Heredera, Príncipe y Guerrero: Los Targaryen en Hogwarts

House of the Dragon (TV) A Song of Ice and Fire - George R. R. Martin Harry Potter - J. K. Rowling
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Heredera, Príncipe y Guerrero: Los Targaryen en Hogwarts
Summary
Tras una muerte marcada por traiciones y fuego, Rhaenyra Targaryen renace en el misterioso mundo de Hogwarts, acompañada de sus hermanos menores, Aegon y Aemond, quienes, a pesar de tener la apariencia de niños, conservan la sabiduría y cicatrices de sus vidas pasadas. Bajo la protección de Albus Dumbledore, Rhaenyra lucha por adaptarse a un universo lleno de secretos y magia desconocida. Sin embargo, su poder y legado no pasan desapercibidos para Tom Riddle, el carismático y oscuro profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, quien la ve como una aliada potencial y a la vez una peligrosa amenaza. Mientras los lazos entre los tres hermanos se ponen a prueba, deberán enfrentarse no solo a su turbulento pasado, sino también a las sombras que amenazan con aplastar su futuro.
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"Lamentos en la Tormenta"

El fantasma amable

La noche había caído sobre Hogwarts, envolviendo el castillo en un silencio profundo. Los pasillos vacíos estaban iluminados solo por el resplandor de la luna, y en una de las habitaciones reservadas para los Targaryen, Aegon, Aemond y Rhaenyra dormían, cada uno sumido en sus propios pensamientos.

Pero en medio de la quietud de la noche, Aemond no encontraba paz.

Se agitaba entre las sábanas, su rostro crispado en una mueca de dolor. Su respiración se volvió errática, y de pronto se encontró en un lugar que conocía demasiado bien: las costas de Bastión de Tormentas. Una tormenta se desataba a su alrededor, tan feroz como la noche en que había sucedido todo.

Lucerys estaba allí, justo frente a Aemond, pero no como lo recordaba. Su rostro estaba cubierto de sangre seca, con la piel hinchada y corroída por el tiempo pasado bajo el agua. Los ojos de Lucerys, vacíos y acusadores, brillaban con una furia que parecía desgarrar el alma de Aemond.

—¿Por qué lo hiciste? —gritó Lucerys, su voz era aguda, un chillido sobrenatural que perforaba la mente de Aemond, retumbando en cada rincón de su ser—. ¡Yo era tu sobrino! ¡Tu sangre! Dijiste que la deuda por tu ojo estaba saldada, ¿verdad? Un dragón por un ojo...

Aemond intentaba hablar, pero las palabras parecían quedarse atrapadas en su garganta. Era como si el aire mismo se negara a entrar en sus pulmones. Su pecho estaba apretado, el peso de la culpa aplastándolo, sofocante e implacable. Recordaba, vívidamente, cómo Vhagar había ignorado sus órdenes, cómo los rugidos del dragón habían silenciado sus gritos de desesperación. Él no quería matar a Lucerys, pero las riendas se le escaparon.

—¡Fue un accidente! —logró gritar, su voz quebrada, cargada de agonía—. ¡Yo no quería! ¡No pude controlarla!

Pero Lucerys no escuchaba. No podía. Su rostro se contorsionaba en una mueca de odio puro. Parte de su piel comenzó a caerse, como si un dragón lo hubiera arrancado de un mordisco. Una porción de carne colgaba, revelando hueso blanco y podrido.

—No me importa lo que digas —la voz de Lucerys era gélida, implacable—. ¡Me quitaste la vida! ¡Por tu culpa estoy muerto! ¡Por tu culpa empezó la Danza de los Dragones!

De repente, el escenario cambió. Aemond estaba de nuevo en el aire, montado sobre Vhagar, volando en la oscuridad. Sentía el frío viento azotar su rostro, las gotas de lluvia helada mezclándose con el sudor de su piel. El rugido de Vhagar llenaba sus oídos. La bestia no lo escuchaba. No importaban sus órdenes, no importaban sus gritos de advertencia. Era como si Vhagar hubiera decidido seguir su propio instinto de venganza.

Un destello cegador. Un sonido desgarrador.

Y luego... el cuerpo de Arrax y Lucerys, cayendo en espiral hacia las profundidades del océano, desapareciendo en la negrura.

Aemond se despertó de golpe, empapado en sudor. Su respiración era pesada, como si acabara de correr una larga distancia. En su mente, las palabras de Lucerys seguían resonando: "¡Por tu culpa estoy muerto!"

El grito de Aemond había despertado a Rhaenyra. Al escuchar el gemido de angustia, se sentó en la cama y se acercó rápidamente a él. Aegon, con su apariencia infantil pero una madurez oculta tras su piel, también se había levantado, observando a su hermano con preocupación en sus ojos.

Rhaenyra se acercó a Aemond con cautela.
—Aemond, ¿qué sucede? —preguntó, usando un tono suave para no asustarlo aún más.

Aemond temblaba, el miedo y la culpa atrapados en su pecho como una sombra que no podía sacudirse. Las lágrimas empezaban a acumularse en sus ojos, un reflejo de su remordimiento, algo que no podía evitar.
—Lo veo... cada noche —susurró, con la voz quebrada—. Lucerys... Lo veo, me culpa. Yo lo maté...

Rhaenyra lo miró fijamente, su rostro endureciéndose por el recordatorio de la muerte de su hijo. Sabía que Aemond sufría a su manera, así como ella llevaba el peso de sus propias pesadillas, pero también sabía que su hijo estaba muerto por su culpa. El conflicto en su corazón era un torbellino: el instinto de consolar a su hermano menor y el odio por lo que había hecho.
—Por qué lo hiciste —las palabras salieron más duras de lo que pretendía, pero no pudo contenerlo—. Lo mataste, Aemond. Mataste a Lucerys.

Aemond sollozó, hundiendo el rostro entre sus manos. No había excusa para lo que había hecho, y lo sabía. Sin embargo, en su desesperación, intentó explicarse.
—No... no fue mi intención, Rhaenyra. ¡Vhagar... no me escuchó! —gimió—. No pude controlarla. Fue un accidente, lo juro. Nunca quise que muriera.

