
Chapter 19
Un mes pasó desde que Daemon había sido liberado de Azkaban, el nuevo ministro de magia había intentado contactarlo, era un miembro de la familia real y era altamente importante que la familia real se mantuviera unidad, aunque el mismísimo rey no estuviera cooperando con eso.
Al ministerio le preocupaba el distanciamiento de la familia real, y que el mismísimo rey hubiera permitido que encerraran a su heramno.
Sin embargo, Daemon no había respondido a las cartas y mensajes enviados por el ministerio.
No quería saber de su hermano, no quería hablar con él como sugería el ministerio.
Solo quería poder. Nunca más lo encontrarían sin que estuviera preparado.
Ahora él finalmente liberaría su poder, no le importaba cuantas reglas debiera romper, ya nada le importaba, solo recuperar todo lo que había perdido.
No le importaba lo que tuviera que destruír para recuperarlo, si tenía que destruír los siete reinos, el mundo mágico, el mundo de los muggle, nada le importaba, él recuperaría todo.
Recuperaría a sus hijas, recuperaría a su hijo con Rhaenyra, un hijo que ni siquiera había podido conocer, y recuperaría a Rhaenyra, ella sería suya.
Había sido paciente, había observado desde las sombras. Sirius Black. Rhaenyra. El perfecto matrimonio que al parecer su hermano había rechazado pero todos los demás adoraban.
No eran más que una mentira y él se encargaría de que Rhaenyra volviera a sus brazos, la arrancaría del lado de Sirius Black y la tendría a su lado, donde ella siempre debería haber estado.
En las profundidades del reino mágico, él buscó a sus aliados más antiguos. Aquellos que habían luchado con él, aquellos que le habían sido leales.
Muchos de ellos rechazados por la corona, alejados de la gloria de haber servido a la corona debido a los Hightower. Por supuesto que Otto Hightower había alejado a todos quienes fueran leales a él.
Muchos de sus aliados lo creían muerto. Algunos incluso habían llorado de felicidad al verlo vivo. Ellos gritaron y celebraron con alegría cuando vieron su mirada ardiente de poder, ellos estaban listos para pelear a su lado.
Vieron la marca de Azkaban aún fresca en su piel y maldijeron a la corona, maldijeron a los Hightower, ellos lucharían por el príncipe Daemon, el les había dado un lugar en el mundo, y ellos pagarían por eso con su lealtad.
Daemon había vuelto, pero su piedad, su compasión, no habían regresado con él.
Ahora él no aceptaría nada que no fuera el dominio absoluto del reino, del mundo mágico incluso del amor que le pertenecía.
Desde el lomo de Caraxes, Daemon sobrevoló las tierras de los magos, reclutando a los más poderosos, a los que no temían cruzar líneas prohibidas. Quería poder real, magia antigua que los demás consideraban un mito. Y donde otros veían peligro, él solo veía oportunidad.
Criaturas olvidadas. Artefactos malditos. Conjuros que habían sido prohibidos incluso en los tiempos más oscuros.
Daemon no dejó nada atrás.
Cuando llegó a los peldaños de piedra, el lugar donde él fue rey alguna vez, un ejército completo lo esperaba, no un ejército cualquiera, un ejército nacido de las pesadillas de los magos.
Un ejército con el que las abuelas podrían asustar a los niños en sus cuentos.
Y cada uno de esos hombres y mujeres eran leales a él, pelearían por su causa, conquistarían todo a su paso con él como su gobernante.
Y ahora, luego se reunir a sus fuerzas...
No tenía intenciones de esconderse más.
Pronto, los Siete Reinos arderían.
Pronto, nadie se atrevería a quitarle nada de nuevo.
Daemon había escuchado sobre alguien, un sujeto que ya se estaba creando un renombre antes de que él fuera encerrado en Azkaban.
Tom Riddle, o más bien, como ahora se hacía llamar, Lord Voldemort.
Era el sujeto que intentaba subyugar a la corona y al mundo mágico.
Ese noche, Daemon derribó cada defensa de la mansión Riddle donde se encontraba Voldemort y descendió del cielo en Caraxes.
