
"Sombras de Culpabilidad"
La oscuridad de la noche envolvía la habitación en Hogwarts. El silencio era casi absoluto, solo interrumpido por el ocasional crujido de las viejas paredes del castillo. Rhaenyra, Aemond y Aegon dormían juntos en la misma cama. Aegon, aunque su cuerpo era el de un niño de cinco años, dormía inquieto, girando de un lado a otro bajo las mantas. Un temblor recorrió su pequeño cuerpo, mientras su mente se sumergía en las profundidades de una pesadilla que lo atormentaba.
En sus sueños, Aegon se encontraba en la sala del trono en Desembarco del Rey, su lugar de coronación, pero todo estaba deformado, oscuro y distorsionado. Frente a él, su madre, Alicent Hightower, lo miraba con frialdad. Ya no tenía el brillo maternal en sus ojos, solo había desdén.
—Madre… —murmuró Aegon en su sueño, extendiendo la mano hacia ella, buscando consuelo. Pero Alicent dio un paso atrás, su rostro lleno de reproche.
—¿Cómo te atreves a llamarme madre? —espetó, su voz cargada de veneno—. Tú, que has sido la desgracia de mi vida. Tú, que fuiste la chispa que encendió la guerra… la Danza de los Dragones. Eres culpable de la muerte de todos.
Aegon sintió cómo el peso de las palabras lo aplastaba. El aire en la sala parecía desaparecer, como si el propio castillo se cerrara sobre él. Alicent lo miraba con desprecio.
—Fuiste un error, un hijo que jamás debí tener —continuó—. Si no hubieras nacido, quizás aún habría paz.
Detrás de su madre, aparecieron las figuras de todos aquellos que habían muerto por su causa. Otto Hightower surgió de las sombras, su rostro severo e implacable.
—Aegon, siempre fuiste un inútil —dijo Otto, su tono frío y calculador—. Te hice rey, y fue el mayor error de mi vida. Aemond debió haber sido el rey, no tú. Él tenía la fuerza, el valor… todo lo que tú nunca tuviste.
Las palabras de su abuelo perforaron su pecho como cuchillos. Aegon intentó replicar, pero su garganta se cerró. Se sentía pequeño, insignificante, como si todo el mundo estuviera contra él.
La figura de Helaena apareció entonces, su rostro pálido y demacrado. Su mirada era vacía, pero sus palabras eran punzantes.
—Mis hijos están muertos por tu culpa, Aegon. Y yo… yo me quité la vida porque ya no podía soportar más. Tú me fallaste, hermano. Tú fallaste a todos.
Aegon temblaba. Helaena caminó hacia la ventana de la habitación del rey, en la Fortaleza Roja. Con un movimiento lento pero decidido, abrió las ventanas, mirando hacia el vacío.
—Ahora, no hay paz para mí, solo el abismo —dijo Helaena, antes de lanzarse al vacío.
—¡No! —gritó Aegon, pero sus piernas no se movían. Estaba paralizado, incapaz de detenerla.
De pronto, la sala cambió, y se encontraba rodeado de las pequeñas figuras de Joffrey, Lucerys y Jacaerys, sus sobrinos. Sus ojos, grandes y acusadores, lo observaban con un odio palpable.
—Tú fuiste la razón por la que todo esto comenzó —dijo Jacaerys, señalándolo—. Tú dividiste a nuestra familia, Aegon.
Lucerys asintió, su voz más suave pero igualmente cargada de resentimiento.
—Si no hubiera sido por ti, ninguno de nosotros habría muerto. Todo es culpa tuya.
Joffrey, el más joven, simplemente lo miraba, pero la tristeza en sus ojos era suficiente para desgarrar el corazón de Aegon. Las figuras de sus sobrinos lo rodeaban, apuntándolo con dedos acusadores.
—Eres el responsable de la Danza de los Dragones —dijeron al unísono, sus voces un eco que se repetía sin cesar en su cabeza.
La sala comenzó a desmoronarse, y de las sombras, aparecieron más figuras: su padre, Viserys, con una mirada decepcionada; Daemon, sosteniendo su espada como si estuviera listo para cortarle la cabeza; incluso su propia hermana Rhaenyra, más grande, más imponente, lo miraba con frialdad.
—Tú me traicionaste, Aegon —dijo ella—. Tú me quitaste lo que me pertenecía. Tú causaste mi muerte. Nos fallaste a todos, Aegon —dijo ella, su voz llena de desprecio.
Entonces, de entre las sombras, apareció la figura de Aemond, su hermano, con su parche oscuro cubriendo el ojo perdido. Aemond lo miraba con una mezcla de desprecio y decepción.
—Nunca debiste haber sido rey, Aegon —dijo Aemond—. Yo era el guerrero, el verdadero líder. Tú no eras más que una sombra débil e inútil. Si hubiera sido yo el rey, nada de esto habría pasado.
Las palabras de Aemond lo aplastaron. Sentía que no podía respirar. Todos lo miraban, todos lo culpaban y Aegon gritó, incapaz de soportar el peso de las acusaciones, pero nadie acudió a ayudarlo. Estaba solo en medio de un torbellino de reproches y odio, y entonces… se despertó.
Aegon se despertó de golpe, con un grito ahogado. Su pequeño cuerpo estaba empapado en sudor, pero también sentía una humedad incómoda entre las piernas. Se había orinado en la cama. Su corazón latía con fuerza, los sollozos sacudían su cuerpo. A su lado, Rhaenyra se despertó de inmediato al sentir su agitación, mientras Aemond se removía, pero no despertaba.
—Aegon, ¿qué sucede? —preguntó Rhaenyra en voz baja, mirándolo con preocupación mientras se inclinaba hacia él. Sus ojos buscaban los suyos, pero Aegon evitaba su mirada.
—Tuve… tuve una pesadilla… —susurró Aegon, con la voz rota. Aún podía sentir las palabras hirientes de su madre, Otto, Helaena, y Aemond resonando en su mente—. Me culparon… por todo. Madre, Otto, Helaena, todos me odiaban por lo que hice.
Rhaenyra frunció el ceño suavemente, y sin dudarlo lo abrazó, envolviendo su pequeño cuerpo con sus brazos. Aegon se acurrucó contra ella, aún temblando.
