
Rescate
Voldemort me mostró su verdadera apariencia, una visión exquisita, casi hipnótica. Sin embargo, es sospechoso que reserve esta imagen juvenil solo para nuestros encuentros. Con el resto de sus mortífagos, adopta su rostro reptiliano, esa máscara de serpiente que inspira tanto miedo. Descubrí que para mantener este glamour, utiliza un poderoso hechizo que requiere su sangre.
Han pasado tres semanas desde que salí de Hogwarts para las vacaciones de Navidad, y cada día Voldemort me ha ordenado descender al sótano de la mansión. Allí, donde los muggles están cautivos, práctico el hechizo que me enseñó, Erupit Venae.
Agradezco a Merlín que desde nuestro tiempo en la cabaña no me haya enseñado otro hechizo. Pero, en lo más profundo de mí, una parte oscura anhela aprender más, sumergirse en las artes prohibidas y ponerlas en práctica.
El deseo de matar es como una adicción que me corroe el alma, empujándome a ceder y asesinar a quien se cruce en mi camino. Sin embargo, al recordar el rostro de Harry, encuentro un control que no sabía que poseía.
Hoy es mi último día en esta mansión. Mi plan es que mañana, después de regresar a Hogwarts, me aparezca en la Mansión Black. Allí, junto a Sirius, nos transportaremos cerca de Azkaban y eliminaremos a todos los prisioneros antes de que Voldemort llegue esa misma noche para rescatarlos.
Toco la puerta del despacho. Se abre.
Entro y descubro que Voldemort no está solo. Snape está a su lado, con su habitual expresión impasible. Sin embargo, cuando nuestras miradas se cruzan, detecto un destello de preocupación en sus ojos.
Algo no está bien.
—Draco, has llegado —dice Voldemort, esbozando una sonrisa fría.
—Buenas noches, mi señor —respondo con una reverencia profunda. Percibo una extraña euforia que emana de él.
Voldemort se acerca y levanta mi barbilla con un movimiento brusco.
—Mañana regresas a Hogwarts, ¿no es así? —pregunta, fijando sus ojos rojos como la sangre en los míos.
—Sí, mi señor. Mañana tomaré el Expreso de Hogwarts a las 9 de la mañana —respondo, manteniendo la calma.
Después de tantos encuentros y duelos, la presencia de Voldemort se ha vuelto más soportable. Incluso podría decir que me he ganado su confianza.
—Esta noche tendrás una clase extra —dice Voldemort, soltando mi barbilla—Te enseñaré a enfrentarte a los Dementores sin usar un Patronus.
Mis ojos se abren en sorpresa. Nunca había escuchado de alguien capaz de vencer a un Dementor sin un Patronus.
—Veo que estás sorprendido —dice Voldemort con satisfacción.
—Sí, mi señor. Es un honor que me enseñe un hechizo tan valioso.
—Espero que realices con éxito tu primera misión.
Mi cuerpo se tensa de preocupación. ¿Se refiere al armario evanescente? Imposible, aún falta medio año para eso.
—¿Misión? —pregunto, esforzándome por mantener la calma.
Miro a Snape, pero él aparta la mirada. Algo está mal.
—Hablemos de eso luego. Esta noche me ayudarás a liberar a mis mortífagos de Azkaban. Tenía planeado hacerlo mañana, pero he decidido adelantar el plan para enseñarte.
—Le agradezco, mi señor —murmuró, tratando de ocultar mi nerviosismo tras una máscara de frialdad.
Convertirme en el discípulo de Voldemort ha cambiado el futuro. Soy un idiota por no haberlo previsto. Ahora, el plan que tenía con Sirius es inútil.
Miro a Snape, que me observa con preocupación y desconcierto ante el cambio de planes. Él sabe que a Voldemort no le gusta cambiar sus decisiones. Hacerlo por mí es algo que nunca hubiera creído posible, pero aquí estamos.
12 de enero de 1996
Voldemort nos aparece a Snape y a mí en los oscuros y angostos pasillos de la prisión. El ambiente es gélido, una frialdad que parece penetrar hasta los huesos. La presencia de los dementores, apenas perceptibles pero innegablemente cercanos, intensifica el frío, afectándome más de lo que había anticipado. Siento una vulnerabilidad que nunca antes había experimentado.
