
Regreso a Hogwarts
Mis días en la Mansión Dumbledore transcurrían con una calma extraña, casi irreal. Los elfos domésticos me trataban con una amabilidad que no estaba acostumbrado a recibir, asignándome una habitación amplia y confortable. Era un lujo que contrastaba con el vacío que sentía por dentro. Incluso Dumbledore, probablemente movido por una mezcla de culpa y compasión, había enviado trajes hechos a mi medida después de haber abandonado todo en la Mansión Malfoy. Observando la calidad de las telas y el impecable ajuste, no pude evitar pensar que tal vez sería sensato aprovecharme de su sentimiento de culpa... aunque la idea me dejaba un regusto amargo.
No había salido de la mansión desde mi llegada. La razón era simple: estaba atrapado en un estado de profunda tristeza que me costaba admitir incluso a mí mismo. Sabía que Harry no me perdonaría, y esa certeza me destrozaba lentamente. Sin embargo, por más que la lógica me gritara que debía rendirme, mi corazón se aferraba con obstinada terquedad a la esperanza.
Ahora, mientras caminaba por el vagón del tren que llevaba a Hogwarts, la realidad era un recordatorio cruel de mi nuevo estatus. Las miradas eran inevitables. Algunos estudiantes me observaban con desprecio, otros con miedo, pero lo que más me dolía era el silencio de mis compañeros de Slytherin. Sus miradas furtivas eran como cuchillos; no había palabras de consuelo, ni gestos de apoyo. Solo una fría indiferencia que me decía lo que ya sabía. Estaba solo.
A lo lejos, distinguí a Pansy. Su mirada mostraba una mezcla de preocupación y determinación, como si estuviera dispuesta a acercarse. Sin embargo, Blaise la detuvo, murmurándole algo que no alcancé a oír. Cuando nuestros ojos se encontraron, le negué con un leve movimiento de cabeza. No era prudente que se acercara, no ahora. Haber destruido la Mansión Malfoy con ellos adentro había sido una decisión desesperada, pero advertirles a tiempo había sido suficiente para mantenerlos a salvo. Verlos ilesos me aliviaba más de lo que quería admitir, aunque sabía que cualquier vínculo conmigo ahora solo les pondría en peligro.
Con un suspiro cansado, continué mi camino hasta encontrar un compartimento vacío. Cerré la puerta tras de mí y me dejé caer en el asiento, sintiendo el peso de las miradas y los susurros desvanecerse al fin. La soledad del compartimento me dio un breve respiro.
Mientras el tren avanzaba, me permití un instante de esperanza. Mi llegada a Hogwarts debía ser diferente esta vez. Lo que sucedió en mi vida pasada no tenía por qué repetirse. Sin embargo, mientras el paisaje corría tras la ventana, no pude evitar preguntarme si realmente tenía el poder de cambiar mi destino o si el pasado y el presente eran solo reflejos inevitables de un mismo camino.
Entro al Gran Comedor, sintiendo cómo todas las miradas se clavan en mí como cuchillos. El peso de su atención es casi físico, pero mi rostro permanece impasible, una máscara cuidadosamente construida. A pesar de ello, hay una mirada en particular que arde con un odio intenso, y no necesito girarme para saber que proviene de la mesa de los Gryffindor.
Con pasos firmes, me dirijo a la mesa de Slytherin, aunque la tensión en el aire es palpable. Apenas tomo asiento, los demás comienzan a apartarse, como si el simple hecho de estar cerca de mí pudiera contaminarlos. Pansy finge concentrarse en su plato, Blaise ni siquiera voltea en mi dirección, y Theodore simplemente se levanta sin decir una palabra.
Ignoro a todos, incluso el discurso de Dumbledore, quien habla con su habitual tono sereno sobre la importancia de mantenernos unidos en tiempos oscuros. Sus palabras suenan vacías en mis oídos, sé que nadie en este salón las tomará en serio cuando se trata de mí.
