
LA CONTIENDA. PARTE II.
–¡Ganó y les dio un espectáculo digno de Roma! Pensé que era eso lo que querías –se quejaba Sirius mientras su padre lo tironeaba del brazo por los pasillos–. ¿Acaso no escuchas a la gente? Lo adoran…
–No necesito que lo adoren –dijo el adulto entre dientes con claro desagrado–. No se cómo hiciste para sobornar al otro guerrero, pero era imposible que ese bastardo ganara.
Sirius hizo un movimiento brusco soltándose del brazo de su padre y se apartó al instante cuando este intento tomarlo de nuevo.
–Te molesta… –dijo comprendiendo–. Te molesta que un guerrero entrenado por mi esté al mismo nivel que el tuyo o el de Regulus.
–No digas tonterías Sirius, es obvio que no le has enseñado esos movimientos –dijo con burla para volver a sujetarlo del brazo con aun más fuerza.
(…)
Remus odiaba tener que admitir aquello pero estaba preocupado ¿Por qué Sirius se había ido y por qué no había ido a verlo luego? Tampoco había aparecido para sus otras dos peleas y aun lo estaba esperando aunque sospechaba que no aparecería.
No le habían dejado volver a su habitación de antes, ningún guerrero lo había hecho, le habían dicho que era injusto para los demás que el contara con una cama para dormir, no le importaba, estaba acostumbrado a los bancos de madera o al suelo de piedra, la cama solo había sido una comodidad temporal.
El cuerpo le dolía un poco pero podía manejarlo, Livia había aparecido en silencio a curarlo y luego se había marchado, no había visto a otro guerrero recibir aquel trato aún, lo que le hacía pensar que Sirius la había mandado pero no podía estar seguro, había preguntado pero la mujer había permanecido callada como una tumba. Pateó un banco de madera haciéndolo estallar en pedazos contra la pared de aquella especie de calabozo, se arrepintió al instante cuando vio a su amigo removerse.
–Lo lamento, Prongs… –vio como el moreno se refregaba los ojos mientras negaba.
–No te preocupes… ¿Has dormido algo? –Remus solo negó y continúo caminando por el espacio reducido–. No voy a preguntar si tu entrenador apareció porque por tu aspecto intuyo que no.
Ambos se quedaron en silencio. Prongs o James que en realidad era su verdadero nombre, había sido tomado como prisionero de guerra unos meses después que Remus, ninguno recordaba exactamente el momento en el que habían dejado de ser extraños para volverse cercanos, pero en la actualidad eran algo así como mejores amigos.
–No vas a querer que lo diga pero voy a decirlo igual –dijo James luego de un rato de silencio–. Nunca te había visto así ¿Qué tiene de especial este entrenador? –nadie respondió–. Me pone nervioso verte así, pareces animal enjaulado.
–Pues vuelve a dormir, mierda –respondió de peor humor de lo que el otro se merecía.
El castaño suspiró acostumbrado a aquellos arranques de temperamento y se pasó una mano por el cabello despeinándolo aún más.
–A ver, sé que no estoy en tu rango de pelea y que no es lo mismo pero de todos modos nunca te he visto de esta manera ¿Enojado con tu entrenador? Por supuesto, miles de veces, te he visto putearlos, maldecirlos, gritarles, criticar sus formas y tácticas e incluso recuerdo la vez que golpeaste a ese otro… pero es la primera vez que te veo preocupado.
Una nueva oleada de silencio se instaló en la celda, Remus sabía que decía la verdad pero no podía explicarle porque le preocupaba, ni él estaba seguro. Observó a su amigo, James siempre tenía el cabello desordenado y una sonrisa permanente en los labios, era como si por más que él quisiera borrarla uno pudiera ver la sombra de la misma danzando en su rostro, en aquel momento tenía barba de algunos días y lo estaba mirando en busca de una respuesta que no podía darle, su mirada bajó al cuello del contrario donde las cicatrices se abrían paso como si fueran raíces de un árbol y sobre ellas una cadena de plata de la cual colgaba un modesto anillo dorado.
