
Eduardus Black
Ser el tercer hijo significa no tener responsabilidades. Siempre tendrás a tus hermanos mayores encargándose de todo para que tú no lo hagas, y además cuidarán de tus hermanos menores. Sin mencionar que nadie se fija realmente en ti, como si fueras un fantasma en cada foto familiar, donde nadie te mira ni espera nada de ti.
El hermano de Eduardus era perfecto a ojos de todos, incluidos sus padres. Su padre lo había criado con la mano férrea necesaria para que no se saliera del recorrido marcado desde su nacimiento, y su madre se encargaba de que esas enseñanzas se mantuvieran. Su segunda hermana, Phoebe, era más relajada en todo aspecto, siempre jugando a las cartas o yendo de un lado al otro de Ravencrest Manor, la mansión familiar.
Por otra parte estaban sus hermanas menores. Hesper era, como le llamaban los adultos, un nervio. Todo el tiempo haciendo cosas, como si se fuera a parar el mundo si ella lo hacía, y era demasiado ambiciosa para dejar algo sin hacer. Alexia, la menor, rebosaba tranquilidad en todo momento, siempre dispuesta a consolar a alguien con su sonrisa tranquila y un fuerte abrazo.
El problema empezó cuando Eduardus entró en Hogwarts. Más bien, cuando conoció a Chelsea Todd, una chica de su curso. Era increíblemente inteligente, una honorable miembro de la casa Ravenclaw, unos hermosos ojos verdes que resaltaban contra su morena piel, la persona más capaz que había visto en su vida, era todo lo que cualquiera pudiera desear, excepto por un pequeño detalle. Era nacida de muggles, sangre sucia como le llamaban por los pasillos e incluso la familia de Eduardus.
¿A quién le importaba qué fuera su familia, cuando ella era tan maravillosa? Ni aunque fueran sapos le importaría, solo podía pensar en lo genial que era y lo mucho que sabía de todo, mucho más que él. Le abrió las puertas a todo un mundo lleno de cosas. Los muggles son, desde luego, muy interesantes, pero no se había permitido a sí mismo verlo antes de ella.
Era un frío sábado cuando uno de los elfos domésticos de su padre lo llamó a su despacho. Allí estaba Antares Black, con el semblante pétreo y con una pila de cartas abiertas en su escritorio. En los ojos de su padre no había nada, lo cual no era extraño, pero por alguna razón hizo que Eduardus se tensara inmediatamente. Cuando se fijó en las cartas, vio la letra cursiva de Chelsea. Mierda.
Antares quemó las cartas delante suyo, y después hizo lo mismo con su rostro en el tapiz familiar. Horrorizado, huyó con lo puesto y corrió hacia la librería que pertenecía a Andrew, el padre de Chelsea. Fue recibido con los brazos abiertos, y esa misma primavera se hizo miembro oficial de esa familia cuando, al casarse con su amor, tomó su apellido.
Con su esposa tuvo tres hijos, los tres demasiado parecidos a Eduardus para su gusto, pero a quienes adoraba con cada fibra de su ser. Falleció joven, a los cincuenta y siete años, pero lo hizo rodeado de quienes lo querían como era y no como lo que esperaban que fuera.