
Remus
31 de julio de 1991
París, Francia – Porte de Clignancourt
?? Pov.
El día había sido largo y agotador. Otro turno en la construcción, otro sol abrasador golpeándome la nuca, otra noche en un pub de mala muerte con el bolsillo tan vacío como mi estómago. Lo único que me alcanzaba era para una bebida caliente y asquerosa, pero el alcohol era alcohol.
Le di un trago y traté de ignorar el sabor metálico en mi lengua. ¿Cómo diablos terminé aquí? Nunca quise fama ni gloria. Mi sueño era simple: una librería en el Callejón Diagon. Un sitio tranquilo, lleno de libros y café, con mi novia a mi lado, nuestros hijos correteando entre los estantes. Sirius y James vendrían a comprar los textos escolares para sus pequeños monstruos, y Lily les reñiría por dejar todo para última hora. Pero no.
James y Lily estaban muertos. Sirius estaba en Azkaban. Y Bellatrix... Bellatrix estaba en prisión por haberme amado demasiado como para dejarme morir.
Qué buena era la vida para Remus Lupin.
Inspiré hondo, el aire rancio del bar llenándome los pulmones. ¿Y Harry? Mi ahijado compartido. ¿Dónde estaba? ¿Cómo estaba?
Tal vez está con la hermana de Lily, disfrutando su undécimo cumpleaños...
Un pensamiento fugaz, acompañado de un trago largo. Quemaba al bajar, pero no lo suficiente. ¿Por qué no me suicidé con Bellatrix cuando tuve la oportunidad? Tal vez todo habría sido más fácil. Tal vez nunca habría tenido que sentir esta miseria.
Pero algo pasó. Algo que no puedo recordar bien.
Fui a Albus en busca de consejo. Debíamos hacerlo juntos, Bellatrix y yo. Un último respiro, una última mirada, y después, la eternidad. Quería que me dijera que sí, que nos permitiera irnos en paz. Pero... todo se vuelve confuso después de eso. Algo me detuvo. Algo me hizo dudar. No le di el veneno.
No sé por qué.
No quiero pensar en eso.
Sí, es mejor no pensar.
Le di otro trago. Hoy era el cumpleaños de Harry. Había enviado su regalo, aunque no tenía idea de cómo lo recibiría. Siempre le encantó el chocolate, como a mí. Era un buen día para mi ahijado.
Así que bebí por él.
No había necesidad de pensarlo mucho.
Pero hacía calor. Demasiado calor. Y después de todo el día bajo el sol, necesitaba refrescarme.
Levanté la vista. El agua frente a mí era oscura y turbia, reflejando las luces amarillentas del pub. Una bañera improvisada en medio del caos. Perfecta.
Sin pensarlo demasiado, salté.
SPLASH.
El agua estaba sucia, con un vago olor a cerveza derramada y detergente viejo, pero era fría, y eso bastaba. Por primera vez en todo el día, mi cuerpo dejó de doler.
—¡Señor, salga de la pecera en este instante o tendré que sacarlo! —una voz aguda y molesta rompió mi tranquilidad.
No entendían nada. Solo necesitaba un momento.
—Tranquilo, amigo, déjalo. ¿No ves que solo quiere divertirse un poco? —dijo un borracho a mi izquierda, tambaleándose mientras agarraba al mesero que intentaba sacarme del agua.
El mesero lo apartó de un empujón, y la cerveza del borracho se derramó al suelo.
Lo que siguió fue un caos absoluto.
El pub entero estalló en una pelea.
Puños volaron. Sillas se rompieron contra espaldas desprevenidas. Alguien lanzó una botella, alguien más derribó una mesa.
Algunos se apartaron del alboroto, demasiado ocupados bebiendo y apostando quién terminaría inconsciente primero.
Yo, mientras tanto, ni enterado.
El agua estaba fresca. Mis párpados pesaban. Dejé que mi cabeza se apoyara en el borde y cerré los ojos, acurrucándome en mi improvisada bañera.
No vi el bombillo roto que aún colgaba del techo.
