
Cae el sol
La Navidad en la Mansión Malfoy nunca había sido festiva. No había risas despreocupadas, ni conversaciones cálidas. Solo un despliegue de poder, de estatus, de tradiciones cuidadosamente preservadas a lo largo de generaciones. En la mesa principal, la vajilla de porcelana con detalles de plata brillaba bajo la luz de los candelabros flotantes. Los cubiertos estaban perfectamente alineados, y el aire tenía el sutil aroma de especias y vino caliente.
Draco mantenía una postura tensa, con los hombros rígidos y la mandíbula apretada. Sabía que cualquier palabra equivocada podía provocar la chispa que haría explotar la noche. Pero lo que realmente lo carcomía era la presencia de Aurélie, sentada elegantemente frente a él, con su inquebrantable aire de autosuficiencia.
Ella sabía.
Toda la escuela sabía.
Draco había perdido la cuenta de cuántas veces, en los últimos días, había sentido su mirada fija en él durante las cenas o las ahora extensas charlas tras ellas. Su expresión nunca era de sorpresa, sino de un retorcido deleite. No había dicho nada… aún. Pero él sentía el peligro latente en cada conversación con ella.
Y aquí estaba ahora, en la cena de Navidad, jugando su juego favorito: la tortura de la incertidumbre.
Lucius fue quien rompió el silencio con su tono frío e inconfundiblemente altivo.
—Es curioso cómo algunas familias pueden destruir generaciones de linaje con una sola mala decisión —dijo, removiendo con elegancia su copa de vino. Su mirada se dirigió lentamente a Aurélie, quien sonrió con esa serenidad estudiada que usaba cuando se preparaba para un ataque calculado.
—Ah, sí… —respondió ella, exhalando con desdén—. Mi padre fue… imprudente. Creyó que los muggles podían ser de utilidad. Que su dinero tenía el mismo valor que el nuestro.
Draco sintió un nudo en el estómago.
—¿Davet fue demasiado ingenuo en realidad —Lucius dejó escapar una risa seca, claramente disfrutando la desgracia ajena—. Qué humillante.
Aurélie no reaccionó de inmediato. Solo bajó la mirada a su plato, deslizando sus dedos por el borde de su copa.
—Los muggles hicieron lo que mejor saben hacer —continuó, con voz tranquila—. Robar, engañar, destruir. Mi padre nunca se recuperó de ese error. Y nosotros… —sus ojos se alzaron fugazmente hacia Draco— aprendimos que mezclarse con su mundo solo trae ruina.
El comentario lo golpeó con una precisión quirúrgica.
Aurélie se llevó la copa a los labios, disfrutando el momento. Draco sabía que ella no diría nada de forma directa, pero estaba dejándole claro que podía hacerlo cuando quisiera.
Lucius asintió lentamente, como si la conversación no hiciera más que confirmar lo que él ya sabía.
—El error de su padre señorita Dumont fue confiar en ellos. No se puede esperar honor de criaturas inferiores. Es como si tratáramos de civilizar a los elfos domésticos. Una pérdida de tiempo y recursos.
Narcisa, hasta ese momento en silencio, deslizó su mano por el borde de su plato con elegancia. Aunque no refutó las palabras de su esposo, Draco notó el ligero apretón en su servilleta.
Aurélie giró ligeramente su cuerpo hacia él.
—Supongo que entiendes lo que digo, Draco. Tú, más que nadie, deberías saberlo.
Su tono era casual, pero él sintió la trampa en cada sílaba.
Y entonces, su mente lo traicionó.
Porque recordó.
Recordó ese mismo día, en la tarde.
Había visitado la casa de Hermione, en pleno Londres muggle. Sabía que ella jamás se lo pediría—su orgullo era tan grande como el suyo—pero una de las noches en las que había decidido aparecerse sin previo aviso en su habitación, en realidad lo hacía todas las noches, un hábito que Hermione había intentado erradicar con amenazas, hechizos, y una almohada voladora, había escuchado una conversación que no debía.
En aquella ocasión, casi los descubren.
