
En Abril
El expreso de Hogwarts traía de vuelta el eco de una rutina que ya no les pertenecía del todo. No después de los días en sus hogares y las noches juntos en el cuarto de Hermione. No después del calor ajeno, los platos llenos durante los almuerzos en la casa de Hermione o la cena de año viejo en la madriguera y las manos que no se soltaban debajo de las mesas.
Draco observaba desde la ventana del vagón el castillo que se alzaba entre la nieve. Majestuoso, pero frío. Como si el invierno no solo hubiera caído sobre las piedras, sino también sobre las decisiones que los aguardaban dentro.
Hermione iba frente a él, con Ginny a su lado.
Theo estaba a su lado, en silencio.
El carruaje los llevo hasta la entrada del castillo
Draco cruzó el vestíbulo con la misma elegancia que siempre. Se dirigió directo a la sala de premios anuales, Hermione se había adelantado y ya estaba desempacando sus cosas
Durante las noches en que discutieron como distribuirían el espacio de aquel lugar que ahora les pertenecía aunque fuese solo por lo que restaba del año escolar, habían decidido compartir el cuarto que tenía ventana a las afueras del colegio, el otro serviría como un desván improvisado, para los libros que Hermione había olvidad devolver y se acumulaban y los uniformes y equipo de Quidditch de Draco.
Aunque habían visto el mismo espacio en los últimos meses ahora, algo era diferente se sentía cálido como un hogar.
El primer día de regreso siempre era un caos controlado: escobas olvidadas en esquinas, gritos por pasillos que reverberaban con eco, profesores recordando con firmeza que la Navidad había terminado. Pero Draco se movía entre todo eso con una claridad inusual. Sabía hacia dónde iba.
La encontró en el pasillo del Ala Norte, donde solo se escuchaba el susurro de los vitrales agrietados por la escarcha. Hermione estaba apoyada contra una de las columnas, revisando horarios en voz baja.
—Te estás haciendo la ocupada —dijo él, acercándose.
Ella no levantó la vista enseguida.
—Estoy tratando de memorizar todo antes de que McGonagall nos arrastre al aula de Encantamientos.
—Todavía tienes tiempo. Y yo, cinco minutos.
Hermione alzó la mirada.
—¿Cinco?
—Tal vez cuatro —corrigió, y ya estaba frente a ella.
Ella no retrocedió. Nunca lo hacía. Pero esa vez, tampoco avanzó.
—No quiero tener a Sprout encima, estoy comenzando a sospechar que le gustas y no le agrada verme junto a ti
Draco puso expresión de ofendido - Por Merlín Hermione tus rizos son mas decentes que los de ella, jamás te dejaría
Hermione se río
Se acercó, como si el castillo les ofreciera unos segundos de tregua. Lo besó con calma, sin prisa, sin el fuego desesperado de la primera vez.
Cuando se separaron, Draco apoyó la frente contra la de ella.
—En este lugar, contigo, todo parece fácil.
—Lo es. Hasta que alguien nos lo recuerda —susurró Hermione, sin ira.
Los días transcurrían en calma la sala común de los premios anuales estaba vacía. Hermione había salido temprano a buscar unos textos que McGonagall le había dejado en la biblioteca especial del ala este. Había vuelto sin prisa. No esperaba encontrar a nadie.
Pero algo en el aire cambió cuando subía por el pasillo.
Pasos. Voces bajas.
Se detuvo en seco al reconocerlas.
Draco. acompañado de una voz mas grave
No era común ver a Lucius Malfoy en el castillo. Y menos aún fuera de los horarios establecidos para “asuntos del consejo escolar”. Si estaba allí, era por algo. Hermione lo supo al instante. Y lo supo aún más cuando escuchó su voz, seca como metal frío:
—Circulan rumores desagradables, Draco.
Ella se pegó contra la pared, oculta tras la curva de piedra que precedía la entrada a su sala común. No debería escuchar. Pero no podía irse. No ahora.
Dentro, el silencio fue breve.
