Heredera, Príncipe y Guerrero: Los Targaryen en Hogwarts

House of the Dragon (TV) A Song of Ice and Fire - George R. R. Martin Harry Potter - J. K. Rowling
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Heredera, Príncipe y Guerrero: Los Targaryen en Hogwarts
Summary
Tras una muerte marcada por traiciones y fuego, Rhaenyra Targaryen renace en el misterioso mundo de Hogwarts, acompañada de sus hermanos menores, Aegon y Aemond, quienes, a pesar de tener la apariencia de niños, conservan la sabiduría y cicatrices de sus vidas pasadas. Bajo la protección de Albus Dumbledore, Rhaenyra lucha por adaptarse a un universo lleno de secretos y magia desconocida. Sin embargo, su poder y legado no pasan desapercibidos para Tom Riddle, el carismático y oscuro profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, quien la ve como una aliada potencial y a la vez una peligrosa amenaza. Mientras los lazos entre los tres hermanos se ponen a prueba, deberán enfrentarse no solo a su turbulento pasado, sino también a las sombras que amenazan con aplastar su futuro.
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"La estación 9 3⁄4"

Lamentos en la Tormenta

La noche en el Caldero Chorreante fue sorprendentemente cómoda para Rhaenyra. Desde que había llegado al mundo mágico, había disfrutado de algo que no se permitía desde hacía mucho tiempo: dormir sola, sin tener que compartir la cama con Aegon y Aemond. Esa pequeña independencia, por simple que fuera, le otorgaba una sensación de libertad que no había experimentado desde su llegada.

Al amanecer, se levantó con una sensación renovada. Se cambió rápidamente, recogiendo sus cosas y acomodándolas en la maleta que Dumbledore les había entregado el día anterior. Lo que más la asombraba de aquella maleta era su capacidad infinita. No importaba cuántas cosas metiera dentro, siempre había más espacio. Sonrió, maravillada con el ingenio mágico. Después, se acercó a sus hermanos, quienes aún dormían profundamente, y los despertó con suavidad.

—Es hora de levantarse, Aegon, Aemond —les dijo, sacudiéndolos suavemente—. Tenemos que desayunar y partir.

Ambos niños se desperezaron lentamente, con el rostro algo malhumorado al principio, pero la emoción de continuar con la aventura pronto disipó cualquier rastro de sueño. Rhaenyra, con paciencia, los ayudó a vestirse. Al principio, tanto Aegon como Aemond habían sentido cierta incomodidad al ser asistidos por su hermana mayor, pero ahora, tras pasar tanto tiempo juntos, ya estaban acostumbrados a que ella cuidara de ellos. Con eficiencia, Rhaenyra les ajustó las túnicas, preparándolos para el día que les aguardaba.

Los tres bajaron al comedor del Caldero Chorreante, donde Dumbledore ya los esperaba. Estaba sentado en una mesa, con su habitual expresión tranquila, leyendo el periódico. Rhaenyra alcanzó a ver el titular en grandes letras negras: "Dos años desde que Gellert Grindelwald, el mago oscuro, fue vencido". Antes de poder leer más, Dumbledore plegó el periódico y los saludó con una sonrisa cálida.

—¿Durmieron bien? —preguntó el director.

—Sí, muy bien, gracias —respondió Rhaenyra, sonriendo de vuelta mientras dejaba la maleta a un lado y tomaba asiento junto a sus hermanos.

El desayuno fue tranquilo. El ambiente no tenía la rigidez ni la formalidad a la que Rhaenyra estaba acostumbrada en Desembarco del Rey. Aquí, sentía un poco de paz, lejos de las intrigas de la corte y las responsabilidades que siempre la habían agobiado. Aegon y Aemond comían en silencio, observando todo a su alrededor con curiosidad. Aunque el Caldero Chorreante no era lujoso, su encanto rústico resultaba acogedor.

Una vez que terminaron de desayunar, Dumbledore se levantó y los guió hacia la salida. Al abrir la puerta, la bulliciosa vida muggle de Londres los rodeó de inmediato. La gente caminaba a toda prisa por las calles, sin prestarles atención, ocupados en sus propios asuntos.

—Es tan diferente a Desembarco del Rey —susurró Rhaenyra, observando cómo la gente vestía de forma extraña, pero no desagradable. La ropa era más ajustada, práctica, y todo parecía mucho más limpio—. Aquí no huele mal.

Dumbledore los condujo hasta un carruaje sin caballos, lo que en este mundo mágico llamaban un "coche". Aegon, con los ojos bien abiertos, miró con asombro cómo se subían en este extraño medio de transporte que se movía solo.

—¿Cómo puede moverse sin caballos? —preguntó Aegon, desconcertado.

—Es parte de la magia de los muggles —respondió Dumbledore, sonriendo—. Ellos no necesitan caballos para moverse en sus ciudades. Utilizan máquinas como estas para desplazarse.

El trayecto por las calles de Londres fue un espectáculo para los tres hermanos. La ciudad era inmensa, mucho más grande que Desembarco del Rey, y el bullicio parecía no detenerse. Había gente por todas partes, y los edificios se alzaban tan altos que parecía que alcanzaban el cielo. A Rhaenyra le sorprendía que los muggles, sin magia, hubieran construido algo tan imponente.

Finalmente, llegaron a una estación de tren. Dumbledore los guió hasta los andenes y se detuvieron entre las plataformas 9 y 10. Los tres hermanos miraron a su alrededor, viendo cómo la gente corría de un lado a otro, algunos despidiéndose desde los vagones del tren. El ambiente era vibrante, lleno de vida.

—Van a vivir la experiencia que tienen los estudiantes cada vez que regresan a Hogwarts —dijo Dumbledore, señalando una pared entre ambos andenes—. Esta es la entrada al andén 9 y 3/4, donde tomaremos el tren hacia Hogwarts.

