Judas

Harry Potter - J. K. Rowling
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Veneno

El 5 de agosto de 1972 fue el día que escogió Euphemia Potter para hacer las compras escolares en el Callejón Diagon. Las primeras para Priscila, que estaba extasiada e hiperactiva por no haber dormido. De acá para allá, tocaba todo, acariciaba animales, olía objetos, pedía y pedía entre gritos y tirones. Como si hubiera sido la primera vez que pisaba adoquines.

Ya tenían sus calderos, los libros, la última escoba para James y nuevos uniformes para ambos hermanos. Tan solo faltaban unas pocas cosas, entre ellas, la que mantenía a Priscila con aquel humor, debían comprarle su primera varita. Al cruzar por la puerta de Ollivander’s la niña se sintió algo desanimada. Esperaba más que una tienda ordinaria. Ella siempre esperaba más, de lo que fuera.  

Después de una pequeña charla con el señor Ollivander comenzaron con el ritual de las varitas. James le había contado a Priscila que la varita elegía al mago y Euphemia había agregado que no hay dos varitas iguales, así como no hay dos personas iguales.

Pasó mucho tiempo y por muchas varitas, ninguna parecía quererla como dueña. Priscila temblaba de los nervios, al borde de las lágrimas, imaginándose que sería la primera bruja a la que ninguna de las miles de varitas no eligieron. Cuando agitó la varita de veinte centímetros, hecha de madera de Álamo con núcleo de pelo de la cola de un unicornio los vidrios de la puerta estallaron. No hubo heridos. La octava varita, de Roble Inglés y núcleo de fibra de corazón de dragón, tampoco funcionó. Ollivander la observó con cautela, entrecerrando sus ojos, quieto. Exclamó, asintiendo, girando sin decirles nada, se subió a una escalera en lo más profundo de la tienda, sacando cinco cajas de la repisa más alta. Priscila no estaba tan segura, casi para nada, pero él les afirmó que entre esas se encontraba su varita. Cuando sacudió la tercera, rompió las gafas de James y sus últimas esperanzas. Quedaban dos, pero ya no le veía el sentido a seguir intentándolo solo para seguir humillándose.

Como chiste, fue la quinta. De 23 centímetros de largo. Rígida. Hecha con madera de espino y el núcleo es del cuerno de bicornio. Una varita preciosa, con una piedra azul en el mango.

— Qué curioso —comentó Ollivander—. Un lapislázuli, ‘‘todo comienza en el yo’’.

— ¿Qué significa eso?

James bufó.

— Es la piedra que ilumina tu alma y consciencia, es el despertar.

Priscila hizo una mueca de interés, asintiendo, hacia su madre. Sonrió, admirando su nueva varita.

Antes de salir de la tienda, tomó uno de los folletos sobre varitas del exhibidor. Cuando la vio, Ollivander no dudó en remarcarle que aquellas eran opiniones generalizadas, ya que cada mago es distinto, al igual que las varitas que los eligen. No obstante, leer el folleto arruinó su día por completo.

Sobre su varita, encontró: El fabricante de varitas Gregorovitch escribió "El espino hace una varita extraña, contradictoria, tan llena de paradojas como el árbol del que se ha sacado, cuyas hojas y frutos curan, pero cuyas ramas cortantes huelen a muerte" y, sobre el núcleo, ''Pelo de cuerno de bicornio: Este tipo de núcleos producirá una varita que realizará todo tipo de encantamientos y maldiciones de forma dramática, pero rápida. Un núcleo muy útil para magia oscura". El temor se apoderó de su cuerpo. Se preguntó por qué aquella varita la había elegido. Si sería una desertora. ¿Era ese su destino? ¿Su ‘‘despertar’’?

Ella no quería oler a muerte ni ser una bruja de magia oscura. No.

El pecho le subía y le bajaba, su respiración estaba arrítmica y el aire parecía no entrarle a los pulmones. Creyó que en aquel instante, en el suelo de su habitación, moriría. Una lágrima le rodó por la mejilla al soltar una exclamación ahogada. La socorrió Fleamont, pocos minutos después, todo a su alrededor se calmó y pudo explicarle a su papá y a su mamá lo que pasaba, cuáles eran sus más profundas preocupaciones. Ellos supieron exactamente qué responder para tranquilizarla, más no James, que, cuando habían pasado unos días y Priscila respiraba normalmente, deletreó «M-A-L-D-I-T-A» durante la cena, inaudible para Euphemia y Fleamont, riéndose por lo bajo. Priscila no encontró otra opción que pellizcarle el pecho, lo cual causó que James la acusara con lágrimas falsas ante Euphemia, por debajo de la mesa, diciéndole llorón, Priscila lo pateó, comenzando con la pelea; él tiró de su cabello, ella le mordió un brazo. Ambos acabaron castigados.

 

La mañana del 2 de septiembre de 1977 sorprendió a Priscila con una nueva carta de Slughorn. Acarició al búho, le dio un pedazo de pan y luego la abrió mientras se tragaba un roll de canela casi sin masticar, bajándolo con un buen sorbo de café.

