Recuerdos borrosos

Harry Potter - J. K. Rowling Harry Potter: Hogwarts Mystery (Video Game)
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Recuerdos borrosos
Summary
Una compilacion de recuerdos para entender mejor el trasfondo de Envy SkullerPor el momento no estarán ordenados en orden cronologico 👍🏻
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Otoño 1973

6 de agosto de 1973

 

Era la noche de un frío otoño, y una lluvia implacable caía sobre las colinas del norte de Inglaterra. El viento aullaba entre las ramas desnudas de los árboles y el agua golpeaba con furia los ventanales de la vieja mansión Skuller, una construcción de piedra oscura y gótica que llevaba siglos resistiendo el paso del tiempo y el embate del clima.

 

Dentro, en una de las habitaciones superiores, se escuchaban gemidos de dolor, acompasados y agudos, que retumbaban como ecos inquietantes en los pasillos vacíos. Era el llanto de una mujer, una madre en plena labor de parto, cuya voz quebrada parecía competir con la tormenta que rugía afuera. Cada sonido era una súplica a los cielos, cada grito una declaración de vida y sufrimiento.

 

En la lejanía, entre la bruma y el camino empedrado que serpenteaba hacia la mansión, una figura se dibujó contra la oscuridad. La mujer avanzaba con una determinación silenciosa, desafiando el lodo que se aferraba a sus botas y el viento que sacudía con violencia su capa negra. El amplio capuchón cubría su rostro, velándolo en sombras impenetrables, mientras su mano aferraba un bolso de cuero envejecido, testimonio mudo de su oficio. Era la partera, llamada en plena noche, una presencia que inspiraba tanto respeto como temor, pues nadie osaba pronunciar su nombre, aunque todos sabían que su llegada era a menudo el preludio de vida o muerte.

 

Llegó a la puerta principal y golpeó con fuerza tres veces, el sonido seco y hueco resonando como un presagio en la casa. Pasó un instante antes de que la puerta se abriera con un chirrido prolongado. Al otro lado, iluminado apenas por la luz mortecina de un candelabro, se erguía la figura imponente del señor Wigmund Skuller, patriarca de la familia y amo de la mansión.

 

—Ha llegado justo a tiempo —dijo Wigmund, con voz grave y cansada, su mirada de hielo clavada en la partera.

 

Sin decir una palabra, asintió y cruzó el umbral, dejando tras de sí un rastro de silencio pesado. El viento ululó con desespero, como si reclamara su presencia, pero la puerta se cerró con un golpe seco, silenciándolo al instante. La tormenta quedó fuera, aunque su sombra parecía filtrarse por las grietas de la vieja casa, un presagio que se aferraba a cada rincón.

 

Los gemidos continuaban arriba, más intensos ahora, casi como un llamado desde las entrañas de la tierra. La partera se ajustó la capucha y siguió al señor Skuller escaleras arriba, mientras la casa crujía bajo el peso de los secretos y de una noche que sería recordada para siempre.

 

Cuando llegaron a la puerta de la habitación, Wigmund hizo una pausa. —Adelante, la esperan —dijo en voz baja, antes de girar sobre sus talones y desaparecer por el pasillo.

 

La partera giró el pomo y entró. La atmósfera en el interior era espesa y opresiva, impregnada por el olor de las velas consumidas. La única fuente de luz provenía de una lámpara de aceite en la esquina, cuya llama temblaba débilmente. Al centro de la estancia, una mujer yacía en la cama, su rostro pálido y perlado de sudor. Era Deirdre Skuller.

 

Al verla, Deirdre soltó un suspiro de alivio, casi quebrado. Sus ojos se encontraron con los de la partera, y durante un breve instante, un entendimiento silencioso pasó entre ambas. Deirdre se irguió lentamente, sus movimientos calculados y tensos. Con un temblor apenas disimulado, llevó las manos a su vientre y retiró la almohada que tenía escondida bajo el camisón blanco.

 

El bulto falso cayó sobre las sábanas con un ruido sordo, revelando el engaño. No había embarazo. Jamás lo hubo.

