
Exoplaneta
El invierno empezaba a ceder, pero la escarcha aún cubría los bordes de las ventanas como si se resistiera a irse. En la sala común de los premios anuales, una brisa encantada mantenía el fuego bajo constante, lo suficiente para calentar sin sofocar.
Hermione estaba sentada en el sofá con los pies desnudos sobre el regazo de Draco, su cabello envuelto en un moño torcido y un jersey que claramente no le pertenecía.
—Tu letra es ilegible —murmuró, corrigiendo un pergamino que no era suyo.
—Eso fue deliberado. Así McGonagall se da cuenta de que no soy tú —respondió Draco sin levantar la vista, con la pluma entre los dedos y un libro abierto en el regazo.
Hermione le dio un leve empujón con el pie. Él lo atrapó con las manos rápidamente y le dio un beso en el tobillo.
—Qué buenos reflejos, señor Malfoy.
—Los de un buen buscador, señorita Granger.
—¿Qué estás leyendo? —preguntó ella con curiosidad genuina. Se trataba de un libro delgado y bien cuidado que jamás había visto antes. Su portada tenía una Snitch dorada que reposaba sobre caligrafía oriental.
—Un ensayo sobre tácticas de vuelo defensivas. —Cerró el libro un momento y la miró de reojo—. ¿Sabías que los buscadores japoneses nunca vuelan en línea recta? Siempre hacen pequeñas curvas para confundir al ojo contrario.
Se quedó mirándolo. El interés que mostraba por aquel texto solo podía competir con el que mostraba por ella la mayoría del tiempo. Hermione nunca se había preguntado qué sería de sus vidas después de Hogwarts. De hecho, cuando Arthur Weasley le preguntó a Draco en la cena de Pascua de Navidad sobre sus planes futuros y Bill consideró que sería un buen elemento para Gringotts, supo que Draco había asentido por mera cortesía, pero definitivamente no parecía interesado de manera genuina. Pero con el Quidditch era distinto. Aquello no parecía solo un deporte para Draco. Parecía ser una pasión. Recordó que en una de sus conversaciones durante los almuerzos que compartió con sus padres en su casa, Draco se había esmerado de más en explicarle al señor Granger las reglas e incluso ahondó en algunas tácticas de juego que solían usarse para rescatar el partido cuando se creía perdido. Lo supo entonces: Draco amaba el Quidditch.
—¿Has pensado en una carrera profesional en el campo del Quidditch?
Draco detuvo los ojos sobre su lectura y se giró para verla.
—Ahora mismo hay demasiados buenos jugadores en la Gran Bretaña mágica… de hecho, en toda Europa. No habría campo para mí.
—Tú eres un excelente jugador, Draco.
Draco la miró con incredulidad.
—Sé que parece que lo digo con el ánimo de adularte, pero Ginny siempre ha mencionado que tu estilo de juego y liderazgo en el campo es lo que les ha valido el partido al equipo contrario —Hermione lo miró por encima del libro que ella misma leía—. Y el criterio de Ginny es, en este caso, mucho más acertado que el mío.
Draco la miró sin responder. Solo esbozó esa sonrisa ladeada que siempre parecía tener más de una intención.
Hermione estiró la mano y le robó la pluma sin aviso. La sostuvo como si fuera un trofeo.
—En todo caso, te lo tomas con mucha calma para alguien que entregará su ensayo mañana.
—Lo compenso con encanto natural —dijo él, y le ató la bufanda que estaba tirada en el sofá con un nudo perfecto. No hacía frío, pero le gustaba verla envuelta en cosas suyas.
—¿Eso fue un gesto de afecto o una estrategia territorial?
—Ambas. —Y se inclinó para besarle la frente.
En ese instante, un leve crujido mágico atravesó el aire. Un pequeño sobre flotaba hasta ellos, suspendido por un encantamiento escolar.
Hermione lo atrapó al vuelo. En el reverso, su nombre y la letra firme de McGonagall.
—¿Una citación? —preguntó Draco.
Hermione leyó el papel con calma.
—Sí. —Frunció el ceño mientras lo abría—. Me quiere ver a primera hora en su despacho mañana.
—Entonces nos iremos ya a la cama. No queremos que llegues tarde.