—¿Atravesar la pared? —preguntó, su voz revelando una mezcla de desconcierto y nerviosismo, como si la simple idea de cruzar aquel obstáculo sólido desafiara toda lógica.

—Así es, Aemond. La pared está encantada, y detrás de ella se encuentra nuestro tren, oculto de los muggles —respondió Dumbledore con una sonrisa—. No se preocupen, solo tienen que caminar hacia ella, y pasarán sin problema.

Aegon y Aemond miraron la pared con duda, claramente pensando que el mago había perdido la razón. Pero Rhaenyra, quien confiaba en Dumbledore más que en nadie en este mundo nuevo, decidió ser la primera en intentarlo.

—Yo pasaré con Aegon —dijo, tomando la maleta con una mano y agarrando la mano de su pequeño hermano con la otra.

Aegon la miró con temor, pero asintió. Juntos, caminaron hacia la pared. En el último segundo, Rhaenyra cerró los ojos, esperando el choque... pero nunca llegó. En lugar de ello, sintió una ligera corriente de aire, y cuando abrió los ojos, estaban al otro lado.

El andén 9 y 3/4 se reveló ante ellos como un mundo completamente nuevo. El humo de la locomotora del Expreso de Hogwarts llenaba el aire, y el tren rojo, largo y majestuoso, estaba estacionado, listo para partir. Pocas personas estaban en el andén, ya que no era temporada escolar, pero las pocas brujas y magos que se encontraban allí parecían estar en sus propios asuntos.

Aemond y Dumbledore cruzaron poco después, y los tres hermanos miraron con asombro el enorme tren.

—Es... maravilloso —susurró Rhaenyra, sin poder apartar la vista del tren que los llevaría a Hogwarts.

—Vamos, subamos —dijo Dumbledore, guiándolos hacia uno de los vagones vacíos.

El interior del tren era tan acogedor como lo había imaginado Rhaenyra. El vagón en el que se instalaron tenía asientos de terciopelo rojo, y aunque no había muchos pasajeros, el ambiente era cálido y reconfortante.

—Este viaje será tranquilo —les explicó Dumbledore mientras el tren arrancaba con un suave tirón—. No hay estudiantes durante las vacaciones, pero es una buena oportunidad para que experimenten el viaje como lo hacen los alumnos.

Aegon y Aemond miraban por la ventana, fascinados con el paisaje que comenzaba a cambiar. Los edificios de Londres pronto quedaron atrás, y fueron reemplazados por colinas verdes y ríos que serpenteaban por el campo.

—Quería que vieran cómo es que los estudiantes llegan a Hogwarts —continuó Dumbledore con una sonrisa cálida—. Así que disfrútenlo. Esta es una nueva vida, aquí tendrán aventuras nuevas, se divertirán, harán amigos y, con el tiempo, sentirán que Hogwarts es su hogar.

Rhaenyra asintió, intentando asimilar las palabras del director. Aegon y Aemond, aunque en cuerpos de niños pequeños, escuchaban con seriedad, reflejo de las mentes adultas que habitaban dentro de ellos. La promesa de un hogar, de un lugar donde pudieran escapar de las sombras de su pasado en Westeros, resonaba profundamente en sus corazones.

El tren siguió avanzando por los hermosos paisajes de la campiña inglesa. El sonido rítmico de las ruedas sobre los rieles era casi hipnótico, y por un momento, los tres hermanos Targaryen se permitieron perderse en sus pensamientos mientras observaban el paisaje que pasaba velozmente.

Aemond, sentado junto a la ventana, miraba los verdes campos que se extendían hasta el horizonte. Era un contraste enorme con lo que conocía de Westeros. No había colinas grises, ni castillos antiguos dominando el paisaje, sino extensas planicies llenas de vida y vegetación. La naturaleza era tranquila y acogedora, algo que pocas veces había sentido.

—Es tan... distinto —murmuró Aemond, casi para sí mismo.

Aegon, más inquieto, se giró en su asiento hacia Dumbledore, quien estaba sentado en frente de ellos.

—¿Cuánto falta para llegar? —preguntó, tratando de sonar lo más educado posible, aunque la impaciencia en su tono era evidente.

—Poco tiempo más —respondió Dumbledore, con una sonrisa amable—. Pronto llegaremos a la estación de Hogsmeade, el pueblo más cercano a Hogwarts. Desde allí, tomaremos un carruaje que nos llevará al castillo.

El tiempo pasó rápidamente, y antes de que se dieran cuenta, el tren comenzó a desacelerar. El cielo se había teñido de tonos anaranjados y rosados al atardecer, creando un escenario impresionante sobre las colinas. El tren hizo una última curva, y Rhaenyra pudo ver a lo lejos un pequeño pueblo con techos puntiagudos y luces cálidas que comenzaban a encenderse en las ventanas. Era un lugar encantador, con un aire acogedor y pintoresco.

—Estamos llegando a Hogsmeade —anunció Dumbledore mientras se ponía de pie y comenzaba a recoger sus pertenencias.

Los tres hermanos lo imitaron, aunque Rhaenyra se encargó de asegurarse de que Aegon y Aemond estuvieran listos, cargando sus pequeñas maletas. Bajaron del tren junto con Dumbledore y sintieron el aire fresco del pueblo golpearles el rostro. El sonido del vapor escapando de la locomotora llenaba el ambiente, mientras algunos pocos magos y brujas caminaban por la estación. A pesar de la calma, había una energía especial en el lugar, como si todo estuviera impregnado de magia.

—Hogsmeade es un lugar muy especial para los estudiantes de Hogwarts —explicó Dumbledore mientras caminaban por la plataforma—. Es el único pueblo en Gran Bretaña completamente habitado por magos. Durante el año escolar, los estudiantes de tercer año en adelante tienen permiso para visitarlo en ciertas fechas. Aquí encontrarán tiendas y lugares de descanso como Las Tres Escobas, famoso por su cerveza de mantequilla.