—¿Y desde cuándo te ocupas de rumores? —dijo Draco, con tono neutro.
—Desde que amenazan lo que construí con décadas de obediencia —respondió Lucius—. Desde que susurran que mi hijo comparte más que responsabilidades con una hija de muggles. Y a juzgar por algunas prendas que rondas este lugar parece que es cierto.
Hermione sintió cómo su respiración se detenía.
Por unos segundos solo el sonido tenue del fuego mágico, chispeando en algún rincón.
Y luego, finalmente, la voz de Draco:
—No todo lo que se dice merece respuesta.
Hermione cerró los ojos.
Lucius resopló, no sorprendido.
—No pareces negarlo y eso me resulta mas haya de desconcertante, francamente desagradable
—Pues no se que escandalosos rumores has escuchado pero parece que la respuesta que buscas salta a la vista - Lo dijo señalando la bufanda con los colores de Gryffindor reposando junto a Crookshanks
—Esta discusión termina, lo que sea que haya aquí se acaba en este momento y espero que luego tengas tiempo para reflexionar sobre este desatino de tu parte.
—No es un desatino, padre. Es una relación. Mi elección.
Hermione ahogo un jadeo
El silencio que siguió fue glacial.
Lucius lo estudió como si no lo reconociera.
—¿Y crees que puedes mezclarte con una hija de muggles sin arrastrar nuestro nombre al fango?
Draco sonrió. No con burla. Con algo parecido a la compasión.
—Ya nadie teme ensuciarse, padre. Ese es tu mundo. No el mío.
Lucius apretó el bastón.
—¿Has olvidado lo que costó construir nuestro apellido y mantener nuestro legado?
—Si —dijo Draco—. Parece ser lo único importante desde que tengo uso de razón.
Lucius avanzó un paso más. Ya no era elegante. Era tenso.
—Ella no entiende el peso de nuestro legado. No sabrá protegerte.
Draco sostuvo la mirada.
—No estoy pidiéndole que me proteja. Solo que me acompañe. Y lo ha hecho mejor que nadie.
Hermione sintió que los ojos le escocían.
Lucius se quedó quieto. Solo su boca se crispó, como si las palabras le quemaran.
—Entonces estás dispuesto a tirar por la borda generaciones de sangre para... ¿sentir?,
—Solo por una simple bruja insignificante
Draco tardó un segundo en responder. Y cuando lo hizo, su voz fue clara. Serena. Inquebrantable.
—Su nombre es Hermione Granger. Y no vas a borrarla de mi historia.
Lucius no respondió. No se marchó. Solo se quedó allí, como una estatua que aún no acepta que se ha resquebrajado.
Draco se dio media vuelta y caminó hacia la puerta. No tembló. No dudó. Y al cruzarla, supo que algo en él se había liberado para siempre.
La nota apareció sobre su escritorio como un susurro encantado.
“Hermione, estaré en el jardín de los invernaderos a las 5. Por favor, ven.”
— N. M.
No decía más. Pero decía todo.
Hermione se preparó durante horas que pasaron en minutos. No se puso nada elegante. Solo algo que la hiciera sentir ella misma. Draco no dijo mucho cuando le contó. No temía al encuentro de Hermione y su madre hace apenas unos días ella misma le había visitado a él para informarle sobre la decisión de su padre de quitarle el acceso a la bóveda Malfoy y le recordó que siempre tendría acceso a la suya personal.
Cuando llegó, Narcisa Malfoy ya estaba allí. De pie, junto a las plantas invernales que resistían el final del invierno, vestida de gris pálido y con las manos cubiertas por guantes finos de dragón.
—Señora Malfoy —dijo Hermione, con voz firme aunque el estómago le temblara.
—Señorita Granger —respondió Narcisa, sin sonrisa, pero sin dureza.
Hubo un silencio breve. Luego, Narcisa extendió la mano. No para estrecharla. Para señalar una banca de piedra.
—Siéntese conmigo por favor.
Narcisa no se apresuró a romper el silencio.