—Pero aún es temprano para ir a la cama…
Él la miró con la lujuria dibujada en el rostro.
—Nadie dijo que te irías a dormir ya.
Ella se rió en voz baja. Afuera, los copos de nieve caían perezosos sobre el alféizar. Dentro, la vida era simple. Y el mundo, por un instante, era apenas el murmullo suave de dos personas que no necesitaban prometerse nada, porque ya lo estaban viviendo todo.
Hermione se sentó con la espalda recta, las manos cruzadas sobre el regazo y los labios cerrados en una línea tensa. No era la primera vez que estaba en el despacho de la directora, pero algo en el tono de la carta que había recibido la tenía inquieta.
McGonagall estaba de pie junto a la ventana, mirando la nieve caer como si esperara que le revelara algo. A su lado, en la penumbra, Snape. Impecable. Silencioso. Con los brazos cruzados y la expresión de quien ya está aburrido antes de que empiece la conversación.
—Señorita Granger —empezó McGonagall sin girarse—. Como sabrá, el Campeonato de Pociones de Escuelas de Magia se celebrará este año en Castelobruxo. Y Hogwarts ha sido invitado a enviar un único representante. No fue fácil decidir.
—De hecho, lo fue, Minerva —interrumpió Snape.
Hermione tragó saliva.
—Entiendo.
McGonagall se giró entonces. La mirada era severa, pero había algo más: un atisbo de orgullo mal disimulado.
—Usted ha sido seleccionada.
Hermione parpadeó.
—¿Yo?
—Tiene el expediente, el rigor y la creatividad. Y, aunque no lo reconozca abiertamente, el apoyo de alguien cuyo criterio valoro más de lo que admito.
La directora hizo un gesto en dirección a Snape.
Él habló sin moverse.
—La competencia no es una clase, señorita Granger. Es una guerra educada. Y si pretende representarnos, necesitará más que precisión con las recetas. Necesitará intuición, control y resistencia. Cosas que, hasta ahora, solo ha demostrado en situaciones que no estaban bajo examen.
—¿Resistencia?
Snape se giró hacia McGonagall.
—Le tomaré horas de Defensa. No necesita saber cómo vencer a un boggart. Necesita no temblar cuando lo haga. El entorno de Castelobruxo no es Hogwarts. Sus rivales tampoco serán indulgentes.
—¿Y… usted va a entrenarme?
—Por supuesto que no —dijo Snape con una mueca—. Solo a corregirle cuando se crea más lista que la lógica. Lo demás… dependerá de usted.
McGonagall alzó una ceja con leve ironía.
—¿Tiene alguna objeción, señorita Granger?
Hermione negó con la cabeza.
—Ninguna. Solo... gracias.
Snape giró hacia la puerta, como si la conversación ya hubiera terminado.
—Tampoco le caerán bien sus oponentes —añadió sin mirar atrás—. Pero si eso le molesta, no debería estar compitiendo.
La puerta se cerró tras él.
Hermione se quedó en silencio.
McGonagall le ofreció una sonrisa apenas visible.
—Eso fue una bendición, señorita Granger. No lo arruine.
La mesa de Gryffindor estaba más animada de lo habitual. Ginny hablaba con Luna sobre una criatura invisible que supuestamente habitaba en las cocinas del castillo, mientras Theo hojeaba un ejemplar de El Profeta con escepticismo, y Hermione revolvía su té con más nerviosismo del que su expresión dejaba ver.
Draco llegó poco después, directo desde la mesa de Slytherin, sin pedir permiso para sentarse a su lado. Solo lo hizo. Hermione le regaló una sonrisa discreta, de esas que parecían contener un universo entero en una comisura.
—¿Te ves contenta —dijo Ginny, alzando una ceja—, o es solo que dormiste mejor que todos nosotros?
Hermione soltó una risa suave. Luego dejó la taza en su plato con algo de teatralidad.
—No exactamente. Es que... tengo algo que contarles.
Draco la miró con atención. Theo levantó la vista, y Luna dejó de hablar sobre los plufos invisibles.
Hermione respiró hondo.
—Esta mañana temprano, McGonagall me confirmó oficialmente que fui seleccionada para representar a Hogwarts en el Campeonato Internacional de Pociones.