Rhaenyra observaba todo con interés. El pueblo tenía un encanto único que contrastaba con la dureza de los lugares que había conocido en Westeros. Aunque pequeño, Hogsmeade parecía vibrante de vida y de historia. Sin embargo, apenas habían tenido tiempo de admirarlo cuando Dumbledore los guió hacia los carruajes que los llevarían a Hogwarts.

Los carruajes, oscuros y algo antiguos en apariencia, esperaban alineados en el camino. Sin embargo, lo que más llamó la atención de Aemond fue lo que los movía. Tirando de los carruajes había criaturas que no recordaba haber visto antes en ningún libro o cuento.

—¿Qué son esos animales? —preguntó Aemond con una mezcla de asombro y curiosidad mientras señalaba hacia los seres que tiraban del carruaje.

Rhaenyra y Aegon también los miraban con fascinación. Los animales tenían cuerpos esqueléticos, con piel oscura, grandes alas de murciélago y ojos blancos que parecían vacíos. Eran imponentes y, al mismo tiempo, extrañamente elegantes.

—Ah, veo que pueden verlos —dijo Dumbledore, con un tono más reflexivo—. Se llaman thestrals. Solo las personas que han presenciado la muerte y la comprenden pueden verlos.

Los tres hermanos intercambiaron miradas significativas. La muerte había sido una constante en sus vidas. Cada uno de ellos, a su manera, había presenciado el final de seres queridos o enemigos. Rhaenyra recordó el fuego que consumió su cuerpo, Aemond la última mirada de su tío antes de clavarle la hermana oscura en su ojo, y Aegon... su propia muerte por envenenamiento.

—Por eso los vemos... —susurró Aegon, procesando la explicación.

—Así es —afirmó Dumbledore, con una mirada de comprensión—. Los thestrals son criaturas fascinantes, y aunque muchos los ven como presagio de mala fortuna, no hay nada de qué temer. Son leales y nobles.

Con algo de reverencia, subieron al carruaje, aún mirando a los thestrals que tiraban de ellos. Una vez dentro, el vehículo comenzó a moverse suavemente, atravesando los caminos que conducían hacia Hogwarts. La oscuridad ya había comenzado a envolver el mundo exterior, pero de alguna manera, la sensación dentro del carruaje era de calidez y tranquilidad.

—Es increíble... —murmuró Rhaenyra, mirando por la pequeña ventana del carruaje. A medida que avanzaban, las luces de Hogwarts comenzaron a brillar en la distancia, proyectando una imagen majestuosa del castillo sobre la colina.

La silueta de las torres y murallas de Hogwarts se hacía cada vez más nítida conforme se acercaban. El castillo, iluminado por cientos de antorchas y luces mágicas, se erguía imponente sobre el paisaje, irradiando poder y sabiduría.

—Bienvenidos de vuelta a Hogwarts —dijo Dumbledore suavemente, mientras el carruaje los llevaba a las grandes puertas del castillo. Los tres Targaryen miraban con admiración y, quizás por primera vez en mucho tiempo, con un ligero toque de esperanza.

...

Habían pasado dos días desde que los hermanos Targaryen habían regresado de su aventura en el Callejón Diagon. Aemond se encontraba sentado junto a la ventana de la habitación que compartía con Rhaenyra y Aegon. La luz tenue del atardecer se filtraba a través del vidrio, proyectando sombras sobre su rostro. Desde que llegaron a este mundo, todo le parecía irreal.

Aemond no veía el paisaje exterior, no escuchaba los sonidos del castillo. Estaba atrapado en sus pensamientos, prisionero de los recuerdos que lo atormentaban. Momentos del pasado se repetían una y otra vez en su mente, como ecos que se negaban a desvanecerse. El pasado... las decisiones que habían tomado, las batallas que habían librado, siempre con la esperanza de prevalecer, de asegurar su lugar en el mundo. Y sin embargo, al final, todos encontraron la muerte.

El recuerdo de su última batalla, ese fatídico enfrentamiento con Daemon, surgía con una claridad dolorosa. Aemond podía sentir el frío viento golpeando su rostro mientras montaba a Vhagar, su fiel dragón. Recordaba el rugido de las bestias y el brillo de las espadas bajo la tormenta. Pero lo que más le dolía era ese instante... el instante en que su tío, con una valentía feroz, había saltado de Caraxes y clavado su espada en el único ojo que le quedaba. El dolor había sido insoportable, pero la herida que más lo corroía era la humillación. ¿Era esa la venganza de Daemon por la muerte de Lucerys? ¿Una cruel justicia poética? Aemond nunca tuvo la oportunidad de responder. Daemon murió como un guerrero, valiente, fuerte, mientras él, Aemond, el Príncipe Matasangre, pereció como un cobarde, ahogado en las profundidades del mar, sin honor, sin gloria.

"Una vergüenza", pensó amargamente. "No morí como héroe, no morí con honor." La verdad le quemaba el alma. Se había creído invencible, un conquistador destinado a grandes cosas. Pero al final, no fue más que un peón en un juego mucho más grande que él.

¿Qué lo había llevado hasta allí? ¿Por qué había tomado ese camino? Mientras sus pensamientos navegaban por los oscuros rincones de su mente, una única figura emergía: su madre, Alicent. Era ella quien siempre le susurraba que todo lo que hacían, todas las decisiones que tomaban, eran por el bien de la familia, por la supervivencia. "Es por el honor", le decía, con esa mirada de acero que no permitía cuestionamientos. "Es por la decencia, por lo que es justo."

"¿Decencia?", pensó Aemond con un nudo en la garganta. ¿De qué honor hablaba? ¿Acaso robarle el trono a su propia hermana, usurpar el legado de Rhaenyra, era decente? A pesar de todo, su padre, el rey Viserys, nunca había cambiado la sucesión. Nunca la había despojado del trono. Rhaenyra seguía siendo la legítima heredera, siempre lo fue. Pero las palabras de su madre resonaban en su cabeza una y otra vez: "Rhaenyra los matará."