—Nadie puede culparte por lo que pasó —susurró ella— Lo que ocurrió fue una tragedia, pero no todo fue por tu culpa, Aegon. Todos tuvimos parte en lo que pasó.
Aegon sollozó, sus lágrimas cayendo silenciosamente. Pero la vergüenza lo abrumaba, más allá de la pesadilla. Bajó la cabeza, y con voz temblorosa, confesó:
—Y… me oriné… Lo siento…
Rhaenyra no mostró ni un atisbo de disgusto.
—No tienes que preocuparte por eso, Aegon. Estas cosas pasan —dijo con suavidad, levantándose de la cama—. Vamos, te ayudaré a bañarte y cambiarte.
Aegon se dejó guiar, su pequeño cuerpo vulnerable. Caminó junto a ella hacia el baño. Mientras Rhaenyra llenaba la bañera, él la observaba en silencio, sus pensamientos girando en torno a la pesadilla. Mientras ella lo lavaba con cuidado, Aegon no pudo evitar sentir una profunda ola de culpabilidad. Ella lo cuidaba, lo trataba con una ternura que jamás había esperado después de todo lo que había hecho.
Rhaenyra, la hermana a la que había traicionado, ahora era quien lo protegía, quien lo calmaba en su momento de mayor vulnerabilidad. Y en ese momento, mientras se sumergía en el agua tibia, Aegon pensó, por primera vez en mucho tiempo, que Rhaenyra nunca lo habría matado.
Rhaenyra, por su parte, no dijo nada. Entendía que las palabras eran innecesarias en ese momento. Lavaba el cabello rubio de Aegon con paciencia, sus manos moviéndose con calma, intentando transmitirle seguridad a través de su contacto. Sabía que las pesadillas que su hermano sufría no eran solo ecos de las noches recientes, sino los fantasmas de una vida pasada llena de dolor y decisiones catastróficas.
Aegon cerró los ojos mientras sentía las manos de Rhaenyra acariciar su cabeza, lavando el jabón con el agua tibia. Pero en su mente, las escenas de su pesadilla seguían repitiéndose, una y otra vez. El rostro de su madre, lleno de desdén. Otto Hightower, con esa fría mirada de juicio. Y Aemond… Aemond, su hermano, el guerrero implacable, lo había despreciado como nadie más.
Pero lo que más lo atormentaba no era lo que le habían dicho en su sueño, sino lo que no habían dicho. Lo que él sabía en el fondo de su corazón que era cierto: Rhaenyra nunca lo habría matado. Jamás lo habría traicionado de la manera en que él lo había hecho. Él había sido el instigador de la traición, había usurpado lo que por derecho le pertenecía. Si tan solo hubiera dejado que ella tomara el trono, nada de esto habría sucedido. Nada.
—Lo siento, Rhaenyra… —susurró de repente, rompiendo el silencio pesado de la habitación.
Rhaenyra, sorprendida por la confesión repentina, lo miró por un momento, esperando que continuara.
—¿Qué es lo que sientes? —preguntó en un tono bajo.
Aegon apretó los puños bajo el agua, incapaz de mirarla a los ojos.
—Por todo. Por lo que pasó. Por la Danza. Por haberte quitado el trono… —su voz temblaba con cada palabra, y las lágrimas comenzaron a llenar sus ojos una vez más—. Por… por haberte causado la muerte.
Rhaenyra dejó escapar un suspiro, sintiendo el peso que había llevado en su corazón por tanto tiempo. Aegon, aunque ahora en el cuerpo de un niño, tenía la mente y los recuerdos de un adulto, de alguien que entendía perfectamente lo que había hecho. Había robado su trono y le había quitado la vida, y aunque él ahora intentaba disculparse, la herida seguía abierta. Sabía que él cargaba con una culpa que lo atormentaba, pero perdonarlo era mucho más difícil de lo que ella quería admitir. Quería seguir adelante, quería liberarse del pasado, pero olvidar lo sucedido y borrar el dolor no era algo que pudiera hacer con facilidad. Las cicatrices que le dejó la traición de su propio hermano eran profundas, y aunque él buscara redención, para ella el camino hacia el perdón sería largo y arduo.
—Aegon —dijo suavemente, mientras le levantaba el rostro con la mano para que la mirara a los ojos—. No todo lo que pasó fue tu culpa. Todos cometimos errores, y ninguno de nosotros era inocente en esa tragedia.
Los ojos de Aegon se encontraron con los de Rhaenyra, y en ellos vio algo que no esperaba: compasión. No vio rabia, no vio reproche. Solo vio el dolor de una hermana que había perdido tanto como él.
—Yo fui la primera en tomar decisiones equivocadas —admitió Rhaenyra, con una calma que había tardado en llegar. Sabía que la guerra no había sido solo por Aegon o por ella; todos habían contribuido a ese desastre—. Y cuando la guerra comenzó, ya no había vuelta atrás. Lo que sucedió después no fue solo tu culpa. Todos fuimos responsables —Su voz se suavizó, casi como si intentara convencerse a sí misma tanto como a él—. Aunque la guerra nos destruyó, lo importante ahora es que estamos aquí... en este nuevo lugar.
Rhaenyra sentía que el dolor no podía desaparecer por completo. No era algo que pudiera olvidar fácilmente, pero estaba empezando a encontrar algo de paz. Avanzaba, aunque no todo estaba perdonado aún. Pero el simple hecho de estar viva, de tener otra oportunidad, le ofrecía algo que en la danza nunca tuvo: esperanza.
Mientras tanto Aegon tragó saliva, las lágrimas corriendo por sus mejillas en silencio. Sus pequeños hombros se sacudieron ligeramente con el esfuerzo de contener los sollozos. Quería creerle. Quería desesperadamente pensar que todo no había sido culpa suya. Pero las imágenes de la pesadilla seguían acechando en su mente.
—Pero madre… —murmuró—. Madre dijo que yo fui la causa de todo. Que debí haber muerto. Y Otto… él también me culpó.
Rhaenyra bajó la mirada por un momento. Sabía que su madre, Alicent, había jugado un papel crucial en la guerra, pero también sabía lo profundo que era el amor de Alicent por sus hijos, aunque hubiera estado cegada por la ambición. No podía negar que su madre había sido una fuente de conflicto, pero tampoco podía permitir que Aegon viviera con ese peso sobre sus hombros.
