
La casa de los miedos
Se sentó en la silla junto a la cama y tomó su mano, cálida pero inmóvil. La acarició con delicadeza, dejando que sus dedos recorrieran las cicatrices conocidas y las nuevas marcas. Sus labios temblaron al susurrar algo, apenas un murmullo en la quietud. Esperó, esperó como si el simple contacto pudiera despertarlo, devolverlo a ella. Pero Bill permanecía inmóvil, y Fleur, mantuvo su mirada firme. Él la necesitaría fuerte cuando despertará, y ella estaba decidida a estar allí, sin importar cuánto tiempo tardará.
El sol de la tarde se filtraba suavemente a través de las cortinas blancas de la habitación, bañando todo con una calidez que contrastaba con el frío estéril del hospital. Fleur seguía junto a Bill, su postura ligeramente inclinada hacia él mientras sostenía sus manos entre las suyas. Las había mantenido ahí durante horas, como si su calor pudiera atravesar la barrera del sueño profundo que lo retenía. De repente, los dedos de Bill se movieron, un leve temblor que Fleur sintió al instante. Contuvo el aliento, incapaz de creerlo. Alzó la mirada hacia su rostro y vio cómo sus párpados, pesados, comenzaban a abrirse lentamente. Los ojos de Bill, de un azul apagado pero inconfundible, se encontraron con los suyos. Fleur exhaló de golpe, como si por fin pudiera respirar después de una eternidad.
- Bill... — susurró, su voz quebrada por la emoción contenida. Él parpadeó varias veces, como si le costara enfocar, pero su expresión, aunque débil, dejó entrever un atisbo de reconocimiento. Sus labios se movieron, intentando formar palabras, pero solo un murmullo salió de ellos. Fleur se inclinó más, acercándose para escucharlo mejor.
- Fleur... — logró decir, su voz ronca y apenas audible. Las lágrimas que ella había estado conteniendo comenzaron a deslizarse por sus mejillas. Sonrió, una sonrisa llena de alivio y amor, mientras apretaba sus manos con más fuerza, como si quisiera asegurarse de que él no desapareciera de nuevo.
- Estoy aquí, mon amour. Todo está bien. — Su voz era un susurro suave, cargado de ternura.
Bill la miró mientras sus lágrimas caían. Sus ojos se cerraron por un instante, pero no por agotamiento, sino por vergüenza. Fleur lo observó en silencio, sin soltar sus manos, dejándose envolver por el consuelo de verlo despierto, de tenerlo de nuevo con ella, prometiéndole que todo estaría bien
Pero nada volvió a estar bien. La semana en la que Bill estuvo hospitalizado, tuvieron que cambiar su médico y enfermeros por personal femenino, ya que en cuanto alguno entraba, el pelirrojo gritaba y lloraba presa de ataques de nervios. En cuanto lo dieron de alta, regresaron a Cornualles. Bill se negó a contactar a su familia. Ni muerto les contaría por lo que estaba pasando
Sin embargo, Cornualles no hizo más que aumentar sus problemas. El sonido constante de las olas rompiendo contra las rocas que solía tranquilizarlo; ahora le parecía un eco inquietante, un recordatorio constante de lo que no podía controlar. Los días pasaban lentos, teñidos de una inquietud que no lograba sacudirse. Había momentos en los que se quedaba sentado en la sala, mirando por la ventana sin realmente ver el paisaje. Su postura, antes erguida y llena de confianza, ahora era encorvada, como si llevara un peso invisible sobre los hombros. Cada ruido repentino, como el crujir de la madera o el graznido de las gaviotas, lo hacía tensarse, sus manos buscando instintivamente algo con lo que defenderse, incluso si no había nada ahí. Por las noches, las pesadillas lo atrapaban, llevándolo de vuelta a ese callejón, mientras ese hombre jugaba con su cuerpo a voluntad, despertándome empapado en sudor y con el corazón desbocado en mitad de un grito
Fleur intentaba ayudarlo, estar allí para él, pero su paciencia comenzaba a desgastarse. Cada intento de acercarse terminaba con Bill apartándola, murmurando que estaba bien, que no necesitaba hablar. Pero no lo estaba. Su miedo, su incapacidad para enfrentarlo, se interponía entre ellos como un muro. Las conversaciones ligeras se habían vuelto raras, y las discusiones, más frecuentes.