No necesitaba ser discreto, querían que supiera que él se había presentado allí
Apenas tocó el suelo, las puertas de la mansión se abrieron con un crujido. Mortífagos encapuchados emergieron como sombras, varitas en mano, rodeándolo en un círculo cerrado. Ninguno de ellos se atrevió a hablar. Lo sentían. La magia que emanaba de Daemon no era la de un mago común. Era antigua, primitiva y aplastante, el fuego de los antiguos dragones definitivamente corría por sus venas.
—No todos los días un hombre sale de Azkaban con vida —la voz fría y sibilante de Lord Voldemort rompió el silencio- Es curioso que el ministerio haya decidido liberarte.
El Señor Tenebroso apareció entre sus seguidores, observándolo con una mezcla de curiosidad y desdén. Daemon sostuvo su mirada sin inmutarse. Ese era el supuesto mago más temido de la época. El que se creía invencible.
Patético.
—He oído historias sobre ti, Daemon Targaryen —continuó Voldemort, con una sonrisa helada—. Dicen que ningún hombre pudo quebrarte, ni siquiera en Azkaban. Podría serte útil... si sabes a quién servir- dijo Lord Voldemort mirándolo fijamente.
Daemon rió, un sonido bajo y cruel que resonó como un rugido de dragón en la noche. Bajó de Caraxes, dio un paso al frente, y los mortífagos, por instinto, retrocedieron.
Voldemort frunció el ceño cuando vio a sus ejércitos retroceder, era cierto que el poder que emanaba de Daemon era descomunal, pero ¿Tanto miedo inspiraba en sus seguidores?
¿Por qué? Al fin y al cabo Daemon era solo un hombre más, que también serviría a él, o moriría.
—¿Servirte? —escupió Daemon con desprecio—. No te equivoques, Riddle. No he venido a arrodillarme ante una serpiente con delirios de grandeza- dijo Daemon simplemente.
El silencio fue absoluto. Nadie se atrevió a respirar.
Por un instante, Voldemort pareció divertido. Pero esa diversión se desvaneció cuando Daemon alzó la mano sin necesidad de varita, y el cuerpo de Bellatrix Lestrange, su seguidora más leal, se elevó del suelo como si unas garras invisibles la atraparan.
—¿Qué...? —Balbuceó ella, luchando por respirar.
—¿Crees que el Cruciatus es doloroso? —susurró Daemon, sus ojos brillando con un fuego carmesí. Sus dedos se cerraron, y el cuerpo de Bellatrix se arqueó con un grito desgarrador mientras un hechizo antiguo, más oscuro que cualquier maldición imperdonable, desgarraba sus nervios desde adentro, aunque sin matarla, solo la tortura mental que significaba el hechizo.
Voldemort alzó su varita, no porque quisiera defender a Bellatrix, sino porque si Daemon era capaz de magia sin varita, era demasiado peligroso. Pero Daemon ni siquiera le dio tiempo de conjurar una maldición. Con un movimiento brusco, Daemon arrojó a Bellatrix al suelo y miró desafiante a Voldemort.
—No eres nada para mí —declaró Daemon, avanzando hacia él con calma—. Podría aplastarte aquí mismo y nadie se atrevería a recordarte.
Voldemort le lanzó un Avada Kedavra sin dudarlo. El rayo verde cruzó el aire... y Daemon lo detuvo con una sola mano, como si no fuera más que un soplo de viento.
El silencio fue sepulcral.
—¿Eso es todo? —se burló Daemon—. Un truco de luces. No me impresionas.
Antes de que Voldemort pudiera reaccionar, Daemon lo inmovilizó con un simple gesto. El Señor Tenebroso cayó de rodillas, su cuerpo temblando bajo una fuerza que no comprendía.
El terror mental invadiéndolo cuando él comenzó a hablar en su mente, solo él podía escucharlo, el príncipe Targaryen estaba en su mente, jugando con sus recuerdos, atormentándolo, destruyendo cada defensa mental que había construído.
Nadie podía tener tanto talento en las artes ocultas, lo que Daemon Targaryen estaba haciendo no era normal, no era posible. O al menos él no lo creía hasta ese momento.
