
Otoño 1981
1 de noviembre de 1981
La sala principal del Wizengamot estaba llena hasta el último rincón. Las paredes de piedra, frías e imponentes, parecían absorber las emociones de los presentes: indignación, miedo y una tenue esperanza de justicia. Apenas había pasado un día desde la caída de Lord Voldemort, pero el eco de su sombra aún ensombrecía el mundo mágico. Esa tarde, el tribunal se reunió para juzgar a Deirdre y Wigmund Skuller, una pareja de magos acusados de ser mortífagos y de servir al Señor Tenebroso con una lealtad implacable.
Presidiendo el tribunal estaba Bartemius Crouch Sr., un hombre cuya reputación de dureza e inflexibilidad lo había convertido en una figura temida tanto por criminales como por aliados. Su mirada severa y su postura rígida no dejaban lugar a dudas: no habría clemencia. Crouch había prometido purgar el mundo mágico de cualquier vestigio de los seguidores de Voldemort, y para él, los Skuller eran un ejemplo perfecto de esa amenaza persistente.
Deirdre y Wigmund se encontraban en el centro de la sala, esposados y encerrados en dos jaulas que no permitían ningún movimiento más allá de lo necesario. Ambos mantenían una calma inquietante, como si el juicio no fuera más que una formalidad. Deirdre, una bruja de ojos platinados y porte elegante, observaba a los miembros del tribunal con una mezcla de desdén y diversión. Wigmund, más corpulento, con una cuidada barba y una expresión que rozaba el aburrimiento, apenas prestaba atención a las palabras que resonaban en la sala.
—Deirdre Skuller y Wigmund Skuller —anunció una mujer de pelo largo y negro que caía como un velo liso sobre sus hombros, con una voz firme que no admitía interrupciones—, están aquí para responder por los crímenes cometidos bajo la dirección del mago tenebroso conocido como Lord Voldemort. Los cargos incluyen el uso de las Maldiciones Imperdonables, la tortura de magos y muggles, y la conspiración para alterar el orden mágico. — Sus fríos ojos azules y calculadores leían cada acusación del largo pergamino que fungía como expediente.
Un murmullo recorrió la sala, ahogado rápidamente por el golpe del mazo de Crouch Sr. contra el estrado. Desde los bancos más altos, familiares de las víctimas y otros magos y brujas observaban con rostros tensos, algunos asintiendo ante las acusaciones. Entre ellos, una mujer rompió en sollozos al escuchar la mención de la tortura, pero su llanto fue acallado por un auror cercano.
Las pruebas presentadas eran abrumadoras. Aurores habían encontrado en la mansión de los Skuller pruebas irrefutables: objetos oscuros, correspondencia codificada con otros mortífagos, e incluso recuerdos extraídos con magia de varias víctimas que los identificaban claramente como responsables de los atroces crímenes. Además, bajo el efecto de veritaserum, los Skuller habían confesado sin remordimientos su lealtad al Señor Tenebroso, aunque ambos habían tenido cuidado de no revelar información sobre otros mortífagos.
Cuando se les dio la oportunidad de hablar, Deirdre fue la primera en romper el silencio. Su voz, suave pero gélida, resonó en la sala.
—Sirvo a un propósito más grande que cualquiera de ustedes pueda comprender —dijo, su mirada fija en Crouch—. Mi lealtad es inquebrantable, y aunque piensen que han vencido, su victoria es efímera. Voldemort regresará.
Wigmund, por su parte, se limitó a reír entre dientes, un sonido ronco y desagradable.
—Júzguennos, mándennos a Azkaban si lo desean. Pero saben tan bien como yo que esto no termina aquí.
El rostro de Crouch no mostró emoción alguna. Era como si las palabras de los acusados no tuvieran peso ante la evidencia y el destino que ya les aguardaba. Con un golpe de su mazo, ordenó silencio en la sala.
—Deirdre Skuller y Wigmund Skuller, este tribunal los declara culpables de todos los cargos. Serán condenados a cadena perpetua en Azkaban, sin posibilidad de apelación.
Un silencio mortal cayó sobre la sala por un instante, roto solo por el sonido de las cadenas al tensarse mientras los dementores entraban para escoltar a los prisioneros. La temperatura descendió bruscamente cuando las criaturas avanzaron, y algunos asistentes se estremecieron al sentir su presencia.
Entre los espectadores del juicio, una niña de cabello negro azabache y ojos azules permanecía inmóvil, como una estatua tallada en mármol. Envidya Maxinne Skuller, hija única del matrimonio de Deirdre y Wigmund, observaba el juicio con una calma inquietante que contrastaba con la conmoción general. Su rostro, sereno pero inescrutable, no revelaba emoción alguna mientras los dementores se acercaban para escoltar a sus padres fuera de la sala.
Había quienes esperaban verla llorar, temblar de miedo o aferrarse a uno de sus tíos que tendrían su custodia a partir de ese momento. Pero Envy no hizo nada de eso. Sus ojos siguieron a las figuras encadenadas con una calma inquietante, como si estuviera observando algo mundano, algo que no le concernía en absoluto. No sentía tristeza ni pérdida; apenas comprendía el concepto. Desde que tenía memoria, sus padres habían sido figuras distantes, envueltas en sombras, poder y secretos. Nunca había sentido el calor de un abrazo, la dulzura de un beso en la frente ni la ternura de una palabra amable.