Por un momento, el ruido de la mesa desapareció para ellos.
—¿Qué? —dijo Ginny con una mezcla de asombro y orgullo—. ¡¿El de Castelobruxo?!
—El mismo —asintió Hermione.
Theo se inclinó hacia adelante, con una media sonrisa.
—Eso es una locura. Solo aceptan a un estudiante por colegio. ¿Cómo no lo dijiste antes?
—Quería estar segura. Y... necesitaba tiempo para asimilarlo.
Draco seguía mirándola. No con sorpresa. Con algo más contenido.
—¿Cuándo es?
—A finales de abril. Hay varias etapas. Hogwarts ya mandó la confirmación. Snape va a entrenarme.
Theo silbó con admiración.
—Vas a competir en Castelobruxo… ¿Sabes cuántos ingredientes autóctonos se cultivan solo en ese campus? Tienen una red de invernaderos protegida por hechizos antiguos. Vas a amarlo.
Luna asintió con solemnidad.
—Dicen que los calderos allí cantan cuando la poción está lista.
—Eso no es cierto —murmuró Draco por lo bajo.
—Pero suena poético —replicó Luna, sin ofenderse.
Draco miró a Hermione otra vez. Esta vez, con un brillo en los ojos que no se parecía al orgullo ni a la envidia.
—Vas a arrasar —dijo él, simplemente.
Hermione bajó la mirada, sonrojada.
—¿Tú crees?
—Estoy seguro.
—Sé que tengo espíritu competitivo, pero no estaré en mi escuela.
—Tú no necesitas competir con nadie. Pero si decides hacerlo, que sea porque quieres, no porque crees que tienes que demostrar algo. Ya lo hiciste. Todos lo sabemos.
Hermione se acercó para apoyarse en su hombro.
Y entre tostadas, zumo de calabaza y una conversación que retomó su ritmo con entusiasmo, solo ellos dos supieron que algo acababa de cambiar.
Algo grande.
Y hermoso.
Y posiblemente… demasiado importante para ignorar.
Aurélie Dumont giraba una cucharilla de plata en una taza de porcelana sin mirar el té. Su pluma dorada estaba quieta sobre los pergaminos, lo cual ya era en sí una anomalía.
La puerta se abrió sin anuncio.
—Dumont.
—Profesor Snape —respondió ella, con el tono de quien hubiera preferido un incendio.
Snape no se sentó. Cerró la puerta con un movimiento apenas audible y caminó hasta el borde del escritorio.
—Te informo que, a partir de la próxima semana, Granger quedará exenta de asistir a tus clases de Defensa Contra las Artes Oscuras.
Aurélie dejó caer la cucharilla sobre el plato con un leve “clinc”.
—¿Exenta?
—Su jefa de casa ha aprobado que esas horas se reasignen como entrenamiento avanzado de Pociones. Conmigo.
Aurélie se levantó de su silla con esa calma peligrosa que precedía al temblor.
—¿Y por qué, exactamente, cree Minerva que una alumna debe dejar de aprender Defensa para revolver calderos?
—Porque esa alumna ha sido seleccionada para representar a Hogwarts en el Campeonato de Pociones de Escuelas de Magia. Y si tiene alguna posibilidad real, necesita mucho más de lo que tú puedes enseñarle entre encantamientos ilusorios y clases estéticas.
Aurélie lo miró con una sonrisa fina, afilada.
—¿Y tú crees tener el derecho de intervenir en mis clases sin siquiera consultarme?
—No estoy interviniendo —dijo Snape con voz plana—. Estoy optimizando recursos. Lo que tú llamas “enseñar”, en su caso, es una pérdida de tiempo.
Aurélie dio la vuelta al escritorio y lo enfrentó, con los brazos cruzados.
—Esto no es por su talento. Esto es por lo que representa. Otra muggleborn brillante que puede ser usada como trofeo.
—¿Y si lo es? —respondió Snape, alzando una ceja—. La mayoría del profesorado opina que se lo ha ganado. Parece que tú difieres de esa opinión. Y, sin embargo, me pregunto: ¿qué otra cosa harías tú con ella? ¿Ignorarla hasta que se canse, como la mayoría ha observado que lo haces últimamente, señorita Dumont?
