Heredera, Príncipe y Guerrero: Los Targaryen en Hogwarts

House of the Dragon (TV) A Song of Ice and Fire - George R. R. Martin Harry Potter - J. K. Rowling
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Heredera, Príncipe y Guerrero: Los Targaryen en Hogwarts
Summary
Tras una muerte marcada por traiciones y fuego, Rhaenyra Targaryen renace en el misterioso mundo de Hogwarts, acompañada de sus hermanos menores, Aegon y Aemond, quienes, a pesar de tener la apariencia de niños, conservan la sabiduría y cicatrices de sus vidas pasadas. Bajo la protección de Albus Dumbledore, Rhaenyra lucha por adaptarse a un universo lleno de secretos y magia desconocida. Sin embargo, su poder y legado no pasan desapercibidos para Tom Riddle, el carismático y oscuro profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, quien la ve como una aliada potencial y a la vez una peligrosa amenaza. Mientras los lazos entre los tres hermanos se ponen a prueba, deberán enfrentarse no solo a su turbulento pasado, sino también a las sombras que amenazan con aplastar su futuro.
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"Ecos del Pasado"

Hermanos Perdidos en Tierras Extrañas

Rhaenyra descansaba en la cama de su habitación en Hogwarts, envuelta en una tormenta de recuerdos y angustias. Mientras su cuerpo dormía, su mente se sumergía en el abismo de sus peores miedos, aquellos que ni el tiempo ni la distancia podían borrar. La pesadilla comenzó sin aviso, envolviéndola con el eco de los gritos y el retumbar de los tambores de guerra.

En el sueño, Rhaenyra se encontraba de pie en lo alto de Rocadragón, pero el aire a su alrededor estaba cargado de muerte. Un cielo teñido de rojo colgaba sobre ella, y el viento traía consigo el sonido de las campanas fúnebres. Ante sus ojos, sus hijos se manifestaban, uno por uno, en las escenas más crueles de su destino.

Jacaerys, su primogénito y heredero, volaba en Vermax sobre los cielos ennegrecidos. Su rostro joven, valiente y decidido se enfrentaba a la tormenta de la guerra, pero no podía escapar de su destino. En un instante, una lanza atravesó su pecho, y Rhaenyra, paralizada de horror, lo vio caer de los cielos como un cometa apagado, hundiéndose en las profundidades del mar, sin dejar rastro. El grito ahogado de su hijo resonaba en su cabeza: "¡Madre!"

Antes de que pudiera reaccionar, la imagen cambió, llevándola a las costas de Storm's End,. Allí, Lucerys, su dulce Luck, se enfrentaba al destino que no podía eludir. A lomos de Arrax, intentaba escapar de Vhagar, el dragón colosal de Aemond. Rhaenyra gritaba con todas sus fuerzas, intentando salvarlo, pero todo era inútil. Vhagar descendió sobre él con un rugido ensordecedor, y ante sus ojos, su hijo fue desgarrado por la furia del dragón. Los restos de Arrax y Lucerys cayeron al mar, y la bruma que los cubría no hizo más que aumentar su angustia.

Un dolor aún más profundo la atravesó cuando la visión cambió de nuevo. Joffrey, apenas un adolescente, apareció ante ella. En su desesperación por salvar a su dragón, intentó volar en Syrax, el dragón de Rhaenyra, pero el caos lo consumió. Syrax, desorientada y aterrorizada por los gritos y las llamas que envolvían Desembarco del Rey, no pudo responder a las órdenes de Joffrey. El joven cayó desde lo alto, desplomándose sobre las rocas bajo el castillo. Rhaenyra vio el cuerpo sin vida de su hijo, roto por la caída, y el dolor que sintió fue tan profundo como la misma muerte.