¿Realmente ella habría sido capaz de hacerlo? ¿Habría asesinado a sus propios hermanos, a sus sobrinos? Aemond ya no estaba seguro de nada. Todo lo que sabía, todo en lo que alguna vez había creído, parecía desmoronarse como un castillo de arena frente a una ola imparable.

Pero, ¿de qué servía pensar en lo que pudo haber sido? ¿De qué servía preguntarse si las cosas habrían sido diferentes si no hubiera cometido esos errores fatales? Al final, todos murieron. Rhaenyra, Aegon, Daemon, Lucerys... Todos, a manos de otros o a causa de sus propias ambiciones. Y ahora estaban aquí, en un mundo extraño, irreconocible, donde la política y las traiciones de Westeros parecían insignificantes, casi absurdas.

Rhaenyra, la que le robaron su herencia. Aegon, el usurpador que jamás quiso el trono. Y él, Aemond, el Matasangre, el guerrero que había perdido todo. Los tres, solos en un mundo ajeno, lejos de todo lo que conocían. Tres sombras de lo que alguna vez fueron, atrapados en un destino que no comprendían.

El silencio en la habitación era abrumador. Aemond cerró los ojos, tratando de encontrar algún consuelo, alguna respuesta en la oscuridad de sus pensamientos. Pero solo había vacío. Aquí no había profecías, no había reyes ni reinas, solo ellos, los fantasmas del pasado, luchando por encontrar su lugar en un futuro incierto.

Aemond se levantó y se dirigió afuera del cuarto. Al salir, se encontró con Dumbledore sentado frente a la chimenea, leyendo una carta. Aemond se acercó, y al verlo, Dumbledore dejó la carta de lado y lo observó con una sonrisa. Aemond, en busca de una respuesta ajena a sus propios pensamientos, habló:

—¿Alguna vez has sentido que todo lo que hiciste fue en vano? Que cada batalla librada, cada decisión tomada, te llevó al abismo y, al final, nada de lo que esperabas conseguir valió la pena? —dijo con su voz infantil, cargada por la sombra de su propia culpa.

Dumbledore lo observó durante un largo instante. No con sorpresa, sino con una comprensión profunda, como si ya supiera que aquel momento llegaría. La mirada de Aemond, cargada de tormento, era la de un hombre destrozado por sus propias elecciones.

Con una voz suave, pero llena de significado, Dumbledore le respondió:

—La mayoría de nosotros, Aemond, en algún momento de nuestras vidas, nos enfrentamos a esa sensación. La de mirar atrás y cuestionar todo lo que hemos hecho, preguntándonos si, en el fondo, hubo algún propósito en nuestras acciones. Pero pocas cosas en la vida son tan simples como "acierto" o "error"... o tan absolutas como "victoria" o "derrota".

Aemond apretó la mandíbula. No podía aceptar esa respuesta tan fácilmente. El peso de sus recuerdos lo aplastaba.

—Mis errores fueron claros, Dumbledore. Usurpamos el trono de Rhaenyra. Mi madre decía que era por el bien de la familia, por la decencia y el honor. Pero ¿honor? ¿Decencia? ¿Qué clase de honor hay en matar a tu propio sobrino? ¿En morir ahogado en las profundidades del mar, después de que tu tío te atravesara el único ojo que te quedaba? —respondió con esa voz infantil, teñida de amargura.

Las palabras salieron llenas de dolor, resonando con el peso de una vida marcada por la violencia y la ambición. El fuego de la chimenea iluminaba el rostro de Aemond, pero no podía disipar la sombra que se había posado sobre él.

—El honor y la decencia son palabras peligrosas cuando se usan para justificar el sufrimiento de otros. Tu madre, sin duda, creía que hacía lo correcto, como lo hacen la mayoría de las personas cuando toman decisiones en tiempos oscuros. Pero el hecho de que uno crea estar haciendo lo correcto no siempre lo hace cierto —dijo Dumbledore con una expresión de pesar.

Aemond frunció el ceño, como si esas palabras hubieran herido algún rincón profundo de su ser.

—Ella decía que Rhaenyra nos habría matado a todos. Quizás lo habría hecho... pero yo no lo sé. No tengo respuestas, solo preguntas. Daemon... él murió como un guerrero, mientras que yo... Yo morí como un cobarde. Ahogado. Sin gloria. Sin honor.

Dumbledore lo observó con intensidad, pero no con juicio, sino con empatía. Luego habló de nuevo, esta vez con un tono más solemne, casi paternal:

—El honor no siempre está en cómo morimos, Aemond, sino en cómo vivimos. El hombre que busca la gloria en la batalla casi siempre termina encontrando su perdición. Tú luchaste por lo que creías correcto en ese momento, pero las guerras rara vez se ganan o se pierden en el campo de batalla. Las cicatrices más profundas suelen estar en el alma. Y a veces, el mayor acto de valentía es enfrentarse a los errores del pasado y encontrar una forma de seguir adelante.

Aemond no dijo nada por un momento. Las palabras de Dumbledore le pesaban en el pecho. No buscaba redención, ni la necesitaba en este nuevo mundo, pero deseaba... comprensión. Alguna manera de reconciliar lo que había sucedido con lo que había sentido. Finalmente, en voz baja, dijo:

—No sé si puedo seguir adelante. No sé si lo merezco.

Dumbledore lo miró con una ternura inesperada, y sus ojos brillaron con una sabiduría ancestral.

—No es cuestión de merecer, joven príncipe. La vida rara vez es justa en esos términos. No podemos deshacer lo que hemos hecho, ni devolver las vidas que tomamos. Pero siempre podemos elegir cómo vivir desde este momento en adelante. Lo que fuiste no define lo que eres, ni lo que puedes llegar a ser.

