
Chapter 18
10 años después.
El valle de Godric tenía el aroma de la tranquilidad cotidiana. Una vida sencilla y sin sobresaltos.
Pero Rhaenyra, sabía que la paz era solo una ilusión frágil. El mundo ya no era un buen lugar, no con Lord Voldemort acechando en cualquier lugar.
Un demente que había aumentado su poder y obtenido numerosos seguidores, el señor tenebroso, se hacía llamar.
Su vida no era la que había imaginado que sería.
Nunca llevaría la corona en la cabeza, ya no. Ese lugar su padre lo había cedido a su hermano.
Su destino había sido arrebatado, luego de que su padre se enterara que se había casado y estaba embarazada.
Ella ni siquiera quería pensar que pasaría si su padre se enteraba que su hijo no era de Sirius, su actual esposo, y que en cambio era de Daemon. Seguramente su padre la enviaría lejos, donde no pudiera avergonzarlo más.
Ahora era solo Rhaenyra Black, esposa de Sirius Black, madre de un niño que llevaba el nombre de un conquistador, pero cuyo verdadero linaje había sido borrado con un solo decreto de su padre.
Aegon Black.
Diez años habían pasado desde que lo sostuvo por primera vez entre sus brazos, con el corazón dividido entre el amor infinito que le tenía y el dolor abrasador de saber que jamás podría decirle la verdad.
Era un niño brillante, fuerte y orgulloso. Pero lo más doloroso de todo era cuánto se parecía a Daemon. Cada día, con cada mirada, con cada gesto, Rhaenyra veía en su hijo al hombre que la había abandonado, al hombre que había sido su otra mitad y que ahora estaba perdido en la oscuridad de Azkaban, sufriendo un destino que tal vez ya lo había destruido por completo, aunque ella no tenía idea de donde estaba él.
Sirius nunca mencionó lo obvio. Cuando Aegon nació, él lo sostuvo en brazos y sin dudarlo lo llamó "hijo". Nunca hizo preguntas, nunca la miró con reproche, aunque ambos sabían que la verdad era una sombra permanente en su hogar. Fue su elección. Amarla significaba aceptar esa mentira, cargar con una culpa que no le pertenecía. Y Rhaenyra, con el corazón destrozado, le dejó hacerlo.
El matrimonio fue un secreto, un acto de desafío contra el mundo y contra la corona.
Severus Snape fue su cómplice, un testigo silencioso que los ayudó a contraer matrimonio en las sombras, lejos de los ojos de aquellos que habrían querido verla humillada. En aquellos años, Snape aún era su amigo. Aún hablaban sin el peso de la guerra separándolos.
Pero todo cambió cuando él eligió el camino equivocado.
La primera vez que lo vio con la Marca Tenebrosa, Rhaenyra sintió que su corazón se rompía en pedazos irreparables.
—¿Por qué? —le preguntó, con la voz temblorosa, con la esperanza de que él le diera una razón que pudiera entender.
Severus desvió la mirada. Ya no era el niño flacucho con el que compartía tardes en la biblioteca de Hogwarts. Se había convertido en un hombre marcado por la ambición, por el rencor, por el dolor de un amor que nunca sería suyo.
—No todos tenemos la opción de elegir amor sobre poder, Rhaenyra —respondió con frialdad, aunque ella pudo ver la sombra de tristeza en su expresión.
—Tú sí la tenías —insistió ella, dando un paso adelante, buscando en él al niño que había conocido—. Severus, aún puedes salir de esto.
Él soltó una risa amarga.
—¿Y para qué? ¿Para ver cómo Lily sigue con Potter? ¿Para vivir en la miseria mientras otros se aferran a su legado de grandeza? No, Rhaenyra. Yo no soy como tú. No nací para brillar en la cima del mundo.
Rhaenyra sintió que su garganta se cerraba. ¿Era eso lo que él creía?
—Entonces, ¿qué somos? —susurró, con la voz entrecortada—. ¿Qué queda de nuestra amistad?
Snape la miró, su expresión indescifrable. Por un momento, ella creyó que diría algo, que admitiría que aún le importaba, que aún había una parte de él que podía salvarse. Pero en lugar de eso, se alejó.
Desde ese día, sus encuentros fueron cada vez más fríos, más distantes. Pero Rhaenyra nunca perdió la esperanza. Porque sabía que, en lo más profundo, él no era un monstruo.