El fuego seguía consumiendo todo a su alrededor, y entonces vio a Aegon el Joven y Viserys, sus dos hijos más pequeños. Aegon, con el rostro pálido y los ojos llenos de terror, sostenía la mano de su hermano menor. Ambos intentaban huir de la masacre que se cernía sobre su familia. Aegon, testigo de todo el horror, cargaba con la pérdida de sus hermanos y su madre. Y Viserys... desaparecido, perdido en la oscuridad, en manos de aquellos que jamás lo devolverían completo. El corazón de Rhaenyra se rompía mientras las sombras se cernían sobre ellos, sintiendo cómo el destino les arrebataba su infancia y su inocencia.

Pero lo peor aún no había llegado.

En medio del caos, Rhaenyra se encontraba frente al Trono de Hierro. El asiento del poder que siempre había sido suyo por derecho estaba ocupado. Aegon II, su medio hermano y usurpador, estaba sentado en él. La corona que debía adornar su cabeza brillaba sobre la de él, y en su rostro se dibujaba una sonrisa cruel. "Hermana," dijo con veneno en su voz, "siempre fue mío."

El sonido de un rugido conocido la hizo girarse aterrorizada. Fuegosol, el brillante dragón dorado de Aegon, se acercaba, sus escamas brillando como el sol, sus fauces abiertas y listas para devorarla. Rhaenyra no pudo moverse, estaba atrapada en su propia impotencia. El calor de las llamas la rodeó, el fuego la envolvió con una ferocidad indescriptible. Su carne ardía, y sus huesos crujían bajo la presión del calor intenso.

El último sonido que escuchó fue la risa de Aegon, antes de que las llamas la consumieran por completo.

Rhaenyra se despertó de golpe, bañada en sudor frío. Su pecho subía y bajaba rápidamente mientras intentaba controlar su respiración desbocada. Miró a su alrededor, todavía desorientada, y recordó dónde estaba: Hogwarts, un mundo desconocido, lejos de su hogar y de todo lo que había perdido. A su lado, en la cama, estaban dos niños pequeños, pero sus ojos reflejaban una verdad mucho más profunda. Aegon y Aemond, aunque con cuerpos infantiles, conservaban el peso de una vida pasada, llena de dolor y traiciones.

Rhaenyra no comprendía la expresión con la que Aemond y Aegon la observaban, quizás era preocupación, tal vez culpa, pero antes de que pudiera decir algo, Aegon habló con esa voz infantil que no coincidía con la intensidad de sus ojos.

—Estabas gritando —dijo suavemente—. Decías los nombres de tus hijos.

Rhaenyra sintió que su estómago se revolvía al oír esas palabras, como si todo el dolor acumulado en su pesadilla se hiciera aún más tangible. Sin poder contenerse, se levantó de la cama rápidamente y corrió hacia el baño que se encontraba dentro de la habitación. Cayó de rodillas frente al inodoro, vomitando todo lo que tenía en el estómago, expulsando no solo los restos de comida, sino también el peso de su sufrimiento.

Cuando terminó, se dejó caer en el frío suelo, su cuerpo temblando aún por el impacto de la pesadilla. El sudor perlaba su frente y su respiración era irregular. A lo lejos, escuchó cómo alguien tocaba la puerta, pero no respondió. No tenía fuerzas para enfrentarse a nada más en ese momento. Solo quería desaparecer en el vacío.

La puerta se abrió suavemente y sus hermanos aparecieron en el umbral. Aemond, con esa dificultad infantil para articular las palabras, fue el primero en hablar.

—¿Estás bien, Rhaenyra?

Ella alzó el rostro hacia ellos, las lágrimas ya resbalando por sus mejillas, el llanto quebrando su voz mientras intentaba sonar fuerte, pero fracasaba ante su propio dolor.

—Estoy bien... vayan a dormir.

Aegon y Aemond intercambiaron una mirada que Rhaenyra no pudo descifrar. ¿Era preocupación? Era difícil saberlo, pero ninguno dijo nada más. Los dos volvieron a la cama en silencio, cada uno acurrucándose en su propio rincón, dándose la espalda el uno al otro. Sin embargo, sus mentes no podían encontrar reposo. Ambos pensaban en aquellos nombres, sus sobrinos. Niños inocentes, que habían muerto a causa de sus decisiones y traiciones. El peso de su culpabilidad se mezclaba con el sueño, arrastrándolos poco a poco hacia la inconsciencia.

