
Turnedo
Este no sería solo el último año en Hogwarts; sería su oportunidad de oro. La Madriguera se había convertido en su destino habitual durante las vacaciones de verano y Navidad desde el segundo año. Molly Weasley siempre le había mostrado un afecto genuino, asegurando que una bruja tan brillante como ella debía formar parte de su familia. Al principio, la idea parecía obvia: Hermione y Ron encajaban en apariencia, pero una vez que quedó claro que él y Harry estaban enamorados desde el cuarto año, Molly dirigió su entusiasmo hacia Bill y, más tarde, hacia Percy. Los gemelos nunca fueron una opción—no se podía enamorar de alguien a quien se veía como un hermano—y lo mismo ocurría, por supuesto, con Bill y Percy.
Pero Charlie… Charlie era distinto.
Solo en esas dos épocas del año podía verlo, y aunque Hogwarts siempre había sido su hogar, en los meses previos a la Navidad o al final del curso, su anhelo por él se intensificaba de forma inevitable. No importaba que solo pasara una semana con su familia antes de regresar al santuario de dragones en Rumania; siete días eran suficientes para recordarle por qué se había enamorado de él con apenas doce años.
Era la forma en que hablaba—con una pasión ardiente que parecía prender fuego a cada palabra. Criaturas mágicas, y en especial dragones, eran su tema predilecto, y aunque nadie compartía ese entusiasmo con la misma intensidad, lo más cercano que había encontrado era Luna Lovegood. Sin embargo, Charlie no divagaba como ella. Había en él una convicción, una certeza que lo hacía irresistible a sus ojos.
Siempre era el último en llegar y el primero en partir después de las fiestas, y quizás por eso mostraba tanta indulgencia con su familia, en especial con sus padres. Ese gesto de calidez y gratitud siempre le había parecido conmovedor. Nadie era tan amoroso como Charlie.
Cuando le regaló una copia de Del huevo al infierno, autografiada por Theseus Scamander, sintió que el corazón le explotaba en el pecho. Casi había mojado sus pantalones de la emoción. Desde entonces, Cuidado de Criaturas Mágicas se convirtió en su asignatura favorita y, por supuesto, lo sería aún más este año. Obtener la puntuación requerida en los ÉXTASIS para esa materia había sido una victoria personal, pero la verdadera recompensa era otra: Charlie Weasley iba a ser su profesor.
La emoción que la embargó cuando lo anunciaron en junio fue indescriptible. Podría jurar que una lágrima se le filtró por el ojo. Tenerlo allí, en Hogwarts, significaba más que el día en que recibió sus resultados de los TIMOS. Ya no tendría que conformarse con los recuerdos de sus conversaciones en la Madriguera. Ahora, con suerte, esas conversaciones podrían ocurrir todos los días.
¿Se podía ser más feliz?
Del otro lado del castillo, en las mazmorras, Draco Malfoy sacaba los recortes del viejo libro de aritmancia que ella le había regalado antes de partir a Hogwarts. Sus dedos se deslizaron con precisión sobre las páginas, rozando las letras impresas con un cuidado casi reverencial. Guardaba los vestigios periodísticos de su carrera publicados en diferentes diarios del mundo mágico: La Voz del Sahara, El Pergamino del Ancestro, El Oráculo de Ifá, Las Crónicas del Ganges y El Loto Arcano. A primera vista, la petición de recibir estos periódicos en la Mansión Malfoy había parecido extraña, así que añadió algunos norteamericanos para evitar levantar sospechas. Su verdadero interés, sin embargo, residía únicamente en encontrar cualquier noticia publicada sobre Aurélie.
No tenía dudas de que su carrera sería brillante, lo supo desde el momento en que la conoció. Su última tutora antes de ingresar a Hogwarts, una recién graduada de Beauxbatons, inteligente y ambiciosa. Aurélie no pertenecía a los Sagrados Veintiocho, pero su linaje era puro, y la recomendación de Narcissa Malfoy había sido crucial para impulsarla en la sociedad mágica francesa. Probablemente por eso aceptó instruirlo en la avalancha de materias que se esperaban de un heredero Malfoy. Y sin duda, habría obtenido el primer lugar… de no ser por cierta bruja sangre sucia.
