
Dinamita
El día transcurría entre luces titilantes y un aire frío que anunciaba la inminente llegada de la Navidad. Hermione había pasado la tarde con su madre en el centro de Londres, recorriendo tiendas con bolsas colgando de sus brazos y un intento apenas convincente de mantener su mente alejada de la espera que la aguardaba esa noche.
—Esto te quedaría precioso —comentó su madre, sosteniendo un suéter de lana color borgoña.
Hermione sonrió, aceptándolo sin pensarlo demasiado. Su madre no tenía idea de la maraña de pensamientos que la consumía, de la cuenta regresiva que su corazón mantenía en silencio. Entre la compra de regalos y una breve parada en una cafetería, logró fingir normalidad. Sin embargo, cuando se encontraron con un escaparate de lencería elegante, algo dentro de ella titubeó.
—¿Te gustaría probarte algo? —preguntó su madre, sin mayor intención que la de una conversación casual.
Hermione asintió con una media sonrisa, entrando a la tienda como si se tratara de un capricho momentáneo. Sus dedos recorrieron telas suaves y delicadas hasta detenerse en un conjunto de encaje en un azul profundo. Nada que se sintiera demasiado obvio, pero lo suficientemente especial como para hacerla sentir distinta. Como si, por primera vez, estuviera tomando una decisión solo por ella. No pensó en él. No pensó en la posibilidad de que lo viera. No lo admitió, al menos.
Para cuando la noche cayó sobre Londres, Hermione encontró refugio en la penumbra del cementerio. El frío mordía su piel, pero la verdadera inquietud nacía del tiempo que pasaba sin que él apareciera. Se abrazó a sí misma, su aliento formando nubes diminutas en el aire. Cada sonido la hacía girarse, cada sombra alargada la hacía contener la respiración. Pero Draco no llegaba.
La decepción se filtró por sus venas como veneno. Se sintió ridícula. Había sido un error pensar que realmente vendría. Quizás se había equivocado al creer que estaban en el mismo punto, que el pacto había quedado atrás y que él la elegía, como ella lo hacía a él. Tal vez Aurélie seguía siendo una sombra demasiado alargada entre ellos. Además, el pacto no permitía que estuvieran lejos el uno del otro, pero como habían comenzado a aceptar sus sentimientos, la magia de ambos parecía haberse amoldado y ahora no era tan necesario estar cerca. Hermione podría asumir que ya no la necesitaba junto a él para regular su magia. Con los labios apretados, cerró los ojos por un momento antes de dar media vuelta y desaparecer en la noche.
Aurélie notó durante la tarde que Draco estaba más impaciente que nunca. Su mirada se desviaba con frecuencia hacia la salida sur de la mansión, aquella por donde, cuando era niño, solía escabullirse para volar en su escoba por los jardines, esperando, en el fondo, que su madre lo detuviera sin importar la hora. No le quedaban dudas: Draco planeaba escaparse.
Durante la cena, Aurélie se aseguró de hacer todo lo posible para retrasarlo. Se demoró más de lo necesario con cada bocado, alargando una conversación sobre MACUSA con estudiada paciencia. Draco, mientras tanto, apretaba los puños bajo la mesa. Había intentado escabullirse más de una vez, pero Aurélie había demostrado ser más astuta de lo que imaginaba. Manipuló la charla con su padre hasta que Lucius lo retuvo con un interminable discurso sobre el futuro de la familia, sus expectativas y todas esas imposiciones que Draco no quería escuchar.
Cada minuto que pasaba era un golpe a su paciencia. Cada palabra de su padre le recordaba lo que estaba perdiendo, lo que de verdad importaba y, sobre todo, las malditas expectativas que recaían sobre él y que, por supuesto, no incluían a Hermione.
Cuando por fin logró liberarse de la vigilancia en la mansión, ya era madrugada. Con la respiración agitada, se apareció en el cementerio… y lo encontró vacío. Un solo vistazo bastó para que la desesperación se filtrara en su pecho. Solo el viento contestó la maldición que murmuró entre dientes. Se pasó una mano por el cabello, frustrado.
Había fallado.