 

La partera, que había permanecido inmóvil hasta ese instante, comenzó a desabrochar su capa con manos temblorosas. El movimiento fue lento, cargado de una tensión contenida. Cuando la capa negra cayó al suelo, la verdad emergió con ella: bajo las telas oscuras, su vientre abultado quedó al descubierto, y un gemido de dolor se escapó de sus labios agrietados. Había estado aguantando desde que llegó.

 

Todo formaba parte del plan.

 

Deirdre observó a la mujer con una mezcla de ansiedad y fría determinación. Había encontrado a aquella joven embarazada, sola y sin recursos, prometiéndole consuelo y cuidado si aceptaba entregarle al hijo que llevaba en el vientre. Era la única solución que Deirdre había concebido para darle un heredero a su esposo, Wigmund Skuller, quien ignoraba por completo la farsa que se había tejido a su alrededor.

 

La partera, ahora una madre a punto de dar a luz, se tambaleó ligeramente, apoyándose en la esquina de la cama. Deirdre se acercó y posó una mano firme sobre su hombro, mirándola a los ojos con una resolución casi feroz.

 

—No temas —dijo Deirdre con voz baja, casi susurrante—. Todo saldrá como debe ser.

 

Los gemidos de la partera aumentaron, mientras la tormenta afuera arreciaba, como si la naturaleza misma se rebelara ante lo que estaba a punto de suceder.

 

Deirdre se enderezó y chasqueó los dedos con una frialdad calculada, el sonido seco y preciso rompió el aire pesado de la habitación. Un instante después, se escuchó un pop ahogado, seguido de un leve crujido en el suelo. En la esquina oscura, entre las sombras que parecían cobrar vida, apareció una figura pequeña y encorvada: era Totty, la elfa doméstica de la familia Skuller.

 

Su piel era de un gris cetrino, como si hubiera sido forjada en la penumbra misma, y sus grandes ojos ambarinos brillaban con un fulgor tenue, reflejando la llama tambaleante de la lámpara de aceite. Llevaba un vestido de harapos oscuros, desteñidos por el tiempo y el servicio, y sus orejas puntiagudas asomaban temblorosas entre mechones finos de cabello blanco.

 

—Señora Deirdre, ¿me ha llamado?— La voz de Totty era aguda, casi un susurro que vibraba en el aire denso. Habló sin levantar la mirada del suelo, su postura servil y encorvada, pero sus dedos lánguidos se retorcían con una inquietud reprimida.

 

Deirdre clavó sus ojos acerados en la criatura y, sin perder un segundo, señaló a la partera, que ahora jadeaba con dolor y sudor en la frente.

 

—Necesito que la ayudes, Totty. El niño debe nacer sin contratiempos. Vigila que todo se haga correctamente.

 

Totty asintió rápidamente, un temblor recorrió su menudo cuerpo al recibir la orden. Se acercó a la partera con pasos silenciosos, casi etéreos, como si no pisara el suelo. Sus manos huesudas se extendieron para tomar el brazo de la mujer, brindándole apoyo mientras el gemido ahogado de un nuevo dolor escapaba de los labios agrietados de la madre en labor.

 

—Tranquila, humana. Totty está aquí… el pequeño no tardará —susurró la elfa, su voz ahora suave, extrañamente calmante, pero impregnada de una especie de extraña melancolía.

 

La partera, con la mirada nublada por el sufrimiento, asintió apenas, permitiendo que la criatura la guiara hacia la cama y preparara el entorno con movimientos veloces y certeros. La elfa doméstica, pese a su aspecto frágil, desplegó una destreza sobrenatural: desató cómodamente el corsé de la mujer, acomodó almohadas y trapos limpios que parecían surgir de la nada y, con un gesto de sus manos, avivó la llama de la lámpara hasta que la estancia entera brilló con una luz dorada y fantasmagórica.

 

Deirdre, con la expresión de una leona acechando a su presa, se mantuvo al margen, observando con un fervor contenido. Todo debía salir según lo planeado; no podía permitirse ningún error. Caminó lentamente hasta la ventana, entrelazando sus dedos nerviosos, y contempló la tormenta que arreciaba allá afuera. El viento ululaba como un coro de almas perdidas, y cada ráfaga golpeaba la ventana con una violencia que parecía empeñada en anunciar un presagio oscuro.