Rhaenyra, por su parte, permaneció en el baño, abrazada a sus rodillas, el frío del suelo mordiéndole la piel y las lágrimas secándose lentamente en su rostro. Se quedó así, hasta que el agotamiento la venció. Y allí, en el suelo frío y solitario, el amanecer la encontró.

Rhaenyra abrió los ojos y se encontró con Aegon parado frente a ella, llamándola suavemente.

—Rhaenyra, Albus vino a decir que desayunemos juntos. Nos espera afuera.

Rhaenyra asintió, y Aegon salió del baño. Se giró hacia el espejo que tenía enfrente, notando su rostro ojeroso y pálido. Se acercó al lavabo para lavarse la cara, intentando despejarse. Al salir del baño, vio a Aemond sentado en la orilla de la cama y a Aegon acomodado en un sillón cerca de la chimenea.

—Vamos con Albus —dijo, y sus hermanos se levantaron en silencio.

Los tres salieron de la habitación y encontraron a Albus Dumbledore sentado en su escritorio, una pluma en la mano mientras escribía algo. Al notar su presencia, Dumbledore levantó la vista y, con una sonrisa amable, dejó lo que estaba haciendo para acercarse a ellos.

—¿Cómo pasaron la noche? —preguntó.

—Dormimos bien —respondió Rhaenyra, esbozando una débil sonrisa. Aegon y Aemond simplemente asintieron.

Dumbledore los guió a otra parte del estudio, donde había una mesa con cuatro sillas. Se sentó en la cabecera. Aegon ocupó el asiento a su derecha, mientras que Aemond intentaba subirse en la silla frente a él. Rhaenyra, al verlo luchar, lo ayudó a subir. Aemond, un poco desorientado, murmuró un agradecimiento, y Rhaenyra tomó asiento frente a Dumbledore.

La comida apareció mágicamente ante ellos, como había ocurrido la noche anterior. Albus les había explicado que esa era una de las maravillas de la magia.

—Desayunemos, por favor —invitó Dumbledore, y los tres comenzaron a comer en silencio.

Mientras desayunaban, Dumbledore tomó la palabra nuevamente:

—Debo informarles que enviaré una carta al Ministerio de Magia —comenzó, mirándolos a los tres—. El Ministerio es una institución que regula todo lo relacionado con los magos, sus leyes y el uso de la magia —les explicó brevemente el funcionamiento. Luego, añadió— También debo informarles sobre su presencia aquí, y quiero que sepan que yo seré su tutor legal hasta que Rhaenyra alcance la mayoría de edad y pueda cuidar de ustedes dos —dijo, señalando a Aegon y Aemond—. Vivirán aquí en el castillo porque es donde yo resido —dirigió una mirada a Aegon y Aemond, antes de volverse hacia Rhaenyra—. Y tú, Rhaenyra, en un rato te haré una prueba mágica. Queremos saber si tienes la capacidad de hacer magia. Si la prueba es positiva, podrías empezar tus clases el primero de septiembre junto con otros estudiantes de Hogwarts.

Rhaenyra asintió, comprendiendo la magnitud de lo que Dumbledore le estaba diciendo.

Finalizaron el desayuno entre conversaciones en las que Albus les explicó más sobre el mundo mágico y sus reglas. Les informó que podían explorar el castillo, pero debían tener cuidado y mantenerse dentro de sus límites por el momento.

—Antes de retirarme, quiero presentarles a alguien —dijo Albus, levantándose de la mesa—. Wopsy.

Con un suave "pop", una pequeña criatura apareció frente a ellos. Era frágil, de orejas grandes y puntiagudas, y ojos inmensos. Vestía un trozo de tela a modo de toga.

—Él es Wopsy, un elfo doméstico. Les ayudará con cualquier cosa que necesiten. Solo deben llamarlo, y él vendrá de inmediato.