Rhaenyra se quedó impactada por su confesión. Hasta ese momento, no había comprendido completamente el peso de lo que había sucedido. Aemond no lo había hecho a propósito, pero eso no borraba el hecho de que Lucerys estaba muerto y nada podría traerlo de vuelta. Se acercó a su hermano, mirándolo con una mezcla de ira y compasión. Sabía que nada de lo que dijera o hiciera cambiaría el pasado, pero no podía dejar que Aemond se perdiera en la culpa para siempre aunque en el fondo de su ser quería que así fuera.

—Aemond —dijo finalmente, su voz más suave aunque cargada de dolor—, lo que hiciste no tiene vuelta atrás. Lucerys... mi hijo... ya no está, y tú eres parte de eso. Pero lo que pasó esa noche, sea como sea, no puede seguir consumiéndote.

Aemond continuaba llorando, las lágrimas surcando sus mejillas. El pequeño niño de tres años que aparentaba ser no podía ocultar la culpa que lo estaba devorando por dentro. Rhaenyra, a pesar de su propio dolor, lo abrazó, sintiendo cómo sus pequeños brazos la rodeaban con desesperación.

En ese momento, Aegon se acercó. Aunque solo era un niño en apariencia, la preocupación y la tristeza en su mirada eran evidentes. Se sentó junto a Aemond y Rhaenyra, sin decir una palabra, pero colocando una mano en el hombro de su hermano. Estaba allí para él, aunque no tuviera las palabras para consolarlo. La muerte de Lucerys había sido un accidente, y Aegon estaba sorprendido, su hermano había dicho que fue a propósito hasta él organizó un banquete en su honor por la valentía que había hecho, pero que equivocado estaba.

—¿Estará bien? —preguntó Aegon en voz baja, su mirada fija en Aemond.
Rhaenyra, con el corazón apesadumbrado, asintió lentamente.
—Lo estará —susurró, aunque no estaba completamente segura de ello.

Aemond, entre sollozos, comenzó a calmarse. El agotamiento emocional lo fue consumiendo poco a poco, y finalmente, sus párpados se cerraron mientras su respiración se volvía más suave. Rhaenyra continuó abrazándolo, sintiendo cómo el pequeño cuerpo de su hermano se relajaba por completo.

—Vuelve a dormir, Aegon —le dijo a su otro hermano.
Aegon asintió en silencio y regresó a su cama, aunque sus ojos permanecían abiertos, vigilando a su familia.

Rhaenyra, todavía abrumada por la confesión de Aemond, permaneció en silencio mientras acariciaba el cabello de su hermano dormido. Su mente giraba en torno a lo que había escuchado. La muerte de Lucerys no fue intencional, pero eso no borraba el dolor. Aemond había arrebatado la vida de su hijo, y aunque comenzaba a entenderlo un poco más ahora, no sabía si alguna vez podría perdonarlo del todo.

Durante la larga y oscura noche, Rhaenyra se debatió entre recuerdos y anhelos, incapaz de encontrar un refugio en el sueño. Cuando el primer rayo de sol se asomó tímidamente por el horizonte, sintió que el dolor la llamaba, como un eco que nunca cesaba. Decidió salir de su habitación, pero no sabía qué camino seguir después de la desgarradora confesión de Aemond. La muerte de su hijo había sido un accidente, sí, pero el vacío que dejó era un abismo sin fin. No había palabras que pudieran traerlo de vuelta; su pequeño, su amado Lucerys, estaba irremediablemente ausente.

Al cerrar la puerta detrás de ella, se encontró con Albus Dumbledore, que se sumergía en su escritura. Al escuchar el suave crujir de la puerta, levantó la vista y una sonrisa cálida iluminó su rostro. Pero esa sonrisa no podía ahogar el tormento que ardía en el pecho de Rhaenyra.

Se acercó a él, sintiendo el peso de sus lágrimas contenidas, y se sentó en una de las sillas frente al escritorio. La habitación, llena de libros y sabiduría, parecía estar lejos de su dolor.

—Es muy temprano. Debería preguntarte qué te mantiene despierta —dijo Albus, su mirada profunda como un océano de comprensión.

—Entonces debería preguntarte lo mismo, porque tú también estás aquí a esta hora —respondió ella, intentando sonreír, aunque su corazón estaba hecho trizas.

El silencio se instaló entre ellos, y Rhaenyra sintió que las palabras que necesitaba salir estaban atoradas en su garganta. Finalmente, la verdad se deslizó por sus labios.

—¿Perdonarías a alguien que ha asesinado a tu hijo? —preguntó, mirando a Albus a los ojos, buscando en su sabiduría alguna respuesta que pudiera aliviar su carga.

Albus se acomodó en su silla, su expresión se tornó seria.

—No he sido padre, así que no puedo comprender ese dolor como lo harías tú, pero... —su voz se volvió suave, como si acariciara un recuerdo—. Sé lo que es perder a un ser querido. La culpa se aferra a ti, un recordatorio constante de lo que has perdido. ¿Conoces al asesino de tu hijo?

El corazón de Rhaenyra se encogió al pronunciar el nombre.

—Mi hermano, Aemond.

Albus, con la mirada pensativa, reflexionó sobre sus palabras.

—Si se disculpara, ¿lo perdonarías?

La pregunta resonó en su mente, golpeando su alma con fuerza. La revelación de Aemond la había destrozado, pero su falta de arrepentimiento la carcomía. ¿Podría perdonarlo?

—No lo sé... La situación es un laberinto de emociones. Estamos en un lugar desconocido, y ellos, con esa apariencia infantil, son tan vulnerables. Soy su única conexión con el pasado, y mi deber me empuja a protegerlos, pero ese rencor sigue aferrándose a mí —su voz se rompió, y las lágrimas empezaron a deslizarse por sus mejillas—. Aunque sean niños, no puedo evitar verlos como los asesinos que son. ¿Me convierte eso en una mala persona?

Albus, compasivo, extendió la mano y le ofreció un dulce que Rhaenyra tomó, el sabor a limón contrastando con la amargura de su llanto.

—Eso te hace humana, Rhaenyra. Has perdido a un hijo. Cualquier madre con corazón te entendería. Sin embargo, aquí estás, cuidando de ellos. Si tu corazón fuera malo, los habrías abandonado —dijo, su voz llena de ternura—. Mira a tu alrededor.

Rhaenyra observó su entorno, cada rincón resonando con oportunidades de un nuevo comienzo.

