
Susurros en la Tormenta
La lluvia seguía repiqueteando contra las amplias ventanas de la mansión Cullen, el sonido amortiguado por los gruesos cristales. El bosque circundante estaba envuelto en una neblina tenue, las copas de los árboles inclinándose bajo la constante caricia del agua. Edward apenas le prestaba atención. Desde que Hermione despertó, su mundo parecía haberse reducido a ella.
Pasaba las tardes a su lado, observándola, cuidándola. No porque ella lo pidiera—de hecho, casi nunca lo hacía—sino porque lo necesitaba. Se había acostumbrado a su silencio, a la forma en que evitaba mirarlo demasiado tiempo, a cómo se aferraba a las mantas en los momentos en que creía que nadie la veía. Le llevaba libros, preparaba sus comidas con ayuda de Esme, y aunque Hermione rara vez hablaba, siempre comía hasta el último bocado.
No podía evitar notar la forma en que se obligaba a comer, con movimientos meticulosos y mecánicos, como si no hacerlo fuera impensable. Edward no entendía del todo por qué, pero algo en su expresión le decía que la comida significaba mucho más para ella que solo nutrirse.
Hermione no se quejaba de su presencia, pero tampoco la alentaba. Era como si estuviera acostumbrada a la soledad, incluso en compañía.
Y sin embargo, él no podía alejarse.
El instituto había sido un cambio drástico después de los días tranquilos junto a Hermione. Bella Swan había regresado al panorama de su vida de forma inesperada, y aunque Edward había hecho su mejor esfuerzo por ser cortés con ella a petición de Alice, sus pensamientos estaban en otra parte.
Lo único que lo distrajo fue la visión de Alice. El accidente.
Primero había creído que lo habían evitado, pero la visión regresó con más intensidad. Y esta vez, fue real.
El chirrido de los frenos, el grito ahogado de los estudiantes, el metal doblándose con un estruendo. Su cuerpo se movió antes de que pudiera siquiera pensarlo, empujando a Bella fuera de la trayectoria del vehículo. Sintió la presión del auto contra su mano, el crujir de la carrocería al detenerlo con facilidad inhumana.
El impacto fue breve, pero la mirada de Bella lo persiguió durante el resto del día.
Los Cullen estaban furiosos.
—¿En qué estabas pensando, Edward? —Rosalie le espetó, con los ojos dorados brillando de frustración—. Primero traes a casa a una humana—o bruja, lo que sea—y ahora ¿decides salvar a otra exponiéndote de esa forma?
Edward apretó la mandíbula y no respondió. No tenía la paciencia para discutir. Ni siquiera estaba seguro de cómo se sentía al respecto. Edward no tenía respuestas. Solo sabía que no podía haber hecho otra cosa. Frustrado, escapó de las quejas de Rosalie y de las preguntas de sus hermanos.
Así que, como todas las tardes, fue a donde estaba Hermione.
Al entrar, la encontró sentada junto a la ventana, su silueta recortada contra la luz grisácea del día lluvioso. Sus dedos se enredaban con las mangas del suéter que Esme le había conseguido, y su mirada se perdía en el horizonte, como si intentara ver más allá de lo visible.
Edward se acomodó en la silla junto a la cama, abrió un libro y comenzó a leer en voz baja, su tono calmado llenando el espacio entre ambos. No esperaba que Hermione le hablara.
Por eso, cuando su voz, suave pero firme, rompió el silencio, se sorprendió tanto que casi dejó caer el libro.
—No te arrepientas de haber salvado una vida.
Edward alzó la mirada.
Hermione aún miraba por la ventana, pero sus ojos tenían un brillo pensativo.
—Las consecuencias pueden ser difíciles, sí —continuó—, pero el remordimiento por no haberlo hecho sería peor.
Edward la observó en silencio, sintiendo que algo dentro de él se agitaba. Desde que la conoció, había querido protegerla, darle consuelo. Y, sin embargo, era ella quien ahora lo consolaba a él.
La calidez de sus palabras se filtró en él de una manera que no esperaba.
Ese día, por primera vez, Hermione comenzó a hablar más con él.
Y Edward estaba extasiado.