
"Ecos del Futuro Perdido"
La noche en Hogwarts era tranquila, pero en la habitación de los tres hermanos Targaryen, la calma no era un refugio. Sus mentes se entrelazaron en una visión compartida, un reflejo de lo que el futuro de Westeros les depararía. Mientras dormían, fueron transportados a través de los ecos del tiempo, donde presenciaron lo que vendría después de su propia muerte.
Primero, vieron Desembarco del Rey. La ciudad que conocían, llena de vida y poder, yacía en ruinas. Las torres de la Fortaleza Roja se derrumbaban, cubiertas de escombros y polvo. El Foso de los Dragones, que una vez había sido hogar de las majestuosas criaturas de su familia, estaba destruido, y el cielo estaba vacío. No quedaba ni un solo dragón surcando las nubes.
Rhaenyra apretó los puños al ver lo que alguna vez fue su hogar reducido a escombros. El vacío en su pecho crecía, y el peso de lo que había sucedido comenzó a hundirse en su alma.
—¿Qué es esto? —susurró Aegon, mirando la devastación—¿Qué pasó con nuestro legado?
Aemond también observaba, aturdido por la visión. Frente a ellos, aparecieron dos figuras: Aegon el Joven y Viserys, los hijos sobrevivientes de Rhaenyra. Caminaban solos, perdidos entre las ruinas de lo que alguna vez fue el poderío de su casa. Aegon, su hijo mayor, llevaba el peso del reino destruido sobre sus hombros, mientras que Viserys, su hermano menor, parecía despojado de toda esperanza.
—Mis hijos... —murmuró Rhaenyra, su voz quebrada por el dolor. Verlos tan jóvenes, tan solos, hizo que su corazón se rompiera. El remordimiento se apoderó de ella, mientras observaba a sus hijos enfrentarse al destino sin nadie que los guiara—. Están... solos.
Rhaenyra cayó de rodillas, abrumada por la impotencia. Había luchado, había sufrido, pero jamás imaginó que sus hijos también cargarían con el peso de la Danza de los Dragones. Verlos así, sin nadie que los cuidara, la desgarró por dentro.
Aegon y Aemond miraron la escena con creciente desesperación. Aemond, que había sido conocido como el Matasangre, sentía cómo la culpa lo consumía. Sabía que ellos eran parte de la razón por la cual los Targaryen estaban destinados a desmoronarse.
—Esto es nuestra culpa —murmuró Aemond—. Nosotros usurpamos el trono, desatamos la guerra. Por nuestra causa ... todo está perdido.
Aegon asintió, su rostro pálido y lleno de remordimiento. Ambos sabían que si no hubieran comenzado la Danza, nada de esto habría pasado. Si hubieran respetado la voluntad de su padre, si no hubieran permitido que la ambición los consumiera, sus sobrinos no habrían sido condenados a esa soledad.
Pero la visión no terminó ahí.
El tiempo avanzó rápidamente. La escena cambió y se encontraron en otro lugar: Essos. Vieron a Daenerys, la última descendiente de su linaje, junto a su hermano Viserys. Huían de Westeros siendo niños, obligados a vivir en el exilio mientras el poder de los Targaryen se desmoronaba.
—Ella es la última —susurró Rhaenyra, con tristeza en su voz. Ver a su descendiente, apenas una bebé, escapando con su hermano la llenó de dolor.
Viserys, el hermano mayor de Daenerys, la llevaba de un lado a otro, buscando refugio. Los tres hermanos Targaryen observaron con impotencia cómo la caída de su linaje empujaba a estos dos niños a la desesperación.
La visión avanzó nuevamente. Daenerys ya no era una niña, sino una joven mujer. La vieron casarse con Khal Drogo y recibir los tres huevos de dragón que cambiarían su destino. En ese momento, Rhaenyra comprendió lo que estaba por suceder.
—¿Es posible...? —preguntó Aemond con asombro—. ¿Podría... traerlos de vuelta?