Wopsy hizo una reverencia profunda. Los tres hermanos lo miraron con curiosidad, y asintiendo en silencio. Acto seguido, el elfo desapareció con otro sonido sutil, y Dumbledore se disculpó, anunciando que debía irse a enviar una carta.

—Debo realizar unos asuntos así que los dejo —dijo antes de marcharse, dejando a los tres hermanos solos en su despacho.

Los tres hermanos permanecieron en silencio por un momento, el ambiente cargado de incomodidad y tensión. Rhaenyra se sintió incapaz de soportarlo más, la tristeza y el peso de su pesadilla aún aplastándola.

—Voy a salir a caminar —dijo abruptamente, levantándose antes de que sus hermanos pudieran protestar o preguntar. Cerró la puerta detrás de ella sin mirar atrás.

Rhaenyra caminó por los pasillos de Hogwarts sin un rumbo fijo, dejando que el frío aire que recorría el castillo le diera algo de alivio. Las paredes de piedra y los techos altos le parecían intimidantes y ajenos. Todo era diferente a lo que conocía. En Desembarco del Rey, los corredores siempre estaban llenos de vida, con sirvientes, nobles y guardias. Aquí, en cambio, todo era extraño, misterioso... solitario.

A medida que avanzaba por los pasillos, su mirada se deslizaba por los retratos que decoraban las paredes, todos ellos en constante movimiento. Algunas figuras le sonreían amablemente, mientras otras la miraban con curiosidad. Los escalones parecían cambiar de lugar en un momento dado, como si el castillo estuviera vivo, lo que la obligó a detenerse bruscamente.

Hogwarts era un lugar lleno de magia, y eso le recordó por un momento a su hogar en Rocadragón. La conexión con la magia antigua que siempre había sentido, el poder de Valyria en su sangre. Pero ese pensamiento fue rápidamente reemplazado por el dolor. Rocadragón estaba perdido, junto con sus hijos. No podía escapar de esa verdad, ni siquiera en este nuevo y extraño mundo.

Mientras caminaba por uno de los pasillos que llevaba hacia un balcón con vista al patio del castillo, el sonido de risas lejanas le llegó desde abajo. Rhaenyra se detuvo en seco. Ni siquiera en este nuevo lugar podía ignorar los fantasmas de su pasado. La imagen de Jacaerys y Lucerys, corriendo por los pasillos de Rocadragón, llenó su mente. La risa que escuchaba no era la de ellos, pero el eco de sus voces la persiguió hasta aquí, haciéndola sentir más sola que nunca.

Se apoyó en la barandilla del balcón y cerró los ojos con fuerza, tratando de detener el torrente de recuerdos. Pero era inútil. La imagen de su pequeño Joffrey, cayendo de su dragón, y las llamas que envolvían a sus hijos mayores, se mezclaban en su mente. Y luego, Aegon... su propio medio hermano, quitándole la vida sin piedad, con Sunfyre rugiendo sobre ella.

El aire fresco de la mañana le rozaba el rostro, pero no lograba aliviar la sensación de ahogo en su pecho. Sentía que su dolor la estaba consumiendo, lentamente, como el fuego que destruyó todo lo que amaba. ¿Cómo podía seguir adelante, sabiendo que todo lo que conocía, todo lo que era, ya no existía?

"Es un nuevo mundo", se dijo, intentando convencerse de que este lugar era una segunda oportunidad, una manera de comenzar de nuevo. Pero la idea de comenzar algo sin sus hijos, sin su familia, parecía insoportable.

Decidió seguir caminando, alejándose de los recuerdos que la atormentaban. Caminó más allá de las torres, los corredores interminables, pasadizos secretos y escaleras que se movían, perdiéndose entre la magia de Hogwarts. A veces, casi esperaba ver a Jacaerys o Lucerys apareciendo entre las sombras, riendo y llamándola, pero no eran más que ilusiones crueles que su mente le jugaba.