Aemond bajó la mirada hacia el suelo, mientras el peso de las palabras de Dumbledore se asentaba en su mente. Había buscado respuestas y, en lugar de juicio, había recibido una oportunidad. Tal vez, en este extraño nuevo mundo, había algo más que él pudiera ser. No el Matasangre, ni el guerrero que había caído en el mar. Sino algo... diferente.

Dumbledore, sonriendo ligeramente, como si hubiera leído los pensamientos de Aemond, continuó:

—El fuego que arde en nuestro interior no siempre tiene que destruir. También puede iluminar el camino, si así lo deseamos.

El silencio se extendió entre ellos, pero ya no era abrumador. Era un silencio cargado de promesas, de lo que podría venir si Aemond decidía caminar un camino diferente.

Dumbledore mantuvo su mirada fija en Aemond, con una expresión que denotaba sabiduría y comprensión. Después de un momento de reflexión, habló, eligiendo sus palabras con cuidado.

—Este nuevo comienzo que se te ha dado, Aemond, es un don raro, y aunque el pasado sigue siendo parte de ti, no tiene por qué definir lo que harás en adelante. En este nuevo mundo, tienes la oportunidad de forjar tu propio destino, uno que no esté manchado por las heridas de antiguas guerras ni por las sombras del poder. Aquí, puedes decidir ser algo más que el Matasangre, algo más que el príncipe que cayó.

Dumbledore hizo una pausa, como si midiera el impacto de sus palabras antes de continuar.

—En cuanto a Rhaenyra —dijo, su tono más suave—, la historia que compartes con ella es compleja, dolorosa incluso. Pero ella también está aquí, en este nuevo comienzo. Ambos tenéis la oportunidad de dejar atrás las cicatrices que os marcaban. No te sugiero que olvides el pasado, porque olvidar sería negar las lecciones que trae consigo. Pero tal vez, en lugar de cargar con ese peso como una cadena, puedas usar esas experiencias para construir algo diferente. Podrías intentar entenderla, no como una enemiga, sino como alguien que también ha sufrido a su manera. Quizás, juntos, podríais hallar un nuevo propósito.

Aemond lo miró, el peso de las palabras de Dumbledore calando profundamente en su ser. No había redención inmediata, pero sí una posibilidad, una pequeña chispa de lo que podría llegar a ser.

—La pregunta ahora, joven príncipe —continuó Dumbledore con una leve sonrisa—, es si estás dispuesto a intentarlo. Las relaciones que construimos después del sufrimiento, cuando han sido forjadas con comprensión y respeto, pueden ser más fuertes que cualquier batalla librada en el pasado.

El silencio se asentó entre ellos una vez más, pero Aemond lo sintió diferente, como si le hubieran tendido una mano hacia algo que nunca pensó posible: una segunda oportunidad, no solo con su propio destino, sino también con Rhaenyra.

Aemond mantuvo los ojos en el fuego por unos instantes, procesando las palabras de Dumbledore. El calor de las llamas iluminaba su rostro, proyectando sombras que parecían reflejar los fantasmas de su pasado. No estaba acostumbrado a la idea de perdón o redención; esas cosas le habían parecido débiles en el pasado, ajenas a la brutal realidad de las guerras por el poder. Pero ahora, con esta nueva oportunidad, las cosas parecían diferentes.

—No sé si ella podrá perdonarme —murmuró Aemond, su voz aún cargada de culpa—. Rhaenyra... sufrió por mi causa, por nuestra causa. La traicionamos, le arrebatamos lo que era suyo. No estoy seguro de que pueda mirarme sin recordar lo que hice.

Dumbledore lo escuchó con paciencia, sin interrumpir, dejando que Aemond vaciara sus pensamientos.

—El perdón, Aemond —dijo finalmente el viejo mago—, no es algo que puedas exigir o esperar. Es un regalo, uno que debe nacer del corazón de quien lo ofrece. Pero antes de buscar el perdón de Rhaenyra, quizá deberías comenzar por perdonarte a ti mismo. Las cicatrices que llevas no desaparecerán, pero no necesitas vivir bajo su sombra por siempre. Sólo cuando te liberes del peso de la culpa podrás mostrarle a Rhaenyra que has cambiado, que eres más que el hombre que conoció.

Aemond cerró los ojos por un momento, pensando en las innumerables veces que había intentado justificarse a sí mismo por las decisiones que tomó. Pero aquí, con Dumbledore, esas excusas parecían vacías. Sabía que no podía borrar lo que hizo, pero también comprendía que este mundo ofrecía una rareza que nunca antes había considerado: la posibilidad de un nuevo camino.

—¿Y si ella no quiere nada de mí? —preguntó Aemond, mirando al anciano—. ¿Y si lo único que desea es verme caer otra vez?

Dumbledore sonrió suavemente, como si ya hubiera previsto esa pregunta.

—Entonces, la decisión será suya. No puedes controlar lo que Rhaenyra siente o cómo elige actuar. Pero lo que sí puedes controlar es cómo te presentas ante ella. Si buscas venganza, recibirás venganza. Si buscas redención, quizás la encuentres, aunque no sea en la forma que esperas. Tal vez Rhaenyra nunca te perdone, pero eso no significa que tú no puedas ser mejor para ella y para ti mismo.

Aemond reflexionó sobre esas palabras. Había vivido toda su vida buscando aprobación y gloria a través de la fuerza y la violencia. En ese mundo, la victoria se medía en conquistas y cadáveres. Pero aquí, en este nuevo lugar, tal vez había otra manera de ganar... una más difícil, pero quizás más duradera.