—Maestra Dumont —corrigió ella, dos octavas más arriba en su tono de voz.
—Es lo que dice en su placa, en efecto. Pero también difiero de las opiniones de la mayoría.
Aurélie hirvió de ofensa, pero intentó enmascararlo bajo estoicismo disfrazado de resignación.
—Y supongo que Granger no protestó.
Snape ladeó apenas la cabeza.
—No pareció necesitar defenderse.
Aurélie soltó una risa breve, elegante y venenosa.
—Claro. Ella nunca necesita hacerlo. Siempre hay alguien más listo para levantar la varita por ella.
—Es una bruja demasiado lista para su propio bien —dijo Snape, ya caminando hacia la puerta—. Podría asegurarte que aprendió a alzarla ella misma desde tercer año, al menos.
Aurélie se quedó en silencio.
Solo el leve sonido del té enfriándose llenaba la sala.
Snape giró hacia la puerta. Ya no tenía nada más que decir.
—Dale las gracias a la directora por no convertir esto en un asunto formal —murmuró antes de irse—. Yo habría sido menos considerado.
La puerta se cerró con un chasquido suave.
Aurélie no se movió.
Solo sus nudillos se volvieron blancos contra la porcelana que aún sostenía.
Aurélie estaba de espaldas, de pie junto al piano cerrado del aula de música. Llevaba los brazos cruzados, el abrigo sobre los hombros como si la habitación, aunque templada, fuese una amenaza. Miraba por la ventana, pero no parecía ver nada.
Charlie cruzó el umbral sin anunciarse. No necesitaba hacerlo. Ella sabía que él venía. Siempre lo sabía.
—No sabía que vinieras aquí —dijo él, cerrando la puerta con suavidad.
—Tampoco lo sabía —respondió Aurélie, sin volverse—. Pero el castillo no tiene muchos lugares donde uno pueda permitirse perder la compostura sin testigos.
Charlie caminó hasta una de las bancas de madera y se sentó, estirando las piernas con el descuido propio de alguien que no teme incomodar.
—Entonces elegiste justo el lugar donde mejor resuena el silencio.
Aurélie lo miró por el rabillo del ojo. Él sonreía, como siempre. Pero sus ojos no reían.
—Podrías contarme, si quisieras. A veces repartir las penas las aligera.
—De seguro terminarás por sermonearme.
—No. Ya sabes que yo no sirvo para sermones. Pero sí para hacer preguntas que no siempre te gustan.
Aurélie bajó la mirada, como si la ventana ya no fuera útil. Se volvió hacia él. Había algo tenso en su elegancia. Como si todo su cuerpo estuviera hecho de líneas rectas demasiado bien contenidas.
—Entonces pregúntalo de una vez.
Charlie entrelazó los dedos y apoyó los codos en las rodillas.
—Supe por mis hermanos que Hermione Granger será la representante de Hogwarts en el Campeonato de Pociones de Escuelas de Magia. —Se aclaró la garganta—. Vi a Snape salir de tu despacho, y luego a ti, viniendo hacia acá lanzando exabruptos al aire, lo cual nunca creí ver algún día.
Aurélie se sonrojó.
—Sin embargo, debo decir que descomponerte te hace más humana, Aurélie, y por ende, más interesante.
Ella volvió a sonreír con suficiencia.
—Ate cabos. Y ya no es solo un rumor, sino un hecho que no aprecias a Hermione. Así que me pregunto: ¿qué es exactamente lo que te molesta, Aurélie? ¿Que Hermione no vaya a tus clases… o que lo haya conseguido sin tu permiso?
Ella lo miró con frialdad. No sorpresa. Frialdad.
—No necesito su permiso. Pero sí respeto.
—¿Y crees que no te lo tiene?
—Creo que la mayoría no entiende todo lo que se ha sacrificado para mantener cierta estructura. Este colegio… este mundo. No se construyó con intenciones nobles y cuentos de hadas.
—Y sin embargo —interrumpió Charlie con suavidad—, tú sigues enseñando en él. A hijos de muggles. A sangre mestizas. A gente que, según esa misma estructura, nunca habría tenido un lugar aquí.