Sin amigos ya, apenas logró terminar sus estudios, ella y Sirius se fueron, vivían en una casa sencilla, cerca de James y Lily Potter, observando como el mundo mágico se preparaba para la guerra, observando como su hijo crecía sin saber la verdad.
Al menos Siriys tenía a James, ella intentaba conversar con Lily, pero no podía evitar culparla de lo que había sucedido con Snape. Sabía que ella no tenía la culpa, pero aún así, no podía tolerarla.
Por otra parte, su hijo era todo para ella, y Sirius era un buen compañero.
Sirius era un buen padre. Tal vez el mejor padre que Aegon podría tener.
Le enseñaba a montar una escoba, le contaba historias de los merodeadores con una sonrisa traviesa. A veces, cuando creía que Rhaenyra no lo veía, lo miraba con una tristeza silenciosa, como si cada día temiera que el niño descubriera la verdad.
—Papá, ¿crees que algún día seré rey?- preguntó Aegon a Sirius y él lo miró con tristeza.
El niño se había enterado de que Rhaenyra iba a ser la reina un día, y había creído que tal vez un día sería rey.
La pregunta de Aegon cayó como un rayo en el corazón de Rhaenyra.
Sirius sonrió y revolvió el cabello del niño.
—No necesitas una corona para ser grandioso, pequeño- le dijo Sirius con cariño.
Aegon rió, sin entender el peso de esas palabras.
Rhaenyra desvió la mirada.
Porque algún día él lo entendería. Algún día él sabría la verdad.
Y ella temía el día en que su hijo mirara a Sirius, el hombre que lo había criado con amor incondicional, y preguntara:
"Si tú no eres mi verdadero padre... ¿quién lo es?"
En otro lugar, Los muros de Azkaban estaban impregnados de sufrimiento, de lamentos que se desvanecían en el viento helado del mar del Norte. Daemon había dejado de contarlos hacía mucho tiempo. A veces se preguntaba si aún seguía vivo o si su existencia se había convertido en un bucle interminable de tortura y desesperación.
Los carceleros no se conformaban con las rondas de los dementores. No. Los Hightower se habían asegurado de que su sufrimiento fuera aún mayor. Los golpes, las Maldiciones Cruciatus, el hambre... Cada día era un infierno del que no podía despertar. Pero Daemon jamás les dio el placer de escucharlo gritar. Podían destrozarle el cuerpo, pero su espíritu seguía en pie.
Hasta que, un día, la rutina cambió.
El sonido de pasos firmes resonó en los pasillos de la prisión. No los pasos erráticos de los carceleros que solían arrastrarse entre celdas. Eran pasos de autoridad. Algo diferente.
Daemon no se molestó en levantar la cabeza cuando la puerta de su celda se abrió de golpe, bañándolo en una luz que le quemó los ojos.
—Daemon Targaryen —la voz era fría, pero no cruel—. Por órdenes del nuevo Ministro de Magia, tu condena ha sido revocada.
Daemon parpadeó, incrédulo. ¿Una nueva tortura psicológica? ¿Una esperanza falsa antes de recibir otro castigo?
—No juegues conmigo —su voz era rasposa, casi irreconocible.
El mago que lo observaba tenía el rostro inescrutable. Atrás de él, los carceleros que tanto habían disfrutado su tormento parecían inquietos. No podían desobedecer las órdenes del nuevo Ministro, pero tampoco querían dejarlo ir.
—Los registros de tu juicio fueron revisados. Las pruebas en tu contra fueron manipuladas por la familia Hightower. Tu condena nunca debió haber existido.
Daemon sintió su mandíbula tensarse. ¿Diez años? ¿Diez años de sufrimiento, de frío, de hambre... de soledad? ¿ Y recién alguien se había dado cuenta de que era una mentira?
—Sal de ahí —ordenó el mago.
Daemon no se movió al principio. Su cuerpo temblaba. No por debilidad, sino por una furia tan antigua y feroz que amenazaba con consumirlo.
Finalmente, con la poca dignidad que le quedaba, se puso de pie y salió de la celda.
Los dementores se alejaron cuando él pasó.
Los carceleros evitaron mirarlo a los ojos.
Daemon Targaryen era libre.
El aire frío golpeó su piel cuando salió de Azkaban. Lo sintió como agujas contra su carne maltratada, pero era la primera vez en años que respiraba aire puro.
No perdió el tiempo.
No le importaba su estado deplorable. No le importaba que su cabello estuviera enmarañado, y su cuerpo marcado por años de tortura.
Había algo más importante.
Sus hijas.