Se mantuvo oculto en el armario, apretujado entre un abrigo y unos vestidos de verano ridículamente cortos que le provocaban pensamientos indebidos, bajo el efecto de un hechizo “No me notes” que Hermione había lanzado a toda prisa.
Desde ahí, atrapado y listo para aparecerse si era necesario, escuchó cómo la señora Granger le hablaba a su hija.
—Herms, ¿recuerdas lo que prometiste? Dijiste que nos presentarías a ese chico.
El pecho de Draco se infló de orgullo.
Ella hablaba de él.
De él, no de ningún otro imbécil que hubiera intentado besarla en los pasillos.
Orgullo que duró exactamente dos segundos.
—Lo quiero conocer. Pareces demasiado entusiasmada con él. Al chico que alguna vez mencionaste, McCormac?
- Cormac McLaggen madre - Hermione le corrigió
- A ese chico, nunca lo mencionaste de hecho, supe de él porque Harry lo mencionó cuando estuvo acá y mucho menos nos permitiste conocerlo.
McLaggen.
Draco sintió una punzada helada en el estómago. Por supuesto que ese gorila de sonrisa idiota y cerebro ausente tenía que aparecer en medio del recuerdo.
Cuando finalmente escaparon de la escena sin ser descubiertos, y Hermione se burló de su “torpeza para esconderse entre ropa de mujer”, él no dejó pasar la oportunidad de lanzarle una pulla.
—Después de todo, Granger —dijo, estirando su tono con desdén teatral—, yo sí soy tu novio. No una distracción temporal como ese pobre imbécil de McLaggen. ¿O acaso también me vas a guardar como un secreto sucio?
Hermione lo miró sin inmutarse. Esa expresión suya, mitad paciencia infinita y mitad “estás caminando sobre hielo delgado”, lo divertía más de lo que debería.
—La diferencia, Draco —dijo con calma—, es que tú te apareces en mi cuarto como un ladrón en fuga. Quizá McLaggen hubiese llamado a la puerta.
—Sí, bueno. Tal vez porque no sabía aparecerse con estilo.
Sorprendentemente, no discutió más.
A la noche siguiente, con una ceja levantada y el cabello aún húmedo por la ducha, le preguntó si estaría libre para tomar el té con sus padres en la víspera de Navidad.
Draco no lo dudó.
—Con tal de que tu padre no intente dispararme por la espalda con uno de esos artefactos muggles, estoy encantado.
Narcisa lo ayudó a escabullirse esa tarde. Fingió necesitarlo para unos asuntos personales, lo liberó elegantemente de la presencia sofocante de su “invitada especial”— y lo mandó lejos de la mansión antes de que Lucius pudiera notar su ausencia.
Draco no estaba seguro de cuánto riesgo corría su madre con esa mentira, pero le agradeció en silencio. Mientras él asistía a su primer encuentro con los Granger, Narcisa lo esperaba pacientemente en la casa de su tía Andrómeda, bajo el disfraz de una visita protocolar.
Antes de partir, su madre lo acompañó hasta el vestíbulo, le ajustó el cuello del abrigo y lo miró como si tuviera cinco años otra vez.
—No olvides tu educación, Draco. No solo eres un Malfoy. También eres mi hijo… y, por ende, un caballero.
Él asintió. Y por primera vez en mucho tiempo, no respondió con sarcasmo.
La nieve caía con suavidad sobre la acera cuando Draco apareció al final de la calle. Por un momento, dudó que aquella hilera de casas uniformes pudiera contener algo remotamente parecido a un hogar. Pero caminó con paso firme, con su abrigo negro cerrado hasta el cuello y la bufanda plateada perfectamente acomodada. Era un Malfoy. Pero también, esa tarde, era solo un chico intentando agradar.
Hermione abrió la puerta antes de que él pudiera tocar el timbre.
—Llegaste —dijo con una sonrisa que le quitó el frío de los hombros. Vestía un jersey color vino y su cabello caía con un desorden encantador.