—Tu madre siempre te amó, Aegon —dijo finalmente—. Lo que te dijo en tu pesadilla… esas no eran sus palabras. Eran tus propios miedos. Y sé que son difíciles de borrar, pero nunca pienses que ella te odiaba.
Aegon asintió ligeramente, aunque en su interior no estaba seguro de poder aceptar esas palabras del todo. La idea de haber sido la causa de tanto sufrimiento era un veneno que se había arraigado en lo más profundo de su alma.
Rhaenyra terminó de bañarlo en silencio, envolviendo a Aegon en una toalla suave. Lo llevó de regreso a la cama, donde Aemond aún dormía profundamente, ajeno a la inquietud de su hermano. Con cuidado, retiró las sábanas sucias y las reemplazó por unas limpias que había encontrado en un cajón, todo sin perturbar el sueño de Aemond. Ya limpio y vestido con ropa fresca, Aegon se acurrucó de nuevo junto a su hermana, encontrando consuelo en su presencia, mientras Rhaenyra lo observaba, sintiendo que, por un breve instante, todo estaba en calma.
—Yo… —murmuró, con la voz rota—. Yo no merezco que me cuides… después de lo que hice.
Rhaenyra lo miró, sus ojos suavemente iluminados por la luz de la luna que entraba por la ventana.
—Aegon, somos familia —dijo con firmeza, aunque su voz seguía siendo amable—. Y la familia se cuida, sin importar lo que haya pasado.
El peso de las palabras de su hermana mayor llenó a Aegon de una mezcla de alivio y culpa. Aunque deseaba desesperadamente creerle, la imagen de Helaena arrojándose por la ventana, y de sus sobrinos señalándolo con acusaciones, seguía persiguiéndolo. Y ahora, junto a la calidez de Rhaenyra, lo único que sentía era el ardiente remordimiento por haber causado su muerte.
"Ella nunca me habría matado…", pensó para sí mismo. "Ella nunca habría empezado la guerra si yo no hubiera tomado lo que no me pertenecía…"
Pero, por primera vez en mucho tiempo, aunque esas sombras aún lo acechaban, Aegon sintió una pequeña chispa de esperanza en su interior. Tal vez, solo tal vez, en este nuevo mundo, podría encontrar una forma de redimirse. O al menos, encontrar algo de paz.
Mientras Rhaenyra lo acurrucaba contra su pecho, Aegon cerró los ojos, susurrando una última disculpa en el viento antes de dejarse arrastrar de nuevo por el sueño. A su lado, Aemond se revolvía levemente en sueños, pero no despertaba. Los tres, a pesar de todo, compartían una calma silenciosa que los envolvía, como una promesa de que tal vez, juntos, podrían encontrar un nuevo comienzo.
El silencio de la madrugada se rompía solo por el leve sonido de la respiración acompasada de Aemond y Aegon. El peso de las pesadillas de Aegon aún flotaba en el aire, y aunque ahora dormía de nuevo, había algo inquietante en la forma en que su pequeño cuerpo se tensaba, incluso en el sueño.
Rhaenyra, por su parte, permanecía despierta. Las sombras de sus propios recuerdos se arremolinaban en su mente, impidiéndole conciliar el sueño. Sabía que la culpa de Aegon no se disiparía con una simple charla nocturna. Era una herida que llevaba demasiado tiempo supurando, una cicatriz que ambos compartirían, aunque lo disimularan.
Ella lo había sentido. La traición de su hermano menor había sido como una daga en el corazón, pero ahora, en este nuevo mundo, Rhaenyra entendía algo que antes no había podido ver: Aegon no había sido más que una pieza en el juego de los Hightower. Un niño moldeado por las ambiciones de otros, atrapado en un destino que nunca quiso.
Rhaenyra se inclinó hacia los pequeños cuerpos de sus hermanos, cuidando de no despertarlos, y los observó en la penumbra. Aegon, que alguna vez había sido su rival por el trono. Aemond, el guerrero implacable, cuyo dragón, Vhagar, había comenzado la tragedia con la muerte de Lucerys. Ambos ahora, convertidos en niños pequeños, vulnerables, necesitados de protección.
Se preguntó, en el silencio de la noche, si ellos también la culpaban a ella. Si en algún rincón de sus corazones, la veían como la causa de su propio sufrimiento. ¿Habría habido otra manera? ¿Otro camino donde no hubieran tenido que enfrentarse de esa manera?
Mientras su mente vagaba en ese mar de preguntas sin respuesta, la luz tenue del amanecer comenzó a filtrarse por la ventana, anunciando un nuevo día. Rhaenyra suspiró, sabiendo que pronto tendrían que enfrentarse al mundo de Hogwarts, lleno de nuevas reglas, costumbres y magias que aún les eran desconocidas. La adaptación no sería fácil, pero si algo había aprendido en su vida anterior era que la supervivencia requería sacrificios.
Decidió levantarse con cuidado, dejando a sus hermanos dormir un poco más. Quería prepararse, planear cómo guiar a Aegon y Aemond en este nuevo entorno. Sabía que Dumbledore había sido una especie de tutor para ellos hasta ahora, pero la verdadera responsabilidad de protegerlos recaía sobre sus hombros.
"Aegon piensa que yo nunca los habría matado…", pensó, recordando las palabras que él había susurrado en la oscuridad de la noche. Era cierto, lo habría intentado todo por evitar ese desenlace, por salvarlos a todos, pero a veces, los monstruos internos eran más poderosos que las voluntades.
Rhaenyra salió del dormitorio y caminó hacia la ventana del pasillo, donde el resplandor dorado del sol naciente cubría los terrenos de Hogwarts. Los vastos jardines, el Bosque Prohibido a la distancia, las torres antiguas que se alzaban como guardianes del conocimiento. Era un lugar lleno de magia y secretos, pero también sentía que cada rincón contenía sombras, como si la historia misma de ese lugar estuviera llena de luchas no tan distintas a las de Westeros.
Los pasos suaves de alguien la hicieron girar. Dumbledore, con su su presencia tranquilizadora, se acercaba. Sus ojos azules, aunque amables, la miraban con una intensidad que le resultaba familiar. Había visto esa mirada antes, en los ojos de su padre, Viserys. Una mezcla de compasión y sabiduría, cargada de un peso silencioso.
—¿No has dormido bien, Rhaenyra? —preguntó el director en voz baja, deteniéndose a su lado.
