
Gritos en la Oscuridad
El ambiente en la mansión Cullen estaba tenso. Aunque todos intentaban seguir con su rutina diaria, la presencia de Hermione, aún dormida, era una sombra persistente en sus pensamientos. Especialmente en los de Edward.
Había pasado poco más de una semana desde que la encontró, y seguía sin despertar.
Edward estaba frustrado. Por muchas razones.
La primera y más importante, porque la pequeña ninfa seguía sumida en su profundo sueño, y su respiración, aunque constante, era demasiado débil para su tranquilidad. Carlisle había explicado que su cuerpo estaba luchando por recuperarse, pero cada día que pasaba sin que despertara, Edward sentía una ansiedad creciente en su interior.
La segunda razón, porque Esme y Carlisle le habían dado un límite para permanecer en casa. En pocos días tendría que volver al instituto. No era un problema académico—Edward ya había cursado las materias más veces de las que podía contar—pero la idea de alejarse, aunque fuera por unas horas, lo incomodaba más de lo que quería admitir.
Y la tercera razón…
—Edward, ¡me estás ignorando otra vez!
Edward cerró los ojos por un segundo, reprimiendo un suspiro mientras Alice continuaba con su monólogo.
—Alice, ya hemos hablado de esto.
—No. Tú has decidido ignorar lo que te digo —Alice cruzó los brazos, claramente molesta—. ¡No podemos confiar en ella! ¡No sé quién es, no sé de dónde viene! ¡No puedo verla!
—Eso ya lo sé.
—¡Entonces haz algo al respecto!
Edward se pasó una mano por el cabello, sintiendo que su paciencia se agotaba.
—Alice… si ella fuera un peligro, ¿no crees que lo sabríamos ya?
Alice frunció el ceño.
—Eso es lo que me preocupa. Que no podamos ver nada. ¿No lo entiendes? Es como si ella no existiera.
Edward la miró fijamente. No podía negar que eso lo inquietaba. No poder leer la mente de Hermione ya era extraño, pero que Alice tampoco pudiera verla en sus visiones era aún más sospechoso. Aún así, algo dentro de él le decía que no importaba. Que ella no era una amenaza.
Alice abrió la boca para replicar, pero un sonido la interrumpió.
Un grito.
Edward se puso de pie en menos de un segundo.
Era Hermione.
Corrió escaleras arriba a una velocidad imposible para un humano y entró en la habitación justo a tiempo para ver a Carlisle inclinarse sobre ella, intentando calmarla.
—Hermione —la llamó Carlisle con voz tranquila—. Estás a salvo.
Pero ella no parecía escucharlo. Sus ojos estaban abiertos, pero había terror en ellos. Estaba temblando, jadeando, su frágil cuerpo convulsionando por el miedo.
Edward no podía moverse.
Escuchar su voz después de tantos días debería haber sido un alivio. Pero verla así, con el rostro bañado en lágrimas, sus pequeñas manos aferrándose a las sábanas con desesperación, le provocó un nudo en el estómago.
Y entonces, sin previo aviso, su cuerpo se desplomó de nuevo.
El silencio en la habitación fue sofocante.
Carlisle suspiró, pasándose una mano por el rostro.
—Su cuerpo sigue demasiado débil. La fiebre la ha afectado y no estaba completamente lúcida.
Edward se acercó lentamente, sentándose al borde de la cama.
—¿Por qué despertó gritando?
Carlisle no respondió de inmediato.
—Tal vez estaba reviviendo algo en su mente. Algún recuerdo, un trauma…
Edward sintió que su mandíbula se tensaba. Lo único que sabía de ella era que estaba sola, herida y desnutrida. ¿Cuánto había sufrido antes de que él la encontrara?
Con cuidado, extendió su mano y la posó sobre su frente. Su piel estaba caliente, febril, pero al contacto con su toque frío, su expresión se relajó levemente.
Edward sintió algo derretirse en su pecho cuando la vio moverse ligeramente, como si su cuerpo instintivamente buscara su toque.
Se quedó con ella toda la noche.
Edward estaba sentado en la habitación, en su lugar habitual junto a la cama de Hermione, cuando de repente su respiración cambió.
Lo supo un segundo antes de que ocurriera.
Los ojos de Hermione se abrieron de golpe.
Y entonces, gritó.
—¡Joder, ¿qué demonios?! —su voz estaba ronca, como si no la hubiera usado en mucho tiempo.
Edward parpadeó.
Había esperado muchas reacciones cuando despertara. Pero no esto.
Hermione se incorporó rápidamente, con la mirada salvaje recorriendo la habitación.
Cuando su vista se posó en Edward y Carlisle, sus ojos se abrieron aún más y palideció.
—Oh, mierda.
Edward sintió que todo su cuerpo se tensaba.
Ella lo sabía.
Sabía lo que eran.
La pequeña ninfa los estaba mirando con una mezcla de miedo y frustración, como si acabara de darse cuenta de la peor noticia posible.
—No puede ser. No jodidamente puede ser. —Se pasó una mano por el rostro y apretó los ojos con fuerza—. ¿En serio? ¿¡Vampiros!?
Edward y Carlisle intercambiaron una mirada.
—Hermione… —intentó decir Carlisle, pero ella lo interrumpió.
—¡Oh, claro! —soltó una risa sarcástica, pero su voz estaba al borde del pánico—. ¡Primero me muero de frío en un maldito bosque, y ahora resulta que terminé en una casa llena de vampiros! ¡¿Por qué demonios es mi vida tan jodidamente rara?!
Edward nunca había visto a alguien pasar tan rápido de la ira a la desesperación.
Y entonces, antes de que cualquiera pudiera reaccionar, las lágrimas empezaron a caer por su rostro.
No sollozó, pero su cuerpo temblaba, su respiración era errática, y sus puños se apretaban con fuerza sobre las sábanas.
Edward sintió un dolor inexplicable en el pecho.
Pero antes de que pudiera hacer algo, Esme apareció en la puerta.
Con su expresión serena y maternal, se acercó a la cama y, sin decir una palabra, envolvió a Hermione en un abrazo.
Y Hermione… simplemente se derrumbó.
Dejó escapar un sollozo ahogado y se aferró a Esme como si fuera su única ancla en el mundo.
Edward apartó la mirada.
Verla así, tan frágil, tan pequeña… le dolía más de lo que podía entender.
Carlisle suspiró suavemente.
—Va a necesitar tiempo.
Edward asintió, pero no apartó la vista de Hermione.
Lo entendía.
Pero por alguna razón, algo en su interior le decía que él iba a estar ahí para ella. No importaba lo que pasara.