Una vez más pensó en lo injusto que era todo aquello, James hablaba sin problemas de su esposa y aseguraba que ella, Lily, estaba bien y lo estaba esperando pero Remus era pesimista por naturaleza y no podía evitar pensar que James estaba condenado y quizás no tuviera a nadie esperando por él. Amaría equivocarse porque aquella chica sonaba increíble.
–Dijiste que es el hijo del magistrado –a duras penas asintió, sabía que no iba a rendirse–. Bueno, entonces seguramente debe estar ocupado haciendo algo del trabajo ¿No crees?
–No le gusta ese trabajo, lo evade –dijo dejándose caer junto a James.
–A nosotros tampoco nos gusta el nuestro, pero lo hacemos igual, Moony –dijo con una sonrisa sarcástica ganándose un empujón.
–Moony es todavía peor que Lobo Gris, cállate.
(…)
Al siguiente día las peleas siguieron como era lo habitual, lo mismo que al siguiente de ese y al otro, Sirius no apareció por ningún lado, ni en las gradas, ni en el entrenamiento, ni en la zona de descanso. El guerrero sabía que no tenía que tomarlo personal, pero le molestaba ¿Qué había sido ese cambio? Livia aparecía para curarlo después de cada pelea y con comida para James y para él cada noche.
–Estás espantoso…
–Lo sé –confirmó dejándose caer al suelo de tierra con un quejido.
Parecía que todos los guerreros tenían algo personal contra él, tiraban siempre a matar y parecían realmente enfadados, pero también asustados, Remus no lo entendía.
–No te preocupes, Moony, pronto vendrá ella a curarte.
Seguido de esas palabras escucharon un jadeo del otro lado de la reja, Livia observaba al guerrero con los ojos bien abiertos y sus manos que sostenían la bandeja temblaron ligeramente.
–Se ve peor de lo que es, lo prometo –dijo al verla tan asustada.
Puede que no fueran amigos pero la muchacha le había cuidado y solo por eso Remus le agradecía. Ella abrió la reja y le pasó la bandeja a James que la dejó sobre un banco, poco a poco se había creado una comodidad entre los tres.
–Déjeme curar eso…
–Gracias.
Como era rutina a esa altura, la muchacha lavó sus heridas y untó algunos ungüentos en las más profundas, siempre se lamentaba de no poder ponerle vendas o cocer las heridas mayores pero Remus entendía.
–Hey, si nos descubren no vas a poder seguir viniendo, en serio aprecio esto, es mucho mejor que nada –dijo en voz baja cuando ella ya estaba juntando todo.
Livia separó los labios con intención de decir algo, pero luego se arrepintió y solo asintió.
–Coman, por favor.
Los dos guerreros comían en silencio pero trataban de ser rápidos, sabían que a la muchacha le ponía nerviosa estar ahí demasiado tiempo.
–Livia.
Una voz que Remus no conocía sonó desde el pasillo con un tono frio, la chica dio un salto y volteo a ver.
–Amo Black… –su voz era temblorosa–. Por favor no le diga a su padre –suplicó.
Entonces Remus lo vio, era un chico que parecía menor que Sirius pero era muy parecido, “Tiene un hermano” le recordó su cabeza.
–No tengo interés en que mi padre se entere de nada –dijo abriendo la puerta de la celda–. Pero mi hermano te necesita ahora así que te sugiero que te retires.
Disculpándose con la mirada levantó la bandeja que aún tenía un poco de comida y salió de la celda perdiéndose por el pasillo; los dos guerreros y el príncipe joven se observaron en silencio.
–Lo que haga mi hermano con sus guerreros o si decide o no romper las reglas no es mi puto problema –cerró la reja con fuerza y le puso llave, sus ojos grises se clavaron en los de Remus–. Pero deberían saber que si mi padre se entera, están muertos.
Debería haberse mordido la lengua, pero no pudo evitar desear saber más, entender por qué el pelinegro había dejado de visitarlo.
–¿Cómo está el amo Black? –preguntó.
El gesto frío del menor titubeó, le molestaba como se comportaba su hermano regularmente, pero era su hermano, pensó en no responder nada, no podían obligarlo, no obstante, sabía que Remus no había estado tranquilo en aquellos días debido a la ausencia de Sirius y si era honesto, no quería verlo fracasar. No por él, el guerrero no le importaba, pero no podría tolerar ver como Sirius sufría de nuevo y él no podía hacer nada.