Una tarde, mientras Fleur preparaba el té en la cocina, escuchó un ruido en la sala. Al entrar, encontró a Bill sentado en el suelo junto al sofá, las manos enredadas en su cabello y el rostro oculto entre las rodillas. Su respiración era entrecortada, casi desesperada. Fleur dejó la bandeja de té y se arrodilló junto a él, tratando de tocar su hombro, pero él se apartó bruscamente.
- ¡No lo entiendes! — exclamó, su voz rota por la frustración y el miedo. Sus ojos, llenos de lágrimas que él intentaba ocultar, no podían sostener la mirada de ella.
- Entonces explícamelo, Bill, déjame ayudarte... — respondió Fleur, su tono tan firme como vulnerable. Pero él negó con la cabeza, incapaz de encontrar las palabras.
Las secuelas del trauma no solo lo estaban destrozando a él, sino también a ellos. El hombre parecía haberse encerrado en un lugar donde ella no podía alcanzarlo. Y en esa casa junto al mar, ambos comenzaban a sentir cómo la distancia crecía, como si incluso el sonido de las olas, que antes los unía, ahora marcará el ritmo de una separación inevitable.
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Septiembre trajo consigo un cambio sutil pero inconfundible a Cornualles, como un susurro que anunciaba el fin del verano. El aire, aunque aún cálido por momentos, cargaba ya un leve frescor que se colaba al atardecer, insinuando la cercanía del otoño. Los campos, que semanas antes rebosaban de un verde vibrante, comenzaban a teñirse con tonos más suaves, mientras las primeras hojas doradas caían de los árboles, llevadas por la brisa marina. El cielo, amplio y siempre en movimiento, alternaba entre claros luminosos y nubes grises que avanzaban lentamente desde el horizonte, reflejándose en las aguas del Atlántico. Las olas rompían con su eterna constancia contra las rocas, pero ahora su sonido parecía más grave, más melancólico, como si también ellas percibieran el cambio de estación.
En Shell Cottage, las flores del jardín empezaban a marchitarse, pero los tallos aún se mecían al ritmo del viento. Mientras que para el resto del mundo los días se acortaban, para Bill y Fleur se volvían eternos. Como si después de aquella noche todo hubiese acabado. Cada noche, los gritos de Bill reviviendo de cierta manera los acontecimientos del callejón en París inundaban la casa, justo antes de que Fleur sugiriera buscar ayuda. Las dosis de pastillas iban en aumento, junto con las discusiones. El miedo a cerrar los ojos volvía con cada puesta de sol. La luna se había vuelto su peor enemiga
A veces la pesadilla comenzaba en un bosque oscuro y frío, donde los árboles se alzaban como sombras deformadas contra un cielo sin luna. Bill caminaba solo, con la respiración agitada y la sensación opresiva de que algo lo acechaba. El suelo bajo sus pies crujía con cada paso, rompiendo el silencio de una manera que le resultaba insoportablemente ruidosa. El aire estaba cargado de un olor metálico, como a sangre y óxido, y cada sombra parecía moverse en el rabillo de su ojo. De repente, el bosque se llenaba de un sonido gutural, un gruñido bajo que hacía que el corazón de Bill se detuviera por un instante antes de empezar a latir con fuerza desbocada. Giraba la cabeza en todas direcciones, buscando el origen del ruido, pero no veía nada. El silencio regresaba, tenso y pesado, hasta que un crujido más cercano lo hacía girar de golpe.
Emergiendo de entre los árboles como una figura sacada de una pesadilla, estaba él. Su rostro estaba deformado, por una crueldad animal que parecía demasiado humana. Sus ojos amarillentos brillaban en la penumbra, y sus dientes afilados relucían con una amenaza que no necesitaba palabras. Su presencia irradiaba el mismo peligro primitivo, una fuerza depredadora que parecía llenar el aire.