—Y si decides caminar ese camino —continuó Dumbledore, viendo la vacilación en los ojos de Aemond—, quizás descubras que la relación con Rhaenyra podría ser una alianza, no de poder, sino de comprensión. Ambos compartís el dolor del pasado, las cicatrices de un mundo cruel. Pero en este nuevo comienzo, podríais encontrar una forma de sanar juntos, de apoyaros en lugar de enfrentaros. No sugiero que será fácil, pero... las cosas más valiosas rara vez lo son.

El joven príncipe, aunque atrapado en el cuerpo de un niño, apretó los puños. Aún sentía el eco de la ira y el odio que había cultivado durante tanto tiempo, pero en el fondo de su ser también reconocía algo más: el deseo de encontrar paz, algo que ni las batallas ni los títulos podían darle.

—Quizás no sea demasiado tarde para ambos —dijo en voz baja, casi como si estuviera hablando para sí mismo—. Si ella... si yo pudiera mostrarle que no soy el mismo.

Dumbledore asintió, sus ojos brillando con sabiduría.

—Nunca es tarde, Aemond. La clave está en los pequeños pasos. Comienza por comprender sus heridas, no sólo las tuyas. Y cuando llegue el momento adecuado, si Rhaenyra está dispuesta a escuchar, háblale con sinceridad. No dejes que el orgullo o la culpa sean tu guía. Porque, al final, no importa cómo comenzamos nuestras historias, sino cómo las elegimos terminar.

Aemond miró a Dumbledore y, por primera vez en mucho tiempo, sintió una chispa de esperanza. No era una promesa de redención, pero era algo que podía construir. Y tal vez, en este nuevo mundo, tendría la oportunidad de rehacer el vínculo roto con Rhaenyra.

El fuego seguía ardiendo, pero la oscuridad que lo había rodeado al principio de la noche empezaba a disiparse. Ahora quedaba en sus manos el camino que seguiría, y Aemond sabía que, si quería avanzar, tendría que dejar atrás el odio que había alimentado durante tanto tiempo. Y, quizás, eso también lo llevaría a encontrar un propósito con Rhaenyra.

El silencio se asentó nuevamente, pero esta vez, no fue incómodo ni lleno de culpa. Era un silencio cargado de posibilidades, de una historia que aún tenía muchos capítulos por escribir.

...

La noche había caído sobre el castillo de Hogwarts, y Aemond salió del despacho del director con la mente aún atrapada en las palabras de Dumbledore. El castillo estaba envuelto en una calma inquietante, rota solo por el eco distante de pasos y risas provenientes de alguna parte. Mientras caminaba por uno de los largos pasillos de piedra, escuchó voces que le llamaron la atención. Se detuvo y, al asomarse, descubrió unas escaleras que descendían hacia una zona oscura. Las voces parecían provenir de abajo, familiares, aunque no sabía exactamente de dónde. Con cautela, comenzó a bajar los escalones, intrigado por lo que encontraría al final.

Al llegar al piso inferior, Aemond distinguió las siluetas de sus hermanos: Aegon y Rhaenyra. Estaban juntos, hablando en voz baja. Era una imagen que jamás habría imaginado ver en Westeros. Rhaenyra, agachada en una esquina, miraba pensativa hacia una pared de piedra, mientras Aegon, a su lado, le hablaba con una naturalidad que sólo existía entre hermanos en tiempos de paz, un tipo de interacción que su familia rara vez había conocido.

—Te dije que era por aquí —insistió Aegon, señalando un pasillo oscuro—. Ese maestro gordo me lo dijo.

—Aegon... —regañó Rhaenyra con un tono más suave que el de Alicent, más fraternal que autoritario—. No deberías llamarlo así.

—¡Pero es que está gordo! —replicó Aegon, cruzándose de brazos.

—Aegon —suspiró ella, intentando contener una sonrisa.

—Bien, bien —dijo Aegon, levantando las manos en señal de rendición—. Pero te lo dije, esas fueron sus palabras: 'Está en los sótanos del castillo, justo debajo del Gran Comedor'.

Rhaenyra lo miró, escéptica, sin poder creer del todo en su pequeño hermano. Justo cuando estaba por replicar, la voz de Aemond los sobresaltó.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó, emergiendo de las sombras.

Aegon sonrió al verlo y le hizo una señal para que se acercara.

—¡Oh, Aemond! Ven, vamos a las cocinas del castillo —dijo con entusiasmo—. Te va a gustar.

Rhaenyra asintió, indicándole que los acompañara.

—Vamos —añadió—. Veamos si Aegon está en lo cierto.

Con un gesto de complicidad, los tres hermanos se adentraron en el oscuro pasillo que Aegon les había indicado. Caminaban en silencio, sus pasos resonando en el suelo de piedra mientras las antorchas colgantes proyectaban sombras alargadas en las paredes. Finalmente, llegaron ante un gran cuadro en el que se veía un cuenco de frutas frescas pintadas con detalle.

—No veo nada especial, Aegon —dijo Rhaenyra, cruzándose de brazos y mirando a su hermano con impaciencia.

—¡Oh, Rhaenyra, espera! Esto tiene su truco —respondió Aegon con una sonrisa traviesa.

Se acercó al cuadro y, con determinación, comenzó a tocar las frutas pintadas. Rhaenyra y Aemond intercambiaron miradas de desconcierto, preguntándose si Aegon no estaba simplemente perdiendo el tiempo. Pero entonces, para su sorpresa, la pera del cuadro comenzó a reírse y se transformó en un pomo verde brillante.

Aegon giró hacia ellos con una mirada triunfal.

—Venid, hermanos. Este genio os va a mostrar algo increíble.

Con un movimiento rápido, Aegon giró el pomo y la puerta se abrió ante ellos, revelando una sala oculta que desprendía el delicioso aroma de comida recién preparada.

—Bienvenidos a la cocina de Hogwarts —anunció Aegon, con una sonrisa de satisfacción, mientras sus hermanos lo seguían, maravillados por lo que acababan de descubrir.