Hermione se sentó junto a ella en la banca de piedra, manteniendo la espalda recta, los dedos cruzados sobre el regazo. El invernadero estaba iluminado por pequeñas esferas encantadas que flotaban como luciérnagas. Entre las plantas resistentes al invierno, una variedad de narciso blanco —exactamente del tono del apellido que las separaba— crecía con obstinación.
—Siempre me gustaron los narcisos —dijo Narcisa, finalmente—. No por lo que la gente cree.
Hermione giró un poco hacia ella.
—¿Y por qué entonces?
—Porque florecen cuando nadie lo espera. Cuando todo lo demás parece dormido.
Hermione no respondió enseguida. A veces, las respuestas interrumpen verdades.
—¿Sabe que esa es su flor? —preguntó después, con suavidad.
Narcisa asintió, sin mirar a Hermione.
—Y no me molesta. No todos los nombres se heredan con orgullo. Algunos se limpian a fuerza de decisiones.
La frase quedó flotando, densa pero sin agresión.
—¿Fue difícil llamarse Malfoy? —se atrevió a preguntar Hermione.
—Lo fue. Y a veces lo sigue siendo. Pero lo más difícil fue criar a alguien que lo llevara sin volverse prisionero de él.
Hermione apretó los labios.
—Draco no está prisionero. Ya no.
Narcisa la miró. Sus ojos eran de un azul limpio, como los de su hijo cuando no mentía.
—No —admitió—. Pero ha costado.
Hubo un silencio nuevo, menos tenso. Narcisa se inclinó un poco hacia adelante, como si hablara con una confidente y no con una amenaza.
—¿Le gusta leer en voz alta?
Hermione la miró, sorprendida.
—Sí… supongo que sí. Cuando estoy sola.
—Draco era un niño difícil. Inteligente, pero… desbordado. Solo dormía si alguien le leía cuentos de duelos antiguos. O tratados de historia. Prefería a Cicerón que a Cuentos de Beedle el Bardo.
Hermione sonrió sin querer.
—Eso no ha cambiado tanto.
—No —asintió Narcisa—. Pero ahora no necesita que nadie le lea. Solo que alguien lo escuche cuando decida hablar.
Hermione bajó la mirada. Sabía lo que eso significaba.
—Lo escucho. Aunque a veces él no lo note.
—Lo sé —dijo Narcisa—. Y también sé que le está escuchando más de lo que cree. Lo vi en sus ojos cuando me dijo que ya no dependía de nosotros. Y sin embargo déjeme asegurarle para su tranquilidad que siempre contará con mi apoyo en todos los sentidos.
Hermione giró hacia ella, con un nudo inesperado en la garganta.
—¿Está enojada con él?
—No —respondió Narcisa, con absoluta calma—. Estoy orgullosa. A pesar de todo… Y le aseguro señorita Granger que Lucius volverá a estarlo, aunque ahora se niegue a admitirlo.
Hermione tragó saliva. Narcisa se levantó entonces, sacudiendo los guantes con delicadeza.
—Solo vine a verle. No a examinarle. Quería saber si era real.
—¿Y…?
Narcisa la miró, con esa calma tan suya que podía parecer desinterés para quien no supiera leerla.
—No era lo que esperaba —dijo, sin malicia—. Y eso, créame, es un cumplido.
Hermione sonrió al recordar que Draco que le había asegurado que su madre solía tener mala opinión de las personas incluso antes de conocerlas, opinión que si cambiaba por ende era para bien
Narcisa se dio media vuelta, avanzó un par de pasos, y entonces, sin girarse, añadió:
—Si logra que Draco deje de pelear con su apellido tanto como decidió pelear por lo que quiere... entonces síganse eligiendo. Mientras puedan.
Y se fue
Cuando Hermione volvió a la sala común de los premios anuales, no encontró a Draco.
Solo el silencio conocido.
El fuego bajo.
Un libro abierto en el sofá.
Su capa aún colgada.
Pero no necesitaba verlo para saber que él también había cambiado. Algo había ocurrido entre el Draco que la acompañó a la estación y el que ahora dejaba rastros de presencia por toda la sala.
