
Bucky nunca había necesitado mucho. Un suelo firme, una manta—con suerte—y la certeza de que nadie intentaría matarlo mientras dormía. Había pasado años acostumbrado a la incomodidad, a la idea de que una cama blanda significaba vulnerabilidad. Así que, cuando él y Sam empezaron a compartir departamento—por pura practicidad, por supuesto—no vio problema en acomodarse en el suelo de su habitación. Era mejor así.
—Tienes una cama, Barnes —le dijo Sam la primera noche, cruzado de brazos en el umbral de la puerta.
—Estoy bien aquí.
Sam suspiró. No insistió, pero tampoco se rindió.
Durante semanas, cada noche antes de dormir, Sam intentó convencerlo. A veces con paciencia, a veces con burlas.
—Mira, lo entiendo. Trauma, hábitos, lo que quieras. Pero ¿sabes qué más es un hábito? Dormir bien.
—Estoy bien.
—Estás mal. Te escuché crujir como una maldita silla vieja cuando te levantaste esta mañana.
Bucky solo rodó los ojos. No entendía cual era el problema. Él no pedía nada, no necesitaba nada, solo el suelo y café amargo por las mañanas.
Hasta que, una noche, lo necesitó.
La pesadilla lo arrastró de golpe. Fragmentos borrosos, órdenes en ruso, disparos, sangre en sus manos. Rostros sin nombre que caían uno a uno, sus gritos ahogados por el estruendo de las balas. No podía moverse, no podía despertar, hasta que finalmente lo hizo—jadeante, empapado en sudor, con el corazón desbocado y los dedos temblorosos apretando la manta.
El suelo, alguna vez comodo, se sintio como el maldito piso de una celda de Hydra. Se pasó la mano por el rostro y, sin pensar demasiado, se puso de pie y salió de su habitación.
Llegó a la puerta de Sam sin hacer ruido, dudando por un momento. No quería molestarlo, no quería parecer débil y menos ante él. Pero su cuerpo se movió por sí solo, como si fuera un robot en automatico, empujando la puerta con suavidad, o lo que interpretó como suavidad, pues el pomo golpeó la pared interior con un fuerte gemido metálico
Sam despertó al instante y en un acto reflejo encendió la luz de la lampara de noche a su lado. Parpadeó un par de veces antes de incorporarse, con el ceño fruncido y el corazón en la mano.
—¡Jesus! ¿Qué carajos te pasa?
Bucky no respondió. Solo se quedó ahí, en la penumbra, sin saber qué decir ¿Y qué podía decir? Acababa de irrumpir en la habitación de Sam como si de un maníaco homicida se tratara.
—Dime que no eres un asesino poseído por el diablo, porque si es así, déjame decirte que tengo a un compañero de cuarto muy lunático capaz de romperte todo.
Bucky resopló, desviando la mirada con una sonrisa ante lo último.
—Tu instinto de supervivencia es una basura, Wilson.
—Y tu habilidad para no darme un ataque a las tres de la mañana también lo es. ¿Qué te pasa? ¿Ocurrió algo?
Bucky dudó. Sentía los músculos tensos, la piel erizada. Pero cuando Sam le hizo un gesto con la cabeza, como si fuera lo más normal del mundo, dio un paso adelante.
—Nada. Solo… ¿Puedo quedarme aquí? —murmuró avergonzado, sin mirarlo.
Sam lo observó por un segundo antes de moverse a un lado, dándole espacio en la cama.
—Mierda, Barnes. Y yo que pensaba que esta sería mi noche de descanso.
Bucky gruñó, pero se acostó de espaldas, cruzando los brazos sobre el pecho.
—Si vas a hablar, mejor me regreso al suelo.
—Oh, no. Ya estás aquí. Ahora tengo derecho a burlarme.
Bucky bufó. Pero cuando Sam se acomodó con naturalidad a su lado y dejó escapar un suspiro relajado, el nudo en su pecho se aflojó un poco.
No era su vieja celda en Hydra. No era un cuarto de hotel vacío. No estaba solo.
Y esa noche, por primera vez en años, durmió bien, aunque no iba a admitir eso.
Nunca.