En su lugar, había aprendido otras lecciones: la importancia de la fuerza, el valor del silencio, el dominio del miedo. Sus padres nunca le habían hablado de amor, pero le habían enseñado a no llorar, a no suplicar, a no mostrar debilidad. Y allí estaba ella, una pequeña figura estoica en medio de un mar de emociones ajenas, encarnando todo lo que le habían inculcado.
No era que Envy odiara a sus padres. No los conocía lo suficiente para odiarlos. Pero tampoco los amaba. Para ella, eran poco más que figuras que existían en su mundo, ahora reemplazadas por el vacío. Sin embargo, ese vacío no era doloroso. Era familiar, como el eco de una habitación vacía que nunca había estado llena.
En su mente, ellos habían cavado su propia tumba. La obsesión de Deirdre por la pureza de la sangre y la ambición desmedida de Wigmund por el poder los habían llevado a caer en las filas de Voldemort. Para Envy, su lealtad ciega y fanatismo no era más que una muestra de estupidez. El fracaso de sus padres no la avergonzaba; más bien, la frustraba. Dos personas tan inteligentes y calculadoras siendo cegados por un hombre que, al final, había sido derrotado por ni más ni menos que por un bebé.
Los murmullos volvieron a hacer acto de presencia cuando los dementores liberaron a Deirdre y Wigmund de sus celdas pero no de sus cadenas. Mientras eran llevados fuera de la sala, Deirdre giró la cabeza para mirar directamente a Bartemius Crouch Sr., una sonrisa perturbadora en sus labios.
—Nos veremos de nuevo, Bartemius —dijo, con una voz tan fría que heló la sangre de quienes la escucharon. A pesar de que el juicio había terminado, las palabras de Deirdre y la risa de Wigmund persistieron en la mente de los presentes, como un recordatorio de que, aunque Voldemort hubiera caído, la oscuridad que había sembrado seguía viva en los corazones de sus seguidores.
Cuando su madre giró la cabeza para pronunciar aquella amenaza helada a Bartemius Crouch Sr., Envy dejó escapar un leve suspiro. No porque temiera sus palabras, sino porque le parecían teatrales, innecesarias. Su madre no entendía que, en el tablero del poder, había perdido la partida. Y Wigmund... Wigmund siempre había sido un peón, creyéndose rey.
A diferencia de los murmullos, las miradas de pena y miedo y los suspiros ahogados de algunos asistentes, Envy no derramó una sola lágrima.
Había algo profundamente inquietante en su calma. Mientras los demás niños habrían sollozado o llamado a sus padres, Envy solo inclinó ligeramente la cabeza, como si estuviera evaluando la situación. Sus ojos, de un gélido azul, parpadearon lentamente mientras los dementores se llevaban a Deirdre y Wigmund. Ni siquiera desvió la mirada cuando los gritos de su madre resonaron en la sala, lanzando maldiciones y promesas de venganza. Para Envy, aquellos gritos eran solo un eco, lejano y vacío.
A su lado, su tía Mildred y su esposo Fergus Skuller no podían ocultar su satisfacción. Mildred, una bruja de aspecto severo y ambición insaciable, llevaba una sonrisa apenas contenida. Fergus, más alto y con una actitud más descarada, dejó escapar una pequeña risa ahogada, que disimuló fingiendo toser.
Envy no era ajena a lo que estaba ocurriendo. Había escuchado las discusiones en voz baja entre Mildred y Fergus durante las últimas semanas. Sabía que no estaban allí por lealtad familiar, sino porque, con el encarcelamiento de Deirdre y Wigmund, las vastas minas de la familia Skuller, proveedoras de uno de los ingredientes principales para la fabricacion de polvos flu, pasarían a estar bajo su control. Mildred había llegado a la casa una noche anterior, con dulces palabras y promesas vacías, asegurando a Envy que estaría "mejor cuidada" con ellos. La niña no había respondido. En el fondo, sabía que no se trataba de ella, sino del poder y la fortuna que Mildred y Fergus codiciaban.
Cuando el juicio terminó y los nombres de Deirdre y Wigmund se convirtieron en historia, Fergus se inclinó hacia Envy, con una sonrisa que pretendía ser afectuosa, pero que estaba cargada de condescendencia.
—Bueno, pequeña —dijo en un susurro—, parece que ahora todo estará en orden. Te llevaremos a casa.
Envy lo miró por un instante, como si estuviera analizando cada palabra, cada movimiento. Finalmente, asintió con un leve movimiento de cabeza, pero no dijo nada. Aunque era solo una niña, pudo notar que había algo inquietantemente calculador en la mirada de sus, ahora, tutores.
Mientras abandonaban la sala, con Mildred y Fergus hablando en voz baja sobre "los próximos pasos" para consolidar su control sobre las minas, Envy caminaba detrás de ellos. Su silueta pequeña y su paso silencioso no llamaron la atención de nadie, pero en su mente se grababa cada detalle: las sonrisas de su tía y su tío, las cadenas de sus padres, los murmullos de la multitud. No sentía tristeza ni alegría, solo una extraña claridad.
Por ahora, Mildred y Fergus tendrían el control, pero Envy sabía que los Skuller siempre pagaban sus deudas.