—No —respondió ella, sin necesidad de mentir—. Aegon ha tenido pesadillas.
Dumbledore asintió, como si ya supiera más de lo que ella había dicho. Se quedó mirando el horizonte junto a ella durante unos instantes antes de hablar nuevamente.
—Los fantasmas del pasado tienen una forma peculiar de seguirnos, incluso cuando creemos que hemos dejado atrás nuestras viejas vidas —dijo, su tono suave pero cargado de significado—. Pero este es un lugar de aprendizaje, y no solo en cuanto a la magia. Hogwarts tiene una manera especial de ayudar a sus habitantes a encontrar nuevas direcciones, nuevas formas de entenderse a sí mismos.
Rhaenyra no dijo nada. Sabía que el director hablaba en parte por experiencia propia, aunque no sabía exactamente qué secretos albergaba ese hombre. Pero sí sentía que había más en él de lo que parecía a simple vista.
—Tus hermanos están a salvo aquí, Rhaenyra —continuó Dumbledore—. Y tú también lo estarás. Pero no debes cargar con todo el peso tú sola. No en este lugar.
La joven Targaryen asintió ligeramente, aunque en su interior sabía que era más fácil decirlo que hacerlo. Había pasado su vida entera preparándose para ser reina, para llevar el peso de un reino en sus hombros. Proteger a su familia era lo que le quedaba ahora.
—Aegon se siente… perdido —dijo finalmente, su voz apenas un susurro—. Y no sé si alguna vez encontrará la paz.
Dumbledore la miró con ternura, sus ojos brillando con esa comprensión profunda que tan pocos lograban alcanzar.
—La paz no es algo que encontremos fácilmente —respondió él—. Es un camino, un proceso. Aegon tendrá que caminarlo, pero no tiene que hacerlo solo. Y tú tampoco.
Con esas últimas palabras, Dumbledore se dio la vuelta para marcharse, dejándola con sus pensamientos. Rhaenyra lo observó alejarse por el pasillo, su capa ondeando detrás de él, antes de volver a mirar por la ventana.
Este nuevo mundo le ofrecía a Rhaenyra una segunda oportunidad, pero el peso del pasado aún tiraba de ellos. Aegon, Aemond, y ella misma seguían cargando con las cicatrices de la Danza de los Dragones. Sin embargo, Rhaenyra había aprendido algo importante: las cicatrices no eran solo marcas de batalla, sino recordatorios de que, a pesar de todo, habían sobrevivido. Avanzar no sería fácil, y el perdón, tanto hacia los demás como hacia sí misma, necesitaría tiempo. Pero en este nuevo comienzo, Rhaenyra estaba decidida a encontrar su propio ritmo para sanar, paso a paso, dejando que el pasado fuera una guía, no una prisión.
Al regresar a la habitación, encontró a Aegon despierto, mirando hacia el techo con la mente claramente lejos de allí. Aemond, por otro lado, seguía profundamente dormido, su pequeño rostro tan sereno que Rhaenyra no pudo evitar sentir una punzada de tristeza. El Aemond que recordaba nunca había sido así de tranquilo.
—Hermana… —Aegon la miró con esos grandes ojos violeta que compartían—. ¿Tú crees que algún día podremos… ser felices aquí?
Rhaenyra caminó hacia él y, sentándose en la cama, acarició su cabello suavemente. Quería darle una respuesta que él pudiera creer, aunque no estuviera del todo segura.
—Lo intentaremos, Aegon. Lo intentaremos.
Rhaenyra se quedó sentada en la cama, observando a Aegon. Su hermano menor había recuperado parte de la compostura tras la pesadilla, pero aún podía ver la tristeza que pesaba en sus ojos. El silencio entre ellos era denso, como si las palabras no se atrevieran a salir. Aegon parecía estar sumido en pensamientos profundos, sus pequeñas manos jugando con los bordes de la manta, su mirada perdida.
Finalmente, Rhaenyra rompió el silencio.
—Aegon… lo que pasó anoche —comenzó, su voz suave pero llena de preocupación—, ¿quieres hablar de ello?
Aegon se removió incómodo, sin levantar la mirada. Por un momento, parecía querer esquivar la conversación, pero sabía que no podía evitarla para siempre. Tragó saliva y apretó las sábanas con más fuerza antes de responder.
—Fue solo una pesadilla —dijo con voz vacilante, aunque ambos sabían que no era solo eso.
Rhaenyra observó a su hermano . Aegon siempre había sido un niño que cargaba más de lo que le correspondía, y ahora, incluso en un cuerpo infantil, seguía siendo un alma atormentada por las sombras de su vida pasada.
—Sé que fue más que eso —insistió ella, inclinándose ligeramente hacia él, tratando de hacerle sentir que no estaba solo en esa tormenta emocional—. Soñaste con tu madre… con Otto… con la Danza, ¿verdad?
Aegon soltó un suspiro tembloroso y asintió. Sus ojos se humedecieron al recordar los horribles momentos de la noche anterior. No podía sacudirse las imágenes de su madre, rechazándolo, las palabras venenosas de Otto, la dolorosa acusación de Helaena y las miradas acusadoras de los hijos de Rhaenyra. Todo en la pesadilla había sido tan real, tan cruel.
—Mi madre… ella… me culpó por todo —susurró Aegon, su voz apenas audible, pero cargada de dolor—. Dijo que todo fue mi culpa, que la guerra, la muerte de Lucerys, la de todos… fue por mí. Y… y Otto dijo que fui un error, que debieron coronar a Aemond. Hasta Helaena… —Aegon se detuvo, incapaz de continuar.
Rhaenyra sintió que el peso de esas palabras caía sobre ella también. Sabía que Aegon cargaba con una culpa inmensa por la Danza de los Dragones.
—Aegon… —comenzó ella—. No fue tu culpa.
Él levantó la cabeza de golpe, sorprendido por sus palabras. ¿Cómo podía decir eso? ¿Después de todo lo que había pasado?
—¿Cómo puedes decir eso? —preguntó Aegon con desesperación—. Fui yo el que tomó la corona, yo el que desencadenó la guerra. Yo… yo destruí nuestra familia.
Rhaenyra negó con la cabeza, sus ojos clavados en los de Aegon con una mezcla de compasión y firmeza.
