Seducción Oscura

Harry Potter - J. K. Rowling
M/M
G
Seducción Oscura
Summary
Bill Weasley llevaba una vida común, hasta que el azar lo puso en el camino de alguien que vio en él mucho más que un rostro atractivo. Lo que comenzó como algo que él creyó una broma se convirtió en un entramado de manipulación y poder, donde cada paso alejará más a Bill de sí mismo, hundiéndolo en una oscuridad que lo consumirá lentamente, convirtiéndolo en una pieza más de un juego cruel y calculado
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Cazado En La Noche

El gran salón del castillo brillaba con un resplandor casi mágico. Las paredes, altas y majestuosas, estaban cubiertas por tapices de tonos cálidos y dorados, reflejando la luz de un gigantesco candelabro que colgaba en el centro del techo abovedado. Los rayos de cientos de velas titilaban suavemente, llenando el aire con una calidez acogedora. El suelo de mármol negro, pulido hasta parecer un espejo, reflejaba a los dos bailarines en el centro de la estancia. Se miró a sí mismo y llevaba un… ¿vestido dorado? que se movía como un río de luz con cada giro. Su cabello, recogido en un peinado elegante, enmarcaba su rostro iluminado por una mezcla de emoción y ternura. Frente a él, la Bestia, con su gran figura envuelta en un traje azul oscuro adornado con detalles dorados, movía sus patas torpemente al inicio, pero con un creciente aplomo mientras el baile continuaba. La música, suave y envolvente, parecía llenar cada rincón del salón. Un vals que hablaba de historias compartidas, de cambios y redenciones. Miró a la Bestia con una mezcla de curiosidad y comprensión, mientras él lo observaba con un deseo desbordado, como si lo quisiera devorar.

 

A medida que avanzaba la melodía, sus movimientos se tornaban más seguros, más fluidos. Era como si ambos hubieran olvidado las diferencias que los separaban, sumergidos en la armonía del momento. La Bestia deslizó la mano hasta su muslo derecho, pero a él no le molestó, todo lo contrario ¡sonrió! El candelabro parecía brillar más intensamente, bañándose en una luz dorada que hacía que sus figuras destacasen aún más contra el fondo de la sala. Él río suavemente en un momento en que la Bestia dio un pequeño traspié, y esa risa, clara y sincera, resonó en el aire como el canto de un pájaro en la mañana. La Bestia lo acercó más y él no pudo contener un suspiro. ¿Por qué?
La música llegó a un clímax, y Bill giró elegantemente, su vestido extendiéndose como un halo a su alrededor. Cuando volvió a mirar a la Bestia, sus ojos se encontraron, y en ese instante, todo el tiempo y espacio parecieron detenerse. En su mirada, ya no había temor ni duda, solo deseo mientras sus bocas se acercaban lentamente. Por un momento, el silencio fue absoluto, roto únicamente por el suave crepitar del fuego en la chimenea. La Bestia inclinó ligeramente la cabeza, y él, con una sonrisa nerviosa, asintió. Pero antes de que sus labios se unieran sintió un dedo que se colaba entre sus glúteos pequeños y firmes, arrancándole un gemido de placer. Más manos lo tocaban, dedos que se colaban en él. Sentimientos que luchaba por no tener. Dientes que lo torturaban. Deseo confusos que le pedían más de eso, y a la vez ganas de escapar. ¡se ahogaba!

 

Se sentó de golpe en la cama en medio de un grito, cubierto de sudor. Fleur también había despertado y lo miraba expectante. La chica intentó acariciarle el cabello, pero la esquivó poniéndose de pie. Fue directo al baño y de una gaveta tomó una pastilla. Se la llevó a la boca y bebió agua. Se lavó el rostro antes de mirarse en el espejo. Había sido tan real. Lentamente y mirándose fijamente en el espejo, bajo su mano hasta su entrepierna. Estaba húmedo, pero flácido ¿Que le pasaba? Escucho vibrar su celular, por lo que regresó a la habitación

 

- ¿estás bien? — pregunto Fleur sentada en la cama
- Solo fue una pesadilla — respondió Bill metiéndose en la cama y abrazándola después — soñé que dejaste de quererme
- Jamás — prometió ella acomodándose sobre su pecho
- Descansa — le susurró Bill acariciándole el cabello

 

Fleur estaba nuevamente dormida cuando Bill tomó su celular de su mesita de noche. Lo desbloqueo y dio clic en WhatsApp. Había un SMS nuevo de un número desconocido. “Dulce sueños princesa Bella” ¿cómo sabía que había soñado...? Borró el chat, bloqueó el celular y lo dejó nuevamente en su mesita de noche. Tenía miedo de dormir, pero lo necesitaba