Draco exhaló, entrecerrando los ojos. Aún le costaba aceptar que Hermione Granger, hija de muggles, pudiera superarlo. Una parte de él—una muy pequeña y enterrada—se negaba a creer que su talento fuera meramente fruto del azar genético. Algún linaje mágico desconocido debía correr por sus venas. No había otra explicación.
Apartó esos pensamientos y volvió a los recortes. Miró su rostro por segunda vez en la semana. Apenas era lunes 1 de septiembre, pero ya la había visto el día anterior, cuando organizaba su baúl. Por supuesto, no podía dejarla en la Mansión. Su dulce rostro se afinaba año tras año, signo de su madurez, y sus ojos parecían más expresivos también. Y su boca… por el buen Salazar, su boca era cada día más atractiva.
Soñaba con esos labios.
Las escasas publicaciones con fotos no dejaban ver más allá de sus túnicas, pero Draco aún podía recordar su exquisita figura. El verano antes de su partida a Hogwarts había sido una maldita tortura. El hechizo de control climático en los jardines de la mansión había fallado tras la compra de su varita en Ollivanders, y durante cuatro días Aurélie se vio obligada a usar menos ropa. Sus camisolas de lino apenas ocultaban la curva de su pecho, sus faldas ligeras dejaban ver la piel de sus muslos cuando el viento las levantaba. Draco observaba, fascinado, incapaz de apartar la mirada cuando ella inclinaba la cabeza para leer o estiraba sus piernas sobre el césped.
No hacía falta mencionar que no solo soñaba con esa imagen. También la usaba.
En la intimidad de su habitación en la mansión, o tras hechizar con un Muffliato y cerrar las cortinas del dosel de su cama en Hogwarts, permitía que su mente y su cuerpo exploraran lo prohibido. Su piel ardía bajo sus propias caricias, persiguiendo un alivio efímero que jamás era suficiente. Lo había hecho en repetidas ocasiones durante la última semana en la mansión. En Hogwarts tendría que conformarse nuevamente con Pansy y cerrar los ojos, imaginando que era Aurélie quien gemía en su oído.
Pansy lo había notado. Al principio, le desconcertaba su silencio durante el acto, sus peticiones extrañas. Pero con el tiempo pareció resignarse. Aún albergaba la esperanza de despertar en Draco alguna chispa de pasión que le perteneciera, que no fuera el eco de otra mujer en su mente. Pero Draco no podía quejarse. Pansy accedió a cada una de sus demandas, incluso las más específicas: llamarlo joven Malfoy, como Aurélie solía hacerlo, o en cuanto aprendio hechizos avanzados transfiturar su uniforme en las prendas de vestir que eran réplicas de los atuendos de verano de su antigua tutora cuando su cuerpo adquirió más curvas.
Y luego, aquella noche, en el Gran Comedor, el universo decidió burlarse de él.
Cuando Aurélie cruzó las puertas y fue presentada como la nueva profesora de Defensa Contra las Artes Oscuras, Draco no dio crédito a sus ojos. Un escalofrío le recorrió la columna, un cosquilleo eléctrico entre la sorpresa y la excitación. No podía creerlo. Era como si sus sueños más turbios y sucios tuvieran todo el potencial de materializarse.
Fue una sensación agridulce. Podría verla todos los días, quizá tocarla… pero seguiría sin ser suya.
O quizás, con el favor del buen Merlín, sí.
Observó cómo se sentaba con serenidad junto a un enjuto pelirrojo que, por supuesto, solo podía ser otro maldito Weasley. Pero entonces, lo vio. El mago la miraba con anhelo. Draco reconoció ese brillo en sus ojos al instante, porque era el mismo que veía reflejado en el espejo cada verano, cuando sostenía sus recortes en la penumbra de su habitación.
No podía culpar al pobre diablo. ¿Quién no se fijaría en Aurélie? Sin embargo, su mano vibró al contacto con su varita. Un temblor minúsculo, casi imperceptible, pero real.
Y lo odió.
No tenía sentido hechizarlo, pero por primera vez en su vida, Draco Malfoy sintió celos.
Tras la cena de bienvenida y el tradicional ritual del Sombrero Seleccionador para los de primer año, todos los alumnos regresaron a sus respectivas salas comunes. Draco y Hermione habían sido nombrados premios anuales, pero Hermione rechazó de inmediato la posibilidad de compartir la exclusiva sala privada que les correspondía. Para ella, no tenía sentido, y no hubo discusión al respecto. Draco, por su parte, no vio problema en mudarse solo al ala reservada para los premios anuales. Sus jefes de casa tampoco objetaron la decisión; después de seis años presenciando las constantes rencillas entre ambos, sabían que no valía la pena insistir en que convivieran.