Finalmente, llegó a los jardines exteriores del castillo. El cielo estaba nublado, y el viento frío golpeaba sus mejillas. Frente a ella, en la distancia, podía ver el Lago Negro, sus aguas oscuras reflejando el ambiente gris que la rodeaba. Se acercó a la orilla, las olas tranquilas y silenciosas chocando contra las rocas. Este nuevo mundo era vasto y lleno de magia, pero también parecía tan solitario como ella.

Rhaenyra se dejó caer sobre el césped, mirando las aguas con una expresión vacía. Su mente volvía una y otra vez a sus hijos, a su vida pasada, al trono que nunca pudo reclamar. Un nudo se formaba en su garganta cada vez que pensaba en todo lo que había perdido. ¿De qué le servía estar en este nuevo mundo, en un castillo lleno de magia, si el dolor seguía devorándola desde adentro?

Quería gritar, quería llorar, pero no podía. Estaba atrapada en una red de recuerdos y cicatrices. La imagen de sus hijos le perseguía, de sus pequeñas manos, sus risas... el futuro que ya nunca compartirían.

Mientras estaba allí, sumergida en su dolor, la magia que fluía en Hogwarts parecía resonar a su alrededor. Los árboles se inclinaban suavemente con el viento, como si entendieran su pesar. Y, por un instante, Rhaenyra sintió algo más. Era como si este lugar reconociera su sufrimiento, como si el castillo en sí pudiera sentir su angustia.

Pero, a pesar de todo, Rhaenyra sabía que no podía quedarse estancada en el pasado. Se obligó a levantarse, sacudiendo el césped de su ropa. Hogwarts era su presente ahora, y si bien nunca podría olvidar a sus hijos o a su familia, debía encontrar la manera de seguir adelante. Aunque el dolor siempre estuviera ahí, enterrado en lo más profundo de su ser, tenía que intentar vivir. Porque, en el fondo, eso es lo que sus hijos habrían querido para ella.

Con una última mirada al Lago Negro, Rhaenyra respiró hondo y decidió volver al castillo.

Aegon caminaba por el corredor con pasos cortos y pesados, su pequeño cuerpo de cinco años dificultándole moverse con la misma agilidad y autoridad que una vez tuvo. Cada vez que intentaba apresurarse, se sentía torpe, como si no perteneciera a ese cuerpo. A su lado, Aemond lo seguía con dificultad, el pequeño de tres años luchando por mantener el equilibrio en sus piernas cortas.

—Esto es ridículo —gruñó Aegon, frustrado, observando cómo las escaleras frente a ellos comenzaban a moverse. En otro tiempo, habría enfrentado dragones y conquistado reinos, pero ahora... ni siquiera podía subir unas escaleras sin que éstas cambiaran de lugar.

Aemond, su hermano quien caminaba en silencio a su lado, levantó sus ojos, ambos, eso aun le era extraño para él y lo miro a él. Aunque su expresión era tranquila, había algo inquietante en su mirada. No era el mismo Aemond que Aegon había conocido, aunque él tampoco era el mismo. Ninguno de los dos lo era, no después de todo lo que habían vivido.

—Este lugar es... extraño —comentó Aemond con su voz pequeña, pero su tono no correspondía a la de un niño de tres años. Observaba con atención los retratos que se movían, las escaleras que cambiaban de dirección y los pasillos que parecían interminables. Había algo en Hogwarts que lo fascinaba, pero también lo inquietaba.

Aegon asintió, mirando alrededor. Todo estaba impregnado de magia, y aunque en Rocadragón o Desembarco del Rey también se sentía la presencia de lo sobrenatural, aquí era diferente. La magia aquí era más sutil, más enredada en el aire que respiraban, pero mucho más palpable de lo que alguna vez había experimentado.

—No me gusta este sitio —murmuró Aegon, su rostro ensombreciéndose.

Aemond lo miró de reojo. Sabía que su hermano no hablaba solo del castillo. Aegon siempre había sido así, reteniendo su ira y resentimiento hasta que no podía más. Y, aunque fueran jóvenes en apariencia, ambos compartían el peso de la tragedia que los había marcado. La Danza de los Dragones los había consumido, destruido a su familia, y los había dejado a la deriva en este nuevo mundo.

