
Introducción
El día se cernía sobre Shego con una opresiva pesadez, una sombra perpetua que se instaló en su existencia desde aquel evento devastador que fracturó su mundo. Un mes había transcurrido desde que su luz se extinguió, sumiéndola en una penumbra insondable.
El resplandor repentino de la lámpara en la habitación oscura interrumpió fugazmente sus pensamientos. Sus ojos se entrecerraron con desgana antes de posarse en la enfermera que ingresaba para su ronda matutina. La mirada compasiva de la mujer la atravesó con una intensidad que, en otro tiempo, habría despertado su furia. No necesitaba ni deseaba lástima. Pero ahora... ahora Shego estaba exhausta, tan desgastada que la indignación le resultaba un lujo inaccesible.
Durante un mes, su descanso fue insuficiente, apenas un remanente funcional que apenas la mantenía consciente. Su alimentación era mínima, lo estrictamente necesario para conservar sus constantes vitales. Su mundo se reducía a las paredes blancas e impersonales del hospital, y con cada amanecer, la esperanza que había intentado sostener se desintegraba, llevándose consigo cualquier vestigio de deseo por continuar.
El dolor y la desesperanza no eran experiencias nuevas para ella. Desde la infancia, había soportado pruebas que pocos podrían concebir. El sufrimiento físico y mental eran una presencia familiar, una constante que había aprendido a desestimar. Pero esta vez era diferente. Esta vez, tras haber experimentado una dicha genuina, el abismo de su pérdida era más profundo que nunca. Conocer la felicidad solo hacía más insoportable su ausencia.
La enfermera entró y salió sin pronunciar palabra. Hacía días que nadie intentaba conversar con ella. No había palabras adecuadas. Cuando la luz se apagó nuevamente y la puerta se cerró con un leve chasquido, Shego se levantó con movimientos lentos y mecánicos. Se acercó a la camilla con una pesadez abrumadora, y sus dedos, pálidos y temblorosos, se posaron con delicadeza sobre la mano inerte de la única persona que había significado algo en su vida.
Una única lágrima descendió por su mejilla antes de que, con un susurro quebrado, implorara:
"Mi princesa... por favor, despierta..."