Al principio, Hermione no comprendía del todo la reticencia de Draco hacia ella, pero bastó que Ron le explicara con lujo de detalles la relevancia de los Sagrados Veintiocho y cómo las familias que formaban parte de esa élite solo socializaban entre sí, o con algunos sangre pura que consideraban dignos de su estándar, para que todo comenzara a encajar. Observó que Draco rara vez dirigía la palabra a alguien fuera de Slytherin, salvo a unos cuantos Ravenclaw. Sin embargo, eso no fue suficiente para ella. Su instinto la llevó a investigar a fondo en la biblioteca, y lo que encontró confirmó sus sospechas: si bien Lord Voldemort había sido derrotado cuando su maldición imperdonable rebotó contra él mismo—gracias a la protección que el amor de su madre confería a su ahora mejor amigo—, sus ideales no murieron con él. Seguía habiendo facciones de sangre pura que creían firmemente en la supremacía mágica y en la exclusión de aquellos que no provenían de linajes "puros". Algunas corrientes más extremistas, incluso, abogaban por la erradicación de mestizos y nacidos de muggles como ella. No le resultaba difícil imaginar que la familia Malfoy había simpatizado con esas ideas en algún momento.
Con los años, la hostilidad de Draco hacia ella no hizo más que acrecentarse. Hermione optó por ignorarlo por completo y, sin necesidad de palabras, se estableció entre ellos una tregua silenciosa.
La primera oportunidad de acercarse a su nuevo profesor de Criaturas Mágicas llegó más pronto de lo esperado, al día siguiente. En el esquema de clases, fue asignada junto a Neville Longbottom y Parvati Patil como los otros dos Gryffindor de último año en aquella materia. Al otro lado del claro, cerca de los límites del Bosque Prohibido, Theo Nott caminaba junto a Blaise Zabini y Draco Malfoy. Era evidente que los tres eran tan brillantes como ella o, al menos, eso parecía indicar la excelencia de sus TIMOs. Pero más allá de sus logros académicos, lo que verdaderamente los definía era su porte inconfundible de sangre pura: Zabini con su altura y garbo aristocrático, Nott con sus facciones finas y elegantes, y Malfoy con sus angulosos, pero innegablemente atractivos rasgos. Siempre impecables, apenas había visto a alguno de ellos con la corbata mal ajustada en contadas ocasiones, y nunca desarreglados. Incluso en los días libres vestían con una pulcritud que delataba su crianza. Su presencia en el Gran Comedor se distinguía por modales refinados, su destreza con los hechizos avanzados y, sobre todo, su actitud hacia lo muggle. Zabini lo disimulaba con maestría, en Nott era apenas perceptible, pero en Malfoy... Malfoy ni siquiera se molestaba en ocultarlo.
En cuanto Charlie llegó acompañado de un par de Knarls dentro de una inmensa jaula que él mismo levitó frente a los alumnos, la clase comenzó. Se notaba seguro, con la confianza de quien domina su oficio, y apenas empezó a lanzar preguntas, Hermione descubrió que tendría dificultades para destacar. Por supuesto, quería impresionar a su nuevo maestro, pero tomar clases con alumnos que igualaban su intelecto haría esa tarea mucho más difícil.
Cuando Charlie preguntó quién quería ofrecerles comida a los Knarls, solo ella se ofreció voluntaria. Pensó que era su momento. Sin embargo, el silencio que siguió fue ensordecedor. Todos la miraban como si le hubiera crecido una segunda cabeza. Incluso Zabini, que solía ser imperturbable, parecía desconcertado.
—Pensábamos que eras la primera de la clase, Granger —comentó con sorna.
Hermione se sintió un poco descolocada, pero no le dio importancia.
—En verdad es valentía de Gryffindor —intervino Theodore Nott con su tono siempre pausado—, porque esto raya con la estupidez.
Charlie se acercó a ella con el ceño ligeramente fruncido, pero sin objeciones. Le entregó una pequeña bolsa de tela con lo que suponía era el alimento para las criaturas.
—Mantén tu varita a la mano. Si es necesario, usa solo hechizos aturdidores. Nada que pueda hacerles daño.