Ante sus ojos, vieron cómo Daenerys atravesaba el fuego con los huevos de dragón. La magia antigua de su sangre despertaba, y los dragones, que habían desaparecido por tanto tiempo, volvieron a la vida.
—Lo hizo —murmuró Rhaenyra, con lágrimas en los ojos—. Ella trajo de vuelta a los dragones.
Los hermanos observaron con asombro cómo los dragones nacían de las llamas y cómo Daenerys los criaba. El linaje de los Targaryen estaba restaurado, pero la lucha de Daenerys apenas comenzaba.
La vieron cruzar el Mar Angosto y llegar a Westeros, reclamando lo que le pertenecía. Era una conquistadora, como lo habían sido los antiguos Targaryen. Sus dragones volaban sobre las ciudades, y su ejército avanzaba para reclamar el trono. La visión les mostraba una mujer fuerte, decidida, pero también vieron cómo el poder comenzaba a oscurecer su corazón. La guerra siempre tenía un precio.
Pero luego, la visión cambió nuevamente.
El invierno había llegado. En el Norte, vieron un ejército de caminantes blancos avanzar hacia Westeros. Las criaturas de hielo eran aterradoras, y Rhaenyra, Aegon y Aemond sintieron un escalofrío en el alma al verlas.
—¿Qué... qué son esas cosas? —preguntó Aegon, con la voz temblorosa.
—La Larga Noche... —susurró Rhaenyra, recordando las palabras de su padre—. La amenaza del norte, esa de la que mi padre hablaba... la profecía que se pasa de rey a heredero... es real.
Los dragones de Daenerys lucharon contra los caminantes blancos, desatando fuego sobre el ejército de la muerte. Vieron cómo Jon Nieve, un hombre que afirmaba ser el hijo de Rhaegar Targaryen, luchaba junto a Daenerys en la Larga Noche.
—Ellos... ganan —dijo Aemond, con una mezcla de asombro y alivio—. Los dragones les dan la victoria.
Pero el alivio fue fugaz.
Daenerys se alzaba como la Reina de los Siete Reinos, sentada en el Trono de Hierro, pero su reinado no duró. Los tres hermanos vieron cómo Jon Nieve, su supuesto aliado, la traicionaba. La apuñalaba en el corazón, acabando con la última Targaryen.
—No... —susurró Rhaenyra, con lágrimas en los ojos—. Ella también fue traicionada...
Aegon sintió un nudo en la garganta al ver cómo la historia se repetía. Los Targaryen, traicionados una y otra vez, condenados a la destrucción por sus propios aliados.
—Por nuestra culpa... —murmuró Aegon, cayendo de rodillas—. Esto es por nuestra culpa. Si no hubiéramos comenzado la Danza... nada de esto habría sucedido.
Aemond asintió, su rostro lleno de remordimiento.
—Trajimos la destrucción a nuestra casa —susurró—. Y por nuestra ambición, la sangre de los dragones se extinguió.
La visión finalmente comenzó a desvanecerse, y los tres hermanos se quedaron en silencio, abrumados por lo que habían visto. Habían presenciado la caída de su linaje, la extinción de los dragones, y la traición que una vez más acabaría con el último Targaryen.
Cuando la visión se disipó por completo, Rhaenyra se despertó y miró a sus hermanos con tristeza.
Aegon fue el primero en moverse, sentándose lentamente en la cama, con los ojos abiertos de par en par, como si intentara procesar todo lo que había presenciado. Aemond, aún recostado, no dejaba de mirar el techo, con los puños cerrados. Rhaenyra, en cambio, se quedó inmóvil por un momento más, intentando recomponerse de las emociones que se agolpaban en su pecho.
Finalmente, fue Aegon quien rompió el silencio, su voz quebrada y llena de arrepentimiento.