—No estás en ese lugar donde sufriste, donde los lazos de la familia se desgarraron, donde la vida de tu hijo fue arrancada. Este es un nuevo comienzo, un espacio para vivir nuevas aventuras y aprender —continuó Albus, desenvolviendo otro dulce—. No te pido que olvides; siempre recordarás a tus seres queridos, pero con el tiempo, ese dolor sanará. Y cuando lo haga, quizás encuentres el camino para perdonar a tus hermanos. ¿No suena eso maravilloso?

Con lágrimas recorriendo su rostro, Rhaenyra asintió, su corazón temblando de esperanza y tristeza.

—Sí, suena maravilloso —susurró, la fragilidad de su voz un eco de su alma rota.

Albus le dedicó una sonrisa sincera, una chispa de luz en la oscuridad de su pena.

—Entonces, deja que el tiempo cure. Permítete sanar.

Rhaenyra asintió, sus lágrimas fluyendo libremente, y Albus le ofreció un pañuelo. Tras un momento, comenzó a calmarse, el nudo en su garganta deshaciendo lentamente su dolor.

—Gracias, profesor —dijo Rhaenyra, su voz llena de gratitud sincera.

Albus asintió con comprensión, después de que ella se calmara se levantó y Rhaenyra se despidió, saliendo del despacho en busca de aire fresco. Necesitaba un momento para dejar que sus pensamientos y su corazón encontraran la calma, para enfrentar el nuevo día con la esperanza de que, algún día, el amor podría reemplazar el odio y la tristeza.

Mientras caminaba, el peso de su dolor seguía ahí, pero, por primera vez, se sintió un poco más ligera. Quizás había un camino hacia la sanación. Quizás, un día, volvería a sentir la calidez del amor en su corazón.

...

Aegon se despertó lentamente. El cuarto estaba en penumbras, y su hermana no se encontraba allí. Miró a su lado a Aemond, quien comenzaba a abrir los ojos. Los tenía rojos e hinchados, marcados por el llanto de la noche anterior. Aemond se sentó en silencio, sin decir una palabra, mientras Aegon lo observaba en silencio. Después de un largo rato, Aemond fue el primero en romper la quietud.

—Dilo —murmuró, su mirada fija en las sábanas, como si no pudiera enfrentarse a los ojos de su hermano.

Aegon se quedó callado por unos segundos, las palabras de Aemond de la noche anterior resonaban en su mente como un eco que no podía ignorar.

—Entonces... ¿fue un accidente? —preguntó finalmente, su voz vacilante. Su mente seguía atrapada en la confesión de Aemond. —¿Por qué habías dicho que lo hiciste a propósito?

Aemond se enderezó lentamente y, por primera vez, levantó la vista para mirarlo directamente a los ojos.

—¿Qué otra cosa debía haber dicho? —replicó con una voz infantil que intentaba sonar adulta, aunque las lágrimas aún lo traicionaban—. ¿Que perdí el control de mi dragón? ¿Para que todos me vieran débil... para que tú te burlaras?

Aegon bajó la mirada, avergonzado. Sabía lo que aquello significaba para un Targaryen: perder el control de un dragón era una vergüenza, un signo de debilidad imperdonable, especialmente en tiempos de guerra. Y él, en aquel entonces, probablemente se habría burlado, sin pensar en el peso que eso tendría sobre su hermano. Ahora, sin embargo, lo comprendía de una manera que antes no podía.

—Tienes razón —fue lo único que pudo decir Aegon, su voz apagada por el peso de la culpa que sentía por ambos.

Aemond lo observó unos segundos más antes de recostarse nuevamente, dándole la espalda. Parecía querer escapar, hundirse en la cama y dejar el dolor atrás, pero Aegon sabía que no era tan fácil. El remordimiento no desaparecía con el sueño.

—¿Te has arrepentido... desde entonces? —preguntó Aegon, con una voz casi inaudible.

—Siempre. —Fue la única respuesta de Aemond, seca y rota a la vez.

Aegon se quedó mirándolo, su pecho oprimido. En su interior, algo resonaba con fuerza. Él también se arrepentía. No solo de sus propias acciones, sino de todo lo que habían llegado a ser. Recordó aquel momento, cuando decidió robar el trono de su hermana, Rhaenyra, impulsado por las palabras de otros, por el miedo, por el poder.

¿Cómo puede ser que un hermano robe la herencia de su hermana? Las palabras resonaban en su cabeza, llenas de dolor y vergüenza. En el fondo de su ser, siempre había sabido que estaba mal. No debió haber aceptado, debió huir cuando tuvo la oportunidad. Pero no lo hizo. Y esa decisión lo perseguiría para siempre, igual que a Aemond lo perseguía la muerte de Lucerys.

Había cosas de las que uno nunca podía escapar. Y, a veces, el arrepentimiento era el castigo más cruel de todos.

...

Los tres hermanos desayunaban en silencio en el despacho de Albus Dumbledore. El ambiente estaba cargado de incomodidad, y ninguno de ellos se atrevía a romper el silencio. Rhaenyra no había cruzado palabras con Aemond desde la confesión de la noche anterior, y Aemond tampoco había hecho el intento de acercarse. Aegon, por su parte, parecía perdido en sus pensamientos, sin decir nada. Albus, siempre observador, notaba la tensión palpable que flotaba entre los tres.

Con un suspiro discreto, Dumbledore decidió intervenir, aclarando la garganta para captar su atención.

—Desayunen bien —dijo, con una sonrisa cálida en los labios— porque hoy les tengo una sorpresa.

Los tres hermanos lo miraron de inmediato, ansiosos por cualquier cosa que rompiera la incomodidad de la mañana. Albus, al ver sus miradas curiosas, continuó.

—He decidido que adelantemos nuestro viaje al Callejón Diagon. Hay algunas cosas que debo enseñarles, y creo que será una buena oportunidad para los tres.

Rhaenyra, Aegon y Aemond asintieron sin decir una palabra, aunque en el fondo sus corazones latían con una mezcla de emoción y ansiedad por esta nueva aventura. Se apresuraron a terminar el desayuno en silencio, con pequeños destellos de anticipación cruzando sus pensamientos.