Soy capaz de conjurar un Patronus, aunque no en las condiciones ideales. El hechizo resulta ser demasiado inestable y tiende a desmoronarse bajo presión. A pesar de mis esfuerzos, la forma de mi Patronus fluctúa y a menudo desaparece antes de consolidarse completamente.
Dirijo una mirada a Snape, consciente de que él puede conjurar un Patronus con facilidad, lo que me ofrece un leve consuelo. Su presencia es un recordatorio de que no estoy completamente indefenso, aunque la amenaza que enfrentamos es más siniestra de lo que puedo soportar.
Voldemort, con esa calma glacial que lo caracteriza, nos ordena que nos pongamos los trajes de mortífagos. La túnica negra, con su capucha que cubre casi por completo nuestras cabezas, y la máscara blanca que oculta nuestros rostros, son más que una simple vestimenta, son una protección, un escudo contra la identificación por parte de los aurores del Ministerio, una sombra entre sombras.
Caminamos detrás de Voldemort por los pasillos de Azkaban, que parecen interminables. Su andar es tranquilo, casi despreocupado, como si simplemente estuviera en una caminata nocturna, ajeno al ambiente lúgubre que nos rodea. Cuanto más avanzamos, más penetramos en las entrañas de la prisión, en una oscuridad que parece consumir la luz.
La tranquilidad que reina en la prisión es inquietante, y la ausencia de dementores en ciertos tramos solo aumenta mi preocupación. Algo no está bien, lo sé, pero no tengo opción más que seguir adelante.
Finalmente, Voldemort se detiene frente a una gran puerta negra custodiada por dos dementores, figuras que parecen absorber la poca calidez que queda en el aire. Su mera presencia me debilita, pero Voldemort no se inmuta.
—Severus, ve a buscar a mi fiel seguidora —ordena Voldemort con una voz tan fría como el ambiente que nos rodea—. Asegúrate de que sea la primera en ser rescatada.
—Sí, mi señor —responde Snape con un murmullo casi inaudible mientras saca su varita, preparado para atacar a los dementores. Sin embargo, Voldemort lo detiene con un simple gesto de la mano.
—Azkaban es mío —murmura Voldemort con una satisfacción perversa mientras observa cómo la puerta se abre ante él, y los dementores se apartan con una reverencia silenciosa, como si reconocieran a su amo.
Snape, sin decir una palabra más, se adentra solo en las profundidades de Azkaban, desapareciendo en la oscuridad.
Voldemort se vuelve hacia mí, sus ojos brillando con una crueldad que me hiela la sangre.
—El hechizo que te enseñaré se llama Desolatio —dice, acercándose peligrosamente—Es un hechizo que debes lanzarte a ti mismo, te cubre con los recuerdos que te han dejado desolado en tu vida.
Los dementores, obedeciendo una orden silenciosa, se colocan entre la puerta y nosotros, sus figuras etéreas flotando en el aire denso.
—Desolatio —pronuncia Voldemort, tocando su sien con la varita y lanzándose el hechizo.
Una pequeña luz negra brilla por un instante antes de ser absorbida por su cuerpo. Sin más preámbulo, camina hacia los dementores, que parecen ignorarlo por completo, como si se hubiera vuelto invisible para ellos.
—Espero que puedas lograrlo, Draco —susurra Voldemort con una burla en su tono—Los dementores tienen órdenes de hacer lo que quieran contigo.
Con eso, se adentra en la oscuridad, dejándome solo con los dementores que comienzan a acercarse lentamente, como sombras hambrientas. La desesperación se apodera de mí.
—¡Maldición! —suelto entre dientes mientras siento la frialdad de los dementores acercándose a mí—¡Desolatio!
Lanzo el hechizo sobre mí, pero nada sucede. Los dementores están cada vez más cerca, y la helada que emanan me envuelve, debilitándome.
—¡Desolatio! —grito nuevamente, ancioso.
Esta vez el hechizo funciona. Siento como si una capa viscosa y oscura se adhiriera a mi piel, envolviéndome en un manto pesado y sucio. Es una sensación sofocante, como si todos los recuerdos más dolorosos de mi vida se materializaran a mi alrededor, amenazando con ahogarme.