—¿Esperabas que no lo hiciera? —replicó él, con una media sonrisa. Hermione lo miró de reojo.
—Esperaba que no te aparecieras directamente en el salón.
—Creí que tus padres no estaban listos para ver la magia en su forma más elegante —contestó, alzando una ceja.
Hermione soltó una risa nerviosa.
—Compórtate.
—Haré mi mejor esfuerzo.
Ella lo tomó de la mano antes de que pudiera seguir. Al cruzar el umbral, Draco sintió que entraba en otro mundo. Había algo cálido en la casa: los muebles eran simples, pero acogedores. La luz tenue. Un árbol de Navidad decorado con esferas hechas a mano. Un aroma a canela y pan horneado flotaba en el aire.
—Mamá, papá… él es Draco —dijo Hermione, con un dejo de orgullo en la voz.
El señor Granger se incorporó del sillón. Llevaba un suéter gris y una expresión impenetrable.
—Draco —repitió, como si probara el nombre en su boca. Lo dijo como quien evalúa una marca de vino demasiado cara para su gusto. Luego extendió la mano.
Draco dudó apenas una fracción de segundo antes de estrechársela.
—Señor Granger. Un placer.
La señora Granger fue más amable. Lo saludó con una sonrisa genuina.
Así que tú eres el famoso… chico. Ya tenía ganas de ponerle cara al joven que se aparece en mi casa sin avisar —bromeó.
Draco sonrió, aunque algo incómodo.
—Le aseguro que eso ya no volverá a pasar. Hermione me lo ha dejado muy claro.
—No me sorprendería —dijo el Sr. Granger, tomando asiento. Había algo afilado en su mirada, como si tratara de ver qué se escondía detrás del acento pulido y la postura impecable.
Hermione los condujo a la sala de estar, donde una bandeja con té, galletas caseras y una torta de manzana esperaba.
Draco se sentó sin tocar nada aún. Observaba. El servicio no era de porcelana, ni los cubiertos estaban alineados con precisión mágica. No había elfos sirviendo. Pero había algo diferente. Algo cálido.
—¿Azúcar? —preguntó la Sra. Granger.
—Sí, gracias. —Draco tomó la cucharita, algo torpe, y la sostuvo como si fuera una reliquia de guerra.
Hermione lo notó. Él también. Se le escapó una sonrisa.
—Es solo una cucharita, Draco. No te va a lanzar un hechizo.
El Sr. Granger levantó una ceja.
—Entonces cuéntame, Draco. ¿Qué haces cuando no estás… haciendo visitas nocturnas no anunciadas a mi hija?
Hermione casi escupe el té.
—Papá…
Draco sostuvo la mirada del hombre con la misma firmeza con la que se plantaba frente a Lucius.
—Estudio, señor. Excelencia en Aritmancia, Transformaciones, Pociones y Encantamientos. Y cuido de su hija lo mejor que puedo, aunque eso no siempre sea fácil. Tiene carácter. —Le dirigió una mirada divertida a Hermione.
El Sr. Granger pareció morderse una sonrisa. Pero no lo soltaba.
—¿Y qué intenciones tienes con mi hija, si no es demasiada osadía preguntarlo?
—Todas las buenas —respondió Draco, sin vacilar—. Y algunas bastante serias.
El silencio posterior fue breve, pero cargado. La señora Granger miró a su marido con una ceja alzada, como si le reprochara silenciosamente que no estaba tratando con uno de sus desobedientes pacientes.
Finalmente, suspiró y se giró hacia Draco con una sonrisa más genuina.
—Dime, Draco… ¿sabes cocinar?
Hermione parpadeó.
—¡Mamá!
—¿Qué? Es importante. No quiero que mi hija pase hambre cuando se enamore perdidamente y se vaya con alguien que cree que la cocina se limpia sola.
Draco alzó una ceja, divertido. No se ofendía con facilidad; los muggles tenían una forma peculiar de abordar las cosas, y esa franqueza inesperada… bueno, era refrescante.