Pero no estaba dispuesto a aceptarlo.
Con el corazón latiendo con furia, sacó la snitch que Hermione le había regalado en Navidad. Sus dedos la rozaron con un fervor casi reverente, y el objeto reaccionó de inmediato. Sintió un tirón en el pecho, una dirección clara marcándose en su interior.
La desesperación lo atenazó al sentir el peso del colgante colgando de su cuello. Hermione le había dicho que la magia de la snitch lo guiaría hacia lo que más anhelara. Sin dudarlo, la soltó.
La pequeña esfera plateada revoloteó en el aire antes de lanzarse a la noche. Draco la siguió de inmediato. La snitch zigzagueaba a través de calles empedradas y jardines enrejados, llevándolo a un barrio completamente ajeno a su mundo. Se movió con cautela, varita en mano, consciente de que no podía usarla fuera de Hogwarts, pero sin querer bajar la guardia.
Entonces, de repente, chocó contra algo… o más bien, contra alguien.
—¡Oye, chico! ¿Vas a alguna parte o solo te dedicas a atropellar a la gente? —gruñó un hombre envuelto en un abrigo grueso, con una bufanda de lana mal tejida y un gorro que le cubría la mitad del rostro.
Draco retrocedió de inmediato, aturdido. Era un muggle. Un muggle de verdad, de carne y hueso. Nunca había estado tan cerca de uno sin la barrera de Hogwarts o la distancia de un insulto entre ellos.
—¿Qué… qué eres? —preguntó sin pensar, el ceño fruncido.
—¿Qué qué soy? —El hombre lo miró como si estuviera loco—. ¿Te has dado un golpe en la cabeza? Anda, sal de en medio.
Lucía como Angus Finch, pero con peor olor y mejor dentadura. Se veía tan común, tan mundano… Los muggles no eran tan distintos de los magos. De hecho, podrían pasar por squibs sin problemas.
Draco abrió la boca, pero la snitch reanudó su vuelo, forzándolo a seguirla. Sin mirar atrás, continuó su camino a través de Heathgate, Hampstead Garden Suburb, sin saber que estaba a punto de llegar a la casa de Hermione.
La Snitch finalmente dejó de revolotear en el patio trasero de una casa que se parecía sospechosamente a la de su tía Andrómeda. De hecho, por un breve segundo, Draco se preguntó si de alguna manera había aparecido en el lugar equivocado. El jardín estaba bien cuidado, con un pequeño invernadero trepando por la pared trasera. Había macetas de barro alineadas junto a una banca de madera, algunas con hierbas aromáticas, otras con flores marchitas por el invierno. Un enorme roble se alzaba en una esquina, sus ramas desnudas proyectando sombras largas bajo la tenue luz de una farola. La nieve comenzaba a acumularse en los bordes del camino de piedra que conducía a la puerta trasera, de donde se filtraba una luz cálida entre las cortinas.
Draco sintió el peso del cansancio y la incertidumbre asentarse sobre él… pero también otra cosa. Una sensación extraña, desconocida.
Por primera vez en mucho tiempo, sintió que estaba exactamente donde debía estar.
Intentó abrir la puerta trasera con el ceño fruncido. El picaporte no se movió. Cerrada. Por supuesto. Chasqueó la lengua con fastidio y, por instinto, llevó la mano a su varita antes de bajarla de inmediato. Claro. Nada de magia. Estaba en un vecindario muggle. No podía arriesgarse.
Miró a su alrededor en busca de otra opción.
Y entonces… vio el roble.
Era enorme, viejo y, lo más importante, tenía ramas lo suficientemente gruesas como para soportar su peso. Más importante aún, una de ellas se extendía lo bastante cerca de una ventana entreabierta en el segundo piso. La Snitch flotaba justo dentro de la habitación, provocándolo.
Draco entrecerró los ojos.
—"Tienes que estar bromeando."
Pero la Snitch, por supuesto, no bromeaba.
Exhaló con fuerza y se quitó la capa para moverse con más facilidad. En su vida había trepado un árbol. Los Malfoy no trepaban árboles. Los Malfoy usaban escobas, puertas o, si estaban completamente desesperados, un Traslador bien colocado. Pero Draco Malfoy estaba desesperado.