—No deberíamos estar aquí. No deberíamos estar vivos. —La voz de Aegon temblaba de ira contenida.

—Madre tiene la culpa —murmuró, y su tono se llenó de veneno—. Ella, con su ambición, con sus malditos rezos y sus manipulaciones. Me empujó a un trono que no quería... me llevó a la ruina.

Aemond permaneció en silencio por un momento. Sabía que su hermano guardaba un resentimiento profundo hacia Alicent. Aegon nunca había querido ser rey, nunca había buscado ese poder. Fue su madre quien lo presionó, quien lo arrastró al conflicto, a la guerra. Y todo para qué... Para perderlo todo al final.

—Me llamaba el 'rey legítimo' —continuó Aegon, su voz baja, casi como si estuviera hablando para sí mismo—. Pero yo nunca quise el trono. Nunca quise la corona. Era todo su plan, todo su maldito deseo de vernos gobernar. Y al final... ¿qué nos queda? Nada. Mi corona se perdió junto a mi vida.

Aemond observó a su hermano. Aegon siempre había estado atrapado entre la obligación y el deseo de escapar. Ser rey no era algo que quisiera, y la corona que Alicent le había impuesto se convirtió en su prisión. Aemond, por su parte, había querido el poder, había luchado por la gloria, pero ni siquiera él podía ignorar el precio que todos habían pagado.

—Madre quería protegernos, o eso decía —murmuró Aemond, mirando al suelo. Su voz era suave, casi susurrante—. Pero, al final, nos llevó a la muerte.

Ambos caminaron en silencio durante un rato más, sus pequeños pasos resonando en los fríos corredores de piedra. Aegon sintió cómo la rabia seguía creciendo dentro de él. Pensaba en su madre, en sus sermones, en sus plegarias a los dioses, y todo lo que le causaba era una amargura insostenible. Había perdido todo por seguir el juego de Alicent.

—Yo no soy como ella —dijo finalmente, con los puños apretados—. No lo seré.

Aemond levantó la vista hacia su hermano, evaluando las palabras de Aegon. Aemond había sido un guerrero hasta el final, él no había buscado la muerte de Lucerys, había querido proteger el legado de su familia. Pero la traición y la ambición de todos los que los rodeaban habían destruido cualquier posibilidad de paz.

—Madre siempre nos decía que teníamos que pelear por nuestro lugar —dijo Aemond, su voz aún pequeña pero cargada de gravedad—. Nos crió para sobrevivir en un mundo que nunca nos iba a aceptar.

Aegon soltó una risa amarga. Sus pasos resonaban en el corredor vacío, sus pequeños pies arrastrándose mientras luchaba con la impotencia de estar atrapado en el cuerpo de un niño.

—Sobrevivir, ¿eh? —murmuró—. Nos crió para morir, Aemond. Nos sacrificó en su maldita guerra. Ella nunca lo entenderá, pero nos dejó sin nada. Ni reino, ni familia. Solo el fuego y las cenizas.

Aemond lo observó con detenimiento, como si intentara leer en su rostro algo más allá de la rabia. A pesar de su resentimiento hacia Alicent, sabía que su madre los amaba, pero ese amor se había torcido bajo el peso de las luchas por el poder. Al final, todo lo que les había dado era una tumba temprana.

El castillo seguía siendo un laberinto extraño y desconcertante, pero para Aegon y Aemond, no importaba cuán diferente fuera el mundo. Llevaban el pasado con ellos, grabado en cada cicatriz, en cada memoria de la Danza. Y aunque este nuevo mundo ofrecía nuevas oportunidades, no podían escapar del eco de sus decisiones, del peso de las vidas perdidas.

—¿Qué crees que hará Rhaenyra? —preguntó Aemond finalmente, después de un largo silencio. Sabía que su hermana estaba tan rota como ellos, si no más. Había perdido más que ellos.