Los dementores pasan a mi lado, incapaces de percibirme, como si me hubiera vuelto invisible para ellos. Pero el precio de mantener el hechizo es alto; los recuerdos que surgen son devastadores, y cada uno de ellos me debilita un poco más, forzándome a confrontar emociones que preferiría enterrar.
Con un esfuerzo sobrehumano, me acerco a la puerta, decidido a cumplir con mi misión, aunque mi alma parezca desintegrarse en el proceso.
Camino por el pasillo sombrío de Azkaban, donde la penumbra parecía engullirlo todo. A mi alrededor, las celdas, algunas desgarradas y otras medio desprendidas de la pared, mostraban el desorden. Me encontraba en lo más profundo de la prisión, en el sector reservado para los magos más oscuros y temidos que jamás hayan existido. Y ahora, el propio Voldemort, el señor oscuro, estaba liberándolos con una facilidad inquietante, como si estuviera comprando varitas mágicas en una tienda.
Mis pasos se hicieron más lentos y pesados a medida que me acercaba a la escena que se desplegaba ante mí. Cientos de mortífagos estaban arrodillados frente a Voldemort, quienes se postraban en una mezcla de sumisión y adoración. El rostro del oscuro mago brillaba con una expresión de éxtasis, como si la liberación de sus seguidores y la promesa de caos inminente fueran una fuente de inmensa satisfacción.
Cuando nuestras miradas se encontraron, sentí un estremecimiento recorrer mi espalda. Un destello fugaz de una emoción desconocida cruzó por sus ojos rojos, un resplandor que era a la vez perturbador y enigmático, como un relámpago en una noche sin estrellas.
13 de enero de 1996
Caminaba con pasos apresurados por los fríos y oscuros corredores de la mansión Malfoy, sintiendo cómo el peso de los recientes eventos me aplastaba. Tras regresar de Azkaban, con cientos de mortífagos liberados, mi estado de ánimo había decaído drásticamente.
Mi plan, que había sido impulsado por un deseo ardiente de acabar con los malditos mortífagos de Azkaban y evitar la masacre de inocentes, había fracasado estrepitosamente. Ahora, la culpa de las muertes de miles de muggles caía sobre mis hombros, y mi única esperanza residía en un nuevo plan, uno que necesitaba la intervención de Dumbledore.
El eco de mis pasos resonaba en el vacío mientras me acercaba a la sala de los viajes por la Red Flu, mi mente enfurecida y desesperada. Sabía que el tiempo era crucial. Cada minuto perdido significaba más vidas en riesgo. Pero, justo cuando estaba a un paso de alcanzar la chimenea que me llevaría al Expreso de Hogwarts, una voz rasposa me detuvo en seco.
— Draco —la voz era fría y llena de una amenaza apenas disimulada.
Me volví lentamente. Allí estaba Bellatrix Lestrange, de pie en el pasillo, con una presencia tan perturbadora como la noche en la que había sido rescatada de Azkaban. A diferencia de su estado desastroso anterior, ahora vestía con orgullo el túnica de mortífago, sus ojos ardían con una intensidad maníaca que me heló la sangre.
— Tía —murmuró con frialdad.
Bellatrix soltó una risa desquiciada que resonó en el pasillo vacío, su risa estaba cargada de una locura inquietante. Se acercó a mí con pasos rápidos y decididos.
— Cissy tenía razón —dice, su voz deslizándose en un tono cruel—Eres arrogantemente ingenuo. Necesitas una buena lección.
Sin previo aviso, Bellatrix levantó su varita y lanzó un "¡Crucio!" con un brillo de sadismo en sus ojos. Mi reflejo entrenado me permitió levantar un escudo en el último segundo, desviando el hechizo torturador. El impacto del hechizo contra mi escudo resonó en el aire, creando una onda expansiva que reverberó por el pasillo.
— Eres una perra loca —digo con burla, sintiendo cómo mi enojo se transformaba en una frialdad calculada—Te has vuelto tan débil en tus años en Azkaban, tía.