Sus manos se aferraron a la corteza áspera mientras se impulsaba hacia arriba con más esfuerzo del que jamás admitiría. La primera rama crujió bajo su peso, y se quedó completamente inmóvil.
—"Maldita sea,"—murmuró entre dientes.
La rama aguantó.
Siguió subiendo, maldiciendo cada vez con más creatividad cada vez que se raspaba las manos o casi resbalaba. La nieve cubría algunas ramas, haciéndolas resbaladizas, y ya podía sentir los moretones formándose en sus piernas. Nunca en su vida se había sentido menos digno.
Cuando finalmente alcanzó la rama más cercana a la ventana, la Snitch volvió a moverse.
Draco apretó la mandíbula.
—"Pequeño demonio alado."
La distancia no era enorme, pero sí lo suficiente para ser un problema. La ventana estaba un poco abierta, y la Snitch prácticamente le guiñaba un ojo desde dentro.
No tenía otra opción. Tenía que saltar.
—"Brillante. Fantástico. La mejor idea que he tenido."—murmuró para sí mismo.
Tomó aire y se impulsó con todas sus fuerzas.
Se estrelló contra el alféizar de la ventana con la gracia de un hipogrifo cayendo en picada. Su rodilla golpeó el marco con fuerza, enviando una punzada de dolor por su pierna. Sus manos se aferraron al borde con desesperación mientras su cuerpo se inclinaba peligrosamente hacia atrás.
Las cortinas se movieron.
La ventana se abrió un poco más.
Draco apenas tuvo tiempo de levantar la vista antes de encontrarse cara a cara con una Hermione Granger medio dormida. Su cabello era un desastre absoluto, sus ojos se entrecerraban contra la tenue luz y tenía la clara expresión de alguien que no estaba preparada para lidiar con ninguna estupidez a esa hora.
Se miraron fijamente.
Draco respiraba con dificultad.
Hermione parpadeó.
Draco hizo una mueca.
—"¿Vas a ayudarme o planeas dejarme morir aquí?"—gruñó entre dientes.
Por un breve momento, Hermione pareció estar considerándolo.
Luego suspiró, lo agarró por los brazos y tiró con más fuerza de la que él esperaba. Entre los dos (y una cantidad absurda de torpeza), Draco finalmente se desplomó dentro de la habitación, aterrizando de la forma menos elegante posible sobre la alfombra.
Silencio.
Entonces, desde el otro lado de la puerta, se escuchó una voz:
—"¿Todo bien, Herms?"
Los ojos de Hermione se abrieron como platos. Levantó una mano, indicándole a Draco que se callara.
Respiró hondo y, con la calma de alguien que definitivamente ha mentido antes, respondió:
—"Todo bien, papá. Crookshanks decidió que lanzarse del roble era una gran idea."
Hubo una pausa. Luego, su padre soltó una carcajada.
—"Ese gato está loco. Duerme bien, preciosa."
Esperaron hasta que sus pasos se desvanecieron por el pasillo.
Hermione se giró hacia Draco, con los brazos cruzados y cara de pocos amigos.
Draco, todavía tirado en el suelo, mirando el techo, suspiró.
—"Para que conste,"—murmuró,—"odio a ese gato."
Se giró hacia Draco con el ceño fruncido y, sin mediar más palabras, tomó su varita y lanzó un Muffliato con un movimiento ágil. El leve zumbido de protección llenó el aire, pero lo que más la complació fue la expresión incrédula de Malfoy.
—McGonagall me consiguió un salvoconducto del Ministerio —dijo con voz firme—. Soy mayor de edad y, por estar en el último año, puedo usar magia en el mundo muggle. —Se aclaró la garganta—. Al parecer, confían en mi discreción.
Draco no respondió, pero por alguna razón, se sintió un poco aludido con el comentario. Simplemente se incorporó con toda la dignidad que pudo reunir, sacudiendo su abrigo y alisando las arrugas de su ropa con movimientos automáticos.
El silencio entre ellos pesaba.
Hermione cruzó los brazos, su mirada afilada como una daga.