Una vez que terminaron, se retiraron a sus habitaciones para recoger sus capas. Al regresar, encontraron a Dumbledore esperando junto a la chimenea, sosteniendo un pequeño tazón dorado lleno de polvos negros.

—Antes de que partamos, debo explicarles el funcionamiento de los Polvos Flu —dijo Albus, tomando un puñado de los polvos oscuros y mostrándoselos—. Es un medio de transporte mágico. Deben entrar en la chimenea y arrojar los polvos al suelo. Las llamas aparecerán y se volverán verde esmeralda, y es el momento en el que deben pronunciar en voz alta y clara el lugar al que desean ir. ¿Alguna duda?

Los tres hermanos negaron con la cabeza, aunque Aemond evitaba a toda costa hacer contacto visual con Rhaenyra. Albus, con su paciencia habitual, prosiguió.

—Iremos en parejas. Rhaenyra, carga a Aemond. Será más fácil para él. Luego, con voz clara, di "Ministerio de Magia". Aegon, tú vendrás conmigo —dijo Dumbledore, sonriendo con suavidad.

Rhaenyra y Aemond intercambiaron una mirada incómoda. Ninguno había mencionado lo sucedido la noche anterior, y la idea de tener que cargarlo como si fuera un niño pequeño, aunque su cuerpo mostrara la fragilidad de un niño de tres años, le resultaba extrañamente dolorosa. Por su parte, Aemond desvió la mirada, igualmente incómodo, pero más por la humillación de ser tratado como un bebé que por el peso emocional que ambos compartían en silencio.

Con decisión, Rhaenyra lo levantó en brazos, y Aemond, sin oponer resistencia, miró fijamente a otro punto de la habitación, evitando a toda costa cruzar miradas con ella. La sensación de ser cargado como un infante le resultaba humillante, pero su cuerpo no le dejaba otra opción.

Rhaenyra, dispuesta a cumplir con la tarea, se acercó a la chimenea, tomando un puñado de los polvos mágicos en su mano temblorosa. Aegon observaba la escena en silencio, sintiendo el peso de la incomodidad entre sus hermanos, pero sin saber cómo intervenir.

—¡Ministerio de Magia! —dijo Rhaenyra en voz alta, y antes de que pudiera procesar lo que sucedía, las llamas verdes la envolvieron a ella y a Aemond, desapareciendo de la vista de Aegon en un abrir y cerrar de ojos.

Aegon, fascinado por lo que acababa de ver, miró a Dumbledore, quien le devolvió una sonrisa.

—Fascinante, ¿verdad? —dijo Albus, con un brillo travieso en los ojos.

Antes de que Aegon pudiera responder, sintió cómo Dumbledore lo tomaba de la mano, lo conducía a la chimenea y repetía el proceso con la misma naturalidad. En el momento en que las llamas verdes lo envolvieron, Aegon sintió una extraña sensación en el estómago, como si algo lo jalara hacia lo desconocido. Y en un instante, desapareció también.

Rhaenyra sintió el tirón familiar en su estómago mientras las llamas verdes del polvo Flu la envolvían junto a Aemond en sus brazos. La sensación de ser arrastrada a través de un túnel mágico fue intensa, pero breve. Apenas tuvo tiempo de procesar lo que ocurría cuando, de repente, las llamas se apagaron y ambos emergieron en un nuevo espacio.

Frente a ellos se encontraba el vasto atrio del Ministerio de Magia.

Rhaenyra dejó a Aemond en el suelo con cuidado mientras sus ojos recorrían el lugar. El techo abovedado, repleto de mosaicos de estrellas doradas y azul oscuro, parecía extenderse hacia el infinito. Las columnas negras que se alzaban a ambos lados brillaban bajo la suave luz, y en las paredes, relieves de magos y brujas parecían cobrar vida a medida que pasaban. La magia impregnaba el aire, diferente a la de Valyria, más refinada y controlada, pero no menos poderosa.

—Esto es... increíble —murmuró Aemond, sin apartar la vista de la inmensidad del atrio.

—Lo es —asintió Rhaenyra, con el mismo asombro que su hermano. Era imposible no sentirse diminuto en medio de tanta grandeza.

Antes de que pudieran decir más, las llamas verdes volvieron a encenderse en la chimenea detrás de ellos, y esta vez Albus Dumbledore apareció, llevando de la mano Aegon, quien aún no se había acostumbrado a la peculiar sensación de viajar por la red Flu.

—¡Por los dioses antiguos y nuevos! —exclamó Aegon, sus ojos violetas deslumbrados—. ¿Es este el castillo de los magos?

Dumbledore soltó una pequeña risa mientras soltaba de la mano a Aegon.

—No, querido Aegon. Este es el Ministerio de Magia —le explicó el director con paciencia—. El corazón de nuestro gobierno. Aquí se toman las decisiones más importantes que afectan a todo el mundo mágico. Sin embargo, nuestra verdadera aventura empieza más allá de estos muros. Pero primero, quería mostrarles este lugar tan significativo.

Rhaenyra observaba en silencio el ir y venir de magos y brujas que caminaban por el atrio, algunos con túnicas elegantes, otros con vestimentas más sencillas, pero todos desprendiendo la misma sensación de poder y control. Algunas personas les lanzaban miradas curiosas, notando lo extraños que resultaban en ese entorno, pero nadie se detenía demasiado tiempo.

A lo lejos, en el centro del atrio, una colosal estatua dorada capturó la atención de los tres hermanos. Representaba a un mago de pie, con la varita en alto, junto a una bruja. A sus pies, se arremolinaban criaturas mágicas, y entre ellas, Rhaenyra distinguió figuras familiares: elfos, que se encontraban bajo la sombra de los poderosos hechiceros..

—¿Qué es esa estatua? —preguntó Aemond, con un toque de desconfianza en su voz.

Dumbledore la miró por un instante antes de responder, su tono más sombrío que antes.

—Es un símbolo, aunque no representa la verdadera realidad del mundo mágico. Pretende mostrar la unidad entre magos, brujas y criaturas mágicas, pero muchos sabemos que las cosas no son tan armoniosas como sugiere esta imagen.

Rhaenyra frunció el ceño, notando la incomodidad detrás de las palabras del director, pero antes de poder preguntar más, Dumbledore les indicó que lo siguieran.