Mi sonrisa era una mezcla de desafío y desprecio, una respuesta fría al ataque de Bellatrix. Ella era una sombra de lo que era, y no iba a desperdiciar esta oportunidad para dejar claro quién estaba en control.
— Maldito mocoso —grita ella, su voz cargada de furia histérica—Solo porque te convertiste en el discípulo de nuestro señor no te hace más importante que yo, que le he servido toda mi vida.
La desesperación en su voz solo me confirmó que mi evaluación de su debilidad era correcta. Su locura y furia solo la hacían más impredecible y peligrosa. Pero, en ese momento, su debilidad era una ventaja que no podía ignorar.
Con un movimiento suave pero decidido, desarmé a Bellatrix, su varita volando por el aire antes de caer al suelo. Ella todavía estaba débil por el encarcelamiento y su tormento mental, y no iba a perder esta oportunidad. Sin perder tiempo, alzé mi varita con firmeza.
— ¡Crucio! —dije con voz fría, el hechizo saliendo de mi varita y impactando en su pecho.
Bellatrix empezó a reír en medio del tormento. Su risa era escalofriante, una mezcla de dolor y locura que parecía no tener fin. Aunque el hechizo la estaba torturando, no emitía gritos de dolor, en su lugar, su risa delirante llenaba el pasillo. Era una visión perturbadora, una recordatorio de hasta dónde podía llegar la locura.
A pesar de su resistencia, no podía permitirme desviar la atención de mi verdadero objetivo. Mientras Bellatrix se retorcía en el suelo, mi mente seguía en el camino hacia la chimenea, mi objetivo final aún a la vista. Con la determinación renovada, me giré y me dirigí hacia la sala de los viajes por la Red Flu, dispuesto a tomar el Expreso de Hogwarts.
13 de enero de 1996
El castillo de Hogwarts estaba sumido en una atmósfera cargada de tensión y miedo. La noticia que el Profeta había publicado esta mañana había sacudido a todos, el Ministerio había anunciado que algunos mortífagos habían escapado de Azkaban y, en un giro absurdo, culpaban a Sirius Black por la fuga. La acusación era ridícula y desesperada, un intento de desviar la atención mientras el verdadero caos se desplegaba.
Ignorando el almuerzo y a mis amigos, me dirigía hacia las mazmorras, mi mente atrapada en un torbellino de preocupaciones y frustración. Estaba tan inmerso en mis pensamientos que no noté la presencia de los gemelos Weasley hasta que ya estaba a mi lado. Su odio hacia mí era evidente, un veneno que se podía sentir en el aire.
Los rodeé en un rincón del pasillo donde, afortunadamente, no había nadie más. Era mejor no tener testigos en un momento como este. Fred y George me miraban con una mezcla de furia y desdén, sus rostros enrojecidos por la rabia contenida.
— ¡Eres un maldito mortífago de mierda! —exclamó Fred, su voz cargada de repulsión mientras escupía cerca de mis zapatos, una muestra de desprecio que apenas lograba incomodarme.
— Fred, cálmate —intervino George, sujetando a su hermano con fuerza, su expresión una mezcla de preocupación y enojo. Intentaba controlar la situación, pero la furia de Fred era difícil de contener.
Los miré con una impasibilidad calculada, sin mostrar ni un ápice de emoción. Era evidente que sus sentimientos hacia mí no eran nada nuevos, pero la situación actual no era el momento para juegos de palabras.
— Suéltame —gritó Fred, soltándose de la sujeción de su hermano y avanzando hacia mí con una furia contenida—. ¡Por culpa de ese maldito mortífago, nuestro padre casi muere!
El comentario sobre mi supuesta lealtad y las consecuencias que había tenido en su familia me hirió más de lo que había esperado, pero no permití que mi expresión lo reflejara. Con un movimiento de varita preciso y sin palabras, lancé un hechizo no verbal que los lanzó por los aires, estampándolos contra la pared. La fuerza del hechizo fue suficiente para desarmarlos antes de que pudieran siquiera pensar en contraatacar.
— Les recomiendo que sean más cautos con sus palabras —dije con una voz suave, pero cargada de una amenaza subyacente—No sólo la vida de su padre está en juego. Este es un juego peligroso, y mi paciencia es limitada.