Suelto un suspiro casi imperceptible, sintiendo el peso de mi nueva realidad. Me he convertido en una paria. Para los del lado de la luz, soy un villano reformado al que nunca podrán confiarle su vida. Para los del lado oscuro, soy un traidor que abandonó al Señor Oscuro en su momento más crítico. Este es el destino cruel de los espías, un camino sin aliados ni refugio, y no puedo evitar pensar en Severus Snape.
Snape. Él sabe exactamente lo que significa estar atrapado en este limbo, odiado por ambos bandos. Su figura solitaria y amarga siempre me había parecido distante, pero ahora entiendo la pesada carga que lleva. Quizás este sea el precio de las decisiones difíciles, de actuar en las sombras para proteger a quienes nunca lo agradecerán.
Mientras el bullicio del comedor continúa, apenas registro las risas y murmullos a mi alrededor. La máscara de indiferencia sigue firme, pero por dentro, el aislamiento y el rechazo son una espina constante. No hay consuelo en ninguna de las mesas, ni en ninguna de las miradas que me rodean. Solo me queda aferrarme a la esperanza de que, algún día, este sacrificio valdrá la pena. Aunque esa esperanza, como yo, se siente más sola que nunca.
El primer mes transcurrió sin mayores incidentes, pero no tardé en notar ciertos cambios en el ambiente. Theo, claramente, había recibido la misión del Armario Evanescente. Sus escapadas nocturnas se habían vuelto habituales, y las sombras bajo sus ojos eran cada vez más profundas. Aunque trataba de disimular, su estado no pasó desapercibido para todos.
Una tarde, en un pasillo desierto, Pansy me acorraló con una mirada cargada de preocupación.
—Draco, tienes que hablar con Theo. Algo le está pasando —dijo en voz baja, mirando alrededor como si temiera que alguien pudiera oírla.
Mantuve mi expresión impasible, pero sus palabras solo confirmaron lo que ya había notado. Aunque quisiera intervenir, sabía que cualquier movimiento en falso podría ser desastroso tanto para él como para mí.
Pero no era solo Theo quien ocupaba mis pensamientos. Había algo más que se estaba gestando, algo que me inquietaba más de lo que estaba dispuesto a admitir. Harry.
Desde hace unos días, Harry comenzó a pasar más tiempo con Ginny Weasley. A la hora del desayuno y la cena, los veía sentarse juntos, inmersos en conversaciones largas y animadas. Su cercanía me resultaba imposible de ignorar. Mis ojos parecían buscarlo inconscientemente en el Gran Comedor, y cada sonrisa que le dirigía a Ginny era como una punzada en el pecho.
Por mucho que intentara contenerme, mis miradas se prolongaban más de lo que debía. Fue en uno de esos momentos, mientras observaba a Harry reír por algo que Ginny había dicho, cuando sentí una mirada fija en mí.
Hermione.
Sus ojos oscuros estaban llenos de una mezcla de curiosidad y escrutinio, como si estuviera intentando descifrar algo que apenas comenzaba a comprender. No apartó la vista hasta que lo hice yo, avergonzado de haber sido descubierto.
—¡Oficina de Dumbledore!—exclamé al arrojar un puñado de polvos Flu en la chimenea de mi habitación. Sentí el acostumbrado tirón en el ombligo, como si una cuerda invisible me jalara con brusquedad hacia otro lugar.
Emergí del fuego con una ligera sacudida, y al alzar la vista, mi sorpresa fue encontrarme con unos visitantes inesperados, y, francamente, indeseados.
—¡Draco!—dijo Dumbledore, visiblemente sorprendido de verme aparecer. Su tono era tan calmado como siempre, pero había un atisbo de precaución en su mirada.
Desde que volví a Hogwarts, los había evitado deliberadamente. Tal vez, en el fondo, los culpaba por lo que le había sucedido con Harry.
—Dumbledore, vendré a verte más tarde—dije frío, con la intención clara de dar media vuelta y marcharme de inmediato.