Dentro, decenas de elfos domésticos trabajaban afanosamente, preparando la cena para los que estaban en el castillo. Aemond miraba a su alrededor con una mezcla de asombro y curiosidad, mientras Rhaenyra observaba el lugar con los ojos brillando de sorpresa.

—Creo que hemos encontrado algo especial —dijo Rhaenyra, con una leve sonrisa, antes de mirar a Aegon—. Debo admitir que no me lo esperaba.

Aegon sonrió ampliamente, orgulloso de su logro, mientras Aemond se sentía, por un breve momento, parte de algo que no estaba manchado por la guerra o el resentimiento. Por primera vez en mucho tiempo, los tres compartían un momento de verdadera hermandad, lejos de los conflictos que una vez los dividieron.

De repente, uno de los elfos domésticos se acercó a ellos. Era Wopsy, el mismo elfo que Dumbledore les había presentado cuando llegaron al castillo. Pequeño, con grandes ojos brillantes y orejas puntiagudas que sobresalían de su cabeza calva, Wopsy llevaba una túnica descolorida y vieja, y los miraba con una sonrisa cortés.

—¡Maestros Targaryen! —exclamó Wopsy con entusiasmo, haciendo una profunda reverencia—. Wopsy está muy contento de verles en las cocinas de Hogwarts. ¿Pueden Wopsy y los otros elfos servirles algo de comer? ¡Oh, sería un honor!

Aegon no tardó en reaccionar.

—¡Por supuesto que queremos comer! —exclamó emocionado, mientras olfateaba el aire lleno de aromas deliciosos—. ¿Qué podéis ofrecernos?

Wopsy aplaudió con entusiasmo, y los demás elfos comenzaron a preparar platos con rapidez.

—Tenemos pasteles de carne, empanadas de calabaza, estofado de cordero, y para el postre, pastel de melaza —dijo Wopsy con una voz chillona—. Todo listo para servirse.

Mientras los elfos trabajaban, Rhaenyra se inclinó hacia Wopsy, intrigada.

—¿Siempre trabajáis así? —preguntó, observando la eficiencia con la que los elfos se movían—. He oído que sois muy importantes en Hogwarts.

Wopsy asintió vigorosamente.

—Oh, sí, señorita. Los elfos domésticos han trabajado en Hogwarts desde hace siglos, desde tiempos de los fundadores del castillo. Fue Helga Hufflepuff quien nos dio nuestro lugar aquí. Ella creyó que los elfos merecían un hogar donde trabajar felices y en libertad, aunque siempre servimos a los magos y brujas —explicó con orgullo—. Hogwarts es un lugar seguro para nosotros, y nunca hemos querido irnos.

Aemond, hasta ahora silencioso, observaba con detenimiento a Wopsy y a los demás elfos. Aún no se acostumbraba a este nuevo mundo, lleno de criaturas que parecían casi mágicas por derecho propio. Sentía una mezcla de curiosidad y desdén por aquellos seres tan pequeños que se sometían tan fácilmente.

—¿Y dices que fue Helga Hufflepuff quién os trajo aquí? —preguntó Aemond, en parte incrédulo.

Wopsy asintió de nuevo, mientras depositaba un plato lleno de comida en la mesa que acababan de preparar para ellos.

—Sí, sí, maestro. La señora Hufflepuff fue una de las cuatro fundadoras de Hogwarts. Junto con Godric Gryffindor, Rowena Ravenclaw y Salazar Slytherin. Cada uno de ellos tenía una visión especial de la educación mágica, pero fue Hufflepuff quien se preocupó por que todos tuvieran un lugar, incluso los elfos domésticos. Nos dio un hogar bajo este castillo, donde hemos servido desde entonces.

Aegon, ya sentado y mordiendo un pedazo de pastel, se rió.

—Así que no solo enseñaban magia, sino que también cuidaban a los elfos. Los magos antiguos eran más generosos de lo que pensaba —comentó, aún con la boca llena.

Rhaenyra, quien había escuchado la historia con atención, cruzó los brazos y se inclinó hacia la mesa.

—Es interesante cómo los fundadores de este lugar se preocupaban por cosas diferentes. Me pregunto qué pensaría Slytherin de todo esto —murmuró, mirando de reojo a Aemond, sabiendo que Slytherin y sus ideales probablemente resonaban más con él que con ninguno de ellos.

Aemond se quedó en silencio, reflexionando. Los relatos sobre los fundadores le recordaban de alguna manera a los grandes señores de Westeros, aquellos que habían forjado reinos a través de la guerra, el conocimiento y las alianzas. Hogwarts parecía ser un lugar antiguo, lleno de historia y rivalidades no tan distintas a las de su mundo natal.

Wopsy, quien no parecía percibir la tensión en el aire, continuó hablando alegremente.

—¡Oh, el maestro Slytherin era muy distinto a la señora Hufflepuff! Él valoraba a los magos de sangre pura por encima de todo. Pensaba que solo aquellos con linaje mágico fuerte debían aprender en Hogwarts. Pero hubo... diferencias con los otros fundadores, y él acabó abandonando el castillo —explicó, bajando un poco la voz como si el nombre de Slytherin fuera tabú.

Aemond alzó una ceja, intrigado por la historia.

—Así que incluso aquí, en este mundo, hubo divisiones entre las grandes casas. Parece que la naturaleza humana o mágica no cambia tanto —murmuró, cruzando los brazos mientras miraba a sus hermanos, que estaban sumidos en la comida.

Rhaenyra, notando el cambio en su tono, asintió en silencio. Ella también había sentido las divisiones en su propia familia, las traiciones que habían separado a sus seres queridos. Hogwarts, aunque tan diferente a Westeros, compartía algo en común con su mundo: el conflicto y las rivalidades parecían estar presentes en cada rincón.

Wopsy, ajeno a las profundas reflexiones de los Targaryen, les ofreció más comida con una sonrisa brillante.