–Deseando estar muerto –respondió con sinceridad y se marchó.
(…)
La conversación con el príncipe no lo había dejado tranquilo, pero si había debilitado lo suficiente su enojo como para permitirle dormir. Era el último día de la contienda, se había despedido de James esa mañana luego de desearle suerte, de todo corazón siempre esperaba que a él le fuera bien, no lo diría en voz alta, pero amaba al moreno, era su mejor amigo, su hermano a esa altura.
Tres peleas. Tres peleas más y sería considerado el campeón. Tres peleas y aún no había tenido señal alguna de Sirius.
La primera pelea acabó rápido, el guerrero contra el que se enfrentó parecía perdido, aturdido incluso, Remus no entendía que ocurría con todos ellos ¿Por qué estaban así? Había atacado y resistido, pero no le había ofrecido una pelea importante. Lo había liquidado con rapidez.
Su armadura aún estaba salpicada de Sangre cuando le avisaron que el gladiador de Regulus, el príncipe menor, había ganado su pelea y que les tocaría enfrentarse. Si Remus ganaba, llegaría a la final de la contienda y se debería enfrentar al gladiador del magistrado, del padre de Sirius.
Se puso de pie colocándose el casco y alistando todo como acostumbraba, mientras caminaba por el pasillo que lo llevaría a la arena, varios guerreros le dieron palmadas en la espalda, alentándolo, murmurando palabras de aliento, susurrando plegarias por su vida. “Entre los desgraciados nos apoyamos”, pensó.
En la entrada a la arena ya se encontraba el otro gladiador, le conocía, habían viajado juntos muchas veces. Tan solo se miraron, la aceptación de sus destinos cayendo sobre ellos con pesadez, la inconformidad de la vida que les había tocado vivir drenándose de sus cuerpos entre sudor y sangre. Siguieron los rituales de inicio, esperaron a ser nombrados y se adentraron en el “campo de batalla”, caminando erguidos entre los gritos agitados de la multitud, caminaron hasta quedar frente al estrado e hicieron la jodida reverencia. Una vez más, Sirius no estaba ahí, solo su hermano y su padre. Remus tragó pesado.
En medio de la arena, bajo el sol abrasador, dos gladiadores de renombre se enfrentaban con una destreza que dejaba sin aliento a la multitud. A un lado, Evan, un veterano curtido en mil combates, aunque no debía ser mayor que Remus, conocido por su fuerza bruta y la precisión de su espada; del otro, Remus, “El lobo gris”, joven y ágil, cuya velocidad y estrategia eran legendarias. Ambos llevaban la armadura manchada con sangre. Ambos eran letales. Ambos solo querían sobrevivir un día más.
La arena hervía con el clamor de la multitud, que gritaba y aplaudía, ansiosa por ver el desenlace. El polvo se levantaba a cada paso de los guerreros, formando una ligera neblina que apenas oscurecía la tensión palpable en el aire. Los ojos de Evan, profundos, azules y oscuros como la misma muerte, estaban clavados en su oponente, mientras el Lobo Gris, con mirada afilada, estudiaba cada movimiento de su colega de destino y tragedia.
Ambos habían sido veloces al momento de buscar armas y escudos, ambos sabían que no se trataba solo de atacar. El choque de espadas resonaba como el trueno, un eco que atravesaba las gradas. Evan atacaba con furia, buscando desequilibrar a Remus con golpes poderosos, pero el joven gladiador, con una agilidad que parecía casi sobrehumana, esquivaba cada embate con gracia, rodando y girando con una destreza digna de su nombre, digna de su entrenamiento y digna de un verdadero canino. La multitud rugía cada vez que alguno de ellos lograba esquivar un golpe mortal, y se estremecía cuando recuperaban su postura, lanzándose de nuevo al ataque con renovada fuerza.