Porque el vínculo vibraba. No con ansiedad. Con otra cosa. Una especie de fuerza serena que le recorría la piel como un encantamiento antiguo.
Había enfrentado a su padre. Lo sabía. El nisiquiera lo había mencionado, la posicionó y no presumió de ello, lo hizo por convicción no por demostrarle algo a ella, sino asi mismo y aquello era mucho mas valioso.
Hermione caminó hasta su habitación. Tampoco lo encontró allí
Cruzó el pasillo hasta la otra habitación. La encontró de espaldas, organizando libros que no cabían en la repisa.
Draco giró despacio, sin sorpresa.
—¿Cómo fue? —preguntó ella, sin adornos.
—Breve —respondió ella—. Es una mujer práctica tal como tu.
—Hermione —dijo Draco, con una voz que no era grave, ni suave. Solo real—. ¿Estás bien?
Hermione lo miró. No por encima. No desde la espera.
—Estoy ardiendo —susurró.
Draco no se movió. No necesitó hacerlo.
Fue ella quien cruzó los últimos pasos.
Y lo besó.
El beso no fue urgente.
Fue una línea trazada con precisión, como si Hermione hubiese estado esperando exactamente este momento para marcar el punto final de todo lo que había temido. No hubo prisa. Solo una presión medida, una certeza callada.
Draco no respondió al principio. No porque dudara, sino porque no necesitaba apresurarse. Hermione estaba allí. No en su cuerpo —eso ya lo conocía—, sino tomándolo a él una y otra vez como una decisión nueva cada vez.
Cuando él levantó las manos, fue despacio. Le tomó el rostro con una delicadeza casi reverente, como si no pudiera creer que aún podía tocarla así sin que todo se rompiera.
Sus labios se encontraron otra vez, más profundos, más seguros.
Hermione exhaló contra su boca, temblando ligeramente. No de nervios, sino de esa sensación eléctrica que nace cuando el deseo no duele, cuando no exige, cuando solo quiere quedarse.
Draco la atrajo hacia él con lentitud. La llevó contra su pecho como si necesitara sentir el latido de algo que, durante tanto tiempo, creyó que no merecía. Su mano bajó por la línea de su espalda, hasta el borde de la camisa. La tela era delgada, como todo lo que separa a dos personas que se conocen tan bien que ya no temen el roce.
Hermione deslizó las yemas por su mandíbula, por el cuello, bajando hasta donde el primer botón de la camisa de Draco temblaba apenas por la respiración contenida.
Lo miró. No pidió permiso.
Y él, sin una palabra, inclinó ligeramente la cabeza, como si decir sí ya no hiciera falta.
Hermione se deshizo de su suéter y luego de su capa y luego de su corbata. Cada movimiento era una pausa consciente, una manera de decir te veo en lugar de te quiero rápido.
Los ojos de ambos eran transparentes para el otro en aquella promesa que no necesitaba decir te amo porque era mucho mas profunda
Draco, que siempre parecía tan controlado, tan contenido, cerró los ojos cuando ella apoyó los labios justo debajo de su clavícula. Su piel tenía ese olor sutil a especias y a invierno, a la mezcla exacta de la sala común, libros viejos y su escoba mal guardada.
Cuando Hermione se separó lo justo para quitarse el suéter, dejando a la vista su silueta bajo la camisa casi tan clara que podía ver su sostén a través de ella, Draco no la tocó. Solo la observó. Con devoción. Con hambre. Con respeto.
Ella nunca se había sentido tan vista como cuando estaba con él
—Eres hermosa —dijo él, sin adornos. Como una sentencia.
Hermione se sonrojó, pero no apartó la mirada.
—Lo sé —respondió, con una sonrisa suave—. Tú me hiciste creerlo.
Draco deslizó las manos por su cintura, sosteniéndola con firmeza, como si pudiera anclarla a la realidad con solo su tacto. La levantó apenas, y la sentó sobre el escritorio de la habitación
Hermione le miró con una picardía que nadie mas que el conocía
—¿Te estás riendo de mí? —preguntó Draco, sacándose la camisa.