—Sé preparar té, señora Granger. Lo hago siguiendo el método tradicional de los elfos domésticos… con supervisión, claro... Además Puedo pelar manzanas con la varita. ¿Eso cuenta?
La señora Granger soltó una carcajada.
—Eso, Hermione, es señal de que aún hay esperanza.
Hermione rodó los ojos, conteniendo una sonrisa. Draco mantenía la compostura como si estuviera ante un jurado, pero ella podía notar el ligero brillo en su mirada cada vez que su madre se reía con sus comentarios.
—No me opongo a aprender, por cierto —añadió él—. Me interesa especialmente todo lo que le guste a su hija… así que si tiene alguna receta familiar, me ofrezco como voluntario para las pruebas. Aunque tenga que llorar por picar una cebolla.
La señora Granger sonrió con aprobación, como si Draco acabara de pasar la primera parte de un examen no declarado.
—Bien. Entonces estás dispuesto a ensuciarte las manos. Eso ya es algo.
El Sr. Granger, que había estado en silencio evaluando la escena como si revisara radiografías, se inclinó hacia adelante.
—Y dime, Draco, ¿qué piensas qué dirían tus padres si supieran… de esto?
Hermione contuvo la respiración.
Draco sostuvo su mirada sin vacilar.
—Mi padre… —se tomó un segundo antes de continuar— probablemente lo desaprobaría. Bastante. Cree que hay caminos que no deben cruzarse, tradiciones que no se rompen.
—¿Y tú? —intervino la madre, con voz suave.
—Yo creo que mi padre vive en un mundo que se está desmoronando. Y que si uno no sabe cuándo cambiar… se queda solo entre ruinas.
Hubo una pausa.
—Mi madre, en cambio —agregó, más tranquilo—, es más difícil de leer. Pero tengo la sospecha… de que le agradará Hermione. Tal vez más de lo que se permitiría admitir. Las dos son igual de mandonas.
La señora Granger asintió, con una risa como si aprobara tanto la respuesta como el autocontrol con el que fue pronunciada.
—Vaya. Eres más maduro de lo que aparentas y pareces conocer bastante a Hermione —dijo, sin ironía.
Draco inclinó apenas la cabeza.
—Gracias. Intento no parecerlo demasiado seguido, por estrategia.
El Sr. Granger sonrió, y por primera vez, parecía ligeramente más relajado.
Tomaron el té ante la mirada de Draco asombrado por cada detalle que compartían los Granger en su intimidad.
—Gracias por venir, Draco.
Draco se puso de pie junto con él y le estrechó la mano con firmeza.
—Gracias por invitarme. Fue un honor.
Cuando Hermione lo acompañó a la entrada trasera del pequeño jardín —una zona oculta entre arbustos donde él había llegado con sigilo y de donde regresaría caminando hasta un punto seguro para aparecerse desde ahí—, Draco se inclinó y le susurró:
—Tus padres son encantadores. Claramente la parte lógica de tu herencia.
—¿Y la emocional? —preguntó ella, alzando una ceja.
—Eso me lo atribuyo yo últimamente.
Hermione sonrió, y antes de darse la vuelta para marcharse la atrapo rápidamente en un fugaz beso. él se dio la vuelta, lo detuvo con un tirón suave en la manga.
—Gracias por venir, Draco.
Él se giró, la miró por un segundo, y entonces sacó una pequeña nota doblada de su bolsillo. La dejó en su mano.
“Dime tu comida favorita. Quiero aprender a hacerla.”
Y sin más, caminó hacia la oscuridad, desapareciendo entre los árboles.
Hermione cerró la puerta con el corazón latiendo como un encantamiento mal lanzado. No era perfecto. No era fácil. Pero, por Merlín… era real.
La vajilla aún brillaba impecable bajo la luz de los candelabros flotantes, como si nada hubiera pasado. Como si el ambiente no estuviera cargado de electricidad contenida. Draco apenas había tocado su plato desde que regresó del recuerdo de Hermione.
Aurélie seguía observándolo.