—Lo arruinamos todo... —murmuró, con los ojos clavados en el suelo—. Si no hubiera tomado el trono, si no hubiera dejado que Otto y madre me empujaran... Todo habría sido diferente. Los Targaryen no habrían caído así... No se habrían extinguido.
Rhaenyra se incorporó, todavía sintiendo el dolor en su pecho al recordar a sus hijos Aegon y Viserys, tan solos después de su muerte. Verlos de esa manera, enfrentando un futuro incierto sin la protección de su madre, la hacía sentir impotente.
Aemond finalmente se sentó, pasando una mano por su rostro. Sus ojos, aunque infantiles en apariencia, mostraban una profunda tristeza que no podía ocultar.
—No solo tú, Aegon. Yo también tengo culpa —admitió Aemond, con la voz baja pero firme—. Si no hubiera matado a Lucerys... si no hubiera comenzado esa maldita guerra, no estaríamos aquí. No habría Danza. No habría traición ni muerte. Los dragones aún estarían vivos... nuestra familia no habría caído.
Rhaenyra los miró a ambos, sus hermanos, y pudo sentir la profundidad de su arrepentimiento. Ella también se culpaba, aunque de manera distinta. Siempre había pensado que si hubiera sido más fuerte, más decisiva, podría haber evitado la guerra. Podría haber protegido a sus hijos. Pero ahora, después de esa visión, sabía que la tragedia había sido inevitable.
—No fue solo uno de nosotros... —susurró Rhaenyra, su voz temblando ligeramente—. Todos tomamos decisiones que nos llevaron a ese destino. Pero lo que más me duele es que... mis hijos, Aegon y Viserys, quedaron solos. Ellos... no debieron cargar con lo que les dejamos.
Aegon bajó la cabeza, sintiendo el peso de sus palabras.
—Vi lo que le pasó a tu linaje, hermana —dijo en voz baja—. Daenerys, la última de nuestra familia... traicionada al final, como tú lo fuiste. Y todo porque nosotros comenzamos esa maldita guerra.
Aemond, siempre más analítico, frunció el ceño y levantó la vista hacia Rhaenyra.
—Los caminantes blancos... esas criaturas. Eran... monstruos, más allá de cualquier cosa que haya visto. ¿Es eso lo que lo padre te dijo? ¿La amenaza del norte? ¿Eso es de lo que hablabas? —preguntó, con un leve toque de incredulidad en su voz.
Rhaenyra asintió lentamente, sabiendo que debía explicarles lo que sabía, aunque ella misma nunca había comprendido completamente la magnitud de la profecía hasta ahora.
—Nuestro padre me habló de una profecía que se ha transmitido de rey a heredero —comenzó, con voz firme pero cargada de emoción—. La profecía se llama Canción de Hielo y Fuego. Aegon el Conquistador no buscaba unificar los Siete Reinos solo por ambición. Había algo más... algo mucho más grande.
Aegon y Aemond intercambiaron miradas, la curiosidad y la inquietud reflejadas en sus ojos.
—¿Qué era? —preguntó Aemond, su tono serio.
Rhaenyra tomó una respiración profunda y continuó.
—Nuestro mundo enfrentaría una amenaza que vendría del Norte, más allá del Muro. Una amenaza de hielo y muerte. Según el sueño de Aegon, solo un Targaryen en el Trono de Hierro podría unificar al reino contra esta oscuridad y asegurar la supervivencia de los vivos.
Un silencio cargado cayó sobre los tres, hasta que Aegon habló, su voz temblorosa por una mezcla de confusión y tristeza.
—Entonces... nuestro padre nunca quiso que yo fuera su heredero —murmuró, apartando la mirada como si la verdad le quemara—. ¿Por qué no me dijo nada? ¿Por qué no nos confió esa profecía?
Aemond lo observó en silencio, la misma pregunta quemando en su mente. Pero ahora entendía: ellos nunca fueron parte del plan de Viserys.