—No. Me estoy riendo de la suerte que tengo, te has visto al espejo?
Se inclinó, apoyando la frente sobre la de ella.
—Si alguien ha tenido suerte acá soy yo.
Y entonces la besó.
Esta vez no fue lento. Fue profundo, completo, como si necesitara dejar su nombre grabado en la piel de Hermione sin necesidad de varita.
La madera crujió cuando ella arqueó la espalda. Su cuerpo lo conocía, sus encuentros se habían convertido en una especie de rito, una forma de afirmarse el uno al otro
- Tuyo
- Tuya
Las manos de Draco recorrieron sus costillas como si las estuviera memorizando. Hermione hundió los dedos en su espalda baja, atrayéndolo más. Se encontraron con la naturalidad de quienes ya no necesitan descubrirse, sino solo habitarse.
Estaban uno frente al otro, y el aire entre ellos se sentía tan denso que parecía tener textura.
Hermione no necesitaba más palabras. Draco tampoco.
La conversación había terminado mucho antes de que se tocaran.
Ahora, solo quedaba el silencio de quienes saben exactamente qué quieren y ya no tienen miedo de mostrarlo.
Ella se acerco lentamente.
Y cuando estuvo lo suficientemente cerca como para sentir su respiración contra la clavícula, levantó las manos y comenzó a desabotonar su camisa.
Uno.
Dos.
Tres botones.
Cada clic era más lento que el anterior, como si no quisiera llegar demasiado pronto al final.
Sus dedos se movían con una precisión delicada, como si estuviera abriendo un libro que amaba.
Draco no la tocó todavía. Solo la miraba.
A los ojos, al escote, a los labios. Volvía, una y otra vez, a su rostro.
Como si ese fuera el mapa que más miedo le daba perder.
Cuando ella deslizó la camisa por sus hombros, lo hizo con ambas manos a la vez, recorriendo el borde de sus clavículas con las yemas de los dedos.
La tela cayó al suelo como si lo hiciera sola.
Draco no dijo nada.
Pero su respiración ya había cambiado.
Más profunda. Más tensa.
Hermione se acercó aún más y apoyó las manos en su pecho desnudo.
Lo sintió latir. Fuerte. Rápido.
No de ansiedad, sino de anticipación.
Él levantó una mano y, por fin, tocó la tela de su blusa.
Solo la sostuvo al principio, como si no supiera si debía seguir.
Pero ella levantó los brazos, dándole permiso sin palabras.
Draco comenzó a subir la prenda, deslizándola por su cintura, sus costillas, sus brazos.
El roce de sus dedos era más cálido que la tela misma.
Cuando llegó al cuello, la blusa ya estaba prácticamente desprendida.
Solo quedaban los tirantes del sujetador y la piel desnuda por debajo.
Hermione sintió el aire tocarla antes que él.
Y entonces él bajó la mirada.
La miró con una mezcla de asombro, gratitud, y un deseo tan profundo que parecía contener ternura.
No se apresuró a tocarla.
Pasó el dorso de la mano por su hombro, acariciando sin invadir.
Luego dejó un beso leve justo donde el hueso marcaba una curva sutil.
Hermione se deshizo de su sostén con una facilidad silenciosa.
Draco tragó saliva.
Aún no la tocaba por completo, pero cada segundo la veía más suya.
No como posesión. Como ofrenda.
Ella desabrochó su pantalón.
Lo hizo sin romper el contacto visual.
Draco bajó la mirada solo cuando sintió sus dedos deslizándose con precisión.
Ella lo desnudó con el mismo respeto con el que se escribe un nombre sagrado.
Él la ayudó a quitarse lo que faltaba de su propia ropa.
No fue torpe. No fue rápido.
Fue… necesario.
Y cuando ambos quedaron frente a frente, completamente desnudos, no hubo vergüenza.
Hubo una pausa.
Y en esa pausa, se lo dijeron todo.