Consciente de ello, Draco dejó el tenedor con un gesto deliberadamente lento y ladeó la cabeza hacia ella, como si le estuviera concediendo una atención que no merecía.
—Vaya, profesora Dumont —murmuró, con una sonrisa perezosa—. Qué trágico lo de tu padre. Debió ser duro que un muggle fuera más listo que toda tu estirpe.
El golpe estaba disfrazado de cortesía. El silencio que siguió fue absoluto.
Narcisa no levantó la vista, pero su servilleta se deslizó de forma imperceptible entre sus dedos, como si sostuviera la tensión antes de que estallara.
Aurélie no respondió enseguida. En lugar de ofenderse, bajó los ojos hacia su copa de vino, la giró con lentitud y luego lo miró con una expresión curiosamente suave.
— En la escuela sueles tener más tacto, Draco. Aunque admito que me gustas más así… impredecible —dijo, con un dejo de ironía y una pizca de nostalgia—. Me recuerda al niño que no necesitaba a nadie, porque ya se sabía mejor que todos.
Draco mantuvo la sonrisa, ladeándola apenas.
—Y tú al igual que en la escuela sabes cómo disfrazar los dardos como elogios. Es adorable.
—¿Dardos? —Aurélie rió con delicadeza, tocándose el cuello con una mano en un gesto tan ensayado como efectivo—. Yo solo hablo de cómo has cambiado. Me sorprende… aunque me agrada. Te ves menos contenido. Más libre.
El comentario era suave, pero tenía filo. Suficiente como para que Lucius entrecerrara apenas los ojos.
—¿Libre? —repitió Lucius, girando la cabeza muy lentamente hacia su hijo—. ¿De qué cadenas exactamente estamos hablando?
Aurélie bebió un sorbo, como si no midiera el peso de sus propias palabras.
—Oh, ya sabe, señor Malfoy… de esas influencias modernas que abundan en Hogwarts. Compañías… curiosas. Conversaciones inconvenientes. Magia que huele distinto.
El aire pareció espesarse.
Draco dejó el tenedor sobre el plato con un sonido seco. Luego se reclinó con indolencia, como si nada lo tocara.
—¿Insinúa algo, Profesora Dumont?
—No, claro que no —dijo ella, rápidamente, con una sonrisa cálida—. Solo digo que… no hay que temerle a lo nuevo. Al fin y al cabo, no todo lo impuro es desagradable. ¿No es así?
Lucius frunció apenas el ceño. Draco vio, por el rabillo del ojo, cómo su padre lo escrutaba. Pero también sintió el respaldo silencioso de Narcisa, que ahora giraba su copa con calma, como si todo le pareciera trivial.
Draco se inclinó hacia Aurélie, su tono ahora suave, venenoso.
—¿Me está ofreciendo algo parecido a la comprensión profesora Dumont? - Porque déjeme aclararle que un Malfoy no la necesita.
Ella sonrió. Con dulzura. Con veneno. Mientras Lucius parecía recobrar la compostura ante la actitud desafiante y orgullosa de su hijo
—Te estoy ofreciendo mi amistad, Draco. Tal vez la necesites, si estás en compañía… poco recomendable.
Lucius se irguió ligeramente en su asiento. No habló, pero su mirada ya no se apartaba de su hijo.
Draco, sin embargo, no parecía afectado. Solo volvió a recostarse, recogiendo la copa frente a él.
—Ya veremos quién necesita a quién —dijo con voz tranquila, antes de dar un sorbo largo y helado. - Si mal no recuerdo usted necesito de la recomendación de mi madre, una Malfoy para abrirse camino.
Aurélie bajó la mirada y sonrió con satisfacción. Lucius se mantuvo en silencio, pero ya había tomado nota.
Y Narcisa… solo lo miró de reojo, con esa mirada que Draco conocía bien. Una advertencia, sí. Pero también un orgullo velado.
Estaba ganando terreno. Aunque eso significara declararle la guerra a su propia mesa.