—Porque no lo consideraba necesario —respondió Rhaenyra con suavidad, viendo cómo la confesión calaba profundamente en Aegon—. La sucesión nunca estuvo en duda para él. Para nuestro padre, yo era la única que debía llevar este peso, la única que debía saber.
Aegon apretó los puños, su pequeña figura infantil parecía incapaz de contener las emociones adultas que lo abrumaban.
—Nunca fui suficiente para él... —susurró, con una mezcla de rabia y dolor—. No quería que yo fuera su heredero. Ni a ti tampoco, Aemond.
Aemond asintió lentamente, aceptando en silencio lo que siempre había temido. Ambos se habían enfrentado a la amarga verdad de que, en los ojos de su padre, ellos no eran los elegidos.
—Si nos hubiera contado... —murmuró Aegon, la culpa comenzando a teñir su voz—. Tal vez las cosas habrían sido diferentes.
Rhaenyra negó con la cabeza, sus propios ojos llenos de tristeza.
—Tal vez. Pero no podemos cambiar lo que pasó.
El silencio los envolvió, hasta que Aemond, buscando desviar el peso de la conversación, cambió de tema.
—Esos caminantes blancos... parecían invencibles. ¿Cómo alguien puede luchar contra algo así?
Rhaenyra suspiró, recordando las imágenes de la visión.
—Daenerys lo hizo. Con sus dragones y la ayuda de Jon Nieve, enfrentaron esa amenaza y ganaron. Pero todo tuvo un precio... —dijo, su voz quebrándose al recordar la traición que presenció—. Daenerys reclamó lo que siempre fue nuestro, pero al final... fue traicionada.
Aegon apretó los dientes, su mirada fija en el suelo.
—Si no hubiéramos comenzado la Danza... si no te hubiéramos traicionado, Rhaenyra, nada de esto habría sucedido —dijo, su voz cargada de arrepentimiento—. Los Targaryen habrían permanecido unidos. No habría habido una larga noche sin preparación... ni dragones extintos.
Rhaenyra lo miró con compasión, pero también con una tristeza que compartía.
—Lo que hicimos, lo hicimos. No hay forma de deshacerlo. Pero ahora estamos aquí, en este nuevo mundo. Quizás no podamos salvar a nuestra casa allá, pero aquí podemos escribir una nueva historia.
Aegon y Aemond la observaron en silencio, procesando sus palabras. El dolor del pasado seguía pesando en ellos, pero por primera vez en mucho tiempo, había una chispa de esperanza en el futuro que compartían.
Aegon finalmente rompió el silencio.
—¿Crees que Daenerys sabía lo que hacía? ¿Que entendió la profecía?
Rhaenyra dudó por un momento, pero luego asintió.
—Creo que sí. Ella trajo de vuelta a los dragones. Y eso mantuvo viva la esperanza para nuestra casa. Tal vez no lo comprendió todo, pero sabía lo suficiente para luchar por lo que era nuestro.
Los tres compartieron una mirada de determinación, sintiendo que, aunque el pasado no podía cambiarse, aún había un futuro que podían construir juntos. Rhaenyra habló una última vez, su voz firme y llena de propósito.
—No estamos destinados a repetir los errores de nuestra familia. Aquí, podemos ser algo más. Y quizás, en este mundo, encontrar la redención que en Westeros nos fue negada.
Los hermanos asintieron, dejando que las palabras de Rhaenyra calaran profundamente en ellos, una promesa tácita de que, en este nuevo mundo, serían diferentes.
...
Aemond caminaba solo por los pasillos de Hogwarts, sumido en sus propios pensamientos. El castillo, con sus interminables corredores y misteriosos rincones, siempre había ejercido una especie de fascinación sobre él, aunque también sentía cierta soledad al recorrerlo. Estaba acostumbrado a la compañía de Rhaenyra y Aegon, pero en ese momento ambos estaban ocupados. Aegon probablemente con Hagrid, y Rhaenyra inmersa en sus lecciones, tratando de ponerse al día con los estudios. Él, por su parte, disfrutaba de los momentos de tranquilidad para reflexionar.
