaba dentro, los tres se rieron con sorpresa, finalmente, podían pasar a la siguiente fase de la poción. Snape vertía el líquido en su caldero mientras Priscila y Regulus aplastaban uno de sus últimos granos de sopóforo; ambas pociones tomaban el color lila que debería. No pudieron evitar cruzar miradas orgullosas entre sí. Además, casi al mismo tiempo, los tres tachaban la receta del libro, escribiendo a mano la que realmente funcionaba.
Rostros grasientos, cabellos inflados y ninguna poción que fuera perfecta. Ni acertada; algunas eran azules, otras moradas, muy pocas eran las rojas. El profesor Slughorn caminaba por toda la mazmorra con las manos juntas en su espalda baja, juzgando cada uno de los calderos. La poción de Regulus y Priscila se había estancado en el color lila, siendo de las más claras, y, por ende, de las mejores elaboradas, pero había una un poco más rosada que lila, y esa era la de Severus Snape. Ganó el filtro de la paz, por si quedaba algún tipo de duda.
Priscila investigaba, con cientos de preguntas y miradas alborotadas, cómo lo había hecho. Todos los alumnos iban por el pasillo dirigiéndose a las escaleras para salir de las mazmorras de una vez por todas, después de dos horas intensas de la asignatura menos favorita de muchos. En orden, James Potter, Sirius Black, Peter Pettigrew y Remus Lupin les pasaron por el medio, el primero los había empujado para hacerse el espacio, con resentimiento hacia Severus Snape y a su hermana también, por las cosas que le había dicho a Sirius el martes pasado. James giró la cabeza por encima de su hombro, ceñudo, y a Priscila no pudo importarle menos. Sintió un tirón del brazo, que provocó que se rezagara. Dio, obligada, unos cuantos pasos hacia atrás.
— Para el otro lado —dijo Regulus Black, señalando con su cabeza el sentido contrario al que iban sus compañeros—. Nos conseguí el salón de duelo por una hora.
Priscila lo observó con intriga.
Él se fregó los ojos con ambas manos, irritado, pasándolas por sus cienes, acabando en su cabello. Suspiró.
— A veces creo que eres la persona más estúpida que he conocido jamás. Conseguí el salón de duelo para tener nuestras clases privadas de Defensa Contra las Artes Oscuras.
— Oh… ¿En serio? —sonrió, sorprendida.
Mordiéndose el labio inferior con impaciencia, asintió.
— Pero ahora es el almuerzo.
— Priscila.
— ¿Qué?
— Primero, no tenemos muchos horarios libres en nuestras agendas. Segundo, si trabajamos al horario de la comida, nadie nos verá juntos.
— ¿Y si tenemos hambre?
— Te aguantas.
— Bien…
— Vamos.
Nadie los había visto. Las mazmorras habían quedo vacía en un instante. Pero, claro, existía un mapa que revelaba la ubicación de todos en el castillo de Hogwarts. Y, si tu hermano mayor estuviera lo suficientemente preocupado por ti, tus nuevas actitudes y las personas con las que últimamente te juntas, tal vez, tu secreto, no sería tan secreto, y, por supuesto, mal entendido.
— Yo iba a hablar con Sawski. Para que nos diera el aula de DCAO —comentó Priscila dejando su morral en el suelo. Regulus la miró por encima de su hombro mientras cerraba la puerta.
— ¿Cuándo sería eso? —preguntó sin ganas— Como sea, que bueno que me adelanté a ti. Le pedí a Slughorn si podíamos usar el salón de duelos, le expliqué la situación y lo aprobó. Tengo dos permisos firmados por él y por Dumbledore, ambos prometieron que mantendrían sus bocas cerradas, incluso con —hizo una pausa— tu hermano.
— Gracias.
— No lo hice por ti.
Priscila se encogió de hombros, girando, distraída, observando el lugar. Nunca había estado allí. El club de duelos se dictaba los domingos, y por supuesto que ella nunca había participado ni pensado en hacerlo.
— Comenzaremos con desvío de maleficios —dijo Regulus leyendo sus anotaciones; lo dejó a un lado y sacó su varita, apuntándole—. ¡Petrificus Totalus!
Priscila quebró la voz de un grito, agachándose antes de recibir la maldición, cubriéndose con sus propios brazos. Intentó no llorar, pero después de un par de sollozos, las lágrimas salieron por su propia cuenta.
Regulus tragó grueso, mirándola con los hombros caídos y el mentón alto, sin pestañear. Él no pensó.
— ¿Por qué hiciste eso? —le preguntó angustiada, parándose.
Apretó la varita, cerrando su mano en un puño. Tomó aire y la levantó, apresurándose a conjurar:
— ¡DEPULSO! —gritó y lo arrojó contra la pared.
Regulus la miró, furioso, lo había atrapado estando abstraído, pensando en petrificus totalus y el lago negro congelado, poniéndose de pie.
— ¡Descendo! —apuntó al candelabro que colgaba sobre ella; se soltó.
— ¡Arresto momentum! —gritó Priscila, dilatando la caída para poder escapar— ¡Silencio!, ¡Expelliarmus! —sorprendió a Regulus, que sonrió sin querer por la astucia y la rapidez que tenía para conjurar. Adjudicándolo a los años y años de hablar hasta por los codos.
Priscila tomó aire y lo soltó.
— No apesto en encantamientos —comentó. Regulus, fastidiado, señaló su propia boca—. Finite Incantatem.
— No puedes conjurar maleficios porque les tienes miedo —observó, limpiándose el polvo de la túnica— ¿Por qué les temes? No es tan diferente a…
Dejó de hablar cuando se percató de la mueca que había puesto, con una ceja en alto y un obvio gesto con la mirada. Quiso morderse la lengua antes de hacerlo, pero, virando los ojos, le confesó:
— No era mi intención lanzarte…
— No pedí que te disculparas —intervino de mala gana.
— No iba a disculparme. Ayer conjuramos ‘‘deprimo’’, probémoslo. Apunta a la cortina, hazle agujeros.
Priscila asintió una vez, observándolo de reojo, esperando a que lo demostrara. Con desgano, Regulus levantó su varita.
— ¡Deprimo! —lanzó, sintiéndose incomodo por la manera tan detallada en la que ella lo examinó al hacerlo— Tu turno.
— ¡Deprimo! —lanzó Priscila, y rompió la ventana.
Afortunadamente, las mazmorras tenían hechizos de protección en caso de que algo así sucediera, siendo conscientes de que esa parte del castillo queda dentro de las profundidades del lago negro.
— ¡Ay, por Merlin, Regulus! —chilló, apretándole el brazo con fuerza; él miró fijo aquel agarre, respirando profundo para no gritarle; ella no lo notó porque estaba hundida en sus pensamientos sobre un gran castigo.
— Reparo —lanzó Regulus, irritado, soltándose bruscamente, escuchándola susurrar ‹‹Oh, claro».