La noche parecía avanzar con una lentitud tortuosa para Draco. No había planeado aparecer en el cuarto de Hermione, pero lo deseaba con una intensidad que lo desvelaba. Cuando finalmente se retiró a sus habitaciones, pasada la madrugada, comenzó a desvestirse en silencio… hasta que la puerta se abrió sin previo aviso.
Aurélie entró sin tocar.
—Cualquiera diría que te dispones a descansar, Draco.
Él se giró con frialdad, la varita aún en la mano.
—¿Se le ofrece algo profesora? Diría que sí, y algo urgente, considerando que no te molestaste en llamar. Y debo decir que me desagrada profundamente que irrumpa en mi habitación sin invitación.
Aurélie le dedicó una sonrisa ladeada, venenosa en su delicadeza.
—Hace unos meses habría sido distinto. Estoy segura de ello.
—No sé a qué se refiere, profesora Dumont —respondió Draco, con voz helada—, y agradecería que se retirara de mi habitación. De inmediato.
Pero Aurélie no se movió. En cambio, se acercó, lenta, con pasos suaves que parecían pensados para perforar sus defensas. Se colocó frente a él, demasiado cerca.
—Me refiero a esa caja que guardabas en tu baúl de la escuela. La que tenía recortes míos.
Draco frunció el ceño apenas. Mierda.
—No sabía que los profesores tenían permiso para hurgar las pertenencias de sus alumnos sin autorización. Viniendo de alguien que presume modales tan refinados… me parece vulgar, en realidad.
Aurélie sonrió, como si eso no la afectara.
—Pero eso no responde a la verdadera pregunta, Draco. ¿Qué hacían esos recortes allí?
Draco no respondió. Se quedó en silencio, inmóvil, incluso cuando Aurélie le rodeó el cuello con los brazos. Sabía que debía apartarla, que debía hacer algo más que quedarse de pie como un idiota. Pero una parte ridículamente primitiva de su mente quería saber hasta dónde estaba dispuesta a llegar.
—Está usted demasiado cerca, profesora Dumont. No creo que este comportamiento sea aprobado por el profesor Weasley.
Aurélie se rió, un sonido bajo, seco.
—El profesor Weasley no tiene por qué enterarse. Tampoco la señorita Granger.
Draco alzó una ceja fingiendo interés —¿Ah, no?
—En efecto —dijo ella, con una sonrisa de triunfo—. Puede ser nuestro secreto. Ya sabes que sé guardarlos. Como bien lo has comprobado.
Draco la observó un instante. Luego levantó la mano y tomó su mentón, obligándola a acercarse más… solo para que pudiera escuchar lo que seguía con absoluta claridad.
—Lo sabré yo. Y con eso basta para que me repugne.
La empujó con suavidad, apenas lo suficiente para marcar distancia. Luego, con ambas manos en los bolsillos, se recostó contra el escritorio.
—Ambos sabemos lo que significaba esa caja. Y solo por esta vez pasaré por alto su imprudencia. Pero que le quede claro: a un Malfoy no le agrada que invadan su intimidad. De mi boca no saldrá una palabra sobre ninguno de los dos asuntos, pero sepa que esa caja y su contenido fueron reducidos a cenizas por mi varita. No queda nada.
Aurélie sonrió de nuevo, pero algo en su expresión se había fracturado. Fingió no haber escuchado, como si aún pudiera salirse con la suya.
—Las cenizas pueden reavivar las brasas, Draco.
—Le aseguro, profesora Dumont, que a aquellas se las llevó el viento.
Un segundo de silencio. Luego, una chispa amarga se encendió en los ojos de Aurélie.
—Es interesante ver cómo esos malditos muggles pueden engañar. Pero nunca imaginé que un Malfoy fuera tan fácilmente manipulable.
Draco bufó.
—Puede creer lo que quiera, profesora. El tiempo en el que su opinión me importaba llegó a su fin hace meses. Ahora, por tercera y última vez: desaparezca de mi vista.
Aurélie lo miró unos segundos más. Esta vez no dijo nada. No hizo una escena. Solo se dio la vuelta con la cabeza en alto, el paso elegante, casi triunfal. Pero por dentro, la certeza era otra.