Los muros de piedra a su alrededor parecían susurrar historias antiguas, mientras las antorchas parpadeaban a intervalos regulares. De pronto, una figura alta y delgada emergió de las sombras al final del pasillo, como si hubiera estado aguardando el momento perfecto para aparecer.
—Aemond Targaryen, es bueno verte de nuevo —dijo una voz profunda y suave, cargada de carisma.
Aemond se detuvo en seco. Frente a él, estaba Tom Riddle. La curiosidad chispeaba en los ojos oscuros del joven profesor, esa mirada afilada que parecía escrutar hasta el alma de las personas. Aemond sintió un ligero escalofrío recorrerle la columna, pero, recordando su apariencia infantil, ajustó su expresión, haciéndola parecer inocente y despreocupada.
—Sí —respondió Aemond, con un leve asentimiento—. profesor.
—Dime Tom —respondió el hombre, esbozando una sonrisa fría pero encantadora—. He escuchado mucho mas sobre ti y tus hermanos. Dumbledore parece haberse encariñado con ustedes... lo que me lleva a preguntarme, ¿qué secretos les habrá confiado? —Tom bajó la voz, como si compartiera una confidencia.
Aemond mantuvo su rostro neutral, aunque sabía que este hombre intentaba algo. Había aprendido a leer las intenciones de las personas, y la forma en que Riddle lo miraba, con esa mezcla de interés calculador, le advertía que debía tener cuidado.
—Dumbledore es muy amable —contestó Aemond con una sonrisa infantil y un encogimiento de hombros, procurando que su tono sonara como el de un niño común—. Nos cuida mucho.
—¿Eso es todo? —preguntó Tom, inclinándose un poco hacia él, fingiendo interés casual—. ¿Te ha hablado de sus viajes? Siempre ha tenido amigos en lugares muy interesantes. Tal vez te ha hablado de algunos... planes para el futuro.
Aemond ladeó la cabeza, fingiendo una expresión confundida, pero consciente de que Tom estaba tratando de sacarle información.
—Nos cuenta muchas historias —dijo, desviando el tema con maestría—. ¡Oh, como una vez que mencionó un dragón en Albania! Pero... no me acuerdo mucho, Dumbledore usa palabras difíciles —añadió, sonriendo como si no entendiera la complejidad de la conversación.
Riddle lo miró, claramente calculando sus siguientes palabras, pero la máscara de amabilidad no flaqueaba. Se acercó un poco más, bajando aún más la voz.
—Estoy seguro de que puedes entender mucho más de lo que aparentas, Aemond. Los niños siempre escuchan más de lo que los adultos creen. ¿No es cierto? —Su tono era seductor, casi susurrante, y su mirada no se apartaba de los ojos de Aemond, como si tratara de leer sus pensamientos.
Antes de que Aemond pudiera responder, sintió una presencia familiar a su espalda. Un alivio repentino lo inundó cuando escuchó la suave pero firme voz de Rhaenyra.
—Aemond. —Rhaenyra apareció en el pasillo, avanzando hacia ellos con paso decidido, su expresión seria al ver a su hermano frente a Tom Riddle. Se colocó delante de Aemond, en un gesto protector, y le habló en valyrio— Quédate detrás de mí.
Tom observó con curiosidad cómo los dos hermanos interactuaban en un idioma que claramente no comprendía. La fluidez y la familiaridad con la que Rhaenyra habló en valyrio levantaron una chispa de interés en él. Su mirada se oscureció por un instante, intentando analizar el significado detrás de ese extraño intercambio. La familia Targaryen no solo parecía provenir de un lugar remoto, sino que cargaban secretos que despertaban su propia ambición.