Bill intentaba moverse, correr, gritar, pero su cuerpo no respondía. él avanzaba lentamente, con pasos deliberados, disfrutando de la presa inmovilizada frente a él. Cuando finalmente Bill lograba dar un paso atrás, tropezaba y caía al suelo. Sentía el frío húmedo de la tierra en sus manos mientras intentaba levantarse, pero era tarde, ya estaba sobre él. El primer golpe lo tomó por sorpresa, un zarpazo que no necesitaba garras para desgarrarle la ropa. El miedo era paralizante. Intentaba defenderse, pero era derribado con una facilidad humillante, su risa ronca llenando el aire mientras atacaba sin piedad. Bill gritaba, pero su voz parecía perdida en el vacío del bosque.
La pesadilla terminaba siempre igual: aquel monstruo inclinándose sobre él, sus manos gigantes recorriendo su cuerpo, mientras su aliento caliente y fétido lo envolvía. El miedo, la impotencia y el dolor lo consumían justo antes de despertar, con un grito atrapado en la garganta y el cuerpo empapado de sudor, el corazón golpeando tan fuerte que parecía a punto de romperse.
Otras veces la pesadilla comenzaba con un silencio extraño, denso, que envolvía Shell Cottage. Bill estaba en la puerta de su casa, el marco de madera bajo su mano derecha mientras miraba hacia el horizonte oscuro. La noche era fría y el viento soplaba con fuerza desde el mar, pero algo más se sentía en el aire, algo que hacía que cada músculo de su cuerpo se tensara. De repente, el sonido de pasos se rompía entre el ulular del viento. Eran varios, pesados y deliberados, acercándose por el sendero que conducía a su hogar. Bill intentaba ver a través de la penumbra, pero las sombras parecían moverse como un líquido denso, ocultando todo. Finalmente, la figura aparecía: un hombre con rostro duro y ojos que brillaban con malicia, avanzando hacia él con una seguridad aterradora.
- ¿Qué quiere? — preguntaba Bill, su voz firme al principio, pero con una grieta de duda que él mismo podía sentir.
No obtenía respuesta. En cambio, el hombre sacaba algo del bolsillo: una barra metálica que relucía débilmente bajo la luz de la lámpara junto a la puerta. Bill intentaba retroceder, cerrando la puerta para protegerse, pero el hombre lo empujaba con fuerza antes de que pudiera bloquear la entrada. Caía hacia atrás, golpeando el suelo de piedra del umbral. El impacto le arrancaba el aire de los pulmones, y cuando intentaba levantarse, ya estaban sobre él.
- ¿Me extraño, mi caperucita? — decía, mientras lo sujetaban por los brazos y lo mantenían inmovilizado.
Bill intentaba liberarse, luchaba con todas sus fuerzas, pero era inútil. El hombre era demasiado fuerte, y cada vez que lograba moverse, era despojado de una prenda. El sabor metálico de la sangre llenaba su boca cuando era besado. Sentía el frío de la noche contra su piel, mezclado con el calor del dolor que ardía en cada parte de su cuerpo. Quería gritar, pedir ayuda, pero las palabras no salían. Sus fuerzas lo abandonaban, y con ellas, su voluntad de seguir luchando. Mientras el hombre se hundía en él con una sonrisa cruel, Bill sentía una oleada de dolor tan profunda que apenas podía respirar.
La pesadilla terminaba con Bill mirando hacia la luz de su casa, tan cerca y tan inalcanzable, mientras el hombre se alejaba, dejándolo tirado y derrotado en el umbral. La sensación de impotencia lo devoraba, y al despertar, su pecho seguía cargado de ese peso insoportable, incapaz de sacudirse el miedo que lo perseguía incluso en la vigilia.
Ese día el reloj del museo marcaba las cinco de la tarde, y el sonido de su tictac resonaba como un eco lejano en la sala casi vacía. Bill Weasley estaba inclinado sobre una mesa de trabajo en una de las habitaciones traseras, lejos del flujo de visitantes. Frente a él, un conjunto de herramientas y una pieza arqueológica que debía catalogar y restaurar. Sus dedos se movían con precisión, limpiando con cuidado los restos de tierra de un artefacto de cerámica antigua, pero su mente estaba en otra parte. El trabajo solía ser su refugio, un espacio donde podía perderse en los detalles y olvidarse de sus problemas. Sin embargo, esa tarde, el peso de sus pensamientos era demasiado para ignorarlo.