 

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A principios de junio, París lucía como una obra maestra al borde de completarse. Las primeras luces del amanecer teñían de dorado los tejados de pizarra, mientras el cielo, de un azul suave, se extendía sobre la ciudad con promesas de días cálidos. Las calles adoquinadas del Morais permanecían tranquilas a esas horas, aunque de vez en cuando se escuchaba el crujido de una bicicleta que pasaba despacio, o el lejano sonido de una campana desde alguna iglesia cercana.
Los jardines de las Tullerías ya empezaban a llenarse de vida. Las flores, en pleno florecimiento, ofrecían un espectáculo de colores que contrastaba con el verde profundo del césped recién cortado. Los bancos se encontraban ocupados por lectores, y algunos niños corrían por los senderos de grava mientras sus risas llenaban el aire. Una ligera brisa movía las hojas de los árboles, que parecían susurrar secretos de tiempos pasados.

 

En Montmartre, los pintores montaban sus caballetes junto a la Place du Tertre, donde el sol proyectaba sombras largas y plegadas sobre los adoquines. Los cafés ya habían desplegado sus mesas y sillas al aire libre, y el aroma a café recién hecho se mezclaba con el dulce olor de los croissants que salían de las panaderías. El río Sena fluía con serenidad, reflejando las nubes esponjosas que se deslizaban por el cielo. Las embarcaciones turísticas navegaban lentamente, y los turistas, emocionados, señalaban los monumentos que desfilaban a su paso. Las parejas caminaban tomadas de la mano por las orillas, deteniéndose de vez en cuando para admirar los puentes cubiertos de historia. Al caer la tarde, París se transformaba en un mosaico dorado. Las luces comenzaban a encenderse, y la Torre Eiffel, majestuosa como siempre, parecía acariciar el cielo. En los barrios más animados, como Saint — Germain — des — Prés, las terrazas de los cafés se llenaban de conversaciones en varios idiomas, mientras los músicos callejeros tocaban melodías que se fundían con el bullicio de la ciudad.

 

La casa de los padres de Fleur, donde se encontraban de visita por unos días, estaba en un tranquilo rincón del distrito VII de París, no lejos del Sena. Era un edificio de piedra clara, elegante y sobrio, con un estilo clásico que reflejaba la arquitectura haussmaniana típica de la ciudad. Las ventanas altas, enmarcadas por persianas de madera azul pálido, dejaban entrever cortinas blancas de encaje que se movían suavemente con la brisa. El portal de entrada, de madera oscura y con un acabado pulido, lucía un tirador de bronce que Fleur recordaba haber tocado con manos pequeñas cuando era niña. Sobre la puerta, un pequeño balcón con una barandilla de hierro forjado se llenaba cada primavera de geranios en tonos rojos y rosas que su madre cuidaba con esmero. Desde la calle, aquel balcón parecía un toque de vida vibrante en la serena fachada del edificio.

 

A Bill le había fascinado el interior. El recibidor, con un suelo de parquet que crujía bajo los pies, se iluminaba con la luz que entraba a través de un ventanal adornado con vitrales de colores. Las paredes estaban decoradas con retratos familiares y paisajes bucólicos enmarcados en madera dorada, recuerdos de viajes y generaciones pasadas. El salón principal, amplio y luminoso, contaba con un gran espejo sobre la chimenea de mármol blanco, que siempre reflejaba el cálido resplandor del fuego en invierno. Los muebles, de líneas elegantes y tapizados en tonos pastel, habían sido elegidos con cuidado por la madre de Fleur, quien tenía un gusto impecable para los detalles. En una esquina, un piano de cola negro descansaba bajo un jarrón de porcelana con flores frescas, llenando el espacio de un aroma dulce y ligero. La cocina, aunque más pequeña, era el corazón de la casa. Allí, su padre solía preparar café por las mañanas, mientras su madre cocinaba recetas tradicionales que llenaban el aire con aromas reconfortantes. La ventana de la cocina daba a un pequeño patio interior, donde crecían algunas hierbas aromáticas y un limonero que había sido plantado años atrás. Cada rincón hablaba de días pasados, de risas y conversaciones alrededor de la mesa del comedor, de tardes tranquilas con un libro en el sillón junto a la ventana.