Con los ojos.
Con los cuerpos.
Con el deseo contenido y finalmente liberado.
Hermione extendió una mano.
Draco la tomó.
Y la guió hasta la cama.
Hermione se incorporó sobre él con la misma calma con la que leía un hechizo importante: concentrada, decidida, con la certeza de quien sabe exactamente lo que está haciendo, y por qué.
Draco la miraba como si no supiera si debía respirar o quedarse ahí, quieto, entregado.
Su torso desnudo se alzaba apenas con cada exhalación, y sus manos descansaban a ambos lados de sus caderas, temblorosas, esperando.
Hermione apoyó una mano sobre su pecho, justo sobre su corazón.
Con la otra, guió su cuerpo sobre el de él, deslizándose con precisión, con una pausa consciente justo antes de dejarse caer por completo.
Fue un instante largo y breve a la vez.
Una exhalación contenida.
Un gemido ahogado en la garganta de ambos.
Draco apretó los ojos mientras sus dedos se cerraban con fuerza sobre las sábanas, como si necesitara aferrarse a algo más que a ella para no rendirse del todo.
Hermione lo sintió estremecerse bajo ella, el cuerpo tenso por la necesidad de no moverse, de dejarla marcar el ritmo. De dejarla tomar el control.
Ella se inclinó hacia adelante, acariciándole el rostro con los dedos, y luego bajó lentamente por su mandíbula hasta su cuello, sus clavículas, su abdomen.
No había palabras.
Solo ese calor denso y envolvente que se extendía entre los cuerpos como un encantamiento sin nombre.
Hermione comenzó a moverse con un vaivén suave, contenido, que buscaba no la velocidad, sino la profundidad. Cada vez que se deslizaba hacia abajo, un jadeo escapaba de alguno de los dos. Ella con la boca entreabierta, los ojos entornados.
Él con la frente perlada, la boca temblando por cosas que no decía.
Draco la tomó entonces por la cintura, como si necesitara asegurarse de que no se desvanecería.
Pero no guió.
Solo sostuvo.
Hermione siguió el ritmo que su propio cuerpo le dictaba: lento, ondulante, más una danza que un acto mecánico.
Cada movimiento era una afirmación.
Estoy aquí y te elijo. Soy tuya sin pertenecer a nadie.
El sonido de sus pieles encontrándose era casi imperceptible, sofocado por la respiración compartida y el latido entre sus costillas.
El mundo se comprimía en ese espacio entre sus cuerpos.
Un roce de muslos, una presión de caderas, una mirada que no parpadeaba.
Draco deslizó una mano por la curva de su muslo, luego por su cintura, hasta posarla sobre su pecho. No la apretó. Solo la dejó ahí, sintiendo el pulso bajo su piel.
—Hermione… —susurró, con la voz quebrada—, no se si podría sentir esto con alguien más.
Ella se inclinó sobre él, pegando su pecho al suyo, y lo besó con la boca abierta, con lengua y con hambre.
No por necesidad.
Por entrega.
Se movieron así, cada vez más lento, cada vez más profundo.
No hubo un final explosivo.
No fue eso.
Fue algo más vasto. Más tierno.
Una especie de expansión emocional que los dejó vacíos y llenos al mismo tiempo.
Y cuando Hermione se dejó caer sobre su pecho, el sudor aún fresco entre ambos, Draco no dijo nada.
Solo cerró los ojos.
Y la sostuvo.
Porque ese instante no pedía explicaciones.
Solo memoria.
Hermione no se movió de inmediato.
Su cuerpo reposaba sobre el de Draco, su mejilla contra su pecho, el oído buscando el eco de un corazón que no parecía calmarse. Sentía la piel húmeda, pero no por sudor solamente. Era como si el calor que habían creado juntos se resistiera a disiparse.
Él la rodeaba con ambos brazos. Uno sobre su espalda, firme pero cálido, y el otro acariciando con los dedos el contorno de su cintura, subiendo y bajando en un vaivén casi hipnótico. Como si, ahora que la tenía así, no supiera cómo dejar de tocarla.