‘‘Priscila, me complacería mucho que al finalizar la jornada escolar del día, a las cinco de la tarde, vinieras al salón de pociones para hacerte una propuesta interesante con respecto a mi materia. Atentamente, Prof. H.E.F. Slughorn’’.

Casi se atraganta con todo lo que tenía dentro de la boca. Ambar, una de sus amigas más cercanas, la miró con intriga.

— ¿Qué…?

— Es de Slughorn. ¡Quiere verme esta tarde! —chilló limpiándose el mentón.

— ¿Ya comienza con ese club clasista? —preguntó Sabrina, metiéndose entre ellas para agarrar un bizcocho— Es el primer día de clases.

— Ya tuvimos una reunión, y fue tan aburrida como las demás, pero no. No es eso. Creo… bueno, no quiero hacerme ilusiones, pero el curso pasado… el curso pasado comentó algo de pociones avanzadas… —vaciló.

— Entonces deberíamos brindar —agregó Sabrina levantando su vaso con jugo de naranja exprimido— ¡POR LA BRUJA MÁS BRILLANTE DE HOGWARTS! —exclamó parándose, llamando la atención.

Priscila negó, escondiéndose tras otro roll de canela.   

— No debería avergonzarte —le recriminó cuando tiró de su túnica.

— Todavía no sé si se trata de eso, Sab.

Como respuesta, chasqueó su lengua.

— ¿Cuándo creen que será la fiesta de Quidditch? La que organizan los Gryffindor —preguntó Ambar en su propio mundo, con los ojos fijos en Sirius Black.

Priscila y Sabrina dirigieron sus miradas a él, a los cuatro. Hacían monerías, como siempre. Priscila negó. Al paracerse, golpeó la mesa con ambas manos, haciendo resonar los utensillos por todo el Gran Comedor.

— ¡EY! ¡SAQUENSE ESOS GLISINES DE LA NARIZ! —les chilló— ¡No jueguen con la comida! ¡15 PUNTOS MENOS PARA GRYFFINDOR!

— ¡PRISCILA! —respondió James, y ella le hizo muecas intensas, señalándose su propia y respingada nariz con aires autoritarios.

Escuchó las quejas de la mesa roja, pero poco le interesó. Repasó una y otra vez aquella carta de listón violeta.  

 



 

A pesar de haber pasado seis años caminando por el castillo de Hogwarts, Priscila creía que nunca terminaría de acostumbrarse a la oscuridad, la grasitud, el frío y humedad de las mazmorras. No eran para nada de su agrado.

Se dirigía al salón de pociones para su cita con Slughorn, iba distraída y disgustada con el ambiente cuando escuchó un ruido. La puerta de la sala común de Slytherin. Tomó aire profundo, era hora de agachar la cabeza y acelerar el paso. No midió la distancia, ni tuvo los reflejos necesarios, la placa verde y plata de prefecto casi le queda incrustada en medio de la frente.

— Fíjate por dónde vas, Potter —gruñó Regulus Black.

No respondió. Por qué arruinaría los maravillosos cinco años que llevaban sin siquiera cruzar miradas. Priscila siguió con su camino, medio nerviosa, escuchando las pisadas de Regulus Black tras las suyas. Más cercanas con cada paso. Se aferró a los cuadernos que llevaba, consciente de dónde llevaba la varita y preguntándose qué tan rápido podría sacarla de ser necesario. Aun sabiendo que nunca podría vencerlo en un duelo. Estaba aterrada, tenía que admitirlo.

Fue una traición de su propio cuerpo, pero Priscila paró en seco, apretando la mandíbula.

— ¿Estás siguiéndome? —soltó fingiendo coraje, pero con la voz tan aguda que se delató por completo.

Los ojos verdes de Regulus Black bajaron hasta los suyos, penetrantes, provocando que hasta el más pequeño de sus vellos se erizara.

— Sí —confesó, tomándola por sorpresa después de una pausa, siendo totalmente irónico.

Manteniendo la frente bien en alto, sin más miradas intimidantes, pasó de Priscila. Regulus Black se dirigía al salón de pociones. Golpeó la puerta y esperó con la espalda derecha, sujetando sus propios cuadernos, mientras Priscila no hacía más que digerir lo que veía desde el lugar donde se había congelado a tan solo unos metros. A él también lo había citado. No era que Priscila no supiera que Regulus Black era el segundo mejor de la asignatura, pero… No lo sabía. No quería.

Soltó todo el aire que se le había acumulado y se rindió, virando los ojos. No había nada que hacer y no podía arriesgarse a llegar más tarde que Regulus Black. Se apresuró. Slughorn aún no abría la puerta, tocó dos veces, suavemente, ignorando que él estaba a su lado y que ya lo había hecho pocos segundos atrás.

El profesor abrió después de dos largos minutos, invitándolos a pasar con una sonrisa inmensa en su rostro. Estaba contento de ver que ambos ya estaban allí.

Nadie más. Solo Regulus y Priscila.