Aurélie no respondió. Su mandíbula se tensó apenas.
—¿Qué te pasó, Aurélie? —preguntó Charlie, esta vez en voz baja—. No pareces la misma bruja con chispa, humor y dulzura contenida que conocí.
Ella soltó una risa seca.
—¿Ahora esto es un análisis emocional?
—No. Es una pregunta sincera. Porque yo te he visto hacer cosas nobles. Elegantes. Justas, incluso. Pero cada vez que una persona como Hermione brilla… tú te retraes como si el sol te lastimara.
Aurélie lo miró como si quisiera responder con una daga. Pero no dijo nada.
Charlie se puso de pie y se acercó, pero no la tocó.
—No tienes que quererla. Pero al menos reconoce que no vino aquí a robarte nada. Lo que ha conseguido, se lo ha ganado. Como tú. Como yo. Como todos los que alguna vez estuvimos fuera del molde.
Aurélie parpadeó. Una sola vez. Luego tragó saliva, sin disimulo.
—No entiendo por qué te importa tanto —susurró—. Ni siquiera eres su hermano.
Charlie la miró con una dulzura que dolía.
—Porque estoy aprendiendo a no pasar por las personas como si no dolieran. Y porque tú no deberías tener que ocultarte detrás de la perfección para no ser vista.
Aurélie bajó la mirada.
Charlie dio un paso atrás, como si no quisiera presionarla más.
—Nos vemos luego, Aurélie.
Y se fue.
Aurélie no se movió.
No lloró.
Pero por primera vez, no pareció saber qué hacer con el silencio.
Se quedó allí sola en aquella aula. No porque tuviera algo que corregir, sino porque no sabía adónde ir después. La luz era tenue, proyectando su reflejo en los ventanales del fondo. Por un instante, su silueta parecía fundirse con el vidrio, como si no perteneciera del todo a ese lugar.
Sobre el escritorio, un ejemplar de Las líneas de sangre y sus implicaciones mágicas permanecía abierto. No lo había tocado en días. Ya no lo necesitaba. O eso quería creer.
La conversación con Charlie aún vibraba en su memoria. Sus palabras no fueron una acusación. No hubo reproches. Solo verdades. Tan sencillas que dolían.
“Tú no deberías tener que ocultarte detrás de la perfección para no ser vista.”
Y no lo había dicho con crueldad. Lo dijo con algo peor: con sinceridad.
Aurélie nunca se había sentido invisible. Ni ignorada. Pero esa noche, en la cena de Pascua, decidió no ir. Quería que se notara su ausencia. Quería que Charlie preguntara, que se preocupara, que la buscara. Pero no lo hizo.
No hubo cartas.
No hubo pasos rápidos por los pasillos.
No hubo miradas furtivas desde el otro lado de la mesa en el Gran Comedor.
Solo distancia. Clara. Sencilla. Definitiva.
Y ahora, cuando se cruzaban en la sala de profesores o entre clase y clase, él le hablaba con cortesía. Con amabilidad. Pero también con esa naturalidad cruel de quien ya no siente nada más.
Como a una amiga.
Aurélie solo se había sentido así de expuesta la noche de la cena de Navidad en la Mansión Malfoy, cuando Draco la rechazó abiertamente y sin reparo alguno.
Caminó hasta la ventana y apoyó las manos sobre el marco. El castillo estaba quieto. Una nieve fina comenzaba a cubrir el suelo, como si incluso la tierra quisiera empezar de nuevo.
—La pureza de sangre... —murmuró, con los labios apenas moviéndose—. ¿Qué pureza puede quedar cuando ni el corazón obedece a los linajes?
La respuesta fue el silencio.
Pero no uno vacío.
Uno que empezaba a resonar como una verdad que se abre paso.
Aurélie cerró los ojos.
Quizás, pensó, desaprender sería su única forma de volver a aprender.
Hermione cerró el cuaderno con cuidado, dejando a un lado el informe de crecimiento mágico de las mandrágoras. El invernadero número cinco olía a tierra húmeda, néctar fermentado y algo más dulce. Como si las plantas respiraran más hondo justo antes del anochecer.
