
Por fin te he vuelto a encontrar
Por fin te he vuelto a encontrar, pensó el mago una vez que encontró a Hermione. Luego de varios minutos de esfuerzos para poder acceder a ella, alzó a la doncella entre sus brazos, sintiendo un profundo alivio después de horas de desconcierto. La luz de la luna llena iluminaba su rostro, el cual resplandecía en reflejos plateados. La joven se había aferrado a su cuello, murmurando inteligibles palabras, aún al borde de la inconsciencia.
Habían sido largos días de búsqueda, y al fin había dado con ella. Unos minutos más y probablemente la hubiera encontrado muerta. Tal pensamiento le heló la sangre mientras extraía de su espalda, un traslador en forma de espada.
La desaparición de la señorita Hermione, única hija de los Granger, había puesto al mundo mágico de cabeza, y extrañamente, a él también. La familia Granger era conocida por formar parte de un selecto grupo de eruditos que custodiaban textos muy antiguos, grimorios y hechizos prohibidos que, de caer en manos equivocadas, podían alterar para siempre el equilibrio del mundo mágico.
Lord Draco, Señor de Malfoy Manor, había tenido el honor de conocerla meses atrás, cuando él había acudido a la biblioteca de los Granger para poner en resguardo unos pergaminos de gran valor ancestral, que habían pasado de generación en generación desde que Armand Malfoy llegara a tierras británicas durante la invasión normanda. Dichos pergaminos, escritos en una amalgama de símbolos arcanos y lengua antigua, sólo revelaban sus secretos —hechizos muy poderosos— cuando una gota de sangre de un verdadero Malfoy caía sobre ellos.
La señorita Granger lo había cautivado con su belleza e inteligencia y, en secreto, se había enamorado de ella. Su mundo se había derrumbado cuando le dieron la noticia de su desaparición; debía hallarla: era su deber encontrarla y protegerla.
Ningún hechizo de localización había sido eficaz. Se hablaba de que su desaparición estaba vinculada a magia oscura, y precisamente por eso, los Granger habían recurrido a su ayuda. Era bien sabido que los Malfoy custodiaban los más antiguos y temidos conocimientos sobre las artes oscuras, y en esos momentos de angustia y desesperación, él era la única esperanza para desvelar el misterio que envolvía el caso.
Como primer paso, lord Draco había visitado Walstone Hall, la mansión de la familia Granger, ubicada sobre un vasto campo en las tierras altas de Escocia. La propiedad estaba protegida por fuertes encantamientos que impedían la aparición, lo que obligaba a llegar por medios muggles, ya fuera en carruaje o a caballo. Era precisamente el que nadie pudiera aparecerse en Walstone el punto de mayor intriga pues, en teoría, dificultaba el que una persona pudiera ingresar a la propiedad sin activar todas las alarmas. La señorita Granger había desaparecido y ningún rastro de magia había quedado tras su partida. Tampoco la habían visto salir de la propiedad.
Mientras recorría los pasillos de la mansión, murmurando hechizos mientras movía su varita con destreza, los retratos con elegantes antepasados de los Granger susurraban plegarias a su paso, como si imploraran su ayuda para encontrar a la joven doncella.
Al no hallar ninguna pista en Walstone que indicara el paradero de la joven, lo que aumentaba aún más su intriga, Lord Draco recurrió a una hechicera que moraba en las montañas de Snowdonia, en Gales. Pocos conocían su ubicación, pero ese era otro de los secretos que guardaba celosamente su familia. La hechicera Minerva McGonagall, célebre por su sabiduría, fue la única capaz de proporcionar un indicio para iniciar la búsqueda, recurriendo a magia céltica, basada en antiguos rituales druidas.
Todo apuntaba a los Lestrange, una familia de oscuros practicantes de magia prohibida, que creían en una antigua profecía relacionada con un ritual de sacrificio de sangre para desatar un poder legendario: sangre pura combinada con la sangre de una línea mágica excepcional. Hermione, con su ascendencia muggle y su poderosa magia, era la pieza clave para los planes de los Lestrange.
Gracias al indicio de la hechicera, entendieron al fin del misterio: la desaparición de Hermione no había dejado rastro porque había sido obra de magia oscura. Lord Draco partió ese mismo día con un grupo de magos nobles —Potter, Longbottom, Weasley y Nott— hacia el espeso bosque que resguardaba la mansión de los Lestrange, esperando no llegar demasiado tarde para salvar a Hermione.