Hermione asintió y se giró para mirar a sus compañeros. Todos seguían con expresión perpleja, pero Draco Malfoy... él sonreía. Su malicia era tan evidente que Hermione podría haber apostado que había simulado una pequeña reverencia. Estaba a punto de fulminarlo con la mirada cuando una voz aguda irrumpió desde el sendero que conducía al castillo, hablando en un francés impecable:
—« Oh mon Dieu, il est sur le point de donner à manger à un Knarl ! »
Hermione se quedó inmóvil. Su francés era tan perfecto como su inglés. Su madre, de origen francés, había insistido en hablarle únicamente en su lengua materna durante su infancia, en un intento de arraigarle algo de su herencia. Y solo por eso entendió, con absoluta claridad, lo que estaba a punto de hacer: darle de comer a un Knarl desataría su ira. Podría atacarla con sus afiladas espinas.
La voz pertenecía a la nueva, joven y sorprendentemente atractiva profesora de Defensa Contra las Artes Oscuras. Charlie se giró de inmediato, esbozando una sonrisa al verla.
—Profesora Dumont, qué alegría verla. ¿Qué la trae por aquí?
—Lamento interrumpir su clase, profesor Weasley —respondió ella con suavidad mientras se acercaba—. Solo paseaba por los terrenos para familiarizarme con la escuela. Me disculpo nuevamente… simplemente me pareció que la alumna podría salir lastimada.
—Podría, pero no importa —intervino Malfoy con indiferencia—. Granger suele querer destacar, incluso poniéndose en peligro.
Hermione sintió un súbito calor en el rostro, pero no fue por Malfoy. Fue porque Charlie se acercó a ella y le apretó el hombro con gentileza, colocándose a su lado.
—Hermione—. Se aclaró la garganta—. Es decir, la señorita Granger es perfectamente capaz de defenderse. No me sorprende que se haya ofrecido como voluntaria.
—Insisto, profesor, no me parece prudente —dijo la profesora Dumont, sin apartar la mirada de él.
Hermione notó el súbito cambio en la expresión de Charlie. Parecía... ¿apenado? No. Más que eso. Se veía inseguro, casi intimidado por la presencia de la profesora.
—Tiene razón, profesora Dumont. Me disculpo si esto la incomodó de alguna manera.
—No es ninguna molestia, profesor. Es su clase, solo di mi opinión —respondió ella con una cálida sonrisa.
Solo hizo falta eso. Una simple sonrisa.
Su entendimiento regresó de golpe, impactándola como un puñetazo en el estómago. Primero, lo que debía haber sido más obvio para alguien como ella: ¿cómo se le había ocurrido ofrecerle comida a un Knarl? ¿En qué estaba pensando? Tan distraída estaba con Charlie que no recordó el peligro que ello representaba. ¿Realmente Charlie confiaba tanto en sus capacidades como para exponerla a una situación así? ¿O simplemente no le había importado?
En segundo lugar, y casi igual de desconcertante, ¿por qué Malfoy parecía querer asesinar a Charlie con la mirada? Había visto a Draco enfadado antes, burlón, cruel… pero jamás con esa expresión cargada de resentimiento silencioso, como si contemplara a su peor enemigo.
Y en tercer lugar, la verdad más dolorosa de todas: Charlie jamás le había regalado la mirada que ahora le dedicaba a la profesora Dumont. Sus ojos brillaban con algo absoluto y devastador, con completa devoción. Con amor. Así se veían los ojos de Ron cuando miraba a Harry, llenos de algo parecido a una pasión contenida, un deseo imposible de articular.
El golpe de la comprensión le arrebató el aliento. Sintió su corazón fragmentarse en mil pedazos, y si alguien le hubiera dicho que aquel dolor sería sutil, casi imperceptible, no le habría creído. No. Aquello no era leve ni pasajero. Podía suponer que dolía tanto como un Cruciatus bien lanzado, un sufrimiento que la paralizaba hasta lo más profundo.
¿Así se sentía el desamor? Como un hechizo que te partía en dos, sin varita y sin defensa posible. Como un abismo devorándolo todo, sin fondo a la vista.
Quería correr. Huir de allí como si su vida dependiera de ello. Pero sus pies no respondían.