—No lo sé —respondió Aegon con sinceridad, pasando una mano por su rostro pequeño pero lleno de arrugas mentales—. Pero ella es fuerte. Siempre lo fue.

Los dos se detuvieron frente a una puerta que llevaba al exterior del castillo. A través de las ventanas altas, podían ver los terrenos de Hogwarts extendiéndose hacia el horizonte, vastos e imponentes. Aegon se acercó al vidrio y apoyó una mano pequeña en la fría superficie, observando el mundo más allá.

—No sé qué haremos aquí, Aemond —admitió, su voz más suave, casi derrotada—. Pero por primera vez en mucho tiempo, no hay tronos que reclamar. No hay guerras que ganar. Solo... nosotros.

Aemond lo miró en silencio, asintiendo lentamente. Este mundo era nuevo, pero el dolor seguía siendo el mismo. Y ambos sabían que, aunque el destino les había dado una segunda oportunidad, las cicatrices de su pasado nunca desaparecerían del todo.

—Tendremos que aprender a vivir con lo que somos, hermano —dijo Aemond finalmente, su pequeña mano tocando el vidrio.

Y juntos, en sus pequeños cuerpos pero con corazones pesados, se quedaron mirando el horizonte, preguntándose si este nuevo mundo les ofrecería una forma de redención, o si seguirían siendo las víctimas de una guerra que nunca debería haber ocurrido.

Los tres hermanos se encontraban en lo que parecía una pequeña sala del despacho de Albus Dumbledore, frente a una chimenea. El calor del fuego iluminaba la habitación, proyectando sombras que danzaban suavemente sobre las paredes. Rhaenyra hojeaba un libro que había encontrado sobre una mesa cercana. El título, Animales fantásticos y dónde encontrarlos, había llamado su atención, y no tardó en maravillarse con las criaturas descritas en sus páginas. Criaturas como los hipogrifos y los thestrals le recordaban a los majestuosos dragones de su hogar. Mientras tanto, sus hermanos, Aegon y Aemond, estaban sentados en un sofá, mirando fijamente el fuego sin decir palabra, ensimismados en sus pensamientos.

El silencio en la sala solo era roto por el crepitar de las llamas, cuando de repente, la puerta se abrió suavemente y Albus Dumbledore entró en la sala con su habitual sonrisa calmada.

—Buenas noches, jóvenes —dijo con su voz tranquila—. Espero que hayan tenido un buen día.

Rhaenyra levantó la mirada del libro y asintió, mientras Aegon y Aemond solo hicieron un pequeño gesto, sin apartar la vista del fuego. Dumbledore los observó por un momento, dándose cuenta del estado de ánimo pesado que reinaba en la sala.

—Rhaenyra, como te prometí —continuó Dumbledore—, haremos una pequeña prueba para ver si tienes la capacidad de hacer magia.

Rhaenyra se levantó, dejando el libro sobre el brazo del sillón. Su corazón comenzó a latir más rápido, no por emoción, sino por una mezcla de curiosidad e incertidumbre. Aegon y Aemond la miraron con más atención, interesados en lo que estaba por suceder.

Dumbledore sacó su varita, y la sostuvo frente a Rhaenyra.

—Esta prueba es sencilla —explicó—. Necesito que te concentres. Piensa en un objeto, cualquier cosa que desees mover o cambiar. Concentra tu voluntad. Deja que la magia fluya si está dentro de ti.

Rhaenyra respiró hondo. Cerró los ojos y trató de calmar su mente, aunque las imágenes de sus hijos y de su trágica muerte seguían presentes en su subconsciente. Sin embargo, trató de enfocarse en el momento. Pensó en el fuego que ardía en la chimenea. Se imaginó las llamas creciendo, danzando con más fuerza.

Un cosquilleo sintió en su cuerpo, y el fuego creció repentinamente. Las llamas aumentaron de tamaño, iluminando la habitación de manera mucho más intensa. Rhaenyra abrió los ojos, sorprendida. Había sido capaz de controlar el fuego, aunque solo por un instante.