—Vengan, es momento de continuar nuestro viaje. Tenemos que salir del Ministerio y recorrer las calles de Londres antes de llegar a nuestro destino final: el Callejón Diagon —dijo con una sonrisa cálida.

Los hermanos Targaryen siguieron a Dumbledore hacia una serie de torniquetes dorados, y tras cruzarlos, se encontraron ante una serie de ascensores antiguos de rejas doradas. Se apretaron dentro del ascensor junto al director, quien pulsó un botón. Con un chirrido suave, el ascensor comenzó a subir.

A medida que el ascensor subía, Aegon no pudo evitar mirar a su alrededor, fascinado por la complejidad del Ministerio de Magia.

—Nunca he visto algo así. Ni siquiera en la Fortaleza Roja —dijo Aegon con los ojos muy abiertos—. ¿Y dices que esto está bajo tierra?

—Así es —respondió Dumbledore, sonriendo ante la curiosidad de Aegon—. Londres está justo sobre nuestras cabezas. El Ministerio de Magia se oculta en el subsuelo para protegerse y mantener el anonimato entre los muggles, las personas sin magia.

Finalmente, el ascensor se detuvo con un suave tintineo, y las puertas se abrieron para revelar una pequeña sala con una chimenea apagada. Dumbledore guió a los tres hermanos hacia una puerta al fondo, que llevaba a una escalera en espiral de piedra.

—Esta es la salida principal del Ministerio para quienes desean moverse por la ciudad —explicó Dumbledore mientras subían la escalera. Tras unos minutos, emergieron a una calle común de Londres, con edificios de ladrillo y farolas iluminadas. El bullicio de la ciudad se desplegaba a su alrededor: coches pasaban, personas caminaban rápidamente, y el olor a humo y carbón impregnaba el aire.

Los tres hermanos miraron a su alrededor, desorientados por la abrupta transición del mundo mágico al mundo de los muggles. Londres era un lugar extraño para ellos: un caos controlado, completamente diferente a las ciudades de Westeros.

—¿Así es como viven los no mágicos? —preguntó Aemond, sorprendido por el entorno.

—Así es —respondió Dumbledore, guiándolos por las aceras—. Para ellos, la magia no existe, y viven sus vidas con tecnología y ciencia. Pero hoy no nos quedaremos mucho tiempo aquí. Debo llevarlos a un lugar que les permitirá conocer más del mundo mágico.

A medida que caminaban por las calles de Londres, los hermanos Targaryen no podían evitar mirar a su alrededor con curiosidad. Los edificios altos y las estructuras que nunca habían visto antes los hacían sentir como extraños en tierra ajena. Aegon caminaba al lado de Albus, con los ojos muy abiertos por la novedad de todo lo que lo rodeaba.

—¡Todo esto es tan diferente! —dijo Aegon—. ¿Cómo saben dónde están si no tienen magia para guiarse?

Dumbledore soltó una pequeña risa.

—Para los muggles, las calles y los mapas son su manera de orientarse. Aunque no tengan magia, han aprendido a adaptarse a su entorno.

Finalmente, llegaron a una pequeña taberna oculta entre dos edificios grandes, que parecía casi invisible a los ojos de cualquier persona que no la estuviera buscando. "El Caldero Chorreante", rezaba el cartel colgante.

—Aquí es donde comienza el verdadero camino hacia el Callejón Diagon —dijo Dumbledore, abriendo la puerta de la taberna y haciéndolos pasar.

El interior del Caldero Chorreante era acogedor, aunque algo oscuro. Varias brujas y magos ocupaban las mesas, conversando y bebiendo. Al ver a Dumbledore, muchos le dedicaron una inclinación respetuosa de la cabeza. Él los saludó con una sonrisa antes de guiar a los hermanos a la parte trasera del local.

Dumbledore se detuvo frente a una pared de ladrillos, sacó su varita y, con precisión, tocó algunos de los ladrillos. La pared comenzó a moverse, reorganizándose hasta formar un arco. Del otro lado, se desplegaba el vibrante y bullicioso Callejón Diagon.

—Bienvenidos al Callejón Diagon —anunció Dumbledore, sonriendo mientras hacía un gesto para que los tres hermanos pasaran.

Los ojos de Aegon se iluminaron de inmediato. Tiendas de varitas, libros de hechizos, ingredientes de pociones y criaturas mágicas lo rodeaban por todos lados. El Callejón Diagon estaba lleno de vida, con magos y brujas caminando apresuradamente de un lado a otro.

—¡Esto es increíble! —exclamó Aegon, completamente fascinado.

Rhaenyra, aunque más reservada, también estaba sorprendida. El Callejón Diagon parecía un mundo en sí mismo, lleno de posibilidades, magia y vida. Una energía caótica pero viva se sentía en cada rincón, y ella no podía evitar sonreír al pensar en las nuevas aventuras que les aguardaban.

Aemond, siempre observador, caminaba detrás de ella, estudiando cada detalle con detenimiento. Aunque más callado que Aegon, no podía negar la emoción que empezaba a sentir en su interior.

—Entonces, ¿por dónde empezamos? —preguntó Rhaenyra, mirando a Dumbledore con una leve sonrisa.

—Ah, mis queridos Targaryen —respondió el director, con una sonrisa suave—, primero iremos a Gringotts. Este viene siendo un banco de magos. Allí abriremos una bóveda a su nombre, donde podrán guardar los galeones y otras monedas.

—¿Qué son los galeones? —preguntó Aegon, con los ojos brillando de curiosidad.

Dumbledore se rió ligeramente ante la pregunta y, mientras caminaban por el bullicioso Callejón Diagon, comenzó a explicar.

—En el mundo mágico, los galeones son nuestra moneda de mayor valor —empezó, sacando de su bolsillo una moneda dorada que brillaba bajo la luz del sol—. Esta es un galeón de oro. Luego tenemos los sickles, que son monedas de plata, y finalmente los knuts, que son de bronce.

Aegon se inclinó hacia adelante para observar mejor la moneda, fascinado por el brillo y el peso que parecía tener en las manos de Dumbledore.

—¿Y cuántos sickles hacen un galeón? —preguntó Aemond, quien, aunque callado, no había dejado de observar y analizar todo a su alrededor desde que llegaron al Callejón.

—Diecisiete sickles hacen un galeón —respondió Dumbledore—, y veintinueve knuts hacen un sickle. No es un sistema sencillo para los que no están acostumbrados, pero pronto lo entenderán.