 

—Rápido, Totty —murmuró, con un deje de impaciencia—. No tenemos toda la noche.

 

La elfa volteó apenas un momento, asintiendo con determinación, antes de continuar su labor. La partera, ahora empapada en sudor, apretaba los dientes y luchaba por contener los alaridos de cada contracción, pero Totty susurraba palabras en una lengua antigua, melodías que parecían calmar, al menos momentáneamente, el tormento de la madre.

 

Poco a poco, la atmósfera en la habitación cambió. El aire se volvió más denso, más cargado, como si algo o alguien observara desde las sombras. La luz de la lámpara comenzó a temblar, proyectando formas danzantes en las paredes.

 

Deirdre, sin apartar la vista del exterior, habló con un tono cortante, sin dirigirse a nadie en particular:

 

—Este niño nacerá fuerte y sano. Es un Skuller. Y así será recordado.

 

Un grito ahogado retumbó en el cuarto, el cuerpo de la partera se arqueó con violencia y un último gemido de esfuerzo resonó con un eco ominoso. Entonces, el llanto de un recién nacido rompió el silencio, un sonido agudo y puro que se alzó sobre la tormenta. Por un momento, todo quedó en suspenso.

 

Totty sostía al pequeño con manos cuidadosas, sus enormes ojos brillaban con una mezcla de asombro y algo indescifrable. La criatura, apenas envuelta en un trozo de tela limpia, pataleaba y berreaba con una fuerza que parecía inconcebible para su tamaño.

Deirdre se acercó con rapidez, impaciente por tener en sus brazos al heredero que tanto había anhelado. Extendió los brazos y tomó al bebé con manos seguras, pero cuando sus ojos se posaron en el recién nacido, su expresión cambió de inmediato.

 

No era lo que esperaba. No era lo que le habían prometido.

 

En lugar de un varón de cabello dorado como el sol, la criatura era una niña, de cabello negro como la noche. Sus ojos, oscuros y profundos, se clavaron en los de Deirdre, como si desafiaran su descontento.

 

—Esto… esto no es lo que juraste —dijo Deirdre, su voz ahora afilada como un cuchillo. Sus dedos se tensaron alrededor del pequeño cuerpo. Giró la cabeza lentamente hacia la partera, que permanecía jadeando en la cama, extenuada y pálida. Sus ojos apenas lograron entreabrirse para encontrarse con la mirada acerada de Deirdre.

 

—Me dijiste que sería un niño… rubio, como mi esposo. Me juraste que así sería. —Su tono estaba cargado de una furia contenida, a punto de estallar.

 

La partera intentó hablar, pero su voz apenas salió como un hilo quebrado.

 

—No lo sabía… no podía saberlo. Su padre es rubio… yo creí…

 

Deirdre apretó los labios, sus ojos llamearon con un destello peligroso. La tormenta afuera pareció responder a su ira, golpeando la ventana con una fuerza renovada. La niña en sus brazos comenzó a llorar más fuerte, como si percibiera la tensión en el ambiente.

 

Deirdre no apartó la mirada del rostro de la pequeña, su mente trabajaba rápidamente, calculando las implicaciones. En sus brazos no estaba el heredero perfecto que había imaginado, sino una hija cuya mera existencia complicaba su ya frágil plan.

 

Por un momento, el silencio reinó, roto sólo por el llanto de la niña. Finalmente, Deirdre respiró hondo y ajustó la mantilla que cubría al bebé, apretándola contra su pecho con una mezcla de aceptación y resentimiento.

 

—Ya no importa —dijo con voz fría, cargada de determinación—. Es una Skuller. Y será presentada como tal. —Miró fijamente a la partera, su mirada acerada clavándose como un puñal—. Será perfecta… lo haré perfecto. —Murmuró para sí misma mientras caminaba alrededor de la habitación, la tormenta afuera aún rugiendo como si desafiara su decisión—. Ha nacido un heredero. El apellido Skuller continuará.

 

En ese momento, una voz quebrada rompió el momento:

 

—Por favor... déjenme verla. Déjenme ver a mi bebé.