 

Esa tarde, la pareja salió de la mano para visitar a unos tíos de la francesa que los habían invitado a cenar en su casa. Bill estaba relajado. Alejarse de Cornualles le estaba sirviendo bastante al grado de plantearse la idea de sugerir a Fleur mudarse un tiempo a esa ciudad. No le preocupaba la opinión de su familia, ya que en el último año se habían alejado bastante, en parte su mudanza a Cornualles y en parte porque no aceptaban su relación con la rubia.
Habían decidido recorrer la ciudad sin prisa, dejando que las calles los guiarán. Fleur, con su encanto natural, señalaba edificios históricos y le contaba historias de su infancia en la ciudad, mientras Bill escuchaba con fascinación, encantado no solo por las anécdotas sino también por la chispa en sus ojos cuando hablaba.

 

En un momento, Fleur propuso detenerse en una pequeña librería que solía visitar de niña. Bill, siempre curioso, se ofreció a buscar un café cercano mientras ella exploraba. "No tardo," le aseguró con una sonrisa antes de desaparecer entre la multitud que llenaba las calles. Al principio, todo parecía sencillo. Bill caminaba con confianza, admirando los escaparates y la arquitectura de los edificios, pero poco a poco comenzó a sentirse desorientado, y lo que más le preocupaba era que pronto sería de noche. Las calles, que en un inicio parecían tan encantadoras, se tornaron un laberinto de giros y pasajes. Tomó un desvío pensando que era un atajo, pero se encontró en una callejuela más estrecha. El bullicio de la ciudad había quedado atrás, reemplazado por un inquietante silencio.

 

Miró a su alrededor, esperando encontrar alguna señal conocida, pero todo lo que vio fueron muros de piedra oscura y ventanas cerradas. La luz de las farolas apenas llegaba hasta allí, y las sombras se alargaban, cubriendo el suelo adoquinado con un velo sombrío. Una farola parpadeaba débilmente al final del callejón, proyectando un brillo tenue y errático. Se dio cuenta de que no podía escuchar ni los pasos de peatones ni el sonido de los coches. Había algo extraño en aquel lugar, como si perteneciera a una versión diferente de París, una menos amable y más olvidada. Intentó regresar por donde había venido, pero las calles parecían haber cambiado detrás de él, formando un camino que no reconocía.

 

El aire, que antes era fresco y agradable, se sentía más pesado allí. Una leve brisa movía papeles abandonados en el suelo, mientras el eco de sus propios pasos resonaba con una fuerza desproporcionada. Bill se detuvo, intentó calmarse y pensar con claridad, pero no podía evitar sentir que lo observaban desde las sombras. ¿Quizás algún gato callejero, o simplemente su imaginación? Avanzo un poco más, pero la calle solo parecía estrecharse a cada paso. Se detuvo y giró cuando le faltaban unos quince metros para llegar al final. Alguien avanzaba lentamente hacia él

 

- Hola — dijo — me perdí. Estoy de visita en la ciudad y aun no la... conozco lo suficiente
- Si gustas... — dijo el hombre con voz áspera, con un tono grave ¿esa voz? — puedo enseñarte la entera... cachorrita — y con cada palabra que escuchaba, Billy daba un paso hacia atrás

 

La figura de un hombre emergió de entre las sombras como un espectro, caminando con pasos firmes pero deliberados. La luna, oculta tras nubarrones, apenas dejaba filtrar suficiente luz para dibujar su silueta contra los muros de piedra. No era un hombre de este mundo. Algo de su esencia parecía salvaje. Vestía un abrigo largo y gastado, que parecía haber resistido innumerables inviernos. Sus botas resonaban suavemente contra los adoquines húmedos, marcando un ritmo que parecía sincronizarse con el latir del peligro en el ambiente. Su rostro, de rasgos duros y barbilla prominente, estaba enmarcado por una barba desordenada y unos ojos grises que parecían perforar la oscuridad. Había algo animal en su mirada, no sobrenatural, sino humano: una mezcla de rabia contenida y una astucia que mantenía a raya a cualquiera que osara cruzarse en su camino.

 

El callejón olía a humedad y a desechos acumulados, pero él parecía indiferente. En su mano derecha sostenía un bastón de madera oscura, cuyo extremo metálico golpeaba ocasionalmente el suelo, más como advertencia que como apoyo. No era un hombre cualquiera; había algo en su porte que revelaba que vivía al margen de las normas. Mientras avanzaba, las luces temblorosas de las farolas de gas parecían evitar iluminarlo del todo, como si incluso la tecnología retrocediera ante su presencia. Irónicamente, Bill ya no podía retroceder más. La única salida estaba a las espaldas del desconocido, pero se sentía incapaz de sobrepasarlo y correr fuera de su alcance.
Palpaba la pared con su mano, como buscando desesperadamente la manija de una puerta secreta que lo llevará de vuelta al Cornualles de hacía un par de meses, en los cuales su vida era perfecta, pero solo había ladrillos desgastados con los siglos, que impedían su fuga