—¿Qué haces aquí? ¿Cómo llegaste?
Draco quería cerrar la distancia entre ellos, quería besarla sin más, sentir el calor de su piel contra la suya. Pero sabía que no podía. No con esa mirada que Hermione le clavaba, cargada de algo que no lograba descifrar del todo.
Haberla hecho esperar era el equivalente a un imperdonable. Tal vez no para todos, pero sí para él. No quería ni pensar en su enojo, porque lo que realmente le preocupaba era su decepción.
—Supongo que me estuviste esperando en el cementerio.
—Diez puntos para Slytherin —respondió Hermione con tono seco, sin molestarse en ocultar su sarcasmo.
Draco exhaló lentamente, sintiendo el peso de la culpa.
—Quería salir antes, pero solo mi padre podría convertir una charla en un maldito monólogo interminable… y la profesora Dumont lo alentaba.
Apenas cerró la boca, se arrepintió.
Pero no tanto como Hermione, cuyos ojos se abrieron apenas, su expresión endureciéndose de inmediato.
—¿Te refieres a Aurélie?
El silencio entre ellos se hizo espeso, cargado de una tensión casi insoportable.
Draco se obligó a sostener su mirada, aunque el instinto le gritaba que desviara los ojos.
—No sabía que iba a estar en la Mansión —dijo al fin, su voz más contenida de lo que sentía—. Mi madre la invitó a pasar las fiestas con nosotros.
Hermione entrecerró los ojos, como si analizara cada palabra. Draco sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—Vaya —musitó ella, con un deje de ironía que intentó disimular—. Qué sorpresa.
Draco frunció el ceño.
—¿De qué estás hablando?
Hermione negó con la cabeza, esbozando una sonrisa tensa.
—Nada. No tiene sentido discutirlo, ¿cierto?
Él sintió una punzada en el pecho, una mezcla de confusión y alarma. Algo en su tono, en la forma en que desvió la mirada y se cruzó de brazos con tanta dureza que parecía querer contenerse a sí misma, le indicó que esto iba mucho más allá de su retraso.
—Hermione…
—No quiero hablar de que pasarás Navidad con ella —dijo Hermione, y aunque intentó que su voz sonara firme, había un temblor apenas perceptible en su tono.
Draco avanzó un paso, pero Hermione retrocedió al instante.
—Hermione, sabes que no significa nada…
Ella lo miró con una expresión que lo desarmó. No era enojo. No del todo.
—¿Significó todo alguna vez para ti, Draco?
El silencio cayó entre ellos, espeso, implacable.
Aquí tienes la escena con más sentimiento, mostrando cómo Hermione empieza a ablandarse y Draco deja aflorar lo que siente:
Draco no sabía qué más decir. Solo quería abrazarla, sentirla contra su pecho y hacerle entender que ahora ella significaba todo para él. Había pasado el día entero esperando verla, ansiando este momento, y nada estaba saliendo como lo había planeado. Pero no pensaba irse sin aclararlo, sin luchar por ella, aunque la forma en que Hermione lo miraba le hiciera pensar que dejarlo colgando del alféizar de su ventana no habría sido una mala idea.
—Es demasiado hipócrita de mi parte pedirte que lo entiendas cuando yo mismo te pedí que no estuvieras cerca de Charlie Weasley.
Hermione soltó una risa breve y seca, sin una pizca de humor.
—Dijiste “ningún hombre”, Draco.
—Sé lo que dije —exhaló con frustración, pasándose una mano por el cabello—. Y ahora resulta que Aurélie está en mi propia casa.
Hermione apartó la mirada, su expresión endureciéndose, como si estuviera tratando de convencerse a sí misma de algo.
—Parece que el panorama está demasiado claro y no hay nada más que decir.
—Sí lo hay. Tenemos que aclarar esto.
Hermione negó con la cabeza, tragándose las palabras que luchaban por salir. Pero entonces lo miró de nuevo, sus ojos castaños buscando algo en los suyos, quizás una verdad que no estaba lista para escuchar.
—Si fuera al contrario, ¿qué pasaría, Draco?