Ni siquiera cuando la lluvia comenzó a caer sobre el claro, empapando la tierra a su alrededor. Charlie, con la facilidad de quien está habituado a este tipo de situaciones, hizo levitar la jaula y la hizo desaparecer—Merlín sabía cómo—sin dedicarle un solo vistazo. Su única preocupación era sacar de allí a Dumont, resguardándola bajo un hechizo impermeable que los cubría a ambos.
Para entonces, el resto de sus compañeros ya había salido disparado de regreso al castillo. Incluso sus amigos debieron suponer que ella haría lo mismo. Pero no. Hermione seguía ahí, clavada en su sitio junto a un árbol, con la lluvia resbalando sobre su piel, escurriéndose entre sus rizos, deslizándose por su rostro hasta perderse en su uniforme. Un frío cortante la envolvía, pero apenas lo notaba.
No estaba sola.
Draco Malfoy permanecía de pie, a medio camino hacia el castillo, bajo la protección de un gran roble. No se movía, pero tampoco estaba inactivo. Con la varita en mano, conjuraba pequeñas bombardas contra los árboles más cercanos, haciéndolos estallar en dos como si fuesen frágiles ramas secas. Su expresión era de furia contenida, pero en sus ojos ardía algo más visceral, más oscuro.
Entonces, un estruendo ensordecedor sacudió el aire cuando derribó un árbol más grande.
El impacto la sacó de su trance.
Hermione pestañeó, la realidad golpeándola con la misma violencia que la tormenta. Era hora de regresar.
Comenzó a caminar por el sendero conocido, con pasos vacilantes. Al llegar junto a Draco, se detuvo un instante, observándolo con una expresión absorta, como si de repente estuviera viendo algo que antes se le había escapado. Él le devolvió la mirada, sin disimular su desdén. Con un movimiento preciso, alzó su varita y la apuntó directamente.
Por un instante fugaz, Hermione deseó que lanzara una de esas bombardas contra ella.
Tal vez así dejaría de sentir.
—Eres patética, Granger —escupió Draco, con la voz impregnada de un desprecio mordaz—. Sueles serlo a menudo, y es exasperante pensar que hoy he caído casi tan bajo como tú.
El insulto quedó suspendido en el aire, como una daga envenenada.
Pero Hermione no reaccionó como él esperaba.
No se defendió, no alzó la barbilla con arrogancia, no contraatacó con su habitual inteligencia afilada.
Se echó a reír.
Primero, una risita rota, entrecortada. Luego, carcajadas descontroladas, desesperadas, vacías de toda alegría.
Draco frunció el ceño, visiblemente incómodo. Hermione se sujetó el abdomen con una mano mientras secaba sus lágrimas con la otra, doblándose ligeramente hacia adelante como si la risa fuera lo único que la sostenía en pie. Pero entonces, en un latido, en un instante imperceptible, su risa se transformó.
El sonido ahogado se quebró, su pecho se sacudió con un sollozo sofocado, y de repente, todo se desplomó.
Las lágrimas la arrastraron como una ola implacable.
Hermione cayó de rodillas sobre el suelo mojado, con los hombros temblorosos, la respiración entrecortada, y un llanto incontenible escapando de sus labios.
La lluvia seguía cayendo. Pesada, constante, arrastrando consigo el sonido ahogado del llanto de Hermione.
Draco bajó la varita. No con decisión, sino como si de repente se hubiera vuelto demasiado pesada para sostenerla. No debería estar aquí. Debería girarse sobre sus talones y dejarla ahí, sola en el barro, tal y como ella se veía ahora: frágil, expuesta, hecha pedazos, arastrandose como algo asqueroso.
Pero no lo hizo.
La risa rota de Hermione aún retumbaba en su cabeza, enredándose con la forma en que su rostro se había torcido de pura desesperación antes de colapsar. Algo en su pecho se tensó con incomodidad. No era lástima—él no sentía lástima por nadie—, pero tampoco era indiferencia.
Hermione jadeó en busca de aire, temblorosa.
—¿Por qué…? —susurró, más para sí misma que para él.
Draco apretó la mandíbula.
Hubiera sido tan fácil ignorarla. Tan fácil soltar otra burla y largarse. Pero, en cambio, algo áspero y casi imperceptible se deslizó de su garganta.
—Levántate, Granger.
Hermione ni siquiera reaccionó. Seguía arrodillada en el suelo, las manos crispadas contra la tierra húmeda, la respiración entrecortada.