—¿Más pasteles, maestros? ¡Todo lo que deseen está a su disposición!

Aemond observó a Wopsy por un momento, tomando una pequeña porción del estofado que le habían servido. La comida estaba deliciosa, pero su mente no dejaba de divagar sobre lo que el elfo había dicho acerca de los fundadores de Hogwarts. Se preguntaba cuántas historias como esas se escondían entre los muros de este castillo antiguo. No podía evitar sentir una ligera afinidad hacia Salazar Slytherin, aunque algo en su legado lo incomodaba.

—Helga Hufflepuff ofreció un hogar para los elfos —dijo Rhaenyra, rompiendo el silencio—, y Slytherin creía que solo los de sangre pura debían estudiar aquí... —hizo una pausa, mirando a Aemond con algo de curiosidad—. ¿Qué piensas tú de eso, hermano?

Aemond levantó la vista, sus ojos violetas destellando a la luz de las antorchas. Durante un segundo, recordó las tensiones familiares en Westeros, las luchas por el poder y las divisiones que habían llevado a la destrucción de tantos. El ideal de pureza de Slytherin le sonaba demasiado familiar, similar a los argumentos que algunos grandes señores de su tierra usaban para justificar sus decisiones.

—El linaje es importante —respondió Aemond finalmente, su tono firme, aunque con una nota de cautela—. En Westeros, es lo que sostiene los derechos de un heredero, el poder de una casa. Sin embargo... —añadió tras una breve pausa—, no siempre es garantía de grandeza. La pureza de sangre no lo es todo.

Rhaenyra asintió lentamente. Ambos sabían que en Westeros, los lazos de sangre habían causado tantos problemas como los habían resuelto. Aegon, mientras tanto, seguía devorando su comida, ajeno a las reflexiones más profundas de sus hermanos.

—Maestro Aemond tiene razón —intervino Wopsy, quien había estado escuchando atentamente, sin dejar de servir comida—. El maestro Slytherin creía en la pureza de sangre, pero eso también causó mucha tristeza en Hogwarts. Tras su partida, hubo desconfianza entre los estudiantes. Pero al final, Hogwarts sobrevivió. Los otros tres fundadores se aseguraron de que la escuela continuara siendo un lugar donde todos los magos, sin importar su linaje, pudieran aprender.

Aemond observó al elfo con cierta admiración. Era curioso cómo criaturas tan humildes como los elfos domésticos parecían tener un entendimiento profundo de los conflictos y rivalidades de los humanos. Quizás, al ser testigos silenciosos de tantas generaciones de magos, habían aprendido a comprender las complejidades del poder y el orgullo.

—¿Y qué pasó después de que Slytherin se fue? —preguntó Aemond, interesado en conocer más sobre la historia del castillo.

Wopsy frunció el ceño, como si intentara recordar un detalle antiguo.

—Bueno, maestro, después de que el maestro Slytherin dejó Hogwarts, hubo un tiempo de paz. Pero su legado siguió aquí, en las mazmorras. La Casa Slytherin todavía existe, y muchos de los grandes magos y brujas que estudiaron en Hogwarts pertenecieron a ella. Sin embargo... también se cuenta que Slytherin dejó algo detrás, un secreto muy oscuro —su voz bajó en un susurro—. Algunos dicen que creó una Cámara dentro del castillo, que solo sus verdaderos herederos pueden abrir.

Los ojos de Aemond se entrecerraron ante la mención de la Cámara. La idea de un legado oculto resonaba con él, como si entendiera profundamente el deseo de Slytherin de dejar algo que lo sobreviviera, algo más que un simple nombre o casa.

Rhaenyra, también intrigada, miró a Wopsy con expectación.

—¿Una cámara secreta? —preguntó—. ¿Qué hay dentro?

Wopsy miró alrededor como si no quisiera que otros elfos escucharan lo que estaba por decir.

—Nadie lo sabe con certeza, señorita. Pero se dice que dentro de esa cámara vive una criatura, una bestia terrible que solo el heredero de Slytherin puede controlar. Los elfos hemos oído los rumores desde hace siglos, pero... nadie ha encontrado la Cámara. O, si lo han hecho, no han sobrevivido para contarlo.

Aegon, que hasta ese momento parecía más interesado en su comida que en la conversación, levantó la vista, sus ojos brillando de emoción.

—¡Una bestia secreta en una cámara oculta bajo el castillo! —exclamó con la boca aún llena—. ¡Eso suena increíble! ¿Qué crees que sea, Aemond?

Aemond se quedó pensativo por un momento. No sabía qué pensar de Hogwarts aún, pero si había algo que entendía bien eran las leyendas sobre criaturas poderosas. En su mundo, los dragones dominaban el cielo y las historias de magia antigua circulaban como verdades medio olvidadas. Aquí, tal vez, las leyendas de bestias mágicas no eran tan diferentes.

—Si es tan antiguo como dicen, y si está vinculado a la sangre de Slytherin... debe ser algo poderoso —dijo finalmente—. Algo que Slytherin creía que solo alguien de su estirpe sería digno de controlar.

Rhaenyra lo miró, asintiendo con solemnidad. Sabía lo que era cargar con el peso de un legado poderoso, y entendía lo que significaba estar vinculada a una criatura tan peligrosa como Syrax, su dragón.

Wopsy, satisfecho con haber compartido la historia, sonrió.

—Pero no os preocupéis, maestros. La comida está lista, y no hay nada más que temer esta noche —dijo, señalando la mesa que habían preparado para ellos.

Aemond tomó asiento junto a sus hermanos, pero en el fondo de su mente, no podía dejar de pensar en la Cámara de los Secretos, en los antiguos fundadores de Hogwarts y en el peso del legado de Slytherin. ¿Qué otros misterios escondía este castillo? ¿Y qué significaba realmente ser heredero de un poder tan oscuro?

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