Rhaenyra, mientras tanto, absorbía cada palabra, pero sus ojos estaban más centrados en el entorno que la rodeaba. El Callejón Diagon era un torbellino de colores, sonidos y olores. Los escaparates de las tiendas brillaban con productos mágicos: calderos apilados en columnas perfectas, libros flotando suavemente detrás de vitrinas, varitas dispuestas con precisión en estuches de terciopelo, y pociones burbujeando en botellas de cristal que despedían humos de colores.

—Este lugar es como un sueño —susurró Rhaenyra, más para sí misma que para los demás.

Aegon, que caminaba con una mezcla de asombro y emoción, se detuvo frente a una tienda que exhibía escobas voladoras en la ventana. Sus ojos se agrandaron mientras señalaba una de las escobas más relucientes.

—¡Miren eso! ¿Podemos volar en ellas? —preguntó con una emoción palpable.

—Sí, en el mundo mágico las escobas se usan para volar —contestó Dumbledore, sonriendo ante la mirada emocionada de Aegon—. Aunque me temo que para eso tendrán que aprender a cómo manejarlas..

—¿Cómo? —preguntó Aegon, maravillado por la idea de volar en una escoba.

—Tendrán que enseñarles en Hogwarts —respondió Dumbledore—Pero ahora, sigamos hacia Gringotts.

Avanzaron por el bullicioso Callejón Diagon, hasta detenerse frente a un edificio imponente: el banco de Gringotts. Las puertas de bronce sólido se alzaban majestuosamente ante ellos, reflejando la luz del sol en sus superficies pulidas. Sobre las puertas, una inscripción grabada en letras doradas advertía: 'Entrad, extraños, pero tened cuidado de lo que deseáis obtener, porque los que tomáis sin derecho, halláis mucho más que tesoros.' Encima de la entrada, dominando el banco desde lo alto, una colosal estatua de un dragón vigilaba el lugar con ojos feroces, como si estuviera listo para defender los tesoros ocultos en las profundidades del edificio.

Rhaenyra se detuvo un momento para leer las palabras, un escalofrío recorriéndole la espalda.

—¿Es... peligroso? —preguntó, sintiendo una ligera inquietud.

—Gringotts está protegido por algunas de las mejores seguridades mágicas del mundo —explicó Dumbledore, con una expresión más seria—. Pero no hay nada de qué preocuparse mientras sigamos las reglas.

Pasaron a través de las puertas de bronce y entraron en el vestíbulo del banco. El techo estaba tan alto que parecía perderse en las sombras, y las lámparas de cristal que colgaban de él proyectaban una luz suave pero suficiente para iluminar el mármol brillante del suelo. Alrededor de ellos, en largos mostradores, pequeños seres de aspecto escurridizo trabajaban detrás de pilas de monedas y pergaminos. Eran los duendes de Gringotts.

Aegon y Aemond se quedaron boquiabiertos al ver a los duendes trabajar con rapidez y precisión. Nunca habían visto criaturas como esas.

—¿Son enanos? —preguntó Aemond, susurrando, intrigado.

Dumbledore negó con una ligera sonrisa.

—No, Aemond. Son duendes. Los duendes manejan los bancos mágicos, y son muy buenos en lo que hacen. Son expertos en la gestión de riquezas y objetos mágicos.

Los duendes los miraban de reojo mientras caminaban hacia el mostrador principal, pero ninguno dijo nada hasta que Dumbledore se detuvo frente a uno de ellos, un duende de rostro agudo y ojos pequeños y brillantes.

—Buenas tardes —saludó Dumbledore con su habitual cortesía—. Mis amigos aquí, los Targaryen, necesitan abrir su bóveda.

El duende, sin dejar de mirar a los niños con curiosidad, asintió lentamente.

—¿Nombre completo? —preguntó el duende, sacando un pergamino largo y una pluma con tinta que parecía negra como la noche.

—Rhaenyra Targaryen, Aegon Targaryen y Aemond Targaryen —respondió Dumbledore, señalando a cada uno de los hermanos.

El duende inclinó la cabeza, como si estuviera recordando algún dato distante, y luego asintió de nuevo, bajando la vista para escribir los nombres en el pergamino.

—Sigan al señor Griphook —indicó, haciendo un gesto hacia otro duende que esperaba en un rincón cercano.

Griphook, más bajo que los demás, pero con una sonrisa astuta en su rostro, los guió hacia una puerta de hierro que daba paso a unas escaleras empinadas. Los tres hermanos siguieron a Dumbledore y al duende, bajando por las escaleras hasta que llegaron a un largo pasillo donde pequeños vagones sobre rieles estaban estacionados.

Rhaenyra levantó a Aemond en brazos para asegurarse de que estuviera protegido durante el trayecto. Subieron juntos al vagón, y ella lo sostuvo firmemente en su regazo. Al principio, el vagón se deslizó suavemente sobre los rieles, pero pronto comenzó a ganar velocidad, zumbando a través de túneles oscuros. Los rieles serpenteaban en espirales vertiginosas y giros bruscos, lo que hizo que Aegon soltara un grito de emoción mientras el vagón volaba sobre las curvas. Rhaenyra, por su parte, se aferró con fuerza al borde del vagón, asegurando a Aemond entre sus brazos.

—¡Esto es increíble! —exclamó Aegon, riendo con entusiasmo.

—¡Es como volar! —añadió Aemond, su cabello plateado ondeando por la velocidad.

Finalmente, el vagón se detuvo frente a una enorme puerta de piedra con inscripciones rúnicas que Rhaenyra no podía entender. Griphook saltó del vagón y se acercó a la puerta, sacando una llave dorada de su bolsillo.

—Esta será la bóveda de los Targaryen —dijo el duende, insertando la llave en una pequeña cerradura.

La puerta se abrió con un crujido, revelando el interior de la bóveda: una caverna modesta, iluminada por la luz tenue que se filtraba entre las paredes de roca. Sobre el suelo se encontraban pilas pequeñas pero ordenadas de monedas doradas, plateadas y de bronce, lo suficiente para vivir cómodamente, pero lejos de la opulencia desmesurada. A los lados, estantes de piedra permanecían mayormente vacíos, como si esperaran pacientemente ser llenados algún día. El eco de sus pasos resonó suavemente, dándole al espacio un aire de tranquila humildad.