Me di la vuelta con un aire de desdén, ignorando el odio en los ojos de los gemelos y sus intentos de responder.
Después de tomar la poción Multijugos y convertirme en Darcy Dumbledore, me dispuse a usar un puñado de polvos Flu para dirigirme a la oficina de Dumbledore. La transición fue rápida, y en un parpadeo, me encontré emergiendo de la chimenea en una habitación conocida por su imponente presencia y su característico aire de sabiduría.
Al salir de la chimenea, me encontré con el anciano sentado en su escritorio, absorto en la lectura del Profeta. Su expresión estaba cargada de melancolía, y el ambiente estaba impregnado de una inquietante quietud.
—Tu plan ha fallado —dice Dumbledore sin levantar la vista del periódico, su voz cargada de resignación.
Tomó asiento frente a él, intentando mantener la calma mientras me preparaba para la siguiente fase de mi misión.
—Sí —murmuró—, pero tengo un nuevo plan.
—Supongo que necesitarás mi ayuda, Darcy —afirma Dumbledore, su rostro surcado por las líneas del cansancio.
—Por supuesto —respondo, acomodándome mejor en la silla—Debes presentarme ante el mundo mágico como tu hijo. Cuando Voldemort se entere, enviará a todos sus mortífagos tras de mí, porque nadie desea que tu vida sea tan miserable como él.
—Me niego —dice el anciano con firmeza, y me mira con una mezcla de tristeza y determinación. Antes de que pudiera replicar, añade—, a menos que me hagas un favor.
Lo miré con incredulidad, pero hice un gesto con la mano para que prosiguiera.
—Sé el maestro de Oclumancia de Harry —dice Dumbledore, sus ojos brillando con una intensidad inusual.
—Me niego —respondo con firmeza, mi voz clara y decidida.
—Supuse que dirías eso —afirma Dumbledore con una sonrisa enigmática—, así que he preparado un plan B.
En ese momento, alguien tocó la puerta. Dumbledore se levantó de su silla y, con un gesto casi imperceptible, tomó un collar de plata adornado con un dije de dragón, que había estado oculto en su escritorio, y me lo extendió en silencio.
—Es mejor que lo uses, Draco —advirte el anciano mientras se acercaba a la puerta—A menos que quieras que Harry descubra tu verdadera identidad mediante un maravilloso mapa que él tiene en su poder.
—No seré el...
—Díselo a él —me interrumpe Dumbledore al abrir la puerta, revelando a un Harry con una expresión nerviosa pero expectante.
Nuestros miradas se cruzaron, y el rostro de Harry se iluminó con una amplia sonrisa.
—Harry, te he llamado para que me hagas un pequeño favor —dice Dumbledore, sus ojos brillando con una mezcla de diversión y astucia.
—P-Por supuesto, señor —responde Harry, apartando su mirada de mí para centrarse en Dumbledore.
—Enséñale a mi hijo Hogwarts, ya que será tu futuro maestro de Oclumancia —declara el anciano con una determinación que no permitía réplica.
Miró a Dumbledore con furia contenida.
—Harry, ¿puedes esperar afuera? —pido, aunque mi tono era más una orden.
Me acerco a Dumbledore y cierro la puerta con firmeza.
—Eso no es muy educado de tu parte, Draco —reprende Dumbledore con una voz suave pero firme.
—No tengo tiempo para tus juegos. Necesito eliminar a los mortífagos —digoia con un tono de frustración creciente.
—Lo sé, Draco —dijo Dumbledore con un tono de pesar—Tu plan es muy peligroso.
—Entonces, si eres consciente de ello, deja de jugar. No tengo tiempo para esto —respondo con impaciencia.
—Si quieres presentarte ante el mundo mágico, no hay mejor forma de hacerlo que frente a los estudiantes de Hogwarts, quienes son conocidos por su naturaleza chismosa —dijo Dumbledore, con un destello de astucia en sus ojos.
La idea tenía mérito. Si los estudiantes conocían mi verdadera identidad, la noticia se esparciría rápidamente entre sus familias y podría incluso aparecer en el Profeta.