—Sabía que vendrías tú —dijo Draco desde la entrada, apoyado en el marco con una mueca cómplice.
—¿Y eso? —preguntó sin volverse, pero ya sonriendo.
—Porque nadie más entrega los informes a esta hora. Porque es tarde. Porque no puedes evitar querer hacerlo todo tú.
Hermione se giró. Tenía tierra en las manos. Una trenza floja que se había deshecho por la humedad. La camisa remangada, desabrochada hasta la base del cuello. Y esa forma de mirarlo como si aún le sorprendiera que él siempre la siguiera.
Draco se acercó. Lento. Con esa calma que en él siempre escondía un temblor.
—¿Querías algo más? —preguntó ella, apenas un susurro.
—Quería verte así.
—¿Así cómo?
Draco la rozó con la mirada como si pudiera desvestirla solo con eso.
—Real. Desordenada. Templada. Con las mejillas rojas por el calor y el pelo medio suelto. Como cuando recién me dejaste besarte días después de nuestro espectáculo en el Gran Comedor.
Hermione bajó la mirada, pero no retrocedió. Dio un paso más. Luego otro.
—No deberíamos quedarnos mucho —murmuró.
—Lo sé.
—Sprout podría venir.
—Lo sé.
—Y sin embargo…
—Estoy a punto de tocarte —interrumpió él, con voz baja, casi ronca—. ¿Eso lo sabes?
Hermione alzó el rostro y sus ojos ya brillaban.
—Sí —susurró—. Por favor.
Y entonces la besó. No con suavidad. No con prisa. Con esa mezcla de torpeza, certeza y hambre que solo se permite quien ya ha probado algo que necesita volver a tener.
Las manos de Draco buscaron su cintura, la parte baja de la espalda, el botón suelto que cedía con solo un toque. Hermione lo atrajo con fuerza por la camisa, pegando su pecho al suyo, sintiendo cómo el calor de ambos se colaba bajo la piel.
El banco de madera donde trabajaban las macetas vibró cuando ella lo arrastró sin mirar. Draco la sentó sobre él y se colocó entre sus piernas, devorándola entre susurros, mordidas suaves, respiraciones cada vez más rotas.
—Te juro que intento ir lento —murmuró contra su cuello.
—No quiero que vayas lento —le respondió, con las uñas marcando su espalda—. No aquí. No ahora.
Sus manos viajaban por debajo de la ropa, por sobre la piel, buscando aquello que ya conocían, pero que ahora parecía más urgente, más vivo.
Las hojas de una enredadera mágica treparon por las paredes al ritmo de su respiración.
Y entonces… el mundo fue eso. Solo eso:
Tierra. Calor. Piel. Nombre.
Hermione.
Draco.
Hermione aún estaba sentada sobre el banco, entreabierta, temblando levemente, con la respiración enredada en el silencio. Sus piernas rodeaban a Draco, y el calor entre ambos seguía allí, vibrando bajo la ropa desordenada, bajo la piel enrojecida, como si sus cuerpos aún no hubieran terminado de tocarse.
Draco la miraba como si cada segundo fuera sagrado. La yema de sus dedos seguía viajando sobre su muslo, dibujando líneas lentas, húmedas, casi reverentes. La forma en que se deslizaban hacia el borde de su ropa interior —ese leve movimiento ascendente, casi imperceptible— le provocaba una nueva oleada de calor en el vientre, como si su cuerpo respondiera antes que su mente.
Ella le sostuvo la mirada, sin vergüenza. Sabía lo que él quería.
Lo quería también.
Y cuando Draco se inclinó para besarla —más abajo, sobre el hueso de la cadera, donde la tela delgada ya no cubría del todo— Hermione dejó escapar un sonido breve, ahogado, que no era solo placer: era entrega. Deseo absoluto. Un “hazlo” sin palabras.
Su cuerpo se arqueó hacia él instintivamente, buscando el contacto como si ya lo reconociera por dentro.
Las manos de Draco se deslizaron por debajo de su falda arrugada, guiadas por la suavidad de la piel caliente, deteniéndose un momento justo donde el centro de su cuerpo palpitaba contra la tela fina.
No dijo nada.
No necesitó hacerlo.