El solo imaginar a Charlie bajo el mismo techo que Hermione le revolvía el estómago. Pero lo que más lo desquiciaba era el peso de la verdad: ella había decidido no pasar las fiestas en la Madriguera por él. No porque no quisiera, sino porque había querido ahorrarle el malestar que justo ahora ella estaba sintiendo.
Draco cerró los ojos un instante y soltó el aire lentamente.
—Sería impensable para mí. Bien sabes que no lo soportaría.
Hermione inclinó ligeramente la cabeza, estudiándolo, su voz más suave ahora, pero no menos firme.
—¿Por qué?
Él quiso responder sin pensar. Su primer instinto, el más primitivo, le exigía decirle que era suya, que no podía estar cerca de otro porque él no lo permitiría. Pero no era eso. O no solo eso.
Draco pasó saliva y la miró, su rostro más abierto de lo que jamás había permitido.
—Porque sé lo que se siente estar cerca de ti, Hermione —su voz sonó ronca, vulnerable—. Porque conozco la calidez de tu voz cuando hablas de lo que amas, porque he visto cómo brillan tus ojos cuando crees en alguien. Porque sé lo fácil que es quererte… y me aterra la idea de que alguien más lo descubra.
La respiración de Hermione se entrecortó, su cuerpo traicionándola con un leve estremecimiento. Sus labios se entreabrieron, como si fuera a decir algo, pero no lo hizo.
Su confesión flotó en el aire entre ellos, frágil y cruda. Hermione no apartó la mirada, pero tampoco dijo nada. Y Draco solo podía preguntarse si acaso ya era demasiado tarde.
—No es justo —dijo finalmente ella, con una expresión indescifrable—. No es justo que te pida entenderlo cuando yo tampoco lo hice.
Draco frunció el ceño.
—¿De qué hablas?
Hermione apretó los labios. No quería decirlo. No quería admitir que, en el fondo, una parte de ella comprendía demasiado bien lo que él estaba sintiendo ahora.
—De Charlie —susurró al final—. De la forma en que estuve obsesionada con él durante años.
Draco sintió una punzada de celos recorrerle la espalda, pero la contuvo. No era el momento.
—¿Me estás diciendo que lo que sentías por él era lo mismo que yo sentía por Aurélie?
Hermione negó con la cabeza.
—Te estoy diciendo que, si me hubieras preguntado hace un año, habría jurado que Charlie era la única persona con la que quería estar. Y no era verdad.
Draco la observó con atención, captando la vulnerabilidad en su voz, el peso de su confesión.
—¿Qué cambió?
Hermione exhaló con fuerza y lo miró como si la respuesta fuera obvia.
—Tú.
Draco sintió que algo dentro de él se aflojaba, como si un nudo invisible cediera en su pecho.
—Y tú cambiaste todo para mí —susurró, dando un paso más hacia ella—. Nunca le dije "tuyo" a nadie más, Hermione.
Hermione cerró los ojos por un instante, como si estuviera debatiéndose consigo misma. Y cuando los abrió, Draco supo que no se iría. No esta vez.
Él tragó con dificultad y bajó la mirada por un segundo, antes de atreverse a decir lo que nunca había admitido, ni siquiera para sí mismo.
—Creo… no, estoy seguro de no haber sido de alguien alguna vez, Hermione. Solo tomaba. Solo poseía. Nunca me importó realmente. Y aún ahora… —apretó la mandíbula—. Ese sentimiento egoísta y posesivo sigue ahí. Lo sabes. Puedes verlo.
Su respiración era agitada, pero sus ojos estaban llenos de una determinación distinta, una que Hermione jamás había visto en él.
—Pero no quiero que solo me pertenezcas —continuó, su voz apenas un murmullo—. Quiero que me elijas. No porque yo lo imponga o porque lo desee con desesperación. Quiero que estés a mi lado porque tú también lo quieres. Porque me prefieres a mí, con mis celos posesivos, mi orgullo, con toda mi arrogancia y a pesar del pacto.
Draco sintió su pecho encogerse con una verdad que siempre había evitado.
—Y me aterra —admitió, con un deje de amargura—. Me aterra la idea de que alguien más pueda ver lo que yo veo en ti. Porque sé que te perdería.