—No, Aegon. No fuiste tú. Fuiste una víctima de las ambiciones de Otto Hightower, de Alicent, de todos los que te empujaron a tomar esa corona. Te manipularon, te moldearon para cumplir sus deseos, pero nunca te dejaron ser tú mismo. No te dieron la opción de elegir.
Aegon parpadeó, intentando asimilar sus palabras. Había pasado tanto tiempo culpándose, creyendo que todo lo que había ocurrido era consecuencia de sus decisiones. Pero las palabras de Rhaenyra resonaban en su mente, confundiéndolo.
—Pero… mi madre —murmuró, su voz temblorosa—. Ella me rechazó. Me culpó. En la pesadilla…
Rhaenyra tomó la mano de Aegon y la apretó con suavidad.
—Aegon,Alicent, te amaba. En vida, quizás no siempre supo cómo demostrarlo, pero te amaba. Esa pesadilla… esos miedos que tienes… no son la realidad. No te rechazaba. Fuiste el hijo que criaron bajo la sombra de Otto, el peón en su juego. Pero yo nunca te habría matado. Nunca habría levantado la mano contra ti ni contra Aemond.
Aegon apartó la mirada, la culpa aún grabada en su expresión. Sabía que Rhaenyra estaba intentando consolarlo, pero el peso de su propia conciencia era demasiado.
—¿Cómo puedes ser tan… tan buena conmigo? —preguntó, su voz quebrándose—. Después de todo lo que hice, después de… de tu muerte… ¿cómo puedes ser tan amable?
Rhaenyra lo miró fijamente, sus ojos llenos de compasión. En ese momento, no veía a Aegon como el rey que había usurpado su trono ni como el hombre que había llevado a cabo tantas decisiones cuestionables. Solo veía a su hermano menor, perdido y asustado, en un cuerpo de niño, intentando encontrar una redención que tal vez nunca llegaría.
—Porque somos familia, Aegon —respondió ella finalmente—. Y porque también fuiste una víctima de todo esto. No puedo cambiar lo que pasó, ni puedo borrar nuestras cicatrices, pero sí puedo intentar empezar de nuevo. Aquí, en este lugar, tenemos una oportunidad de sanar. De encontrar algo diferente.
Aegon bajó la mirada nuevamente, las lágrimas rodando por sus mejillas, aunque ya no trataba de esconderlas. Sabía que, aunque su hermana le ofreciera su perdón, el verdadero desafío sería perdonarse a sí mismo.
Rhaenyra le acarició el cabello suavemente, sin decir nada más. En ese silencio compartido, ambos encontraron una tregua, al menos por el momento.
Cuando el sol ya se había elevado lo suficiente para bañar la habitación con su luz suave, Aemond comenzó a removerse en la cama. El pequeño guerrero, tan implacable en su vida pasada, ahora se veía tan vulnerable como Aegon. Los tres estaban conectados por un pasado de dolor y traición, pero en este nuevo mundo, tal vez podrían construir algo diferente.
Rhaenyra se levantó y miró a sus dos hermanos, su corazón pesado por la carga del pasado, pero también lleno de una determinación renovada.
—Vayamos a desayunar —dijo suavemente—. Hoy es un nuevo día, y necesitamos empezar de nuevo.
Aegon asintió lentamente, limpiándose las lágrimas con la manga de su pijama mientras Aemond comenzaba a despertarse del todo, frotándose los ojos con curiosidad.
Un nuevo día en Hogwarts, un nuevo comienzo para los Targaryen.
Y, con suerte, una oportunidad de redención.
…
El despacho de Albus Dumbledore, inundado por la luz suave del sol matutino, tenía un aire de calidez que contrastaba con el mundo frío y distante que Rhaenyra, Aegon y Aemond habían dejado atrás. El aroma del desayuno llenaba el espacio: pan caliente, tocino crujiente, mermeladas de distintos sabores, y té humeante. Los tres hermanos se sentaban a la mesa, observando el festín delante de ellos, aún acostumbrándose a la abundancia y comodidad de este nuevo mundo.
Rhaenyra, siempre atenta, observaba a sus dos hermanos pequeños mientras ellos comían. Aegon, con sus ojos brillando de curiosidad y entusiasmo, devoraba su comida con la energía de un niño de cinco años, aunque con la mente de alguien mucho mayor. Aemond, por otro lado, permanecía más reservado, llevando la comida a su boca con movimientos medidos, siempre manteniendo un aire de alerta, como si en cualquier momento fuera a suceder algo inesperado.
Dumbledore, sentado en la cabecera de la mesa, sonreía con una amabilidad que parecía genuina. Su mirada, siempre observadora, se posó sobre ellos, y tras un sorbo de té, rompió el silencio.
—Espero que el desayuno esté siendo de su agrado —dijo con su tono cálido y amable—. Sé que muchas cosas en este lugar pueden parecerles extrañas, pero es mi deseo que encuentren en Hogwarts un hogar seguro.
—Esta bien Albus —comentó Rhaenyra, ofreciendo una sonrisa mientras miraba a sus hermanos—le agradecemos.
Dumbledore asintió, complacido. Tras una pausa, dejó su taza sobre la mesa y, cruzando las manos sobre su regazo, añadió:
—He estado reflexionando sobre lo importante que es para ustedes familiarizarse con este nuevo mundo —dijo Dumbledore, con la mirada cálida pero penetrante—. No solo a través de la magia que te enseñarán en las clases, Rhaenyra, ni de lo que yo pueda guiar a Aegon y Aemond, sino también a través de los rincones escondidos y las criaturas que lo habitan. —Hizo una pausa, observando cómo sus palabras despertaban la curiosidad de los tres. Aegon se inclinaba hacia delante, los ojos brillando con la chispa de la emoción infantil, mientras que Rhaenyra, aunque más controlada, dejaba entrever un destello de interés—. Por eso, creo que sería muy beneficioso que pasen tiempo con alguien especial, alguien que pueda mostrarles más de los secretos y maravillas de Hogwarts.
Rhaenyra arqueó una ceja, expectante.
—¿Quién? —preguntó Aegon, con una mezcla de impaciencia y curiosidad.
—Rubeus Hagrid —respondió Dumbledore con una leve sonrisa—. Es nuestro joven guardabosques, un hombre de gran corazón y vasto conocimiento sobre criaturas mágicas. Él se encargaría de mostrarles no solo los terrenos de Hogwarts, sino también algunas de las criaturas fascinantes que habitan en nuestro bosque y otros lugares cercanos.