Slughorn les parloteó por un buen rato sobre muchas cosas que no eran para nada importantes. Priscila había tomado asiento en su lugar habitual mientras que Regulus se quedó próximo a la puerta, con su cara amarga y ojos perezosos, respondiendo como monosílabos casi silenciosos a las preguntas de Slughorn.

— ¿Para qué me citó? —preguntó brusco, ya cansado de tanto palabrerío.

— Acércate —ordenó con toda la amabilidad del planeta, haciéndole señas sobre el asiento junto al de Priscila.

Regulus le hizo caso, pero no se sentó.

— ¡Estupendo! Primero, quería felicitarlos por esas placas. ''El precio de la grandeza es la responsabilidad'' —citó.

Priscila agradeció, dándole más charla y compartiendo sonrisas.

Regulus asintió lento, casi únicamente porque Slughorn era el jefe de su casa y profesor.

— Ahora sí, los cité esta tarde para que charláramos sobre la posibilidad de que tomen clases de pociones avanzadas. Todo fue hablado y aceptado por el amable director Dumbledore, son los mejores de la clase, se lo merecen; destacan ante el resto de sus compañeros y sería una pena desperdiciar talento.

Priscila chilló, muy sonriente, arrugando la nariz.

— ¡Estoy tan agradecida como emocionada, profesor, gracias por...! —Además de las muecas del profesor, los murmullos burlones de Regulus hicieron que Priscila dejara de hablar.

— No sin antes —siguió Slughorn con un tono severo pero cauteloso, haciendo una pausa—... no sin antes ponerlos a prueba. Asegurarme de que en verdad están a la altura.

Priscila miró de reojo a Regulus, un poco sobrada y con obvia burla, y él había decidido tener el mismo gesto para con ella. Sería un gran desafío y Priscila lo aceptaba con gusto. Destrozar académicamente a Regulus Black sí estaba dentro de sus posibilidades.

La risa de Slughorn los sacó de aquella guerra fría.

— No me refería a que compitan entre ustedes. Para nada. Dumbledore y yo creemos que sería razonable que dieran tutorías a los más jóvenes, después de estar en clases con los de séptimo, supongo que sería tarea fácil para ustedes.

— Lo es —afirmó Priscila con mucho gusto, notando que la idea le aborrecía a Regulus—. Lo haré. Lo que sea.

— Perdone, ¿qué? —preguntó Regulus, incrédulo— No me parece justo. ¿Por qué el premio tendría un castigo?

— ¿Equilibrio?

— Callate, Potter.

— Ayudará a sus calificaciones y también a prepararse para el futuro, señor Black.

Regulus se rio con sarcasmo.

— ¿Tutorías de ésta materia, verdad, profesor?

— Sí, Potter, solo de pociones, que es donde sobresalen. No dejaremos...

— Asumo que les daríamos tutorías a los más jóvenes de nuestras casas —interrumpió Regulus, entrecerrando los ojos.

— No. Me temo que no, será a quien lo necesite, y podrán usar la biblioteca para más comodidad.

Priscila no podría ocultar por mucho más tiempo la alegría que le daba la desgracia de Regulus Black. Estaba deleitada con su rabieta. Esperanzada de que explote y lo castiguen.

— ¿Por qué sería justo hacer su trabajo, profesor? Y gratis...

— Sumarán puntos en mi materia y obtendrán matrículas de honor, desde luego que daré las mejores recomendaciones; estamos hablando de que se saltearan todo un año. Son magos talentosos, no desperdicien oportunidades por un capricho —agregó lo último con la mirada fija en Regulus.

— A diferencia de Potter, yo no tengo tiempo que perder, profesor.

— Entonces, Señor Black, creo que sabe cómo encontrar la puerta, muchas gracias. —Volvió sus ojos amables hacia Priscila— Las tutorías abarcarían lunes, miércoles y viernes por las tardes. Solo dos horas. Pero, Priscila, podría modificarse según los horarios que te parecieran convenientes.

Priscila asintió, tragándose las risas ante la humillante salida del salón que brindó Regulus. Nunca lo olvidaría. Haría aniversarios en honor al día 2 de septiembre de 1977 con pastel y frappuccino de caramelo y canela incluidos.

Pero, luego, Slughorn afirmó con mucha seguridad con la vista clavada en ningún lado:

— Volverá. Él no sabe perder, odia perder —se rio—. Volverá por el desafío, tú tranquila, mientras tanto, atenta mañana en el horario del desayuno, te llegarán tus nuevos horarios ajustados a pociones avanzadas.

Aunque desbordaba felicidad por la oportunidad de Slughorn, le preocupaban sus otras Asignaturas. La carga que tendría, como cambiarían todos sus horarios. Priscila se había anotado en todas las que llamaban su atención de alguna manera y -obvio- en las que necesitaba para seguir la carrera de pociones: Alquimia, Astronomía, Cuidado de Criaturas Mágicas, Defensa Contra las Artes Oscuras (a pesar de casi haberla reprobado el curso anterior), Herbología y Pociones. Además de dos talleres de Arte; arte mágico y arte muggle.  Asimismo, el trabajo extra debido a ser prefecta de Ravenclaw. Se agotó de tan solo pensarlo.

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