Era de noche cuando llegaron al lugar, justo a tiempo de interrumpir un ritual. Lord Nott había destruído un altar con un rápido movimiento de su varita, lanzando un encantamiento explosivo justo después de que Draco, con varios hechizos, hiciera volar a los seguidores de los Lestrange, quienes vestidos con túnicas y capirotes negros, ocultaban sus rostros. Los magos caídos rápidamente se levantaron y empezaron a lanzar maldiciones por doquier, por lo que Draco conjuró una bandada de pájaros los cuales salieron disparados hacia el pecho de los magos oscuros.
Draco se acercó rápidamente al lugar donde mantenían a Hermione, a pocos metros de donde había estado el altar. Ella estaba protegida por un potente escudo que había conjurado por sí misma, evidentemente sin varita. No se había percatado de su presencia, concentrada en mantener el hechizo de protección. Estaba de pie, su respiración agitada, unos mechones de cabello pegados al rostro sudoroso. Draco se concentró y, murmurando unos hechizos, posó su mano sobre donde empezaba a parpadear el escudo. Hermione, al abrir los ojos y reconocerlo, detuvo su conjuro, rompiendo el escudo. Se desplomó de rodillas, a punto de desmayarse por el agotamiento. Draco se apresuró a tomarla entre sus brazos.
—Pronto estaremos en un lugar seguro, mi señora —le susurró, sacando el traslador.
Viendo el panorama a su alrededor, se dio cuenta que todo había terminado. Habían hecho justicia y los herejes habían sido eliminados. Draco activó el traslador y, momentos después, se encontraron en las puertas de un monasterio localizado en sus tierras. Necesitaba que la hermana Poppy Pomfrey la atendiera, aprovechando sus conocimientos en hierbas y magia curativa.
Los nervios del lord estaban a flor de piel cuando las monjas le pidieron que saliera de la habitación. No quería irse, pero asintió con la mandíbula tensa, preocupado por la posibilidad de no volver a verla.
—Todo estará bien —murmuró, más para sí mismo que para la joven.
Caminó de un lado para otro en los oscuros pasillos del monasterio, intentando calmar su frustración por no poder hacer nada más por la mujer que amaba.
Horas después, casi al amanecer, la hermana Pomona se acercó luego de salir de la habitación de Hermione.
—Los señores Granger desean hablar con usted, mi lord —informó, inclinando la cabeza.
Con su corazón latiendo con fuerza, entró en la habitación. Hermione yacía recostada, su rostro aún pálido, pero pudo comprobar que su semblante había mejorado.
—Lord Malfoy, no tenemos palabras para expresar nuestra gratitud —le dijo el señor Granger, estrechando su mano con solemnidad, su voz cargada de genuino agradecimiento.
—No es necesario, señor Granger. Era mi deber —respondió Draco.
—Al menos permitanos honrarle con una cena en su nombre, una vez que nuestra hija se haya restablecido por completo.
—Será un placer recibir tan generoso ofrecimiento, señor —dijo Draco con una reverencia.
Al escuchar la voz de su padre, Hermione había abierto los ojos, sus labios curvándose en una ligera sonrisa al encontrarse con los ojos de Draco. Intentó incorporarse, pero una de las monjas le pidió que no se moviera. Draco se acercó con cautela.
—¿Se encuentra mejor? —le preguntó con voz suave, sin poder ocultar su preocupación. Ella asintió.
—Gracias a usted por rescatarme… —respondió, su mirada intensa fija en él, unos instantes en el que todo pareció desvanecerse a su alrededor.
Draco, hipnotizado por esos ojos castaños, luchó con la avalancha de emociones que lo invadían. La idea de perderla, de haber llegado tarde, lo desgarraba por dentro. Quiso gritarle que ella se había metido en su alma, pero sus palabras se ahogaron en su garganta. Finalmente alcanzó a murmurar, solo para que ella lo escuchara, su voz quebrada por la carga de sus sentimientos:
—No sabía qué habría hecho si te hubiera perdido.
Como única respuesta, ella extendió su brazo hacia él, su mirada emocionada parecía decir algo más. Sus manos se unieron por unos segundos, un gesto que expresaba más que las palabras: la distancia desvaneciéndose entre ellos, una silenciosa promesa de que algo más podía ser posible tejiéndose entre sus dedos.