Dumbledore esbozó una pequeña sonrisa de satisfacción.

—Eres una bruja, Rhaenyra —dijo, mientras las llamas volvían a su tamaño normal—. Tienes el don.

Rhaenyra sintió una mezcla de alivio y sorpresa, aunque la emoción apenas se reflejaba en su rostro. El peso de su tristeza aún la mantenía atrapada, pero al menos ahora sabía que no era una completa extraña en este mundo nuevo.

—¿Y nosotros? —interrumpió Aegon, mirando a Dumbledore con una chispa de interés en sus ojos—. ¿Puedes hacernos la prueba a nosotros también?

Aemond, que hasta ese momento había estado en silencio, también miró a Dumbledore con expectación.

Dumbledore negó suavemente con la cabeza.

—Aegon, Aemond, para ustedes es diferente. En los niños de su edad, la magia no siempre se manifiesta de inmediato. Deben esperar a que ocurra su primer "accidente mágico".

—¿Accidente mágico? —preguntó Aegon, frunciendo el ceño.

—Es un evento involuntario en el que, sin darse cuenta, utilizan la magia por primera vez —explicó Dumbledore—. A veces ocurre en momentos de gran emoción, como miedo, ira o alegría. Una vez que eso suceda, sabremos que tienen magia y entonces podrán recibir su formación mágica. No se preocupen, suele pasar antes de los once años.

Aegon cruzó los brazos con un gesto impaciente, mientras Aemond, simplemente observaba, trato entender del todo lo que eso significaba, pero confiando en lo que decía Dumbledore.

—Rhaenyra —continuó Dumbledore, volviéndose hacia ella—. En el próximo mes, te llevaré a un lugar llamado el Callejón Diagon. Es un mercado mágico donde podrás obtener todo lo que necesitas para comenzar tu educación en Hogwarts.

—¿Para qué me sirve una varita? —preguntó Rhaenyra.

—La varita es el canal por el cual los magos y brujas canalizan su magia —explicó Dumbledore—. Aunque puedes hacer magia sin una varita, esta ayuda a enfocar tu poder. Es como una extensión de ti misma. Cuando vayamos al Callejón Diagon, iremos a la tienda de Ollivanders, donde cada bruja o mago encuentra su varita. Aunque, en realidad, la varita es la que te elige. Una vez que la varita te acepte, sentirás una conexión con ella, como si fuera una parte de tu propia esencia. La magia fluirá más fácilmente a través de ella.

Rhaenyra asintió, intentando procesar toda la información. El concepto de que la varita la elegiría a ella le parecía tan extraño como fascinante. Aegon y Aemond también escuchaban con atención, aunque su interés parecía estar más centrado en cómo y cuándo tendrían su propia varita.

—Bueno, creo que es hora de cenar —dijo Dumbledore con amabilidad, sacando a los tres hermanos de sus pensamientos—. Por favor, acompáñenme.

Dumbledore los guió a la mesa en donde habían desayunado, en un parpadeo, la comida apareció frente a ellos, como ya había sucedido en la mañana. Rhaenyra ya no se sorprendía tanto, aunque todavía le parecía impresionante esa magia tan cotidiana. Aegon y Aemond se miraron brevemente antes de empezar a comer en silencio. Ninguno de los tres hablaba demasiado. Cada uno con el peso de la tristeza, las pérdidas y el mundo desconocido en el que se encontraban.

Terminaron la cena en un silencio reflexivo, y cuando los platos desaparecieron tan misteriosamente como habían llegado, Dumbledore se levantó.

—Es hora de que descansen —dijo con su habitual calma—. Mañana será otro día para explorar y aprender más sobre este lugar. Y recuerden, siempre estaré aquí si necesitan algo.

Los tres hermanos se levantaron, agradecieron a Dumbledore con una leve inclinación de cabeza y comenzaron a caminar hacia su habitación. Al entrar a la habitación, Rhaenyra ayudó a Aemond a subirse a la cama, y los tres se prepararon para dormir.

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