Ya no lo tendría. Nunca lo tuvo, realmente. Pensó en tener algun poder sobre él en cuanto descubrió aquellos recortes cuando noto que Draco comenzó a perder interés en ella y a fijarlo en Hermione Granger.
Solo ahora, al ver a Draco invencible frente a ella, entendía el tamaño de su pérdida.
La puerta se cerró detrás de ella con un clic suave.
Los tacones de Aurélie golpeaban el mármol con un ritmo rápido y preciso. No corría. No temblaba. No lloraba. Pero por dentro… hervía.
Se detuvo al llegar al final del pasillo y apoyó ambas manos contra la pared, conteniendo el impulso de gritar. El corazón le latía en la garganta, en las sienes, en cada maldita yema de los dedos. ¿Así que era eso? ¿Así de fácil?
¿Así de lejos había quedado su poder sobre él?
Draco Malfoy, el joven arrogante que no podía quitarle los ojos de encima ni siquiera cuando disimulaba con elegancia, acababa de echarla de su habitación como si fuera una intrusa cualquiera. No importaban los años en los que lo tuvo a sus pies, los gestos, las palabras no dichas, la caja de recuerdos que lo traicionaba más que cualquier confesión.
No.
Ahora ella—Hermione Granger—era la mujer por la que ardía su voz. Su repudio. Su furia.
Y Aurélie lo supo con una claridad que le caló en los huesos: Draco ya no la deseaba.
Y no había nada más ofensivo para una mujer como ella que la indiferencia.
No la habían desplazado con una diosa ni con una bruja inalcanzable. No. Lo había hecho una hija de muggles. Una Gryffindor con el pelo siempre desordenado, voz de prefecta mandona y un historial impecable de decencia.
Aurélie apretó los puños, las uñas clavándose en las palmas. ¡Un cuarto de veela! ¡Ella! Irresistible por naturaleza. Admirada. Intocable durante años. ¿Y ahora era reemplazada por una sangre sucia de biblioteca y suéteres de lana?
—Ridículo —murmuró, aunque no sonó convincente ni para sí misma.
Ahora entendía. Draco había estado obsesionado con ella, sí. Pero solo era eso. Una obsesión. Un espejismo elegante que lo hacía sentirse importante. Nunca la amó. Nunca fue amor.
Y ahora que al parecer había probado lo real, lo profundo, lo recíproco…
Ya no tenía hambre de fantasmas.
Aurélie se incorporó con lentitud, alisando su vestido como si pudiera recuperar con eso su dignidad.
No se trataba de amor. Nunca lo fue. Pero ahora que lo había perdido… lo deseaba más que nunca.
Porque así de cruel era el ego cuando se sabía destronado. Así de vengativa era la belleza cuando ya no bastaba.
Y si Hermione Granger creía que podía arrebatarle algo sin consecuencias…
Iba a descubrir lo que pasaba cuando una mujer despechada, hermosa y herida decidía empezar a jugar.
Draco decidió, al final, romper la promesa hecha a los padres de Hermione. Se apareció en su cuarto cuando la madrugada ya estaba bien entrada, con el corazón latiendo más rápido de lo que admitiría jamás.
Ella dormía profundamente, el cabello desordenado cayéndole sobre la almohada como una maraña dorada y castaña, respirando con la paz de quien cree estar a salvo. Se sentó en el extremo más distante de la cama, cuidando de no hacer ruido, pero el leve movimiento bastó para que Hermione se despertara.
Parpadeó con suavidad, y al verlo, no dijo nada. Solo le sonrió con una calidez que desarmaba cualquier defensa. Lanzó, como siempre, el encantamiento protector a la puerta con un movimiento automático de varita y se acomodó hacia un lado, haciéndole espacio.
Draco se quitó los zapatos, luego el saco del traje y la corbata, en silencio. Se deslizó junto a ella como si fuera su sitio natural, el único lugar donde podía respirar.