Los tres hermanos se quedaron en silencio por un momento, sorprendidos al ver el brillo del oro ante ellos. En el fondo, cada uno había anticipado encontrar la bóveda vacía, o al menos mucho más desprovista. La visión de las monedas, aunque modestas, parecía casi un lujo inesperado. Se miraron entre sí, compartiendo un instante de asombro que ninguno se había atrevido a expresar en voz alta.

Pero Rhaenyra fue la primera en romper el silencio.

—¿De dónde proviene todo esto? —preguntó, mirando a Dumbledore con el ceño ligeramente fruncido y bajando Aemond de su brazo.

—Parte de estas riquezas viene de mi cuenta personal —dijo Dumbledore— Y otra parte ha sido proporcionada por el Ministerio de Magia. Han reconocido que su llegada aquí fue... inesperada, y como no poseen bienes en este mundo, el Ministerio ha asignado fondos para asegurar que puedan comenzar su vida mágica sin preocupaciones.

Rhaenyra asintió lentamente, procesando la información. Era extraño recibir dinero de una fuente externa, y mucho más que una parte proviniera del propio director. Sin embargo, la calidez en los ojos de Dumbledore le daba una sensación de confianza.

—Pueden usar esta bóveda para guardar sus pertenencias más valiosas —explicó Dumbledore—. Y cuando necesiten monedas, pueden venir aquí y tomarlas.

Aegon, siempre el más entusiasta, dio un paso adelante y tocó una de las monedas doradas.

—Es... nuestro, ¿verdad? —preguntó, con una mezcla de asombro y duda.

—Todo esto es suyo, Aegon —afirmó Dumbledore con una sonrisa—. Todo lo que vean aquí les pertenece.

Rhaenyra solo miró asombrada al director y, en un susurro apenas audible, le dijo:

—Gracias.

Dumbledore asintió con una sonrisa cálida. Sin decir nada más, les entregó a los tres un pequeño saco de cuero a cada uno, para que pudieran colocar sus monedas. Con un brillo en los ojos, los tres hermanos llenaron sus bolsitas, tomando un puñado de galeones dorados, algunos sickles de plata, y knuts de bronce. Todo era nuevo para ellos, y la emoción era palpable en el aire.

Una vez satisfechos, salieron de la bóveda, y el vagón volvió a ascender rápidamente por los túneles oscuros de Gringotts. La velocidad vertiginosa del viaje hizo que Aegon y Aemond gritaron de emoción, mientras que Rhaenyra sostenía con firmeza a su pequeño hermano en su regazo.

Al salir del banco y volver a sumergirse en el bullicio vibrante del Callejón Diagon, Dumbledore se volvió hacia Rhaenyra y le entregó un sobre cuidadosamente sellado con cera roja. En el centro del sello, una imponente letra 'H' sobresalía, rodeada por los distintivos escudos de las cuatro casas de Hogwarts.

—Esto es para ti, Rhaenyra —dijo Dumbledore, con una sonrisa— Creo que deberías leerlo.

Con los dedos temblorosos, Rhaenyra rompió el sello y desplegó la carta. Mientras leía en silencio, sus ojos se abrieron de par en par, sorprendida pero también emocionada.

—He sido aceptada en el quinto año de Hogwarts —murmuró, más para sí misma que para los demás.

Aegon y Aemond la miraron con expectación.

—En el otro lado del pergamino verás la lista de materiales que necesitarás para tus estudios —explicó Dumbledore—. Quiero darte la experiencia completa de lo que es ser una alumna en Hogwarts.

Rhaenyra giró la hoja, y efectivamente, en el reverso, una lista detallada de libros, ingredientes para pociones, y otros objetos escolares se extendía por toda la página.

—Deberemos comprar todo esto —dijo Rhaenyra, recorriendo con los ojos la lista—. ¿Dónde comenzamos?

Dumbledore soltó una suave risa antes de responder.

—Primero, iremos por tus libros y otros materiales. Y luego, la parte más emocionante: tu varita. Ningún mago o bruja está completo sin una varita.

Caminaron juntos por el Callejón Diagon, pasando por tiendas que vendían túnicas, calderos y frascos de pociones. Cada tienda era más fascinante que la anterior para los tres Targaryen, pero finalmente se detuvieron frente a un edificio pequeño y oscuro, con una vitrina apenas decorada. El letrero en la puerta decía: Ollivanders: Fabricantes de varitas de calidad desde el 382 a.C.

—Aquí es donde elegiremos tu varita, Rhaenyra —dijo Dumbledore—. O mejor dicho, donde la varita te elegirá a ti.

Al entrar, el sonido de una pequeña campanilla resonó por la tienda. Las paredes estaban cubiertas de estantes repletos de cajas alargadas, cada una con una varita cuidadosamente guardada en su interior. De repente, un hombre mayor y delgado apareció detrás del mostrador, con una mirada curiosa.

—Albus Dumbledore, siempre es un placer verte —dijo el hombre, inclinando la cabeza en señal de respeto—. ¿Y quién es esta joven?

—Esta es Rhaenyra Targaryen —dijo Dumbledore—. Necesita su primera varita.

—Ah, claro —dijo Ollivander, acercándose para observar a Rhaenyra de cerca—. Vamos a ver qué varita te elige.

Ollivander comenzó a sacar varitas de los estantes, dándole una a Rhaenyra tras otra. Algunas brillaban levemente cuando las tocaba, pero ninguna parecía adecuada. Sin embargo, después de varios intentos, sacó una varita delgada y elegante, hecha de madera oscura y pulida.

—Prueba esta —dijo con un tono más bajo, como si esta varita fuera especial.

Rhaenyra tomó la varita en sus manos, y de inmediato sintió una corriente cálida que recorría su brazo. Un suave resplandor dorado iluminó el extremo de la varita, y un destello de magia llenó la habitación.

—Curiosa... muy curiosa —murmuró Ollivander, observándola detenidamente—. Madera de ébano, núcleo de corazón de dragón. Una varita muy poderosa, muy adecuada para ti.

Rhaenyra miró la varita en sus manos, sintiendo una conexión profunda con ella. Era como si la varita hubiera estado esperando todo este tiempo para encontrarse con ella.