Y su amada Rhaenyra.
Daemon fue directamente a su antiguo hogar. Pero cuando llegó, todo estaba vacío. Frío. No quedaba rastro de su familia. Nadie le había esperado. Nadie le había guardado luto.
Sus hijas no estaban allí.
Laena no estaba allí.
Rhaenyra no estaba allí.
Los rumores le guiaron hasta Harrenhal, donde supo que Harwin Strong y Laena Velaryon estaban casados y criaban a sus hijas.
Las niñas, sus niñas, lo habían olvidado.
Daemon sintió que el mundo se derrumbaba a su alrededor.
No supo por qué tuvo esperanza, de que tal vez ellas no creyeran esa maldita carta que fue obligado a escribir.
Buscó a Rhaenyra...
Tal vez ella...
Tal vez ella sí lo había esperado.
Tal vez ella aún lo amaba.
Fue a buscarla.
Y entonces, ese fue para él el golpe final.
Ella ya no era su princesa.
Ella ya no era su esposa.
Ella era la esposa de Sirius Black y aunque sabía que ella tenía derecho a seguir con su vida, Daemon sintió que le arrancaban el alma.
Había rehecho su vida. Se había casado con otro hombre. Y tenían un hijo.
Cuando logro encontrarla, o al menos saber donde estaría, él la acehcó, la espío, de lejos como una sombra.
Y entonces vio al hijo de Rhaenyra caminando con Sirius Black. Lo supo de inmediato.
Ese niño no era de Sirius, ese niño era su hijo. Era su viva imagen y el lo supo de inmediato.
Su hijo. No importaba que el niño nunca hubiera oído su nombre. No importaba que lo llamara padre a otro hombre.
Él lo sabía.
El niño era suyo.
Se parecía a él. Cada rasgo de su rostro, cada movimiento, cada mirada, todo gritaba su linaje Targaryen. Y aún así, Sirius caminaba junto a él como si tuviera derecho a hacerlo. Como si fuera suyo.
Parte de él le decía que debería agradecerle al mocoso por haber cuidado de Rhaenyra, pero su ira era mayor, todos los años de dolor lo hacían solamente sentir ira por lo que veía.
Daemon apretó los puños con fuerza, clavando las uñas en la palma de su mano hasta que sintió la sangre tibia correr por su piel. No fue suficiente para distraer el dolor en su pecho.
No podía soportarlo.
Había sobrevivido a diez años en la peor prisión del mundo, había soportado la tortura y el abandono, la traición de su familia, el destierro de su propio hogar. Pero esto... esto era lo que lo destruía.
Rhaenyra lo había olvidado.
Daemon quería convencerse de que era lo lógico, de que habían pasado diez años y ella tenía derecho a seguir adelante, a encontrar felicidad donde él no había podido.
Pero maldita sea, eso no lo hacía más fácil.
Ella había sido suya.
Ella le había prometido que siempre estarían juntos.
Y ahora estaba con otro.
Le había entregado a su hijo a otro.
La rabia lo consumió.
Sirius Black no tenía derecho a criar a su hijo. No tenía derecho a estar en el lugar que le pertenecía a él. Pero mientras veía a Aegon reír con Sirius, hablando emocionado sobre las compras para su primer año en Hogwarts, Daemon supo que no podía hacer nada.
Todavía no.
Porque el niño no lo conocía.
Porque si él aparecía ahora, lo único que lograría sería asustarlo.
Daemon respiró hondo, obligándose a calmarse. Había esperado diez años para este momento. Podía esperar un poco más.
Pero no se rendiría.
No podía permitirse desaparecer, convertirse en un fantasma mientras otro hombre ocupaba su lugar. Su hijo tenía derecho a conocer la verdad. Y Rhaenyra...
Rhaenyra también tenía que saber la verdad, aunque él ya no significara nada para ella al parecer.
Daemon apartó la mirada de la escena frente a él y se obligó a dar media vuelta, caminando entre las sombras del Callejón Knockturn. Aún era un hombre marcado por Azkaban, pero su voluntad seguía intacta. Había pasado una década sobreviviendo, y ahora, con su libertad recién recuperada, no tenía intención de desperdiciarla.
Las piezas del tablero habían cambiado, pero el juego no había terminado.
Había vuelto.
Y esta vez, reclamaría lo que era suyo. Costara lo que costara.
Esta vez ya no había bondad en él, esta vez todos deberían temerle.
Esta vez el mundo mágico sabría lo que pasaba cuando provocaban a un dragón.