 

La joven, pálida y exhausta, extendió una mano temblorosa hacia Deirdre, su mirada suplicante se clavó en la mujer que sostenía al recién nacido. Sus ojos estaban llenos de lágrimas, mezclando dolor y esperanza. Era un pedido desesperado, la súplica de una madre que había soportado tanto, aferrándose a la única chispa de vida que le quedaba.

 

Deirdre la observó en silencio, su expresión endurecida como una máscara impenetrable. La elfa, que permanecía cerca, miró a ambas mujeres con cautela, como si intuyera que aquel instante era más crucial de lo que parecía.

 

—No es tuyo —respondió Deirdre al cabo de un momento, su voz fría como el hielo—. Este niño es un Skuller, y tú ya has cumplido con tu parte.

 

El rostro de la chica se contrajo, y un sollozo silencioso escapó de sus labios mientras bajaba la mano lentamente. La tormenta rugió más fuerte, como si el viento protestara por la decisión tomada en aquella habitación.

 

La joven, apenas capaz de mantenerse de pie, cerró los ojos con fuerza, como si intentara reunir todas las fuerzas que le quedaban. Su aliento era entrecortado, su cuerpo colapsando bajo el peso de la fatiga y el dolor. Un sudor frío perlaba su frente mientras sus manos, temblorosas, se aferraban al aire, como si pudieran retener algo más que promesas rotas.

 

—Por favor… —susurró, su voz quebrada por la desesperación—. Sólo… déjame nombrarla. Cumple con tu parte, Deirdre… Yo lo… lo he hecho todo, todo lo que pediste… No tengo más que esto, por favor… ¡deja que le dé su nombre!

 

Deirdre la observó fijamente, sin inmutarse, pero su mirada parecía atravesarla, como si sopesara cada palabra, cada suspiro que había escapado de esos labios rotos. La elfa, que hasta ese momento había permanecido en silencio, dio un paso hacia atrás, como si no pudiera soportar el dolor palpable que emanaba de la joven.

 

El viento aulló nuevamente, llevando consigo una sensación de urgencia, un eco lejano de lo que estaba en juego. La joven, viendo que Deirdre no respondía, se arrastró hacia ella, sus rodillas rozando el suelo con un dolor que parecía superar cualquier límite humano. Con una última súplica, levantó la cabeza, sus ojos brillando con lágrimas.

 

—Por favor… El nombre es lo único que puedo darle… El nombre es todo lo que le quedará de mí. Te lo ruego… No me lo arrebates. 

 

—Te lo ruego... No pido más. Solo que me dejes nombrarla. No puedo irme así, sin dejar nada de mí en él.

 

Deirdre se quedó en silencio por un largo momento, la tensión colgando en el aire como un peso insoportable. La joven estaba al borde del abismo, su vida desmoronándose en sus manos, y aún así, seguía luchando por ese último vestigio de humanidad.

 

Finalmente, Deirdre suspiró, y por un instante, algo en su rostro se suavizó, casi imperceptible.

 

—Está bien —dijo, su voz suave, pero firme—. Nombrarla será lo único que te concederé. Tienes una oportunidad. Hazlo rápido.

 

La joven, al borde del agotamiento, apenas pudo sonreír entre sollozos. Se arrastró hacia el niño en los brazos de Deirdre, y, con un último esfuerzo, colocó una mano sobre su pequeño pecho. Miró al recién nacido, su rostro una mezcla de amor y tristeza, y pronunció el nombre con una suavidad que parecía romper el aire mismo.

 

—Te llamarás… Envydia.

 

El viento, que había estado rugiendo con furia, cesó por un instante, como si hubiera entendido el significado de aquella palabra. 

Deirdre observó en silencio mientras la joven, aún temblorosa, pronunció el nombre de la niña. El viento, por un instante, se calmó, pero la atmósfera en la habitación seguía cargada de una tensión palpable, como si el propio aire se rehusara a aceptar lo que acababa de suceder. Los ojos de Deirdre permanecieron fríos y calculadores, pero una pequeña chispa de algo que podría ser satisfacción o quizá algo más sombrío, brilló en su mirada.

 

Finalmente, soltó un suspiro, casi imperceptible, antes de dirigirse a la elfa.