—Un movimiento inteligente —murmuro, asintiendo con aprobación.
—Lo sé —asiente Dumbledore con una sonrisa que revelaba su satisfacción.
Cuando Draco salió de su despacho, la expresión en el rostro de Dumbledore se transformó en una máscara de profunda tristeza, como si el peso de una maldición ancestral hubiera caído sobre sus hombros. Recordó la oscura profecía que envolvía a los descendientes de Lady Magic, un destino marcado por la soledad y el desamor.
Voldemort, en su vida, nunca conoció el significado del amor, el mundo muggle lo trató con tanto odio y desprecio que su corazón quedó endurecido. En contraste, yo elegí a mi amor verdadero, el ser con el que soñé construir una vida, pero ese amor no me correspondió. La elección no fue mutua, yo fui dejado atrás, atrapado en un doloroso desamor.
Sé que mi intervención en la relación entre Harry y Draco no fue correcta, pero mi corazón anhela con desesperación que, por fin, el amor elija a Draco. La ironía de la vida es cruel, mientras yo buscaba desesperadamente el amor que no pude tener, veo a Draco enfrentando la misma desdicha.
A menudo me cuestiono si ser elegido por Lady Magic implica necesariamente la condena al abandono amoroso. Si aquellos marcados por su destino están destinados a encontrar solo vacío y soledad en lugar de la compañía y el afecto que anhelan.
Mi único deseo, con cada fibra de mi ser, es que Draco encuentre la paz y el amor que ha eludido durante tanto tiempo. Que el dolor que ha soportado no sea en vano y que, por una vez, el amor le ofrezca la felicidad que merece.
Mientras camino en silencio junto a Harry, el aire en el invernadero se siente denso, cargado de humedad y el aroma terroso de plantas exóticas. Harry avanza con pasos ligeros, señalando con su varita las diferentes especies que hemos pasado ya, pero mis pensamientos están lejos de las plantas. He recorrido cada rincón de este maldito castillo, y no he visto ni un solo estudiante. Es como si el tiempo se hubiera detenido, dejándome atrapado en este lugar, con la única compañía del Elegido. Maldita sea mi suerte. Siento el peso del tiempo sobre mis hombros y un suspiro cansado se escapa de mis labios. Necesito encontrar una excusa pronto, el efecto de la poción multijugos se desvanecerá en menos de una hora.
Harry gira la cabeza hacia mí, sus ojos verdes brillan bajo la tenue luz que filtra a través de los cristales sucios del invernadero.
—Es aburrido, ¿no? —pregunta, con una chispa de curiosidad en su mirada, como si buscara algo más allá de la simple respuesta.
—Un poco—respondo, esbozando una pequeña sonrisa que no alcanza a mis ojos.
Él considera mis palabras, su sonrisa se amplía un poco, y sus ojos se iluminan con una emoción contenida.
—Quizá debería presentarte a Hagrid —sugiere, su voz animada—Debe estar cerca del Bosque Prohibido.
Con un gesto amplio de su brazo, Harry señala hacia el denso y oscuro límite del bosque, como si invitara a descubrir un secreto guardado entre las sombras de los árboles. Sin embargo, la idea de prolongar este encuentro me hace estremecer por dentro, una alarma sutil de que el tiempo se acaba.
—Debo irme —digo suavemente, notando la sombra de desilusión que cruza sus ojos verdes.
—Oh... Está bien, te acompaño a la oficina —responde Harry, y en su voz noto un rastro de nerviosismo. Sus manos, que antes se movían con soltura, ahora se retuercen con inquietud.
—Puedo ir solo, gracias —digo con firmeza, girándome rápidamente para marcharme. Sin embargo, antes de dar el primer paso, siento cómo me detiene, su mano aferrándose a la manga de mi túnica con una fuerza inesperada.
—E-Espera —susurra, y su voz se quiebra en un tono de timidez, la vergüenza coloreando sus mejillas—. Quiero preguntarte algo. ¿Puedo?
Lo miro, mi curiosidad despertada por su vacilación, y asiento lentamente, dándole el espacio que necesita.
—¿De verdad eres bisexual? —pregunta, su voz cargada de una mezcla de nerviosismo e inocencia, mientras el rubor en su rostro se intensifica.