Hermione, aún somnolienta, se deslizó un poco más hacia él con la confianza adquirida tras hanerlo hecho muchas veces antes. Como si su cuerpo reconociera el de él incluso dormido. Draco cerró los ojos por un segundo y pasó una mano por su rostro, agotado, conteniendo todo lo que no sabía cómo decir.
—¿Qué pasó? —preguntó ella, en voz baja, con ese tono suave que usaba solo cuando intuía que algo lo perturbaba. Ese tono que parecía envolverlo en calma.
Draco negó con la cabeza, sin abrir los ojos.
—Nada que valga la pena recordar.
Hermione alzó una ceja, incrédula, aunque no insistió. En lugar de eso, deslizó su mano hasta encontrar la de él, y entrelazó sus dedos como si supiera exactamente lo que él necesitaba.
—Te conozco, Draco. Cuando frunces la boca así es porque alguien te sacó de quicio.
Él dejó escapar una risa breve, áspera, y apretó ligeramente su mano.
—¿Solo cuando frunzo la boca? Me siento halagado. Pensé que te molestaba la mayoría del tiempo.
—Mmm… —murmuró ella, con una sonrisita dormida—. Me molestas el noventa por ciento del tiempo, pero justo ahora estás dentro del diez restante.
Draco abrió los ojos y la miró. Con ese gesto tierno, casi sin proponérselo, ella conseguía borrar la noche entera. Sus manos aún temblaban por dentro, pero su mirada se suavizó.
—No quiero hablar de eso ahora —dijo él finalmente—. Prefiero estar aquí.
Ella no preguntó más. No exigió explicaciones. Solo apoyó su cabeza contra su hombro, en un gesto lleno de intimidad silenciosa. Como si supiera que, en ese momento, su presencia era suficiente para sostenerlo entero.
Draco sintió su respiración cálida a través de la camisa. Y por primera vez en toda la noche, el mundo pareció detenerse. No existía Aurelie. No existía Lucius. No existía el peso del apellido, ni las exigencias, ni los recuerdos que lo desbordaban. Solo existía ella. Hermione. Y su paz.
—¿Sabes? —murmuró ella, con voz apenas audible—. Creo que este podría ser el mejor regalo de Navidad.
Él ladeó la cabeza, curioso.
—¿Qué cosa?
Hermione se encogió de hombros, aún apoyada en su pecho, con una pequeña sonrisa dormida que le robó el aire.
—Esto. Que a pesar de todo, siempre terminamos juntos.
Draco sintió algo apretarse en su pecho. No angustia. Algo mejor. Algo más profundo. Como si su alma reconociera esa verdad desde antes de que ella la dijera.
La miró, y bajó la frente hasta apoyarla contra la de ella. Sus labios rozaron su nariz en un gesto apenas consciente.
—Sí… —susurró—. Yo también lo creo.
Y es que cuando estaban solos y su mundo se reducía a una espacio compartido y un susurro sincero todo lo demás no importaba
El entrelazó sus dedos aún más fuerte, y cerró los ojos. Solo por esta noche, solo en este instante, no importaba lo que el mundo dijera. No importaban los nombres, las reglas, las amenazas.
Lo único real era ella.
Draco encontraba paz. No en el nombre, ni en la herencia, ni en las mil normas que lo habían regido desde niño.
La encontraba entre los brazos de Hermione, donde el mundo era un murmullo lejano y el futuro, una tregua posible.
Hermione entrelazó sus dedos un poco más fuerte con los de él, y sin necesidad de más palabras, Draco supo que, sin importar lo que el mundo dijera, sin importar el veneno que otros trataran de esparcir entre ellos, esto era real.
Y aunque nunca lo admitiría en voz alta, sabía que Hermione tenía razón: no había mejor regalo de Navidad que estar juntos.
Ni castigo más grande que imaginar un mundo donde no pudiera hacerlo.
Porque no todo lo que arde deja cenizas… a veces solo revela qué fue verdadero y qué solo humo. Y en la casa de los Malfoy, una mujer se marchaba sin gloria, y otra, sin herencia, se convertía en todo lo que un heredero quería.