Le había costado mucho volver a su rutina desde el ataque en París, y no ayudaba el hecho de que algo entre ellos se había roto. No era amor, eso seguía ahí, intacto en su núcleo, pero el entendimiento y la conexión parecían haberse deshilachado. Bill sabía que no era justo con ella, que sus silencios y su distancia la lastimaban. Pero no sabía cómo explicarle lo que sentía: el miedo constante, la vergüenza de su impotencia, y esa voz interior que lo acusaba de ser débil, que en cualquier lugar ese hombre podía aparecer nuevamente, y...
Suspiró, dejando la herramienta sobre la mesa y frotándose los ojos con las manos. La luz que entraba por las ventanas altas del museo iluminaba las partículas de polvo que flotaban en el aire, creando un ambiente casi irreal. Fuera, se escuchaban los pasos ocasionales de los visitantes, el murmullo de sus conversaciones y el lejano eco de los guardias moviéndose por las salas. Pero todo eso parecía tan distante como sus recuerdos de sí mismo antes de aquella primera carta hacía tantos meses.
Volvió a tomar la herramienta y se obligó a concentrarse. Si seguía trabajando, al menos por un rato, podría silenciar los pensamientos que lo perseguían. Pero incluso entonces, las palabras de Fleur de la última discusión resonaban en su cabeza. “No puedes seguir apartándome, Bill. No puedo luchar por los dos”. Había querido responderle, prometerle que cambiaría, que volvería a ser el hombre que ella necesitaba. Pero no lo había hecho. Las palabras se le habían atascado en la garganta, atrapadas entre el amor que sentía por ella y el miedo que ahora lo dominaba.
El ruido de una puerta abriéndose lo hizo sobresaltarse, sacándolo de sus pensamientos. Era solo un colega, que se despidió con un gesto antes de seguir su camino. Bill exhaló lentamente, volviendo a enfocarse en el objeto frente a él. Tal vez, si seguía ocupando sus manos y su mente, el dolor y la culpa desaparecerían, aunque solo fuera por un rato.
- ¿Bill Weasley? — dijo alguien desde la puerta
- ¿Quién es usted? ¿Qué quiere? — dijo con voz nerviosa tomado disimuladamente una navaja
- Correo — dijo el chico mostrando una caja — debo entregar esto
- Claro — dijo Bill dejando de lado su arma — donde firmo
- Aquí — dijo el chico rubio entregándole unos papeles y Bill lo hizo — gracias, linda
- ¿cómo dijo? — preguntó Bill sorprendido y mirando hacia la puerta
- Que te diviertas con tu juguete — dijo guiñándole el ojo antes de desaparecer
- Espere — dijo corriendo hacia el pasillo.
Miro hacia todos lados, pero no había nadie. Trago saliva y se puso más nervioso aún, por lo que pego un pequeño grito cuando su celular sonó. Miro la pantalla, era un SMS. Lo abrió, decía “Abre tu regalo. Muero por ver cómo te queda”. Dejo el celular de lado y miró con desconfianza la caja
- Por favor, ya déjame en paz — suplicó mientras sus lágrimas caían — ¡déjeme en paz!
Llegó un nuevo SMS, leyó “ábrelo y póntelo, ahora”. Con manos temblorosas, Bill obedeció. La caja rectangular no media más de treinta centímetros, de color negro con un logo elegante en color oro. Levantó la tapa y quiso gritar de miedo, rabia y vergüenza. Era un vibrador con forma de miembro masculino, de color pálido y grisáceo, con muy un diseño muy realista. Tenía glándulas, testículos y venas reales. Hecho de silicona, se veía suave.
- ¡No! ¡No! ¡No! — grito desesperado — ¡ya no más! ¿Me escuchaste? ¡Ya no más! ¡No volverás a controlar! ¡Haz lo que quieras, pero ya no te obedeceré!