De repente, Evan dio un paso atrás, apenas recuperando el aliento. Su pecho se elevaba y caía con rapidez, y aunque la experiencia lo mantenía sereno, una pequeña sonrisa apareció en los labios del Lobo. El moreno avanzó, aprovechando la pausa, con una serie de estocadas rápidas que parecían invencibles. Pero el rubio no había sobrevivido tantas batallas por nada; levantó su escudo a tiempo, bloqueando el ataque con un estruendo que silenció a la multitud por un instante.
La lucha continuaba, una danza letal de acero y astucia. Evan lanzó una finta que le engañó por una fracción de segundo, suficiente para abrir una pequeña herida en el brazo del hombre. Un rugido de aprobación recorrió las gradas y con ojos encendidos, aprovechó para atacar de nuevo, implacable. Sin embargo, Remus, a pesar del dolor, no estaba dispuesto a ceder, se giró sobre sus talones, utilizando su velocidad para mantener a raya a su contrincante mientras trazaba un nuevo plan.
El público, dividido entre sus favoritos, alentaba con furor. Algunos gritaban el nombre de Evan, “Serpiente”, otros coreaban el de Remus, “Lobo Gris”, pero todos estaban cautivados por el espectáculo de dos guerreros cuya maestría en el combate parecía casi divina.
Finalmente, tras lo que parecieron horas de tensión y violencia, un movimiento decisivo rompió el equilibrio. Remus, fingiendo una retirada, giró de repente, con una gran velocidad tomando su nueva arma favorita: dagas. Con un golpe certero desarmó, al contrario, y la espada de Evan cayó al suelo, provocando un silencio abrupto en la arena. Pero antes de que Remus pudiera dar el golpe final, Evan, mostrando una vez más por qué él también era una leyenda y por qué había llegado hasta la semifinal, lanzó un último y desesperado ataque con su escudo, derribando al moreno.
Ambos gladiadores quedaron en el suelo, exhaustos, con la multitud al borde del delirio. La lucha, llena de honor y destreza, estaba lejos de decidirse, pero en ese instante, los dos se miraron, sabiendo que el combate no solo había sido entre ellos, sino ante el mismo destino. El público, frenético, esperaba el veredicto final. ¿Quién sería el vencedor? Pero en ese momento, no importaba. Lo único que resonaba en la arena era la grandeza de dos hombres que, por un día, habían desafiado al tiempo mismo.
Evan se puso de pie saltando sobre Remus y manteniéndolo contra el suelo usando sus brazos, el castaño lo observó intentando alcanzar sus dagas con las manos mientras sentía como la respiración se le hacía cada más pesada. La fuerza de Evan en su cuello era demasiada, como una serpiente asfixiando a su presa hasta la muerte.
El rubio se inclinó pegando sus labios al oído del otro hombre aprovechando que el casco había volado en algún momento.
–Ellos te quieren muerto, Remus, el magistrado, todos ellos… –murmuró sin dejar de hacer presión, el Lobo intentaba entender sus palabras a través de la neblina de su mente–. Si no lo hago yo, lo hará alguien más y si no, moriremos nosotros, nunca fue tu destino ganar esto, lo siento tanto… lamento que te haya tocado el hijo bastardo de la familia, de verdad lo hago, pero no puedo dejarte ganar.
Remus casi no sentía su cuerpo, las palabras y la falta de aire lo mareaban demasiado, las piernas de Evan mantenían sus brazos contra la arena caliente, sentía los ojos desorbitados ¿Qué pasaba si se rendía en ese momento? ¿Si se dejaba morir? ¿Qué pensaría James? ¿Qué pensaría Sirius?
Entonces lo oyó, como un coro de ángeles burlándose de la profecía de su vida, la voz santa atravesando el océano de voces diabólicas. Reconoció su voz y reconoció ese tono asustado y rasposo.
–¡Levántate, Lobo Gris! –el grito fue tan desesperado, tan desgarrador–. ¡Yo no te entrené de esta manera! ¡PELEA!
Y Remus lo hizo, no sentía el cuerpo y sus pulmones ardían como si estuvieran hechos de fuego, no obstante, sintió el acero rozar sus dedos y con su último aliento tomó la daga, sin dudarlo un segundo la clavó en el muslo de Evan distrayéndolo con el dolor lo suficiente para poder empujarlo lejos de su cuerpo, no tuvo tiempo de recuperar el aliento, pero su mano se aferró a la daga con odio y adrenalina, atacando repetidas veces.