—Podría acabar contigo ahora mismo —susurró Daemon, inclinándose hasta estar a su altura—. Pero no lo haré. Porque quiero que recuerdes este momento cada vez que respires. Quiero que sepas que no eres nada. Que tú y tus ejércitos servirán a mi causa en el momento en que yo lo demande.
Levantó la mano y la dejó caer lentamente, liberando a Voldemort de su hechizo. El Señor Tenebroso jadeó, humillado, mientras sus seguidores no se atrevían ni a levantar la vista.
—Toma esta noche como el comienzo de nuestra ''alianza'' —advirtió Daemon, girándose con una elegancia letal—. No intentes nada estúpido, ya te informaré de que forma me serás de utilidad, si haces algo indebido, simplemente te mataré- dijo Daemon saliendo de allí.
Subió de nuevo a Caraxes, y el dragón rugió con un sonido que hizo temblar el suelo antes de alzarse en el cielo.
A partir de esa noche, ninguno de los mortífagos volvió a mencionar el nombre de Daemon Targaryen. Ni siquiera Voldemort. Porque todos sabían la verdad:
En el mundo de la magia y el fuego, solo había un verdadero rey.
E incluso Lord Voldemort se inclinaría frente a él, esperando el momento en que él le ordenara de que forma debía servirle.
Sin embargo, Daemon no pudo ver que había alguien de su pasado entre las filas de Voldemort.
Severus Snape, que miraba impresionado lo que había ocurrido.
Severus nunca había creído en el destino. Creía en la lógica, en las decisiones frías y calculadas, en la utilidad de estar siempre en el lugar correcto y en el momento adecuado. Pero esa noche... esa noche lo cambió todo.
Desde las sombras de la mansión Riddle, Snape lo había visto todo. El modo en que Daemon Targaryen había humillado a Voldemort con una facilidad insultante. Cómo lo había reducido a un hombre débil, temblando de ira y miedo frente a sus propios seguidores. Y lo peor de todo... el brillo de pura furia en los ojos de Daemon no había desaparecido ni cuando lo dejó vivir.
Había escuchado lo que dijo Voldemort ¿Daemon Targaryen había salido de Azkaban?
¿Allí es donde había estado? ¿Por eso había desaparecido? ¿Cómo fue a parar allí? ¿Qué fue lo que sucedió con él?
¿Cuándo se había vuelto tan poderoso?
¿Rhaenyra sabía de esto? No, por supuesto que ella no lo sabía. Ella vivía en una burbuja apartada del mundo con Sirius desde que se habían casado. Ellos y los Potter vivían alejados del mundo como las mentirosas familias perfectas.
Snape no había olvidado sus años como estudiante en Hogwarts, cuando Daemon era profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras. Había sido temido por todos, no solo por su crueldad en las clases o por la intensidad de su mirada, sino por la leyenda que lo rodeaba.
La familia real gobernaba el mundo, pero algunos decían que Daemon era el único Targaryen que había heredado la verdadera sangre de dragón y que por sus venas corría auténtico y antiguo poder.
Y ahora, después de diez años desaparecido, estaba claro que nada de lo que se decía era una exageración.
Si Daemon había estado en Azkaban, seguro que ahora había salido de allí con deseos de venganza.
Rhaenyra tenía que saber eso. A pesar de que ya no hablaran tanto, o que tuvieran pensamientos diferentes, ella merecía saberlo.
Rhaenyra merecía saber la verdad. Pero el tiempo corría en su contra. Por la forma en que Daemon había hablado, por la rabia con la que había dejado claro que no se detendría ante nada... no tardaría en buscarla. Y cuando lo hiciera, nadie sabría qué quedaba de él después de una década en el infierno.
¿Ella estaría en peligro? ¿y si ella estaba en peligro.... lo estaría Lily que vivía cerca de ellos?
¿Sería Daemon capaz de matar a quien fuera que intentara proteger a Rhaenyra?
Se deslizó fuera de la mansión sin hacer ruido, cubriéndose con un hechizo de invisibilidad. No se atrevió a usar la aparición hasta estar lejos del alcance de cualquier mortífago.
Daemon no lo había visto allí, y esperaba eso fuera una ventaja. No era como si quisiera encontrárselo de frente, porque si ni siquiera Voldemort tenía el poder de derrotarlo, mucho menos él.