Solo presionó con la palma abierta, cálida, marcando un ritmo lento, constante, casi cruel por lo controlado. Hermione soltó un gemido bajo, mordiéndose el labio mientras se aferraba a sus hombros, sintiendo cómo cada caricia, cada trazo, encendía algo que creía ya satisfecho. Pero no lo estaba. No aún.
La respiración de Draco era inestable, su voz apenas un susurro áspero contra su cuello.
—No me canso de ti.
Hermione bajó la mano por su nuca, enredando los dedos en su cabello húmedo, arrastrándolo más cerca.
—Entonces no te detengas.
Y él no se detuvo.
Sus dedos la buscaron con más precisión, acariciando, rozando, abriéndola con una delicadeza feroz. Cada movimiento era una confesión. Cada jadeo de ella, un eco que se le metía bajo la piel. Se convirtió en un intercambio mudo entre sus cuerpos, una danza de respiraciones, presión y suspiros que se sostenían más allá de las palabras.
Hermione se dejó llevar de nuevo, aferrada a él con los muslos apretando su cintura, la frente contra la suya, sus labios rozándose sin besarse del todo.
Y cuando su cuerpo volvió a tensarse —como si el placer se enredara con la emoción— Draco no la soltó. La sostuvo con firmeza. La miró directamente a los ojos.
Y se quedó ahí.
Viéndola caer.
Viéndola florecer. Justo en medio de aquel invernadero.
Cuando todo se calmó, cuando su pecho volvió a latir despacio, Hermione apoyó la cabeza en su hombro. Estaba sudando, sonriendo sin darse cuenta. Y él no dejó de tocarla, ahora con caricias lentas, distraídas, que ya no pedían nada. Solo querían quedarse.
—¿Sabes lo que pienso? —susurró ella, con la voz aún ronca.
—Que vamos a meternos en problemas —contestó él, besando su frente.
—Que si esta es la última vez que tenemos un lugar como este, quiero recordarlo todo.
Tus manos. Tu voz. Cómo me tocabas como si nunca fuera suficiente.
Draco bajó la cabeza. Su boca encontró la suya con una ternura distinta. Ya no era deseo.
Era gratitud.
—Nunca será suficiente. No contigo —murmuró.
Y aunque el aire seguía oliendo a tierra mojada y hojas agitadas por la magia, el mundo, por unos minutos, se resumió al calor entre sus cuerpos, al eco de su piel aún vibrando, y al sabor a despedida que ninguno de los dos se atrevía a nombrar todavía.
El camino de regreso al castillo era silencioso. Draco y Hermione caminaban pegados uno al otro, los dedos entrelazados, la ropa algo desordenada, el pelo húmedo por la condensación del invernadero. Ninguno decía nada. Todo lo que había que decir ya se había dicho con las manos.
Subieron por un pasillo lateral, evitando el vestíbulo principal. Las risas del Gran Comedor se habían apagado hacía rato, y solo quedaban las paredes resonando con su propia historia.
Pero al girar el pasillo hacia la torre norte, lo vieron.
Charlie.
Apoyado contra la barandilla, con los brazos cruzados, aún con su túnica docente y una carpeta bajo el brazo. Hermione sintió el cuerpo tensarse. Draco también.
Charlie los vio. Los tres se miraron.
Por un segundo, nadie habló.
Hasta que Charlie, sin moverse, dijo con voz baja:
—No se preocupen. No vengo a jugar al hermano mayor protector.
Cruzó junto a ellos como si quisiera seguir su camino, pero se detuvo junto a Hermione.
—¿Estás feliz de verdad?
Hermione tragó saliva.
—Lo estoy. De verdad.
Charlie asintió. No sonreía. Pero sus ojos no tenían rabia. Solo un cansancio honesto.
Y algo más: una paz reciente, como si hubiese llegado hasta ahí después de un largo camino. Recordó las palabras que su padre le había dicho cuando lo vio decepcionado en la cena de Pascua de Navidad, pensando que era por Aurélie, pero comprendió que calaban más hondo por Hermione:
“Puedes vivir con que no te elijan… pero no con no aceptar que ya no te tocaba ser elegido.”
Draco miró a Hermione. Pero ella no lo soltó.
Charlie los observó por un segundo más. A él. A ella. A sus manos entrelazadas.