Ganó la pelea y el cuerpo de Evan yacía a sus pies, sin vida.
Se dejó caer contra el polvo rojizo de la arena sintiendo todo su cuerpo como si hubiera sido arrollado por un carro de combate, sus ojos ardían y respirar dolía. Sus ojos desorbitados buscaron de donde había venido esa voz ¿Se lo había imaginado acaso? No pudo saberlo porque cuando intentó ponerse de pie se desplomó perdiendo el conocimiento.
(…)
Sirius sentía la preocupación escurrirle de los poros, su padre había sido estricto y directo con sus órdenes, no tenía permitido ver a Remus o presenciar las peleas, había enviado a Livia una y otra vez a verlo y luego contarle que ocurría, ese truco había sido su salvación, su pequeña ancla a la vida.
Orión se había encargado de hacerlo pagar su “insubordinación” con creces, el triple de trabajos, el triple de castigos… y él lo había aceptado porque se negaba a que Remus o su hermano cargaran con sus problemas y sabía, conocía a su padre demasiado bien, y sabía que si él se resistía a los castigos iría por Regulus o, en ese momento, Remus.
Sin embargo, no había podido aguantar el grito, había visto las peleas con el resto de la multitud, disfrazado, camuflado, mordiéndose la lengua cada vez que herían el más mínimo trozo de piel de su gladiador. Porque Remus era suyo. Su guerrero. Su igual en cierto punto.
Sabía que eso solo le causaría más problemas y lo corroboró cuando vio a los guardias acercarse. Nada de eso importaba en aquel momento, solo Remus, solo el guerrero en la camilla frente a él. Guerrero que no parecía querer despertar y estaba comenzando a poner nervioso al heredero de la casa Black.
–Vamos, idiota, despierta… –su pie subía y bajaba golpeando el suelo miles de veces.
Había ganado la pelea, había luchado con todo lo que tenía, había entrenado más que duro, tenía que despertar. Tenía que.
–Amo Black… –la voz de Livia lo sacó de su ensoñación y levantó la mirada enderezando la espalda a pesar del dolor–. Traje al guerrero que solicitó.
–Gracias Livia, puedes retirarte y descansar.
La mujer asintió suavemente y se retiró dejando a un confundido James Potter de pie en la entrada de la enfermería.
–Pasa y cierra, por favor –sin dudarlo, el moreno obedeció y para su sorpresa vio como Sirius prácticamente cedía hacia delante teniendo que sujetarse de la cama de Remus–. Toma asiento donde quieras, supuse que querrías verlo –dijo sin mirarlo–. Hay comida en la mesa, puedes comer si quieres… ¿Es Prongs, cierto?
James seguía de piedra en su lugar, estaba confundido y al mismo tiempo demasiado curioso.
–Puede decirme James, señor –Sirius lo observó y sus labios se curvaron muy ligeramente en una sonrisa.
–Dime Sirius, lo de “señor” no me gusta realmente… –se quedaron en silencio solo observándose.
–O puedes decirle su real molestia.
La voz de Remus sonó en extremo rasposa y adolorida, ambos pares de ojos de posaron en él reflejando sentimientos bastante parecidos.
–No te sientes… –dijo Sirius al instante que lo vio hacer fuerza–. Te traeré agua.
Sin esperar respuesta se puso de pie, pero necesitó un momento para estabilizarse antes de poder ir por el agua. Los amigos se miraron, James tenía muchas preguntas y Remus lo sabía, pero no podía responderle en ese momento. El castaño se acercó a su amigo y le revolvió el cabello.
–Bueno verte vivo, Moony.
–Muérete.
–También te extrañé.
Sirius volvió con el agua y con suma delicadeza la acercó a sus labios, esperó que bebiera y luego dejó la botella en el suelo mirándolo con un dolor y arrepentimiento tan profundo que Remus pensó que podría vomitar.
–Lo siento tanto –dijo finalmente–. No debí… no… –quería explicarle, quería justificarse, pero no podía, tenía miedo–. Solo lo siento.