Su mente trabajaba a toda velocidad mientras avanzaba por un bosque, las botas resonando en el suelo húmedo. Sabía dónde estaba Rhaenyra. Siempre había sabido. Había observado desde lejos cómo reconstruía su vida, cómo intentaba encontrar paz en un mundo donde el hombre que amaba ya no existía. Pero ahora... ahora nada de eso importaba.
Daemon volvería por ella. Por su hijo. Y no habría nadie que pudiera detenerlo.
Era lo lógico, era lo que los ojos de Daemon Targaryen gritaban. No era difícil adivinar sus intenciones.
Snape volvió a aparecerse y avanzó rápidamente por el Valles de Godric, no importaba cuanto odiara estar allí, no importaba si veía a los Potter, él solo estaba allí por Rhaenyra.
El viento helado le azotaba el rostro, pero su mente estaba en otra parte. Visualizaba la expresión de Daemon cuando había humillado a Voldemort, la facilidad con la que había destruido la confianza del mago más temido del mundo. Y si Daemon Targaryen había pasado diez años en Azkaban sin quebrarse, sin perder su poder, entonces nada—ni el Ministerio, ni la Orden del Fénix que estaba recién comenzando , ni siquiera Voldemort—podría detenerlo.
Pero antes de que pudiera acercarse más a la casa de Rhaenyra, una figura bloqueó su camino.
Por supuesto, esa voz venía de la casa cercana a la de Rhaenyra.
—No darás un paso más, Snivellus- dijo una odiosa voz que él conocía bien.
James Potter.
Snape reprimió el impulso de sacar su varita al instante, aunque su mano se tensó en el bolsillo de su túnica. Por supuesto que tenía que ser Potter. Siempre aparecía en el peor momento posible, como si el destino no se cansara de ponerlo en su camino.
—No tienes idea de lo que estás haciendo, Potter —escupió con frialdad—. Hazte a un lado.
James soltó una risa seca, la misma risa arrogante que Snape había odiado desde que tenían once años.
—¿Ah, sí? ¿Y qué se supone que estás haciendo tú? —dijo, entrecerrando los ojos detrás de las gafas—. Todos sabemos que tienes una extraña fijación con Rhaenyra. ¿Vienes a arruinarle la vida ahora que está empezando a reconstruirla? ¿O es que no puedes soportar que Sirius finalmente haya encontrado la felicidad?- preguntó Potter y Snape estuvo a punto de perder la paciencia.
¿Ahora Potter sugería que él estaba interesado en Rhaenyra?
Snape sintió que la ira burbujeaba en su pecho. La ignorancia de Potter era desesperante. No tenía tiempo para sus acusaciones infantiles ni para sus insinuaciones absurdas. Si supiera la verdad, no estaría aquí jugando al guardián.
—Esto no tiene nada que ver con Black —espetó—. Si no me dejas pasar, Potter, te arrepentirás.
James dio un paso adelante, sacando su varita con un movimiento fluido, listo para luchar si era necesario.
—¿Vas a maldecirme, Snape? ¿Aquí? ¿En el Valle de Godric? ¿Crees que voy a dejarte acercarte a elllos?- preguntó James que haría cualquier cosa por su amigo Sirius.
Snape apenas pudo contener el deseo de atacarlo. Un solo hechizo, un solo movimiento, y Potter estaría fuera de su camino. Pero entonces, justo cuando estaba a punto de responder, una vocecita interrumpió la tensión.
—Papá...- dijo de pronto una voz
Ambos giraron al escuchar la voz infantil.
Ahí estaba, parado en el umbral de la casa Potter, con el cabello desordenado y las gafas ligeramente torcidas en su pequeño rostro. Harry Potter. Apenas tenía siete años, pero en esos ojos verdes, tan iguales a los de Lily, Snape vio todo lo que le importaba. Todo lo que nunca podría tener.
Por un instante, el mundo pareció detenerse.