Hermione tembló ligeramente, pero no apartó la mirada.
—Porque ni siquiera te merezco —su voz se quebró al final—. No sé si pueda merecerte después del trato que te di los últimos seis años.
Por primera vez en su vida, Draco Malfoy no estaba exigiendo. No estaba manipulando ni reclamando. Estaba ofreciéndose.
Y Hermione, con un nudo en la garganta, entendió que nunca había sabido realmente lo que quería… hasta ahora.
Su confesión tomó por sorpresa no solo a Hermione, sino también al propio Draco, que siempre había sido un mago orgulloso. Decirlo en voz alta hacía que la realidad de lo que sentía pesara aún más. Había esperado tanto por esto, por algo que en otro tiempo creyó que solo Aurélie podría darle. Había pasado noches enteras imaginando este momento, ensayando respuestas, convenciéndose de que no lo necesitaba. Pero nunca se permitió pensar en lo fácil que Hermione podía derrumbarlo con solo una palabra.
Ella lo miró con los ojos brillantes, y Draco sintió que el suelo bajo sus pies desaparecía. Porque ella lo veía. Lo veía de verdad, sin las máscaras, sin las mentiras, sin la coraza que había construido durante años.
Y eso lo aterrorizaba.
Hermione dio un paso hacia él, y Draco sintió el corazón latirle con fuerza dolorosa.
—Draco… —susurró, su voz temblando con algo que él aún no se atrevía a descifrar.
Él tragó en seco, incapaz de apartarse.
No supo quién cerró la distancia primero, si fue él, desesperado por sostenerla, o ella, dejando caer todas sus barreras de golpe. Lo único que importó fue que, en un instante, Hermione estaba entre sus brazos, con los dedos aferrándose a su camisa como si soltarlo no fuera una opción.
—No vuelvas a decir que no me mereces —murmuró contra su cuello, con la voz rota por la emoción—. No vuelvas a decir que no te elegiría.
Draco cerró los ojos con fuerza. La sensación de su cuerpo contra el suyo, su calor, su olor… era demasiado. Era todo.
Apoyó la frente contra la de ella, respirándola como si fuera aire después de un naufragio.
—Dímelo, entonces —susurró, su mano deslizándose lentamente por su espalda, sosteniéndola con un fervor apenas contenido—. Dímelo y juro que jamás lo dudaré otra vez.
Hermione se apartó solo lo suficiente para mirarlo a los ojos. Sus pupilas eran un abismo en el que él se sintió caer sin remedio. Había algo feroz en su expresión, algo que le hizo arder la sangre.
—Tuya —dijo, con una certeza que le robó el aliento—. Siempre tuya.
Y Draco se perdió.
El mundo dejó de importar. No hubo más dudas, ni miedos, ni vacilaciones. Solo el sonido de la respiración entrecortada de Hermione cuando él tomó su rostro entre sus manos y la besó con todo lo que no se había permitido sentir hasta ese momento.
No había suavidad ni cautela, solo la necesidad desesperada de marcarse mutuamente, de probarse que, después de todo, seguían aquí, eligiéndose una y otra vez.
Y esta vez, lo sabían.
No era por el pacto.
Era por ellos.
El beso no fue suficiente. No podía ser suficiente.
Draco la sostuvo con el mismo fervor con el que un hombre al borde del abismo se aferra a su última esperanza. Sus labios apenas se apartaron de los de Hermione cuando sus manos se deslizaron por su cintura, como si necesitara sentir su calor, su presencia, asegurarse de que realmente estaba ahí, de que esto no era un sueño tejido por su propia desesperación.
Hermione no se apartó. En lugar de eso, lo miró con una dulzura desgarradora, con una entrega que casi lo desarmó.
—Draco… —susurró su nombre con una ternura que él no creía merecer.
Él le acarició la mejilla con el dorso de los dedos, como si ella fuera algo precioso, algo irremplazable.
—Dime que quieres esto —murmuró, su voz ronca, temblorosa.
