
PROLOGO
El Gran Comedor de Hogwarts bullía con la energía habitual de la cena. Cientos de velas flotaban en el aire, iluminando los rostros de los estudiantes, ajenos a lo que estaba por suceder. Las mesas estaban repletas de platos humeantes, conversaciones animadas y el sonido del crepitar del fuego en la chimenea, pero todo eso se detuvo cuando Hermione Granger se puso de pie de golpe.
Su silla rechinó contra el suelo de piedra cuando se apartó bruscamente de la mesa de Gryffindor, varita en mano, con los ojos encendidos de furia. Se dirigió hacia Pansy Parkinson, que estaba sentada con desdén en la mesa de Slytherin. La Slytherin había soltado un comentario venenoso sobre un estudiante de primer año nacido de muggles y, al notar el gesto de Draco Malfoy, que parecía estar listo para levantarse y hacerle frente a Granger, sonriendo con suficiencia.
Pero Draco no reaccionó como Pansy esperaba. En lugar de reafirmar su lealtad, se puso de pie también, con una expresión inescrutable, sus ojos fijos en Hermione.
—¿Por qué no lo dice otra vez, Parkinson? —Hermione levantó el tono y avanzó un paso, su voz cortante.
El Gran Comedor enmudeció.
Los profesores comenzaron a levantarse, atentos a la situación. McGonagall frunció el ceño, lista para intervenir si era necesario. Snape observaba la escena con su habitual expresión imperturbable, aunque sus ojos oscuros brillaban con una chispa de interés. Dumbledore, desde su lugar, entrelazó los dedos, evaluando cada gesto con calma.
Draco se movió al mismo tiempo que Hermione, cruzando el espacio que los separaba. Sus ojos grises brillaban con algo indescifrable, pero no había enojo en su postura. No iba a defender a Pansy. Estaba viendo una oportunidad.
—Vaya, Granger, siempre tan apasionada —murmuró con una sonrisa ladeada.
Hermione y Draco estaban ahora en el centro del Gran Comedor, cara a cara, varitas en mano, en una escena que muchos esperaban que terminara en un duelo explosivo. Astoria Greengrass observaba con interés desde su lugar, con una leve sonrisa en los labios, como si supiera algo que los demás ignoraban. Blaise Zabini entrecerró los ojos, analizando la situación con su típico aire de indiferencia. Ron Weasley frunció el ceño, tenso, con la mano medio alzada como si quisiera intervenir. Ginny Weasley y Theo Nott, sentados en extremos opuestos del Gran Comedor, fueron los primeros en reaccionar cuando, en lugar de lanzar un hechizo, Draco y Hermione cruzaron una intensa mirada, como si estuvieran comunicándose de una manera que nadie más podía entender.
La tensión entre ellos se hizo insoportable. Todos contuvieron el aliento cuando Draco inclinó apenas la cabeza y Hermione apretó los labios. Algo invisible pareció cruzar entre ellos, una chispa eléctrica recorrió el aire y, antes de que nadie pudiera procesarlo, sucedió.
Fue un choque de voluntades, de fuego y desafío, de lucha y entrega. Draco tomó a Hermione por la cintura con firmeza, atrayéndola hacia él con una seguridad que la dejó sin aliento. Hermione, sorprendida, sintió el calor de su cuerpo y, por un instante, su mente quedó en blanco. Un estremecimiento la recorrió, pero cuando sus manos reaccionaron, en lugar de apartarlo, se aferraron a su túnica, y sucedió.
Los labios de Draco Malfoy, único heredero sangre pura de la dinastía Malfoy, estaban sobre los de Hermione Granger, la bruja más brillante de su edad, nacida de padres muggles. Para asombro de todos, y también de nadie, no había dulzura en el gesto. Solo el mago y la bruja, objeto de todas las miradas en aquel instante, sabían que aquel contacto estaba inundado de deseo y rabia contenida, una necesidad visceral que ninguno de los dos había previsto.
El Gran Comedor explotó en el caos. Los cuchicheos se convirtieron en gritos ahogados y exclamaciones de incredulidad. Ron dejó caer su tenedor. Luna Lovegood, con su sonrisa etérea, ladeó la cabeza como si siempre hubiera sabido que esto pasaría. Blaise alzó una ceja con interés, mientras Astoria se inclinaba ligeramente hacia adelante, observando cada detalle. Harry Potter parecía no dar crédito a lo que veía, mientras Aurelie Dumont, la nueva profesora de Defensa Contra las Artes Oscuras, observaba la escena con una sonrisa pícara, claramente entretenida.
Los profesores se miraron entre sí. McGonagall tomó una mano a la sien, intentando procesar lo que acababa de ocurrir y poniéndose de pie para intervenir en nombre del decoro. Snape chascó la lengua con desdén, pero en su mirada había un destello de reconocimiento cómplice. Dumbledore, por su parte, entrecerró los ojos y se acarició la barba, meditando en silencio.
El beso terminó tan abruptamente como había comenzado. Hermione y Draco se separaron apenas un instante, sus rostros encendidos, sus respiraciones entrecortadas. Sabían lo que habían hecho. Sabían que, desde ese momento, Hogwarts nunca volvería a ser el mismo.
Y les encantaba.