 

—Totty —dijo, con voz controlada, pero cargada de autoridad—, ayúdala a ponerse el abrigo y llévala a la salida. No quiero que esta casa se llene de su miseria ni un segundo más.

 

La elfa, que había estado observando en silencio, asintió sin pronunciar palabra. Su figura delgada y encorvada se desplazó con rapidez y silenciosidad hacia la joven, que seguía de rodillas en el suelo, aún aferrada a la esperanza rota. Con una gentileza que contrastaba con su aspecto sombrío, Totty se inclinó para tomar a la joven entre sus brazos, levantándola suavemente del suelo con una destreza que solo alguien de su naturaleza podía poseer.

 

La joven apenas podía mantenerse de pie, su cuerpo agotado por el esfuerzo, el dolor y la desesperación. El llanto de la niña en los brazos de Deirdre parecía llenarlo todo, el aire, la estancia, el espacio entre las sombras. Pero Totty no dejó que se tambaleara; la rodeó con su brazo huesudo y comenzó a ayudarla a ponerse el abrigo, que la joven apenas podía sostener.

 

Deirdre observaba la escena con ojos fríos, su rostro inmóvil como una máscara. El crujir de la tormenta afuera se sentía más distante ahora, como si la furia de la naturaleza estuviera en algún lugar lejano, sin poder infiltrarse en los muros de la mansión. La habitación, aunque llena de secretos oscuros, parecía ahora más vacía que nunca.

 

Cuando la joven estuvo lista, con el abrigo cubriendo su cuerpo exhausto, Totty la condujo hacia la puerta. La elfa no decía nada, pero sus ojos brillaban con una extraña melancolía mientras ayudaba a la mujer a caminar. La joven, apenas consciente de sus pasos, se dejó guiar sin una palabra, su rostro marcado por la fatiga y la tristeza.

 

Deirdre permaneció en su lugar, su mirada fija en el recién nacido, que ahora descansaba en sus brazos, ajeno a todo lo que había sucedido. La niña, Envydia, seguía llorando con la misma intensidad, su llanto resonando en la habitación como un eco de su llegada al mundo. 

 

—Llévala a la puerta, Totty. No quiero ver más de ella. 

 

Totty, obediente, salió de la habitación, cerrando la puerta con un suave clic detrás de ella. Deirdre permaneció allí, sola, con la niña en sus brazos. El llanto de la bebé ya no le parecía tan molesto. Había algo en esa fuerza, en esa vida, que le daba poder. Todo estaba bajo control ahora, aunque el sacrificio hubiera sido más grande de lo que había anticipado.

 

Cuando la elfa y la joven llegaron a la puerta, Totty se detuvo un momento, mirando la oscuridad afuera, como si sintiera que algo más se encontraba acechando en las sombras. Pero no dijo nada. No era su lugar.

 

La joven, desorientada y agotada, dio un paso hacia el umbral de la puerta. El viento, aún presente, sopló con furia, pero el frío que golpeaba la piel de la joven no era nada comparado con el frío que sentía en su corazón. Había cumplido con lo que Deirdre le pidió, pero lo había perdido todo. 

 

—¿Qué… qué pasará con ella? —preguntó, su voz quebrada por el dolor y la desesperación.

 

Totty, con su voz suave pero cargada de algo indefinible, respondió, mirando a la joven mientras la empujaba suavemente hacia la oscuridad de la noche.

 

—Me encargaré de que nadie le haga daño.

 

La joven, sin decir nada más, se adentró en la tormenta, su figura desvaneciéndose rápidamente entre la oscuridad y el viento. Totty la observó por un momento, sintiendo una extraña tristeza que no podía explicar. Luego cerró la puerta tras ella, quedándose sola en la entrada de la mansión.

 

Dentro, Deirdre miró a la niña en sus brazos, su rostro marcándose con una expresión calculadora.

 

—Tú serás quien lleve este apellido, pequeña. Y serás perfecta. Lo haré perfecto. 

 

Mientras tanto, fuera de la mansión, la tormenta seguía rugiendo con fuerza, como si el mundo entero estuviera bajo una amenaza que no podía ser contenida. Pero para Deirdre, nada de eso importaba. Había tomado lo que quería. Y el apellido Skuller continuaría.

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