Draco sintió que la irritación le escalaba por la piel. No estaba hecho para esto. No sabía lidiar con el dolor de otros, y menos con el de alguien como Hermione Granger.
—Por Merlín… —murmuró con impaciencia.
Se movió antes de poder evitarlo.
No con delicadeza. No con amabilidad. Pero se inclinó y la agarró por el brazo, con la firmeza suficiente para obligarla a ponerse de pie. Hermione dejó escapar un jadeo ahogado cuando la levantó casi a la fuerza, tambaleándose levemente al recuperar el equilibrio.
Draco no la soltó.
Podía sentir la tela empapada de su uniforme pegándose a su piel, el temblor sutil de sus dedos contra su propia muñeca. Hermione alzó la vista hacia él, y por un segundo, todo quedó suspendido en el aire.
No fue la expresión de dolor lo que lo inmovilizó.
Fue la rendición absoluta en sus ojos.
Hermione Granger, que siempre había peleado, discutido, gritado… ahora no hacía nada. Solo lo miraba, sin rastro de la chica que siempre había desafiado al mundo con la cabeza en alto.
Se vería él tan quebrado como ella? Aquello lo lleno de terror. No lo suficiente como para ser evidente. No lo suficiente como para que ella lo notara. Pero sí lo suficiente como para que sus dedos se aflojaran un poco en su agarre.
—Estás empapada —dijo, la voz sonando extraña incluso para él.
Hermione parpadeó, como si apenas se diera cuenta de su estado. Su cabello goteaba, el barro manchaba sus rodillas, y su blusa blanca estaba adherida a su piel de una manera que no parecía importarle en lo absoluto.
—No importa —susurró, con un tono casi robótico.
Draco chasqueó la lengua.
—Claro que importa. Pareces un maldito desastre.
Hermione soltó una risa breve, sin alegría.
—Porque lo soy.
Draco sintió un escalofrío recorrerle la espalda debería sentir regocijo absoluto por ser expectador en primera fila de la miseria de Hermione y sin embargo no fue así, su agarre en su brazo se tensó un poco, no en advertencia, sino en algo que él no quería identificar. No quería pensar en esto, en lo que estaba haciendo, en por qué demonios aún no la había soltado.
Tenía que acabar con esto.
—Vamos al castillo —dijo al fin.
Hermione no respondió. Pero tampoco se resistió cuando él comenzó a caminar, llevándola consigo, todavía sujetándola.
Draco sabía exactamente por qué su cuerpo se había movido antes de que su cerebro pudiera detenerlo, por qué su agarre en el brazo de Hermione no era solo firmeza, sino una necesidad cruda de aferrarse a algo que no fuera la imagen de Aurélie sonriendo para otro hombre.
Otro hombre que no era él.
Porque Draco Malfoy, con toda su arrogancia, con toda su sangre pura, con toda la seguridad que se empeñaba en proyectar, compartía parte de la miseria de Granger y eso lo enfurecía aun más. No tenía la edad, solo tenía la moralidad cuestionable pero no el aparente encanto y amabilidad de Charlie Weasley, no tenía la actitud de héroe redentor que parecía ser tan condenadamente atractiva.
Lo único que tenía era su apellido. Su dinero. Su linaje impecable.
¿Y qué valía eso cuando la veía reírse con otro hombre como si él no existiera?
Nada.
Por eso estaba aquí.
Por eso no había dejado a Hermione sola bajo la lluvia. Porque aunque fueran por razones diferentes, al menos entendía lo que se sentía ser invisible para la única persona que importaba.
Hermione seguía caminando a su lado, sin decir nada. Sus pasos eran pesados, arrastrados, como si su cuerpo entero estuviera demasiado cansado para continuar. Draco la sujetó un poco más fuerte.
No para ayudarla.
Para ayudarse a sí mismo.
El castillo se erguía frente a ellos, oscuro y silencioso, apenas iluminado por los destellos de los relámpagos en la distancia. Draco no tenía idea de qué haría cuando cruzaran esas puertas. No quería pensar en el momento en que soltara a Hermione y se quedara solo con su propia miseria.
Pero Hermione se detuvo antes de que él tuviera la oportunidad de decidir.
—¿Por qué lo haces? —su voz sonó rasposa, apenas un murmullo sobre el sonido de la lluvia.