 

- No se acerque por favor — suplico Bill casi llorando
- Tranquila — dijo él con una sonrisa cruel bailándole en los labios — . sé que mueres porque un hombre te toque — susurro acariciándole el rostro, y su aliento putrefacto golpeó su rostro
- Por favor, no
- Eres perfecta — dijo lamiéndole el cuello — . Toda una hembra, como un macho merece — continuó mientras le abría el pantalón y se los bajaba por debajo de los glúteos junto con su ropa íntima sin que Bill lograse reaccionar — lame bien, si es que te conviene — ordenó introduciendo los dedos en la boca — . Eres el juguete que merezco — dijo con una sonrisa cruel al ver cómo era obedecido — sujétate — susurro colocando los brazos de Bill alrededor de su cuello, para luego hacer que las piernas del pelirrojo rodearan su cintura, mientras apoyaba su espalda en la pared — haz lo que mejor debe hacer un hembra frente a su macho.

 

Bill no pudo evitar gemir mientras sentía como algo grueso y tosco se abría paso en él. Su cuerpo entero hormigueaba. No podía mantener los ojos abiertos mientras se aferraba al cuello musculoso del desconocido. Sus gemidos eran incontrolables. Nunca había sentido nada parecido. Era tan nuevo. Tan excitante. Dientes rasguñando sus tetillas. Su oreja. Sus labios. Su cuello. El dedo moviéndose descontroladamente dentro suyo y él sin saber si debía pelear porque se detuviera o gemir por más. Le marcaban un ritmo el cual su cuerpo parecía conocer de otras vidas

 

- ¡Ladra para tu amo, cachorra! — ordenó al hombre, pero él no lograba entender, solo sentir. Sentir como nunca lo había hecho en su vida — ¡ladra! — y el dedo se hundió aún más arrancándole un grito de placer que se confundía con un ladrido. Una boca tomó por asalto la suya con dientes filosos que desgarraban todo a su paso — deliciosa — escucho que susurraban en su oído mientras algo grande, duro y palpitante rozaba su entrada — ladra para que tu amo te atienda — ordenó el ser y Bill obedeció con desesperación antes que la invasión entre sus piernas fuese aún mayor — Dios, ya muero por verte de espaldas en mi colchón, con las piernas bien abiertas delirando de placer — Estaba al borde del clímax. Ya no podía más. Se sentía mojado. Lleno. ¡Vivo!
- ¿Qué pasa ahí? — dijo una voz a lo lejos y algo en la mente de Bill despertó
- ¡Ayuda! — dijo con un grito que más parecía un susurro — ¡ayuda! — intentando mirar quien lo había salvado mientras su captor lo dejaba caer sin contemplaciones antes de perder el conocimiento

 

Fleur Delacour esperaba en el pasillo del hospital, sentada en una de las incómodas sillas de madera junto a una ventana que daba a un patio interior. La luz de la mañana se colaba a través del vidrio empañado, iluminando su perfil delicado pero tenso. Su vestido azul claro, ligeramente arrugado, parecía haber soportado demasiadas horas sin descanso, igual que ella. Jugaba con los anillos en sus dedos, girándolos una y otra vez, mientras mantenía la mirada fija en el suelo, como si cada segundo que pasaba fuese más difícil que el anterior. Los médicos pasaban a su lado sin detenerse, y cada paso resonaba con un eco que le arañaba los nervios. Había llegado al hospital horas atrás, cuando le avisaron que Bill había sufrido un asalto. Habían intentado abusar de él y lo habían abandonado en un callejón completamente golpeado. Desde entonces, su mundo se había reducido a ese pasillo, al reloj de pared que marcaba las horas con una lentitud desesperante y a las imágenes de él que llenaban su mente.

 

Finalmente, una enfermera se acercó y le informó que podía verlo. Fleur se levantó de inmediato, aunque sus piernas parecían de plomo. Caminó por el corredor siguiendo a la enfermera, con el corazón golpeándole el pecho como un tambor desbocado. Las paredes blancas del hospital parecían cerrarse sobre ella, pero se obligó a mantener la compostura. Al entrar en la habitación, el aire se volvió más pesado. Bill yacía en la cama, dormido, con vendajes envolviendo su torso y un brazo. Su rostro, aunque sereno, mostraba pequeñas mordidas y un moretón que se asomaba bajo la barba pelirroja. El sonido rítmico de las máquinas era lo único que rompía el silencio. Fleur se acercó despacio, como si temiera que cualquier movimiento brusco pudiera romper algo más que la calma de la habitación.

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