—¡Draco, espera!—exclamó Lupin con prisa, avanzando un paso hacia mí. Su rostro estaba iluminado por una sonrisa amable, una que parecía buscar desarmarme.
Me detuve y lo miré con calma, sin apresurarme a responder. El silencio pesó unos segundos.
—Quiero agradecerte por salvarme en la Mansión Malfoy—dijo el hombre lobo, su voz cargada de sinceridad.
—Deberías agradecerle a Dumbledore—repliqué, dejando que mi tono mordaz impregnara cada palabra— Mi idea principal era dejarte morir.
El aire en la sala se tornó más pesado. Sirius Black, que había permanecido en silencio hasta ese momento, me miró con una expresión de desagrado.
—Te lo dije, Remus—bufó Black— No le debes nada.
Lo fulminé con la mirada antes de responder, cada palabra impregnada de desprecio.
—Él no, pero tú sí, Black—espeté— Te recuerdo que casi mueres a manos de mi tía. Si no fuera porque intervine...
—¿Ah, sí? ¿Y cómo se supone que sepa que no era parte de tu plan desde el principio?—replicó, dando un paso al frente, con la varita en mano y el rostro torcido en una mueca desafiante.
Mi paciencia llegó al límite. En un movimiento fluido, saqué mi varita y lo apunté directamente. Mis ojos, helados, debían reflejar lo que sentía; una frialdad implacable y sincera.
—Es mejor que mantengas tu boca cerrada, Black. Así como salvé tu vida, creo que tengo derecho a arrebatártela.
El miedo destelló brevemente en sus ojos, aunque intentó ocultarlo al levantar también su varita. Antes de que la tensión pudiera estallar, la voz de Dumbledore resonó en el despacho.
—¡Basta, Draco!—ordenó mientras se interponía entre ambos. Su expresión era de cansancio, como si todo esto fuera una carga demasiado pesada.
—Simplemente debería matarlo—respondí en un susurro helado, guardando mi varita sin apartar la vista de Sirius.
Lupin dio un paso adelante, colocando una mano sobre el brazo de su pareja, intentando calmarlo.
—Es hora de irnos, Siri—dijo, su voz firme pero tranquila. Luego se volvió hacia mí con una expresión de genuina gratitud— No importa lo que otros piensen, Draco. Lo que hiciste en la Mansión Malfoy fue valiente. No diré nada de lo que pasó allí, puedes estar tranquilo.
Su sinceridad me desarmó brevemente. Asentí con frialdad.
—No tienes que preocuparte por eso. Tarde o temprano todos se enterarán de lo que hice—repliqué— Estoy preparado para las consecuencias.
Lupin me miró con resignación antes de conducir a Sirius hacia la chimenea. Las llamas verdes los consumieron y la habitación volvió a quedar en silencio, salvo por el crepitar del fuego.
—¿Qué deseas, Draco?—preguntó Dumbledore con calma, su voz casi un susurro.
Saque una carta arrugada de mi bolsillo y la coloqué sobre su escritorio.
—Esta mañana recibí una carta que me informaba que heredé una suma considerable de dinero debido a la muerte de mi madre. ¿Es cierto que está muerta?—pregunté sin rodeos, aunque una parte de mí deseaba que la noticia fuera falsa.
El anciano desvió la mirada, evitando mi escrutinio. Su gesto fue suficiente.
—¿Muró por la explosión que provoqué en la Mansión Malfoy?—inquirí, aunque en el fondo ya conocía la respuesta.
—Sí—admitió finalmente, su voz cargada de tristeza.
—Ya veo...
Sin decir nada más, me giré hacia la salida. Necesitaba aire fresco, algo que despejara la opresión que sentía en el pecho. Odiaba a mi madre, la había odiado con cada fibra de mi ser. Pero entonces, ¿por qué este peso en mi pecho? ¿Por qué me duele tanto?
El eco de mis pasos fue lo único que me acompañó mientras salía del despacho de Dumbledore, cargando con el dolor y la culpa que habían decidido quedarse conmigo.