—Es fascinante —comentó Riddle, con una sonrisa ligeramente ladeada—. Ese idioma... parece antiguo, pero muy interesante. Quizás deberían enseñármelo algún día.
Rhaenyra lo miró con frialdad, sin bajar la guardia. Sabía que el hombre frente a ella no era de fiar, y aunque intentaba actuar como un caballero encantador, podía sentir algo más profundo detrás de esa fachada. Algo oscuro.
—Es un idioma que aprendemos desde que nacemos —dijo Rhaenyra, manteniendo la conversación normal ahora, pero sin mostrar el más mínimo rastro de confianza hacia él—. No es tan fácil de enseñar.
—Entiendo —replicó Tom, manteniendo la sonrisa, pero sus ojos no dejaron de observar a ambos con detenimiento, como si quisiera diseccionarlos con su mirada—. Bueno, no los retendré más. Seguro tienen cosas que hacer.
Rhaenyra le devolvió una sonrisa forzada, claramente queriendo terminar con el encuentro lo antes posible.
—Sí, estamos bastante ocupados.
Con una última mirada, Tom se despidió con un leve asentimiento de cabeza antes de desaparecer por el pasillo, sus pasos resonando en el eco del castillo.
Rhaenyra esperó a que Tom estuviera completamente fuera de su vista antes de soltar un suspiro y girarse hacia Aemond.
—¿Estás bien? —le preguntó, con un tono serio pero preocupado.
Aemond asintió, su semblante aún tranquilo, pero su mente estaba alerta. Sabía que había evitado que Tom sacara más información de la que debía, pero también podía sentir que Riddle no se rendiría tan fácilmente.
—Me hizo preguntas sobre Dumbledore. Quería saber cosas... estaba intentando manipularme —confesó Aemond, su voz ahora más adulta y clara.
Rhaenyra frunció el ceño, sabiendo que Tom Riddle no era alguien a quien subestimar.
—Debemos tener cuidado. Él no es solo un maestro común... Siento que no hemos visto lo peor de lo que puede hacer.
Aemond asintió, sabiendo que ella tenía razón. Mientras comenzaban a caminar juntos por los pasillos en dirección al despacho de Dumbledore, ambos compartían un pensamiento similar: Tom Riddle era peligroso, y ahora sabían que debían estar siempre alerta.
El castillo de Hogwarts, que alguna vez les pareció un refugio seguro, de pronto parecía más oscuro y lleno de secretos. Y sabían que, tarde o temprano, tendrían que enfrentarse al enigma que representaba Tom Riddle.
...
Rhaenyra se encontraba en la habitación compartida con Aegon y Aemond, guardando con cuidado sus pertenencias en la maleta infinita que Albus le había dado. Su corazón latía rápidamente, y aunque intentaba ocultarlo, el nerviosismo la envolvía. Era el primer día de septiembre, el día en que Hogwarts cobraría vida con la llegada de todos los estudiantes, y ella estaba ansiosa, preguntándose a qué casa pertenecería y qué le depararían esos próximos meses en la escuela.
Mientras doblaba con esmero un vestido, percibió el silencio denso en la habitación y giró hacia sus hermanos. Aegon la observaba desde la cama, su rostro infantil cargado de una expresión de preocupación poco común en él, mientras Aemond, serio, cruzaba los brazos, intentando aparentar una tranquilidad que no sentía.
—¿Por qué esa cara, Aegon? —preguntó Rhaenyra con una sonrisa cálida, doblando el vestido y colocándolo cuidadosamente en la maleta.
Aegon tardó un momento en responder, bajando la mirada hacia sus pies y luego volviéndola a alzar para mirarla a los ojos.
—Te vas... —dijo finalmente, en un tono que no era ni de reproche ni de enojo, sino de preocupación—. ¿Y ahora quién nos va a ayudar?
Rhaenyra dejó el vestido y se acercó a su mesita de noche. Allí, tomó unos frascos que le había dado Albus, pociones y tónicos para su cuidado personal. Mientras los iba colocando en su maleta, miró a sus hermanos con una expresión reconfortante.