–Gané.
–Y lo agradezco eternamente pero no voy a permitirte pelear la final –dijo con un tono más firme, los ojos de Remus lo miraron con un brillo de enojo.
–¿Qué?
–Lo que oíste, no me importa el estúpido duelo que se traiga mi familia, no vas a pelear en estas condiciones y punto –Potter sentía la tensión crecer y quiso huir.
–¿No me descalificaron? –preguntó en cambio el guerrero.
–Ganaste, la final es en la noche para más dramatismo o lo que sea… y aun no pasa el horario así que no, técnicamente no estás descalificado.
–Quiero pelear.
–No.
–Sí.
–No me importa, no.
–No tienes derecho a decidir esto, Black.
–Sí que tengo, soy tu “dueño” temporalmente –dijo con irritación–. Te dejaré un momento a solas con tu amigo, luego él tiene que volver a las celdas, pero vas a pasar la noche aquí porque yo lo digo.
Cuando Sirius se fue, James ocupó su lugar en la silla. El silencio se extendió por muy poco tiempo.
–Eso es lo que no querías decirme –Remus solo elevó una ceja–. Es hermoso, terco, obstinado y te gusta.
–No me gusta –no negó las demás cosas.
–Claro… ¿Quieres que te crea que te quieres someter a una pelea más, en este estado, solo por honor, dignidad y fama? –rio sarcásticamente–. No eres de esos, Moony.
–Déjame en paz.
–No te juzgo, ni te culpo –dijo con honestidad–. Parece buen chico, no se ve como su familia.
–No lo es.
(…)
Sirius estaba sentado en el estrado junto a su padre y su hermano. La arena se extendía bajo ellos, repleta de espectadores que esperaban ansiosos la gran final. El calor de las antorchas y el bullicio de la multitud lo envolvían, pero él apenas lo notaba. Su mente estaba en otra parte, su corazón palpitando con una mezcla de miedo y ansiedad que lo dejaba inmóvil, casi rígido en su asiento.
La noche estaba preciosa, era una lástima que sería coronada con una tragedia.
Sabía lo que vendría. Su gladiador, Remus, el lobo gris, el hombre que había entrenado con tanto empeño, no iba a presentarse. No podía hacerlo. Remus había quedado gravemente herido en su última pelea ¡Podría haber muerto! y aunque había prometido luchar y había dicho mil veces que lo haría, Sirius estaba seguro de que su cuerpo no lo permitiría y no lo había dejado salir del ala de la enfermería. No podía arrastrar a un hombre herido a una pelea a muerte, aunque su vida y reputación dependieran de ello.
Sintió un nudo en el estómago al pensar en las consecuencias. Si Remus no aparecía, su padre lo castigaría con dureza. Orión no era un hombre que tolerara la debilidad ni el fracaso. Reggie, su hermano, siempre cumplía las expectativas; era fuerte, decidido, un líder nato. Pero él… Sirius había fallado. No solo traicionaría la confianza de su padre, sino también las expectativas de la multitud que clamaba por el espectáculo.
Cuando el heraldo dio el anuncio, su voz resonó por todo el anfiteatro: “¡Que se presenten los gladiadores!”
El rugido de la multitud fue ensordecedor. Sirius, con el cuerpo tenso y las manos aferradas al borde del asiento, sintió el mundo detenerse por un instante. Su corazón se hundió al pensar que en cualquier momento el silencio reinaría, y todos se darían cuenta de que Remus no iba a salir. Los ojos de su padre se fijarían en él, llenos de furia y decepción, y la condena no se haría esperar.
Pero entonces, cuando el nombre de “Lobo Gris” fue llamado, algo inesperado sucedió.
Desde la sombra de la entrada a la arena, una figura emergió lentamente. Sirius levantó la cabeza, incapaz de creer lo que veía. Era él. Remus, con sus brazos y su rostro cubierto por cicatrices frescas, se adentraba en la arena. Su andar era firme, aunque cada paso parecía costarle más de lo que dejaba ver. Los músculos tensos, el rostro endurecido por la fatiga, pero había algo en su postura que imponía respeto. No era un hombre derrotado, sino un guerrero decidido a cumplir su destino, sin importar lo que le costara.