Harry miraba con curiosidad la escena, demasiado joven para comprender el odio denso que flotaba en el aire. Y Snape supo, en ese momento, que no podía hacer esto. No podía lanzar un hechizo, no podía arriesgarse a lastimar a James Potter en presencia del hijo de Lily. Porque herir al niño, aunque fuera indirectamente, sería como herirla a ella.
Y él nunca haría eso. Nunca. Lily seguía siendo el amor de su vida, a pesar de la distancia, a pesar de que ella estuviera casada, su alma aún pertenecía a ella.
Snape inspiró profundamente, su furia luchando contra algo más profundo, más antiguo. Por primera vez en años, apartó la mirada primero.
—Esto no ha terminado, Potter —murmuró con una frialdad venenosa—. No tienes idea de lo que está en juego.
Sin esperar respuesta, giró sobre sus talones y se desvaneció en la noche con un chasquido suave, dejando a James parado en medio del camino, confundido y aún con la varita alzada.
Desde la casa, Harry lo observaba con una mezcla de curiosidad y temor.
James bajó lentamente la varita y se acercó a su hijo, colocando una mano protectora sobre su cabeza.
—No te preocupes, pequeño —susurró, más para sí mismo que para Harry—. No dejaré que ese bastardo se acerque a nadie que ame, estamos a salvo de los mortífagos- dijo James entrando con su hijo a casa.
Pero en el fondo, una inquietud sorda comenzó a crecer en su interior. Porque Snape no se arriesgaría a enfrentar una pelea si no fuera por algo importante. Y James no pudo evitar preguntarse qué demonios estaba ocurriendo... y si estaba preparado para lo que estaba por venir.
En otro lugar, Daemon se movía entre las sombras dominado solo por el deseo de venganza.
Solo podía pensar en ella, Rhaenyra...
Su nombre era como una herida abierta, ardiendo en su mente cada segundo del día. Recordaba cómo ella lo había mirado la última vez, justo antes de que la oscuridad de Azkaban lo envolviera.
Recordaba la forma en que su risa solía encender su alma, cómo su tacto era el único consuelo que su corazón maldito había conocido.
Y ahora... ahora ella pertenecía a otro.
Sirius Black.
Un simple mago. Un hombre que jamás podría amarla de la forma en que él lo hacía.
El solo pensamiento lo hacía hervir de ira. Si no hubiera pasado esos años en Azkaban, torturado por los dementores, con su mente fracturada y carcomida por el dolor, quizá habría entendido por qué ella había seguido adelante. Después de todo, él mismo le había escrito aquella carta, le había dicho que siguiera con su vida, que no lo esperara. Lo habían obligado, pero igualmente la había escrito.
Pero ya no podía recordarlo con claridad. La prisión había destruido cualquier vestigio de compasión en su alma. Todo lo que quedaba era su necesidad de recuperarla.
A ella. A su hijo. A las hijas que le habían sido arrebatadas.
Baela y Rhaena, sus pequeñas niñas....¿Lo habrían olvidado? ¿Habrían pensado también que él las abandonó?
Pronto las llevaría a casa con él, y si Laena y su esposo querían unirse a su causa, serían bienvenidos.
Pero ahora, él iría por Rhaenyra. Ella era suya.
Siempre había sido suya. Y si Rhaenyra creía que podía pertenecerle a otro, se equivocaba. No importaba lo que tuviera que hacer. No importaba quién se interpusiera en su camino.
Miró a uno de sus sirvientes, sus ojos ardiendo en furia.
—Prepara a Caraxes —ordenó con una voz baja y gélida. Uno de sus nuevos seguidores, un mortífago que había cambiado su lealtad tras ver cómo humillaba a Voldemort, se apresuró a obedecer—. Nos dirigimos al Valle de Godric- dijo Daemon y el hombre salió rápidamente de allí para poner la montura sobre el dragón.
No habría negociaciones. No habría advertencias.
Daemon no venía a pedir. Venía a tomar.
Más tarde, subió de un salto al lomo del dragón, su silueta oscura recortándose contra el cielo estrellado. Los mortífagos que lo seguían observaban con reverencia y temor mientras Caraxes extendía las alas y se elevaba con un rugido feroz. Pero en la mente de Daemon, todo se reducía a una sola cosa:
Rhaenyra volvería a ser suya. Lo quisiera o no.