Draco sintió su mandíbula tensarse.
Podría haberle dicho que se callara. Que no era asunto suyo. Que simplemente estaba asegurándose de que no se desmayara y le causara problemas a alguien más.
Pero la mirada de Hermione, aún empañada por las lágrimas, perforó cada una de esas respuestas antes de que pudiera pronunciarlas.
Así que dijo la verdad.
— Porque somos dos idiotas, Granger y que desagradable es notar que acabo de arrastrarme nuevamente. - Fijarse en quien no te corresponderá es cosa de idiotas
El trueno rugió sobre sus cabezas. Hermione parpadeó, confundida.
Draco suspiró, soltando su agarre en su brazo. El aire entre ellos se volvió espeso. Pesado. Como si de repente la tormenta no estuviera sobre sus cabezas, sino dentro de sus pechos.
Hermione bajó la mirada.
—No quiero hablar de eso.
Draco soltó una risa seca, sin humor.
—Pues qué lástima - Dijo con marcada ironia
Hermione y Draco se quedaron quietos al borde del claro, justo donde la maleza del Bosque Prohibido comenzaba a enredarse entre sus pies. La lluvia ya no caía con la misma fuerza, reducida a una llovizna fina que pegaba los rizos de Hermione a su rostro y se deslizaba por el cuello de Draco.
Pero ninguno de los dos se movió.
No podían.
No cuando Charlie Weasley estaba justo allí, de pie junto a Aurélie Dumont, sonriendo como si nada más importara.
Como si la tormenta no hubiera pasado. Como si el mundo entero se redujera a la línea sutil que marcaba la curva de su sonrisa.
Hermione vio cómo él tomaba la mano de Aurélie con una facilidad insultante, como si fuera lo más natural del mundo. Como si lo hubiera hecho cientos de veces antes. Aurélie, a su vez, bajó la mirada, una leve sonrisa temblorosa en sus labios y un rubor apenas perceptible tiñéndole las mejillas.
Era un gesto pequeño. Insignificante.
Pero a Hermione le arrancó el aire de los pulmones.
La sensación de ser un insecto aplastado bajo el peso de algo mucho más grande, mucho más cruel, se expandió en su pecho.
Se sintió patética.
No solo porque Charlie jamás la había mirado así. No solo porque nunca había sido la razón de su sonrisa más suave, de su toque más natural. Sino porque había creído, por un momento, que alguna vez podría haberlo sido.
A su lado, Draco Malfoy estaba completamente inmóvil.
Hermione podía sentir la rigidez de su cuerpo, la manera en que sus manos se crispaban en puños dentro de los bolsillos de su túnica. Sus ojos estaban fijos en Aurélie, y aunque su expresión era ilegible, Hermione pudo verlo con claridad:
Draco Malfoy también se estaba ahogando.
Porque no importaba lo que hiciera, cuánta magia dominara, cuán brillante fuera su linaje… no estaba en el lugar de Charlie y era dulcemente irónico que un Malfoy quisiera ser un Weasley.
Un nudo áspero les subió por la garganta, amargo y ardientes
Era increible como dos personas que aparentemente eran diametralmente distintos se sintieron exactamente igual, como extraños. Como parásitos. Como algo que no pertenecía allí.
Algo sucio.
Algo indeseado.
Hermione tragó con dificultad. Sus zapatos estaban hundidos en el barro, su ropa empapada pesándole como si intentara arrastrarla al suelo. Por primera vez en mucho tiempo, no sintió ganas de pelear.
Draco fue el primero en moverse. Pero antes de que pudiera alejarse, Hermione se aferró a su muñeca.
No supo por qué lo hizo. Y por alguna razón que no quería comprender, él se detuvo.
Se quedaron allí.
Solo un momento más.
Solo hasta que pudieran convencerse de que seguir respirando no era un castigo.
Hasta que la imagen de Charlie y Aurélie se desvaneciera de sus mentes, de sus ojos, de su piel.
Entonces, algo más se instaló entre ellos.
Hermione no supo cómo nombrarlo. ¿Cómo podía definir el haber compartido su pena, su rabia, su impotencia… justo con la persona que la había despreciado durante seis años?
No eran amigos. Ni aliados.
Pero en ese instante, Draco Malfoy la entendía como nadie más podría hacerlo.
Fue completamente desolador.
Y, extrañamente, reconfortante.