—No tienen por qué preocuparse, Aegon —respondió suavemente, deseando calmar el miedo que percibía en sus miradas—. Estaré aquí mismo en el castillo. Solo que ahora dormiré en mi propia habitación, en la casa a la que me mande el Sombrero Seleccionador. —Sus ojos brillaron de anticipación mientras pronunciaba esas palabras.
Aegon y Aemond intercambiaron miradas silenciosas, su incomodidad palpable. Para ellos, el concepto de una "casa" distinta dentro del castillo era extraño, y la idea de no tener a Rhaenyra cerca les inquietaba profundamente. Después de todo, ella no era solo su hermana; era quien los cuidaba y los hacía sentir seguros en un mundo que apenas empezaban a comprender.
—Además, —continuó Rhaenyra, sosteniendo una pequeña botella de tónico en sus manos—, tienen a Albus y a Wopsy. Recuerden que si necesitan algo, solo tienen que llamar a Wopsy, y él aparecerá para ayudarlos. —Su voz era firme pero suave, como si quisiera transmitirles seguridad con cada palabra.
Aemond, con el ceño fruncido, se giró hacia Aegon, como si esperara que su hermano mayor hablara por él. Sin embargo, Aegon solo asintió lentamente, aún sin convencerse del todo.
—No te preocupes —agregó ella, cerrando finalmente la maleta con un suave clic—. Esta es una oportunidad para todos nosotros de aprender y de seguir adelante. Tendrán a Dumbledore cerca, y juntos vamos a construir una nueva vida aquí. Esto es algo que debemos aprovechar, algo que nos pertenece y que nadie nos podrá quitar. —Con estas palabras, les dirigió una sonrisa que intentaba ser tranquilizadora.
Aegon y Aemond asintieron con resignación, aunque la duda no desaparecía de sus rostros. Sabían que Rhaenyra tenía razón, pero aún así sentían el peso de su ausencia inminente.
—Bien, —dijo Rhaenyra con un suspiro—, debo prepararlos para la cena de esta noche.
Con gentileza, Rhaenyra los llevó al baño. Aunque en su mente eran adultos, el peso de sus vidas pasadas seguía cobrando fuerza en sus almas jóvenes, y en esos momentos de vulnerabilidad, tal ves ella ser quien los reconfortara.
Dentro del baño, preparó la bañera con agua tibia, y mientras ayudaba a Aemond a quitarse la camisa, notó cómo él intentaba ocultar la incomodidad de ser cuidado como un niño. Lo observó en silencio, notando en su rostro infantil una sombra de la seriedad que siempre lo había caracterizado.
—Sé que esto es... distinto para ustedes —dijo ella mientras vertía un poco de esencia de hierbas en el agua—. Pero estamos en un lugar nuevo, y debemos adaptarnos. Todo lo que enfrentamos antes... —Se detuvo un momento, controlando la emoción en su voz—. Ahora es parte del pasado. Aquí podemos construir algo nuevo.
Aegon, quien ya se había sumergido en la bañera, miró a Rhaenyra, su rostro suavizándose un poco.
—¿Crees que también seremos capaces de cambiar, Rhaenyra? —preguntó, su tono más reflexivo.
Rhaenyra lo miró a los ojos y asintió.
—Sí, Aegon. Podemos. Y lo haremos.
Rhaenyra había terminado de alistar a sus hermanos. Ambos estaban ya en el corredor, esperando a Dumbledore para guiarlos al Gran Comedor. Ese día, las cosas cambiarían para todos ellos. Aegon y Aemond la observaban con ojos infantiles llenos de curiosidad y preocupación mientras ella terminaba de arreglar los últimos detalles de su propio atuendo. Tenía la responsabilidad de representar a los tres y, en cierto modo, de iniciar un nuevo capítulo en sus vidas. Tomó una profunda bocanada de aire y les dio una última sonrisa antes de que desaparecieran por el pasillo.