No vi cómo se soltó, girando en el aire.
No sentí el instante exacto en que cayó directo en mi agua.
Hogsmeade, 1980
La taberna estaba casi vacía. Solo unas cuantas velas iluminaban las mesas de madera gastada, y el aire olía a whisky barato y tabaco. Afuera, la lluvia caía en finas cortinas sobre las calles adoquinadas, apagando cualquier sonido que no fuera el crepitar del fuego en la chimenea.
Bellatrix se aferraba a su copa con una fuerza que hacía temblar sus nudillos. No bebía, no hablaba. Solo lo miraba.
Remus sostuvo su mirada un instante y luego apartó los ojos. No podía enfrentar esos irises oscuros y hambrientos, esos que lo habían devorado tantas veces, en la desesperación de robar tiempo a un mundo que jamás les daría permiso.
Él sabía que esto iba a ser difícil. Pero tenía que hacerlo.
—No podemos seguir con esto —dijo al fin. Su propia voz sonó hueca, ajena, como si perteneciera a otra persona.
Bellatrix no reaccionó de inmediato. Sus dedos tamborilearon sobre el cristal de la copa. Luego sonrió, pero fue una sonrisa sin alegría, sin chispa, solo la cáscara vacía de una mueca que alguna vez había significado algo.
—Eso ya lo sabíamos, Remus. Desde el primer beso. Desde la primera vez que me tocaste.
Remus cerró los ojos un segundo. No podía dejar que esas palabras le calaran hondo. No podía permitirse recordar el calor de su piel enredada con la suya, la forma en que sus uñas se clavaban en su espalda cuando todo a su alrededor se desmoronaba y solo les quedaban ellos dos.
La amaba. Maldita sea, la amaba como un hombre ama cuando sabe que no tiene derecho a hacerlo.
Pero no era suficiente.
—No me refiero a la familia Black. Ni al contrato de matrimonio. Ni siquiera a la guerra —prosiguió él, cada palabra pesándole como piedras en la garganta—. Me refiero a nosotros.
Bellatrix dejó caer la copa sobre la mesa con un golpe sordo. El líquido oscuro se derramó sobre la madera, pero ella no lo notó. Solo lo miró.
—Nosotros somos lo único real que tengo, Remus. ¿Tienes idea de lo que estás diciendo?
Sí. Lo sabía. Y también sabía que esto la rompería.
Pero era mejor así.
—No hay futuro para nosotros, Bella. ¿Lo entiendes? Podemos seguir fingiendo que lo hay, robando minutos, escondiéndonos en habitaciones oscuras, pero al final... al final solo estamos prolongando lo inevitable.
Ella rió. Una risa amarga, cortante.
—¿Y entonces qué? ¿Te alejas y todo desaparece? ¿Dejas de quererme porque el mundo no nos deja estar juntos?
—No —admitió. No podía dejar de amarla, aunque lo intentara. Pero el amor, por mucho que ardiera, no era suficiente para detener el peso del mundo.
Bellatrix se inclinó sobre la mesa. Era todo fuego, todo rabia contenida.
—Sabes que hay una salida. —Su voz era apenas un susurro, pero tenía la intensidad de un rugido—. Podríamos terminar con esto. Juntos. No en esta mierda de mundo, sino en otro. Un último respiro, y después nada. Nada de sangre, nada de deberes, solo tú y yo...
Remus sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Había considerado esa opción. Por supuesto que lo había hecho. En más de una ocasión, había pensado en tomar su mano, cerrar los ojos y marcharse con ella a la única paz posible.
Pero en algún lugar de su mente, una sombra se alzaba.
Una voz que no era suya.
Una presión, una idea que antes no estaba ahí.
Dumbledore.
El pensamiento se filtró en su mente como veneno. Él había ido a verlo, a pedirle consejo. Pero no recordaba lo que le había dicho. Solo recordaba haber entrado a su despacho con la intención de terminar con todo y haber salido con la certeza de que no podía hacerlo.