—¿Es un mago? —preguntó Aemond, su tono neutro pero siempre en guardia.
—Hagrid fue alumno de Hogwarts —explicó Dumbledore, con una leve sombra en sus ojos—, aunque no terminó su educación aquí. Sin embargo, su conexión con la magia, y especialmente con las criaturas mágicas, es innegable. A pesar de su juventud, es alguien en quien confío plenamente. Estoy seguro de que se llevarán bien.
Aegon sonrió abiertamente, claramente emocionado ante la perspectiva de conocer criaturas mágicas. Rhaenyra, aunque más reservada, sintió una chispa de interés, especialmente ante la mención de esas criaturas. Ella, que había tenido una conexión tan profunda con Syrax, sentía que quizás este joven guardabosques podría ofrecerle una puerta hacia una parte de sí misma que temía haber dejado atrás.
—Si es alguien en quien usted confía, profesor —dijo Rhaenyra con un tono respetuoso—, confiamos en que será una buena compañía para nosotros.
Dumbledore sonrió ampliamente, satisfecho con la respuesta.
—Hagrid no solo les enseñará sobre las criaturas de este mundo, sino que también les mostrará partes de Hogwarts que probablemente no descubrirían de otra manera. Su presencia es... cómo decirlo... única. Un joven con gran lealtad y bondad.
Aegon, con los ojos encendidos de emoción, apenas podía contenerse.
—¿Y cuándo lo conoceremos? —preguntó, apenas logrando contener su impaciencia.
—De hecho —respondió Dumbledore, mirando su reloj de bolsillo—, debería estar aquí en cualquier momento. Le pedí que viniera a buscarlos después del desayuno para llevarlos a un recorrido por los terrenos.
Como si hubieran invocado su presencia, un suave pero sólido golpe resonó en la puerta del despacho. La madera crujió y Dumbledore, con un movimiento de su mano, hizo que la puerta se abriera lentamente, revelando a un joven gigantesco de pie en el umbral.
Rubeus Hagrid, aunque apenas tenía veinte años, ya era impresionante en tamaño. Su rostro joven mostraba una mezcla de timidez y calidez, sus ojos brillaban con una mezcla de curiosidad y emoción al ver a los tres hermanos sentados a la mesa.
—Ah, Hagrid —dijo Dumbledore con una sonrisa—, justo a tiempo.
Hagrid, con su voz algo grave pero suave, saludó con una inclinación de cabeza.
—Profesor Dumbledore —dijo, y luego miró a los hermanos—. Y ustedes deben ser Rhaenyra, Aegon y Aemond, ¿cierto?
Rhaenyra se levantó primero. Ofreció una pequeña sonrisa y asintió.
—Así es. Un placer conocerte, Hagrid.
Hagrid, visiblemente aliviado por la cálida recepción, sonrió ampliamente, mostrando una especie de inocencia y amabilidad que no correspondía a su imponente figura.
—El placer es mío —dijo Hagrid, con un tono casi tímido—. Estoy deseando mostrarles el castillo y los alrededores. ¡Hay tanto que ver!
Aegon, que ya no podía contenerse, saltó de su asiento, corriendo hacia Hagrid con entusiasmo.
—¿Nos mostrarás criaturas mágicas? —preguntó con una mezcla de emoción y fascinación.
Hagrid rió suavemente, mirando a Dumbledore como si pidiera permiso antes de responder.
—¡Eso intentaré, claro que sí! Hay muchas criaturas por aquí. Algunas más amigables que otras, pero todas fascinantes.
Dumbledore observó la escena con evidente satisfacción antes de levantarse de su asiento.
—Confío en que estarán en buenas manos con Hagrid. Él sabrá guiarlos con cuidado y mostrarles lo que hace de este lugar algo tan especial.
Rhaenyra asintió. Sabía que aún estaban en un proceso de adaptación, pero las palabras de Dumbledore y la cálida presencia de Hagrid le daban una sensación de seguridad que no había sentido en mucho tiempo.
—Gracias, profesor —dijo ella, llevando a sus hermanos con la mirada.
Y con eso, los tres hermanos se dispusieron a seguir a Hagrid, listos para explorar más de este nuevo mundo mágico.
…
Los tres hermanos Targaryen, Aegon, Aemond y Rhaenyra, caminaban por los enormes pasillos de piedra de Hogwarts, sintiendo el eco de sus pasos en el silencio del castillo. Las clases aún no habían comenzado, y aunque ya llevaban varias semanas explorando la inmensidad del lugar, siempre había algo nuevo que descubrir. Ya conocían bien la mayoría de las aulas y rincones más visibles, y ya habían conocido el Lago Negro ahí es donde habia iniciado todo, pero aún no habían tenido la oportunidad de aventurarse fuera del castillo propiamente. Era un día diferente, uno que les presentaría un nuevo mundo: el Bosque Prohibido.
—¿Están listos para conocer algo realmente emocionante? —preguntó Hagrid con su voz grave pero amistosa, mientras caminaba a grandes zancadas junto a ellos. Su tamaño descomunal hacía que incluso los pasillos de Hogwarts parecieran más pequeños.
Aegon, siempre ansioso por descubrir algo nuevo, asintió rápidamente.
—¿Vamos a entrar al bosque? —preguntó, con los ojos brillando de emoción infantil.
—No tan rápido, jovencito —le contestó Hagrid, rascándose la barba—. Primero, vamos a echar un vistazo a los alrededores, y después veremos qué tan valientes son. El Bosque Prohibido no es lugar para cualquiera, ya lo verán.
Rhaenyra, quien caminaba con más calma, observaba todo a su alrededor. Aunque había comenzado a adaptarse a este nuevo mundo, aún sentía el peso del pasado en sus hombros. Hogwarts era una especie de refugio, pero la promesa de lo desconocido siempre estaba latente. Aemond, por su parte, mantenía una expresión más reservada. Siempre calculador, parecía analizar cada palabra de Hagrid, evaluando lo que podría esperar de este nuevo entorno.
Finalmente, llegaron a las enormes puertas de la salida del castillo, y cuando estas se abrieron, el aire fresco del exterior los envolvió. Los terrenos de Hogwarts se desplegaban ante ellos, vastos y misteriosos, pero era el oscuro límite del bosque lo que capturó inmediatamente su atención. Había algo en la espesura de los árboles que sugería secretos antiguos, criaturas que vivían en las sombras y magia que aún no comprendían del todo.