—Sí —respondo, sintiendo una extraña confusión ante su repentina curiosidad.
—¿Cómo te diste cuenta de que lo eras? —insiste, su mirada se vuelve más intensa, como si buscara una respuesta que le brinde algún tipo de consuelo.
Recuerdo la vez que mis labios tocaron los de Theo, la electricidad que recorrió mi cuerpo, la certeza que sentí en ese momento.
—Me besé con un amigo —confieso, y el recuerdo se vuelve vívido en mi mente—, y me gustó. Mucho.
Veo cómo Harry frunce el ceño, su expresión refleja una lucha interna, como si intentara procesar lo que acabo de decir.
—No me besaré con Ron —murmura para sí mismo, casi como si tratara de convencerse de que no necesita hacerlo.
—¿Por qué te besarías con Ron? —pregunto, una mueca de desagrado deformando mis labios ante la sola idea.
—Y-yo... b-bueno, creo que soy bi —admite, su voz apenas un susurro, como si temiera que el simple hecho de decirlo en voz alta lo hiciera más real.
—Oh.
¡Por Merlín! ¿Es posible que al Niño que Vivió le gusten los chicos? No puedo creerlo. En mi vida pasada, Harry nunca mostró interés en otros chicos, los rumores siempre lo rodeaban junto a Cho Chang y Ginny Weasley. Incluso se comprometió con Ginny antes de ser asesinado por Voldemort.
—T-Tú podrías besarme —dice de repente, su voz temblorosa y apenas audible, como si se estuviera armando de valor para hacer la propuesta.
—¿Qué? —exclamo, sorprendido por lo que acaba de decir, el impacto de sus palabras reverbera en mi mente.
¿Besar a Harry? Merlín.
—O-Olvídalo, yo...
Antes de que pueda retractarse o seguir hablando, lo empujo contra la pared más cercana, la frialdad de las piedras contrasta con el calor que siento en mi interior. Coloco mi mano detrás de su cabeza para evitar que se lastime, y lo beso con una intensidad que nunca antes había sentido. Por Lady Magic, no puedo dejar pasar esta oportunidad. Tuve que viajar en el tiempo para tener el privilegio de besar a Harry Potter.
El beso comienza con una suavidad inesperada, sus labios tiemblan bajo los míos, y su inexperiencia se hace evidente en la torpeza de sus movimientos. Esa torpeza me provoca una oleada de ternura y deseo, y mi mano se desliza por su cintura, tirando de él hacia mí con fuerza. La calidez de su cuerpo contra el mío me envuelve, y dejo que mi lengua explore su boca con hambre, profundizando el beso cuando escucho un gemido ahogado salir de su garganta. No puedo resistirme a morder su labio inferior, saboreando el ligero temblor que recorre su cuerpo mientras lo presiono más fuerte entre la pared y mi cuerpo.
—Mmm... ¡Ahh! —gime Harry, su cuerpo se arquea ligeramente cuando le hago un chupetón con fuerza, sus manos se aferran a mi camisa con una desesperación que alimenta mi deseo.
Sigo besándolo, mi lengua traza líneas sobre su piel, disfrutando de cada gemido, de cada temblor que provoco. Sus manos se aferran a mí como si fuera su única ancla en medio de la tormenta de sensaciones que lo consume.
—D-Darcy... mmm... ahh... p-para —suplica Harry, su voz entrecortada, llena de un anhelo que me hace sonreír entre los besos. Nunca imaginé que fuera tan sensible, tan fácil de llevar al borde.
Finalmente, me separo, mi respiración también entrecortada, deleitándome en la visión de un Harry Potter completamente deshecho por mi toque. Mi mente se llena de imágenes tentadoras, la idea de llevar esto más lejos, de ver hasta dónde puedo llevarlo.
—Y entonces, ¿qué descubriste? —pregunto, alejándome lo suficiente para evitar perder el control y arrastrarlo aún más hacia el abismo de nuestro deseo.
—Me gustan los chicos —murmura Harry, su voz todavía agitada, los ojos medio cerrados, como si acabara de despertar a una realidad completamente nueva y desconcertante.