Con la habitación para ella sola, se dirigió al baño. Las emociones la abrumaban: el temor a lo desconocido, la nostalgia y esa leve ilusión por lo que estaba por venir. Cerró la puerta y dejó que el silencio del cuarto la envolviera mientras llenaba la bañera de agua caliente y espumas aromáticas. Se desvistió lentamente, sintiendo el peso de sus recuerdos desprenderse con cada prenda que dejaba a un lado, y finalmente se sumergió en el agua tibia, dejándose llevar por la calidez y la tranquilidad.
La suavidad del agua la hacía sentir como en casa, como si todo lo que había dejado atrás en Westeros estuviera, aunque fuese por un momento, lejos de su mente. Empezó a tararear una canción valyria, una melodía que siempre la había reconfortado. Los ecos de su voz, dulces y melancólicos, llenaron la estancia. La canción la llevaba de vuelta a esos momentos junto a Daemon, cuando, a pesar de todas las dificultades, sentía una paz profunda. Él siempre había sido un refugio para ella. La nostalgia llenaba su corazón mientras dejaba que la espuma se deslizara suavemente por sus hombros, hundiéndose más en el agua, como si pudiera escapar de todo.
Sin embargo, una sensación extraña interrumpió su ensueño. De repente, Rhaenyra sintió como si alguien la estuviera observando, y el ligero escalofrío que la recorrió le indicó que no estaba sola. Dejó de cantar, incorporándose lentamente. Miró a su alrededor, buscando algún indicio de que no estaba sola, aunque, a primera vista, la habitación parecía vacía. Fue entonces cuando, con un movimiento casi imperceptible, una serpiente negra como la noche, de ojos intensamente rojos, apareció en el borde de la bañera. La miraba, con la mirada fija e inteligente, como si analizara cada uno de sus movimientos.
Rhaenyra contuvo el aliento, resistiendo el impulso de gritar. Se quedó quieta, observando a la criatura que parecía salir de algún rincón oscuro de sus pesadillas. La serpiente permaneció allí, inmóvil, como si también estuviera en algún tipo de trance, estudiándola. Rhaenyra apenas respiraba, su corazón retumbando en el pecho. Tras lo que le parecieron horas, la serpiente se deslizó hasta el borde del escusado y, con un movimiento rápido, se perdió en las sombras, desapareciendo por completo.
Rhaenyra soltó el aire que había estado conteniendo, relajando un poco los hombros y recobrando la calma. Fue un momento extraño, desconcertante, pero no quería quedarse con esa inquietud. Así que dejó que el agua la reconfortara de nuevo, intentando no dar demasiada importancia a lo sucedido. Decidió que no era momento de distracciones ni de temores, y se levantó de la bañera, enjuagándose antes de salir para comenzar a vestirse.
Frente al espejo, Rhaenyra eligió su atuendo cuidadosamente. Se puso una camisa blanca y una falda de corte sencillo, mientras ajustaba la corbata con manos firmes, dándole el toque final a su apariencia con la capa negra que descansaba en la silla. Observó su reflejo, y por un instante, la tristeza de su pasado asomó en su mirada. Pero ese dolor en el pecho, aunque persistente, no la detendría. Hoy, iba a ser seleccionada en una de las casas de Hogwarts. Hoy, estaba a punto de crear una vida diferente para sí misma y para sus hermanos, en un lugar donde la rivalidad y la sangre no fueran lo único que importara.
Rhaenyra acarició la capa y pensó en el escudo que pronto adornaría el uniforme. En pocas horas, ese emblema la marcaría como parte de una de las casas, un símbolo de su nuevo comienzo. El nerviosismo dio paso a una ola de entusiasmo, y con ese último pensamiento positivo, se giró y salió de la habitación, lista para enfrentar lo que el día le deparara.