La multitud estalló en vítores. Pero Sirius no oyó nada. Sus ojos estaban clavados en los de Remus, y en ese instante, el gladiador alzó la vista hacia el estrado, buscando un solo rostro entre el mar de espectadores. Sus ojos ámbar, brillantes bajo la luz de la luna, se encontraron con los de Sirius, grises como la tormenta.
Fue solo un segundo, pero para Sirius, aquel momento lo fue todo. En esa mirada, Remus no solo le transmitía determinación, sino también un silencioso desafío que solo ellos entendían.
Remus había tenido que trabajar mucho para salir de la enfermería, le había costado Dios y gloria lograrlo y luego, había perdido horas intentando recuperar información de los demás guerreros. Para su suerte, Livia se encontró con él y le ayudó con todo. Sabía lo que estaba en juego, sabía que Sirius había arriesgado su posición permitiéndole no luchar, arriesgaba mucho por él, y no lo dejaría caer.
El alivio mezclado con el asombro recorrió a Sirius como una ráfaga de viento fresco. El miedo no desapareció por completo, pero se transformó en algo diferente: en esperanza. Su padre aún no había dicho nada, pero Sirius no se atrevió a mirarlo. Sabía que el juicio de Orión llegaría más tarde. Por ahora, solo importaba que Remus estaba allí, desafiante, dispuesto a luchar, a pesar de todo.
Mientras el gladiador avanzaba hacia el centro de la arena, el fuego de las antorchas brillaba sobre su armadura dañada, y la multitud seguía gritando con furia. Sirius respiró hondo, por primera vez en horas, y aunque no sabía cuál sería el desenlace de la pelea, una cosa era segura: aquel gladiador no estaba dispuesto a rendirse, y por un momento, Sirius tampoco lo haría.
La arena estaba cubierta por una fina capa de polvo, levantada por el bullicio de la multitud que, impaciente, aguardaba el inicio del combate. En el centro, Remus, "El Lobo Gris", aguardaba. Su postura era inusual para un gladiador: ligeramente agazapado, como un depredador al acecho, con las rodillas flexionadas y sus dagas, cortas y letales, empuñadas como si fueran garras. Sus ojos, amarillos y penetrantes, recorrían a su oponente sin prisa, pero con una intensidad que no dejaba lugar a dudas: estaba listo.
Sirius consideró algo bueno, un buen augurio, que les dejaran tomar las armas antes de que la pelea diera inicio.
Frente a él, Greyback, un gladiador veterano, conocido por su brutalidad en la arena y el favorito de Orión. Su nombre se había ganado a base de golpes despiadados, y su cuerpo, aunque más lento por la edad, aún tenía la fuerza de un animal salvaje. Blandía una espada ancha, capaz de partir el acero, y en sus ojos oscuros había una chispa de odio. Sabía que su fama estaba en juego; derrotar al joven Lobo, que había causado tanto revuelo, sería su gloria definitiva.
Desde el estrado, Sirius observaba con el corazón en la garganta. Remus estaba a punto de enfrentarse a uno de los oponentes más peligrosos. Había algo inquietante en el aire, una tensión que no solo venía del combate que se avecinaba, sino de la presión que Sirius sentía sobre sus hombros. Si Remus caía, el golpe no solo sería sobre la arena, sino también sobre su propio nombre y quizás, también en su corazón.
El heraldo dio la señal, y la pelea comenzó.
Greyback no perdió tiempo. Se lanzó hacia adelante con una velocidad inesperada para su tamaño, levantando su espada en un arco amplio, buscando terminar el combate con un solo golpe. Remus, sin embargo, no se enfrentó a él de frente. Con movimientos rápidos y ágiles, esquivó la embestida como un lobo evitando el zarpazo de un oso. El público contuvo la respiración, sorprendido por la fluidez de los movimientos del joven gladiador.
Remus no atacaba de inmediato. Giraba alrededor de Greyback, sus pies apenas tocando el suelo, deslizándose con una gracia que no parecía propia de un guerrero. Sus dagas brillaban, pero no se apresuraba a usarlas. Estaba esperando, observando, como un lobo que rodea a su presa, estudiando sus debilidades antes de dar el primer mordisco.