—Este es el Bosque Prohibido —dijo Hagrid, haciendo un gesto amplio hacia los altos árboles que se alzaban frente a ellos—. Se llama así por una razón. Hay criaturas aquí que no encontrarán en ninguna otra parte, pero también peligros que deben respetar.
—¿Qué tipo de criaturas viven allí? —preguntó Aemond, su curiosidad asomando a pesar de su habitual seriedad.
—Ah, hay muchas —respondió Hagrid con un brillo en los ojos—. Centauros, acromántulas, hipogrifos... criaturas mágicas de todo tipo. Algunas amistosas, otras no tanto. Pero lo importante es que este bosque es su hogar, y nosotros debemos respetarlo. Si no las molestan, la mayoría de las criaturas no les harán daño.
El trío de hermanos lo miró con fascinación. Era la primera vez que escuchaban de criaturas tan asombrosas y peligrosas en el mismo lugar. Rhaenyra, aunque había montado dragones en su vida pasada, sabía que cada criatura tenía su propio temperamento y poder, y el respeto era fundamental para convivir con ellas. Aegon, sin embargo, parecía más emocionado que preocupado.
—¿Veremos alguna de esas criaturas hoy? —preguntó Aegon, dando un paso hacia el bosque.
Hagrid sonrió, pero negó con la cabeza.
—Hoy no, pequeño. Pero si son pacientes y respetuosos, quizás en el futuro puedan tener un encuentro. Hoy solo vamos a familiarizarnos con el lugar. —Y tras una breve pausa, añadió—. Y les mostraré mi cabaña, donde pueden venir siempre que quieran.
Caminaron bordeando el bosque, sin entrar del todo, mientras Hagrid les explicaba cómo moverse en los terrenos exteriores de Hogwarts. Les señaló los lugares más importantes que debían conocer: el campo de Quidditch, las zonas de los invernaderos donde se enseñaba herbología, y el Lago Negro, que ya habían visitado en otras ocasiones.
—Y más allá, está mi cabaña —dijo Hagrid, señalando una pequeña construcción de piedra y madera que se encontraba cerca del borde del Bosque Prohibido—. Vivo aquí, justo al lado del bosque, para cuidar de las criaturas y asegurarme de que nada peligroso se acerque demasiado al castillo.
La cabaña de Hagrid era modesta en comparación con el castillo, pero parecía acogedora, con humo saliendo por la chimenea y un jardín desordenado con algunas calabazas gigantes en crecimiento.
—Pueden venir a buscarme cuando quieran —continuó Hagrid mientras se acercaban—. Siempre hay algo interesante por hacer, y si tienen preguntas sobre las criaturas mágicas o cualquier otra cosa, estaré encantado de ayudar.
—¿Podremos entrar al bosque alguna vez? —preguntó Aegon, mirando a Rhaenyra, quien compartía su interés, aunque de manera más cautelosa.
Hagrid lo miró con una mezcla de advertencia y simpatía.
—Tal vez, algún día, cuando estén listos. Pero créanme, no es un lugar para andar por ahí sin saber bien lo que están haciendo. A pesar de su nombre, este es un lugar vivo, lleno de secretos, algunos de los cuales no deben ser descubiertos a la ligera.
Aemond, quien había permanecido en silencio durante la mayor parte de la caminata, finalmente habló.
—Entonces, si no podemos entrar, ¿para qué nos sirve conocerlo?
Hagrid se giró hacia él, viendo en su mirada la astucia del joven príncipe.
—Conocer el lugar no significa solo entrar, Aemond. Es importante saber dónde están los límites y cuándo cruzarlos, si es necesario. Conocer el terreno les dará una ventaja, incluso si no están dentro de él.
Las palabras resonaron en Aemond, quien comprendió el valor del conocimiento antes que el de la acción. Rhaenyra lo observó, agradecida de que su hermano comenzara a comprender los peligros que este nuevo mundo podía ofrecerles.
Llegaron a la cabaña, y Hagrid les ofreció una taza de té antes de que se despidieran.
—Recuerden, siempre estaré aquí para ayudarles —dijo Hagrid, mientras los veía marcharse de nuevo hacia el castillo—. Y, cuando estén listos, tal vez puedan ver algunas de esas criaturas en persona.
Rhaenyra, Aegon y Aemond intercambiaron miradas mientras regresaban, sintiendo que habían dado un paso más hacia la integración en este misterioso mundo mágico. Aunque aún había mucho por aprender y más secretos por descubrir, sabían que no estaban solos en el camino.
…
El pasillo de piedra de Hogwarts resonaba con los pasos tranquilos de Rhaenyra Targaryen, quien caminaba junto a sus hermanos menores, Aegon y Aemond. Las paredes, decoradas con retratos de brujas y magos que ocasionalmente se movían, observaban con curiosidad a los tres visitantes. Aegon, aunque tenía la apariencia de un niño de cinco años, poseía la mente de un adulto que había visto y vivido más de lo que un niño debería. Caminaba en silencio, sus ojos un poco cansados por el ajetreo del día, pero aún brillaban con la emoción de haber conocido a Hagrid y de descubrir más sobre el mundo mágico que Hogwarts les ofrecía, especialmente las criaturas que lo habitaban.
A su lado, Aemond, con su apariencia de un niño de tres años, también mantenía un silencio reflexivo. Aunque su cuerpo de niño se cansaba más rápido que cuando era adulto, su mente estaba inquieta, llena de pensamientos sobre el pasado que compartían, y de lo que Hagrid les había mostrado sobre los misterios del castillo y sus alrededores.
Rhaenyra se sentía satisfecha después de pasar el día con Hagrid. Poco a poco, con el paso de los días, había momentos en los que lograba encontrar una paz que antes le resultaba difícil. Aunque los recuerdos de Westeros aún la acompañaban, sentía que, de alguna manera, estaba empezando a dejar atrás su pasado. Sabía que no sería un proceso rápido, y que aún habría días en los que el dolor regresaría, pero hoy había sido un buen día. Conocer más sobre el castillo, aprender sobre las criaturas que habitaban este mundo y sentir la emoción de querer ser parte de él, estudiar magia y descubrir nuevas cosas, le daba una renovada esperanza.