—La magia que podrás hacer con esta varita será formidable —añadió Dumbledore, sonriendo ante la conexión que se había formado.

Después de la compra de la varita, continuaron con la lista de materiales: libros de texto de pociones, herbología, defensa contra las artes oscuras y otros tantos. Cada tienda que visitaban añadía más emoción al día, mientras Rhaenyra llenaba sus bolsas con pergaminos y tinta, junto con ingredientes mágicos para sus estudios.

Finalmente, cuando ya habían terminado de comprar todos los materiales de Rhaenyra, Aegon señaló una tienda con escobas en la ventana.

—¡Miren las escobas voladoras! —exclamó, sus ojos brillando con entusiasmo—. ¿Podemos comprar una?

Dumbledore se detuvo frente a la tienda y miró a Aegon con una sonrisa.

—Ciertamente, las escobas son una parte esencial del mundo mágico. Podemos comprar una para ti y para Aemond. En Hogwarts, un maestro les enseñará a volar y lo básico de cómo usarlas.

Aegon dio un pequeño salto de alegría, mientras Aemond observaba con curiosidad.

—Rhaenyra también tendrá sus clases como alumna —continuó Dumbledore—. Durante su tiempo en Hogwarts, aprenderá a volar y dominará todas las artes de la magia.

Rhaenyra asintió, emocionada pero también un poco abrumada por todo lo que el día le estaba ofreciendo. Después de comprar las escobas para sus hermanos pequeños, los tres siguieron a Dumbledore a través del Callejón Diagon

Después de haber completado casi todas sus compras, Dumbledore los guió hacia una tienda pequeña y pintoresca que tenía una variedad de animales mágicos en el escaparate. Desde el exterior, podían ver jaulas con lechuzas, gatos de diferentes colores y hasta algunas criaturas que Aegon y Aemond nunca antes habían visto.

—Esta es una tienda donde se venden mascotas mágicas, —explicó Dumbledore—. En Hogwarts, las lechuzas juegan un papel muy importante. No solo son compañeros, sino que también sirven como mensajeras. Cada bruja y mago que quiera comunicarse con alguien suele usar una lechuza para enviar cartas o paquetes.

Rhaenyra observó con interés, mientras Aegon y Aemond se asomaban emocionados a las jaulas. Era evidente que, aunque estaban lejos de casa, los tres hermanos Targaryen estaban fascinados con cada detalle de este nuevo mundo.

—Rhaenyra, deberías escoger una lechuza. Será tu compañera mientras estés en Hogwarts, y también te ayudará a mantener contacto con cualquier persona que desees.

Rhaenyra se acercó a las jaulas, observando a cada una de las lechuzas detenidamente. Había de muchos tipos: marrones, grises, algunas con plumas moteadas. Pero una lechuza en particular captó su atención. Era completamente blanca, con plumas suaves y relucientes, y unos ojos brillantes que parecían entender más de lo que mostraban. La lechuza giró la cabeza y la miró directamente a los ojos.

—Es hermosa —susurró Rhaenyra, acercando la mano a la jaula—. Me recuerda a alguien.

Dumbledore sonrió, como si ya supiera a quién se refería.

—¿Tienes algún nombre en mente? —le preguntó.

Rhaenyra asintió lentamente, aún mirando a la lechuza con una mezcla de nostalgia y cariño.

—La llamaré Aemmalys, en honor a mi madre —dijo con suavidad.

El nombre fluía con naturalidad, y el recuerdo de Aemma Arryn la inundó, pero en lugar de tristeza, sintió una conexión cálida con la criatura. La lechuza Aemmalys inclinó la cabeza hacia ella, como aceptando el nombre con gracia.

Dumbledore asintió con una expresión aprobadora y procedió a hacer el pago por la lechuza. Después de unos momentos, el encargado de la tienda les entregó una pequeña jaula donde Aemmalys se acomodó tranquilamente.

—Es una lechuza excelente. Te servirá bien, Rhaenyra —dijo Dumbledore mientras salían de la tienda.

Con todas las compras hechas, Dumbledore los guió afuera del callejon diagon volviendo al Caldero Chorreante.

—Aquí es donde pasaremos la noche —dijo Dumbledore, abriendo la puerta de la posada—. Mañana temprano partiremos de vuelta a Hogwarts.

El interior del Caldero Chorreante estaba como lo había encontrado en la mañana lleno de magos y brujas que charlaban entre sí , algunos tomando bebidas calientes, otros revisando pergaminos y libros. El ambiente era rústico, con un fuego que ardía en una chimenea al fondo de la sala.

—Es un lugar modesto, pero cómodo —dijo Dumbledore—. Aquí podrán descansar y disfrutar de su primera noche en el mundo mágico.

Rhaenyra, Aegon y Aemond miraban alrededor, asimilando cada detalle de la posada. La mezcla de emoción y agotamiento empezaba a hacerse presente, pero aún no estaban listos para descansar del todo.

Dumbledore hizo una señal al posadero, un hombre de aspecto rechoncho con una sonrisa amigable.

—Buenas noches, Tom. Necesitaremos una habitación para tres esta noche.

El posadero asintió y les entregó una llave antes de guiarlos escaleras arriba. La habitación era sencilla, con tres camas alineadas junto a una ventana que daba al Callejón Diagon. La luna ya brillaba en lo alto del cielo, iluminando tenuemente la ciudad.

—Descansen bien esta noche —les dijo Dumbledore, colocando una mano sobre el hombro de Rhaenyra—. Mañana comenzará una nueva etapa para todos ustedes.

Rhaenyra, aún sosteniendo la jaula de Aemmalys, asintió.

—Gracias, Albus —dijo con sinceridad— Por todo.

El director sonrió con esa expresión paternal que empezaba a resultarle familiar.

—No hay de qué, querida. Esto es solo el principio de tu viaje. Y estoy seguro de que harás cosas extraordinarias en Hogwarts.

Con eso, Dumbledore salió de la habitación, dejándolos solos. Rhaenyra se sentó en el borde de la cama, observando a Aegon y Aemond, quienes ya estaban ocupados inspeccionando cada rincón de la habitación.

Y mientras la noche envolvía al caldero chorreante, Rhaenyra no podía evitar sentirse tanto emocionada como ansiosa por lo que el futuro le deparaba en Hogwarts.

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