—Sigues temblando —susurró Draco, con voz rasposa, como si aún no le hubiese vuelto del todo el aliento.
Hermione no respondió al instante. Solo giró el rostro para apoyar los labios contra su piel.
—No es frío.
—¿Entonces?
—No quiero que este momento se acabe.
Draco cerró los ojos. Le rozó la frente con los labios, lento, como si estuviera agradeciendo algo sagrado. No respondió con palabras. Solo la abrazó más fuerte, deslizando una mano por su espalda desnuda, como si pudiera tatuarse la forma de su cuerpo con el tacto.
—¿Te duele? —preguntó ella, tras un silencio.
—No.
—¿Nada?
—Solo el corazón.
Hermione levantó la cabeza apenas, apoyando el mentón sobre su pecho. Lo miró. Sus ojos estaban abiertos, fijos en el techo, pero su expresión era de alguien que no estaba pensando en mañana.
—¿Y por qué te duele?
Draco la miró entonces. No con dramatismo. No con miedo.
Con una suavidad rara en él, como si la noche le hubiera dejado solo la parte que jamás mostraba a nadie.
—Porque esto… —dijo, pasando los dedos por su brazo desnudo—, esto se siente tan perfecto, tan jodidamente real… que tengo miedo de que sea lo último perfecto que tengamos.
Hermione tragó saliva. Le acarició la mandíbula. El cuerpo aún vibraba con los restos del deseo, pero la emoción lo sobrepasaba todo.
—No digas eso.
—Lo pienso —respondió él, sin apartar la mirada—. A veces pienso que nada más en mi vida será tan claro como esto. Como tú. Y eso me da miedo.
Ella lo besó. No en la boca. En la mejilla, justo al lado del labio. Luego en la frente. Y por último, en el centro del pecho, donde latía su corazón aún agitado.
—Te tengo ahora. Y tú me tienes a mí.
Draco asintió. Pero su mirada seguía herida por la idea de lo efímero.
—No sé si eso es suficiente.
—Lo es —dijo Hermione, sin dudar—. Porque estamos aquí. Porque después de todo… elegiste quedarte. Y no nos escondimos.
—No fue una elección al principio—murmuró él con ironía—. Pero supongo que fue un instinto.
Ella sonrió.
—Entonces incluso tu instinto me quiere.
Él la atrajo de nuevo hacia él, esta vez con las piernas entrelazadas, como si quisieran asegurarse de que ningún rincón del cuerpo quedara solo.
La habitación estaba en penumbra, iluminada apenas por la luz trémula de una vela que ya se consumía. Afuera, la noche seguía avanzando. En el castillo, todo dormía. Solo ellos respiraban.
Draco acariciaba su espalda con la yema de los dedos, a veces pausando para dibujar símbolos inexistentes. Hermione entendía que no eran caricias distraídas. Era como si estuviera escribiéndole palabras invisibles que no sabía decir en voz alta.
—¿Qué harás cuando termine el curso? —preguntó ella en un murmullo.
Draco no contestó de inmediato.
—No lo sé.
—¿Vas a quedarte en Londres?
—Depende. De muchas cosas.
—¿De mí?
Draco la miró. Esa era la pregunta. La que ninguno se había atrevido a formular hasta ahora.
—Depende de nosotros —respondió finalmente—. Pero no quiero encadenarte a mi mundo, Hermione. No si el tuyo va en otra dirección.
Ella lo besó otra vez. Esta vez sí en los labios. Despacio. Sin el deseo ardiente que la consumía hace un instante
Era un beso lleno de amor. De aceptación. Y de la tristeza anticipada que da el amor verdadero.
—No pienso irme aún —susurró ella—. Esta noche es tuya. Y mía.
Es nuestra.
Draco cerró los ojos.
Ella se acurrucó sobre su pecho.
Y juntos, por fin, durmieron.
Sin miedo.
Sin máscaras.
Como dos personas que habían compartido algo irrepetible.
Aunque no lo supieran aún.