No puedo hacerlo
—No puedo hacerlo —dijo, su voz a punto de quebrarse—, no puedo dejar a Harry solo, tampoco al resto de mis amigos. Aquí es donde debo estar. Debo luchar, por ellos, por todos...
—Hasta hace poco no sabías ni de la magia ni del Señor Tenebroso —refunfuñó—. Qué más da si vuelves a tu casa, si te vas con tus padres y te pones a salvo.
¡No quiero perderte! Quiso gritarlo. Quiso zarandearla, hacerla entrar en razón. Pero las palabras no salieron de su boca.
Hermione no se dejó intimidar por la mirada de hielo.
—Por lo visto, no me conoces lo suficiente, Malfoy... —Su mirada se había tornado vidriosa, y el hecho de que estuviera usando su apellido lo puso en alerta—. Nadie puede pedirme que me vaya de acá. Ni siquiera tú.
Él se volteó para ocultar el hecho de que se sentía vulnerable, frustrado. Ese año había sido el peor de su vida. Su única luz, la amistad que nació meses atrás cuando Hermione lo siguió hasta la Sala de Menesteres y descubrió el Armario Evanescente. Sin razón alguna y en un acto de desesperación, le había contado todo. Entendiendo su delicada situación, ella no lo delató; más bien se convirtió en un apoyo, el único motivo por el que no se rindió cuando lo que quería era morir.
Pero ahora que todo estaba a punto de empeorar, pues esa noche dejaría entrar a los mortífagos a Hogwarts, quería ponerla a salvo. Obviamente, la joven era terca, y no había logrado convencerla.
—Al menos, te voy a pedir un único favor... —murmuró, rendido—. No mueras...
Hermione sintió su corazón casi detenerse. Había sonado a súplica. No una cualquiera: una súplica exigente, desesperada. Sin poderlo evitar, se acercó por detrás y tomó la mano izquierda de Draco, y la otra la colocó sobre la espalda del mago.
—Tú tampoco...
Y sin más que agregar, separaron sus destinos. Cada uno en su bando. Cada uno en el papel que dolorosamente la vida les impuso, con la esperanza de encontrarse de nuevo… vivos.