—Supongo que aprendí a quererte como una hermana antes que nada, Hermione —la miró directo a los ojos—. Así que si tú eres feliz con él… entonces yo estaré feliz por ti.
Hermione sintió cómo se le oprimía el pecho. Dio un paso hacia Charlie. No lo abrazó, pero lo tocó en el brazo, con la palma abierta. Él no se apartó.
—Gracias —dijo ella, bajito.
Charlie asintió. Luego miró a Draco.
Y por primera vez… extendió una mano.
—Cuídala.
Draco dudó por un momento, pero terminó por tomarla con firmeza.
—No lo dude ni por un instante, profesor Weasley.
Charlie bajó la vista, tragó saliva, y se alejó por el pasillo sin decir más.
Hermione lo miró irse. No lloró.
Pero cuando Draco le tocó la espalda, ella se giró hacia él y lo besó en la mejilla.
—Gracias por no decir nada.
—A veces el silencio es la única respuesta decente —susurró él.
Y siguieron caminando, ahora con algo nuevo entre ellos:
no solo pasión ni promesas, sino también espacio.
Espacio para ser elegidos… sin tener que defenderlo.
El Gran Comedor olía a pan recién horneado, a café fuerte y a mermelada de naranja. Los primeros rayos de sol entraban por los vitrales, reflejando los colores de las casas sobre las mesas aún medio vacías. Era temprano. Un viernes cualquiera.
Hermione llegó con el cabello ligeramente húmedo, atado en una trenza improvisada que aún goteaba en las puntas. Llevaba un libro bajo el brazo y la mirada brillante de quien no había dormido mucho… pero no lo lamentaba.
Se sentó junto a Ginny y Theo, quienes ya discutían sobre una poción experimental que había explotado en el aula del día anterior.
—¿Todo bien? —preguntó Ginny, con una sonrisa ladeada.
Hermione asintió.
—Sí. Solo… buena noche.
Theo alzó una ceja.
—Eso fue una sonrisa críptica. ¿Alguien te leyó poesía o qué?
—Algo así —murmuró ella, y se sirvió una taza de té sin más explicación.
Draco entró unos minutos después, con el cuello del uniforme desordenado, el cabello algo más revuelto que de costumbre y una pequeña línea roja en la base de su garganta. Solo perceptible para quien supiera dónde mirar.
Se sentó en el extremo opuesto de la mesa de Slytherin. Habló brevemente con Zabini, tomó un trozo de pan, y luego… alzó la vista.
Hermione ya lo estaba mirando.
No se sonrieron.
Pero él levantó apenas una ceja.
Y ella, solo ella, entendió que eso era un “buenos días”.
Entre ellos, el Gran Comedor siguió con su bullicio. Estudiantes entrando tarde. Plumas flotando con listas de pendientes. Ron entrando con una tostada en la boca. McGonagall cruzando con tres tazas de café en equilibrio mágico.
Y en medio de todo eso…
Hermione y Draco.
Mirándose.
Recordándose.
Sabiendo.
Que lo que vivían no era un secreto, no porque todos supieran de su relación sino porque en realidad significaba mucho mas
Era un refugio.
Y por un momento, el universo entero pareció no necesitar explicación. Solo presencia.
Solo ellos.
Porque sin importar donde estuviesen incluso mas allá del cielo, en cualquier espacio del universo e incluso a kilómetros de distancia del otro siempre encontrarían el modo de regresar allí a su lugar seguro, al refugio que reconocían como su hogar. Volverían una y otra vez al otro.
Y aunque nunca volvieron a hablar del pacto en voz alta, ambos lo sentían.
La magia ya no pesaba sobre ellos como una advertencia. Ya no dolía como antes.
Se estaba estabilizado por completo.
Como si el hechizo original —aquel que nació de la rabia, la decepción y el orgullo— hubiera mutando.
Adaptándose.
Respondiendo al amor que juraron despreciar, pero que día a día, sin darse cuenta, habían empezado a sentir.
Ya no era un castigo.
Ya no era una promesa temeraria.
Era la forma que encontró la magia para decirles:
"Esto era lo que pedían. Esto era lo que temían. Esto es lo que son."