Hermione sonrió apenas, una sonrisa cargada de amor, de certeza. Sus manos se deslizaron por los costados de su camisa, levantándola con una lentitud deliberada, como si quisiera saborear cada segundo.
—Lo quiero —dijo, sin dudarlo.
Y con esas dos palabras, Draco supo que iba a perderse nuevamente en ella.
Hermione se separó con suavidad, pero solo para girarse y cerrar la puerta con un chasquido seguro. Draco la observó hacerlo con una mezcla de ternura y deseo creciente. La vio apoyarse contra la madera por un breve instante, como si intentara asimilar la intensidad de lo que estaba a punto de suceder. Luego, con una calma sorprendente, tomó su mano y lo guió hacia la cama, enredándolo en su propia determinación silenciosa.
La vio recostarse con una confianza natural, con una belleza que lo dejó sin aliento. Solo entonces, cuando el resplandor de la luna se filtró por la ventana y le permitió verla con más claridad, se dio cuenta.
Bajo su pijama, el encaje azul profundo de la lencería asomaba sutilmente por los tirantes y el escote.
El aire abandonó sus pulmones.
Ella no se había molestado en quitárselo.
No porque no quisiera que él lo viera… sino porque no había tenido la oportunidad.
Draco casi cerró los ojos con frustración al imaginarla sola, esperando, usando aquello para él. Pero el pensamiento que realmente lo sacudió fue otro.
¿Qué habría pasado si alguien más la encontraba en medio de la noche? ¿Si algún desconocido—como ese maldito muggle con el que había cruzado camino—hubiera reparado en ella, en su vulnerabilidad, en su soledad? La idea lo enfermaba. Lo enfurecía.
Y ahora estaba allí, viéndola entre las sábanas, suya en todos los sentidos en los que un alma puede pertenecer a otra.
—Maldita sea, Hermione —murmuró, con una reverencia cargada de deseo en su tono.
Ella parpadeó, sin entender al principio, pero cuando su mirada siguió la suya y comprendió, sus mejillas se tiñeron de un rubor delicioso.
Draco no la dejó apartar la vista.
Se inclinó sobre ella, atrapándola entre sus brazos, dejando besos suaves en su mandíbula, en su cuello, en su clavícula, siguiendo el rastro de aquella tela que lo volvía loco.
—No tienes idea de lo hermosa que eres… —susurró contra su piel, con la voz rota.
Hermione tembló, su respiración entrecortada mientras sus manos se aferraban a su espalda.
Draco no tenía prisa. No esta vez.
Esa noche no se trataba de hambre, ni de urgencia, ni de demostrarle al mundo que eran suyos el uno del otro.
Se trataba de ellos.
Se trataba de cada caricia pausada, de cada suspiro compartido, de la forma en que sus cuerpos encajaban con una facilidad que hacía que todo el caos que los rodeaba hace un momento se desvaneciera.
Draco la amó con ternura, con paciencia, con la devoción de alguien que, por primera vez, se atrevía a tener algo real.
Y cuando sus manos entrelazadas descansaron sobre la cama al final, cuando sus respiraciones se acompasaron y sus cuerpos aún se buscaban incluso en el letargo de la noche, supo que nunca habría un instante más perfecto que ese.
Porque no mediaba el pacto.
Solo ellos.
Se quedaron dormidos así, con los dedos enredados, con la luna derramando su luz plateada sobre sus cuerpos exhaustos. Pero cuando el amanecer pintó el cielo de tonos dorados y tenues, Draco despertó antes que ella.
Y no pudo dejar de mirarla.
Hermione dormía con la respiración tranquila, con su cabello alborotado sobre la almohada, con su mano aún sosteniendo la suya, como si incluso en sueños se rehusara a soltarlo.
Draco levantó su otra mano y con la yema de los dedos apartó un mechón de su rostro, casi con miedo de romper la perfección de aquel momento. Tenía la certeza de que no permitiría que nada, ni el destino ni sus propios temores, lo apartara de su lado. No importaba lo que sucediera, no dejaría que nada ni nadie interfiriera en lo que sentía, porque sabía, con una convicción arrolladora, que ahora su lugar estaba junto a ella y que haría lo que fuera necesario para permanecer allí.