—No —dijo Remus, y la palabra sonó tan fría que casi no la reconoció como suya—. No puedo.
Bellatrix se tensó. Su expresión cambió, pasó del enojo a algo peor. A algo quebrado.
—¿No puedes... o no quieres?
No lo sé.
Pero no lo dijo. Solo se puso de pie, apartando la silla con un chirrido contra el suelo.
—Se acabó, Bella.
Ella lo observó, como si intentara encontrar algún atisbo del hombre que había amado. Algo que le dijera que todavía estaba ahí.
Pero Dumbledore se había asegurado de que Remus ya no pudiera verla de la misma forma.
—Vete a la mierda, Lupin —susurró ella al final, su voz rota.
Y por primera vez, él obedeció.
El sol se filtraba a través de las cortinas, proyectando un resplandor dorado sobre la mesa de madera. El aroma del té recién hecho se mezclaba con el leve perfume de lavanda que flotaba en el aire. La casa era cálida, acogedora, real.
Bellatrix estaba detrás de él, sus dedos largos y delicados deslizándose entre su cabello con la familiaridad de una rutina repetida mil veces. Un roce, un gesto, un amor hecho de pequeños momentos.
Se giró hacia ella, encontrando su sonrisa, suave y sin sombras. Era hermosa, radiante bajo la luz de la tarde.
—Las niñas... —musitó, y entonces la vio.
Su hija. Correr por la pradera, su risa llenando el aire mientras su hermana la perseguía con un lazo de flores en las manos.
Remus cerró los ojos un instante, sumergiéndose en el momento. Era paz.
Bella inclinó la cabeza, su nariz rozando la suya. Él respondió al gesto, presionando un beso tranquilo contra sus labios, sellando la certeza de que esto era real, que siempre lo había sido.
Pero algo cambió.
El sol parpadeó.
El aroma a lavanda se disolvió.
El calor en su piel se desvaneció, reemplazado por algo áspero, húmedo, sucio.
Y cuando volvió a abrir los ojos...
...estaba en el suelo de un bar apestoso, empapado y temblando.
La madera bajo su mejilla estaba fría. El aire olía a cerveza derramada, a sudor, a sangre. Su cuerpo dolía como si hubiera sido atropellado, pero la sensación era lejana, como si su mente no pudiera encajarla todavía.
¿Dónde...?
Parpadeó, intentando enfocar la vista. El techo era bajo y lleno de humo. La luz parpadeante de un bombillo roto chisporroteaba sobre él.
No. No, no, no.
Se incorporó de golpe, un espasmo recorriendo su columna. Su piel ardía, su corazón palpitaba con una urgencia que no entendía.
¿Dónde estaba Bella? ¿Dónde estaban sus hijas?
Su respiración se volvió errática. Esto no era su casa. No era su vida.
Miró sus manos. Eran ásperas, con cortes y cicatrices. Sus uñas estaban sucias de tierra y su ropa apestaba a trabajo pesado y miseria.
Pero eso no tenía sentido.
Porque hace solo un momento, él estaba con ellas.
Las había visto.
Las había tocado.
Había besado a su esposa y había escuchado reír a sus hijas.
Se tambaleó, sintiendo que su mente se partía en dos.
Un grito en su cabeza.
Un eco de algo que no quería escuchar.
Esto no es real.
Remus se agarró la cabeza con fuerza, sus uñas clavándose en su cuero cabelludo, como si pudiera arrancarse la confusión a tirones.
No.
No puede ser.
Pero entonces, el mundo pareció temblar a su alrededor, y los recuerdos cayeron sobre él como una avalancha.
La guerra. La sangre. Bellatrix en Azkaban. James y Lily muertos.
Sirius... traidor.
Un mareo lo golpeó con tanta fuerza que casi vomita.
El pub seguía ahí. Las voces de borrachos peleando. El suelo sucio y pegajoso.
Y en el reflejo de un vaso roto en el suelo, vio su propio rostro.
No era el hombre que recordaba ser.
Era Remus Lupin.
Y acababa de despertar de la mentira más hermosa jamás construida.