Greyback, enfurecido por el fracaso de su primer ataque, lanzó una serie de golpes brutales, cada uno más feroz que el anterior. El aire vibraba con el silbido de su espada, pero Remus seguía evadiendo, rodando, saltando, siempre fuera de alcance. La multitud rugía, algunos vitoreando a Greyback por su fuerza, otros maravillados por la destreza de Remus. Desde el estrado, Sirius apenas respiraba, sus ojos fijos en cada movimiento, en cada giro que hacía su gladiador.
Finalmente, Remus encontró su momento. Greyback, cansado de golpear el vacío, cometió un error: un movimiento torpe al bajar la espada para recuperar aliento. Remus lo vio, y en ese instante se lanzó hacia adelante. Sus movimientos fueron veloces, casi imposibles de seguir con la mirada. Atacó bajo, sus dagas cortando la parte posterior de las rodillas de Greyback. El gigante gruñó de dolor, tambaleándose, y antes de que pudiera recuperar el equilibrio, Remus ya estaba sobre él, saltando como un lobo sobre su presa.
Sus dagas se movieron como garras, cortando y desgarrando. Atacaba rápido, certero, pero no con brutalidad desmedida. Cada golpe era preciso, dirigido a debilitar, no a matar de inmediato. Greyback intentó resistir, levantando su espada en un último intento de protegerse, pero su cuerpo ya no respondía como quería. Las piernas le fallaban, y el dolor lo hacía lento.
Remus lo rodeaba, atacando desde ángulos inesperados, y la multitud estallaba en gritos con cada golpe certero. Para ellos, era más que una pelea: era una danza de muerte, y Remus era el maestro de esa danza.
Greyback cayó de rodillas, su cuerpo derrotado por la precisión despiadada del "Lobo Gris". Remus, jadeante y herido, se detuvo. El silencio se extendió por la arena mientras todos esperaban el golpe final. Greyback, derrotado, levantó la mirada hacia su joven oponente, pero en sus ojos no había ruego, solo aceptación.
Remus alzó una de sus dagas, y por un breve instante, sus ojos ámbar se elevaron hacia el estrado, buscando a Sirius. Los de Sirius, grises y tensos, lo observaron con una mezcla de orgullo y alivio. Sabía que Remus había ganado, pero también que había algo más que simple victoria en ese combate: había sobrevivido no solo a Greyback, sino también a la expectación y a las sombras que acechaban en cada esquina de la arena.
Con un movimiento rápido y silencioso, Remus asestó el golpe final. Greyback cayó al suelo, inerte.
La multitud estalló en vítores, celebrando la victoria del joven gladiador. Remus, cubierto de polvo y sudor, pero intacto, levantó las dagas hacia el cielo como un lobo que aúlla a la luna, mientras el nombre del "Lobo Gris" resonaba en cada rincón de la arena.
El príncipe sentía que el corazón se le podía salir del pecho, se levantó de un salto de su pequeño trono buscando llegar donde Remus, ignorando el dolor por completo. Sintió el brazo de su padre sujetarlo con fuerza.
–Hablaremos luego –la voz de Orión fue un siseo, sabía que tenía que dejarlo bajar para festejar, pero luego se lo haría pagar.
El pelinegro solo asintió y liberó su brazo corriendo hasta entrar a la arena con el hombre que sostenía el premio, se lo pasaron y con una sonrisa le entregó la bolsa de dinero a Remus.
–Quizás ahora si debas descansar –sugirió.
–No desearía otra cosa.
Se observaron en silencio, la multitud gritaba, los demás gladiadores entraron a la arena para festejar al campeón y todo pareció detenerse por un momento.
–Feliz cumpleaños –dijo el guerrero.
Cierto. Todo eso era por su cumpleaños ¿No era así? Sirius sonrió.
–Gracias. Felicidades por tu victoria.
–Gracias… tuve un buen entrenador.
Antes de que pudieran decir algo más James apareció colgándose de Remus y sacudiéndolo, Sirius sonrió y rio con suavidad para luego desaparecer entre las sombras. Le esperaba una larga noche.