Al llegar a la estatua del águila que custodiaba la entrada al despacho del director, Rhaenyra estaba a punto de preguntarle a Aemond si recordaba la contraseña cuando algo sucedió. Sin previo aviso, la gárgola se movió, girando lentamente y revelando la entrada oculta detrás de ella. Rhaenyra frunció el ceño, no habían dicho la contraseña aún. Antes de que pudiera reaccionar, un hombre emergió de la entrada secreta.
Era alto, de cabello oscuro y espeso que caía con suavidad sobre su frente. Su piel era pálida, y sus ojos, profundos y oscuros, se encontraron con los de Rhaenyra. Por un instante, el tiempo pareció detenerse. Había algo en la mirada de ese hombre que la desconcertó y, al mismo tiempo, la intrigó. Era guapo, pero no de una forma que llamara la atención inmediatamente; su atractivo radicaba en la intensidad de su presencia. Sus ojos parecían traspasar la superficie de las cosas, como si pudiera ver más allá, como si comprendiera secretos que otros no podían siquiera imaginar.
Rhaenyra sintió una pequeña chispa de curiosidad y fascinación. Algo en él le resultaba familiar, pero no podía ubicarlo. Él también la observaba, su mirada analítica, pero con una pizca de interés. El silencio entre ambos se prolongó, y los hermanos, sintieron la tensión, se movieron inquietos a su lado.
El hombre abrió la boca, a punto de decir algo, cuando una voz suave y controlada rompió el momento.
—Rhaenyra, Aegon y Aemond.
Rhaenyra giró rápidamente la cabeza, reconociendo la voz de inmediato. Allí, caminando hacia ellos por el pasillo, estaba el profesor Abraxas Malfoy. Alto, de cabellos rubios y rostro afilado, Abraxas les dirigía una sonrisa educada..
—Profesor Malfoy —saludó Rhaenyra con un leve asentimiento, manteniendo la cortesía, aunque no podía evitar sentirse ligeramente incómoda por la interrupción.
El hombre de cabello oscuro que había salido del despacho del director miró a Abraxas con una expresión que Rhaenyra no pudo descifrar. Sin embargo, su atención se centró rápidamente en ella. Esta vez, su mirada descendió hacia sus hermanos, que permanecían en silencio.
Rhaenyra sintió un cambio sutil en el ambiente; el hombre los observaba con una intensidad que le resultó incómoda. Instintivamente, dio un paso adelante, colocando a sus hermanos detrás de ella, como si intentara protegerlos de alguna amenaza invisible. El hombre alzó una ceja, divertido por el gesto, pero no dijo nada.
—Es un placer verlos a los tres —dijo Abraxas, alzando la mano para despedirse—. Me temo que debo irme. Espero que tengan un buen día.
Rhaenyra asintió cortésmente, pero su atención seguía fija en el hombre oscuro. Abraxas intercambió unas palabras rápidas con él, pero Rhaenyra apenas las escuchó. Mientras Abraxas se alejaba, el hombre hizo un leve ademán con la cabeza hacia Rhaenyra, una especie de despedida silenciosa.
Rhaenyra sostuvo su mirada por un momento más, sintiendo cómo esa curiosidad que había surgido al principio se intensificaba. Había algo en él, algo que le provocaba una mezcla extraña de intriga y desconfianza. Y lo peor era que esa curiosidad parecía compartida. El hombre no se apartó del todo hasta que Abraxas se fue, y, antes de retirarse, sus ojos se entrecerraron, como si estuviera guardando cada detalle de ella en su memoria.
Cuando el pasillo quedó en silencio nuevamente, Rhaenyra exhaló lentamente, sintiendo cómo el ambiente volvía a la normalidad. Aemond, aún detrás de ella, miró hacia arriba con el ceño fruncido.
—¿Quién era ese hombre? —preguntó, desconcertado por la situación que acababan de experimentar.
—No lo sé —respondió Rhaenyra, algo turbada por la intensidad del encuentro—. Pero lo averiguaremos.
La estatua de la gárgola se abrió de nuevo, permitiendo que los tres hermanos subieran las escaleras en espiral hacia el despacho de Albus Dumbledore. A medida que ascendían, el aire se sentía más ligero, pero Rhaenyra no podía sacudirse la sensación de que el hombre oscuro seguiría rondando sus pensamientos por un buen tiempo.
Finalmente, llegaron a la gran puerta de madera que marcaba la entrada al despacho de Dumbledore. Rhaenyra golpeó suavemente, y tras recibir una respuesta, empujó la puerta para entrar.
El despacho de Albus era un lugar lleno de maravillas: libros antiguos, retratos de directores pasados que murmuraban entre ellos y artefactos mágicos que brillaban con luz propia. Dumbledore estaba de pie junto a su escritorio, como si los hubiera estado esperando.
—Rhaenyra, Aegon y Aemond —saludó Dumbledore con su característico tono calmado—. Espero que su paseo con Hagrid haya sido de su agrado.
Rhaenyra asintió, pero el recuerdo del hombre en la entrada todavía pesaba en su mente. Dumbledore pareció notarlo, sus ojos brillando con una chispa de curiosidad.
—¿Algo en particular los ha preocupado en su camino? —preguntó el director, observando con atención el rostro de Rhaenyra.
Ella titubeó por un momento, pero finalmente negó con la cabeza.
—Nada importante, profesor —dijo—. Solo algo inesperado.
Dumbledore no presionó más, pero Rhaenyra sabía que él comprendía mucho más de lo que dejaba entrever. Decidió que no era el momento adecuado para hablar sobre el misterioso hombre, aunque la curiosidad seguía ardiendo dentro de ella. ¿Quién era él? ¿Y por qué sentía que lo conocía, aunque jamás lo había visto antes?
El despacho se llenó de una conversación tranquila mientras Aegon, Aemond y Rhaenyra se acomodaban en sus sillas. Dumbledore les habló sobre los próximos días en Hogwarts, los preparativos para el nuevo curso y la importancia de mantenerse vigilantes en este nuevo mundo.
Sin embargo, mientras Dumbledore hablaba, Rhaenyra no podía dejar de pensar en esos ojos oscuros, en esa mirada que la había atravesado, como si él supiera algo que ella aún no comprendía. Algo le decía que ese no sería el último encuentro con aquel hombre.