
Parte 1
Capítulo 3
Agente del Poder: Parte 1 / God Only Knows
El zumbido constante de los motores llenaba la cabina, sincronizándose con los latidos impacientes de quienes viajaban en su interior, fundiéndose con el leve traqueteo del avión en su rumbo hacia Berlín.
Una vez más, estaban en el aire.
La mesita que ayer les había servido para planificar su primer encuentro con los Flag Smasher, estaba ocupada nuevamente por Steve, Bucky, Sam y Joaquín, que discutían los detalles del nuevo plan para identificar los orígenes del nuevo suero del supersoldado.
—Entonces Sam y Bucky serán los que hablen con Zemo —decía Steve.
A su lado, Bucky asintió, sintiéndose como si su cabeza estuviera llena de aire.
—Yo estaré justo afuera de la prisión —continuaba Steve—. Joaquín se quedará en los controles.
Al instante hubo una protesta.
—Oh, vamos, ¿me vas a tener encerrado en el avión otra vez? ¿No puedo estar contigo, Cap? —su mirada se suavizó en una súplica casi infantil.
Steve parpadeó al mismo tiempo que Sam le hacía segunda.
—Vamos, Steve, esta es una misión simple. Déjalo que se estire un poco.
Bucky dejó escapar un resoplido, cruzando los brazos.
—¿Cuándo hemos tenido una misión simple?
Steve contestó con una risa breve.
—Esta va a ser nuestra primera misión simple —su voz estaba determinada. Miró a Joaquín y, tras un suspiro resignado, añadió—: Quédate junto a mí.
Joaquín sonrió con satisfacción, eufórico por algo que nadie en la cabina consideraba motivo de alegría.
Sam retomó la conversación con un gesto de la mano.
—Tenemos los permisos listos. Rhodes nos ayudó a Joaquín y a mí a conseguirlos —informaba—. Oficialmente, tenemos autorización para hablar con el Barón Zemo.
Steve asintió.
—La prioridad es el suero —dijo con seriedad—. Hay que averiguar si sabe de cualquier tipo de intento de recrearlo. Cualquier información que puedan conseguir sobre su origen, distribución, lo que sea.
Su tono era firme, pero cuando se inclinó sobre su asiento y dirigió su mirada hacía Bucky, su expresión cambió.
Sus ojos azules atraparon los de Bucky con una intensidad imposible de ignorar.
No había solo determinación en ellos. Había algo más profundo, algo que ardía.
Se obligó a apartar la mirada. No era el momento para pensar en eso. No sabía siquiera qué significaba.
—No dejes que juegue contigo —dijo Steve, su voz más baja, casi un ruego—. La misión no es más importante que tu vida.
Bucky sintió el peso de esas palabras hundirse en su pecho.
En ese momento, no era el Capitán América quien hablaba. Era Steve. Steve Rogers.
Y lo estaba mirando como si fuera lo más importante del mundo.
El aire en la cabina pareció volverse denso.
Hasta que una tos seca los sacó de su trance.
—Claro, Cap. Yo te lo cuido —interrumpió Sam con su característico tono burlón—. Si lo escucho hablar en ruso, le disparo. Sin problema.
Bucky rodó los ojos y se recargó en el respaldo del asiento, cruzándose de brazos.
—Gracias, Wilson. Eres un verdadero amigo—dijo Bucky en tono sarcástico.
Sam sonrió como si fuera un santo.
—Lo sé.
Steve negó con la cabeza, divertido, pero su mirada volvió a Bucky por un instante más, como si quisiera asegurarse de que hubiera entendido: estaba ahí para él.
Y Bucky, aunque no lo dijo en voz alta, entendió.
Después de unas horas de un viaje pacifico, pero cargado de una sensación de desastre inminente, el avión aterrizó sobre el cielo gris de una pista privada del aeropuerto de Berlín.
La ciudad se extendía ante ellos, infinita e imponente.
Pero no había tiempo de admirarla ni de apreciar el paisaje. Descendieron por la rampa con pasos apresurados, listos para dirigirse a la prisión de máxima seguridad a las afueras de la urbe.
Los cuatro iban vestidos de civil. Los planes de hoy no involucraban una pelea y el escudo de Steve se había quedado atrás, en el jet.
Steve llevaba una chamarra azul marino sobre una camisa blanca de algodón. Sus manos estaban escondidas sobre sus bolsillos al igual que Bucky, que iba con su chaqueta de cuero oscura y el cabello recogido en la nuca. Tenía la mandíbula tensa, como si ya estuviera anticipando lo que venía.
Sam usaba unas gafas oscuras y una chaqueta ligera café. Joaquín, con su chamarra verde olivo, portaba una sonrisa impecable en su rostro, era el único que se estaba divirtiendo de los cuatro.
El trayecto empañó los cristales del auto y Berlín pasó como un borrón tras las ventanillas. En la gélida entrada principal, un oficial los esperaba con una carpeta en la mano y unos ojos que esperaban que esto saliera muy mal.
—Capitán Rogers, Teniente Torres —saludó con un acento marcado—. Todo está en orden. Los agentes Wilson y Barnes pueden proceder con la entrevista.
Los cinco hombres cruzaron el umbral de la prisión, siendo reconocidos al instante por los agentes y oficiales de la entrada. Steve y Joaquín saludaron con cordialidad, mientras que Sam y Bucky los miraron divertidos.
—Las cámaras y micrófonos de la sala han sido apagados, tal como lo solicitaron. Estamos listos cuando ustedes lo estén —les dijo el oficial, esperandolos.
Steve asintió, pero no se movió de inmediato.
Instintivamente, su mano se acercó hacía su omóplato, donde normalmente descansaría su escudo. Pero no estaba allí. Era un hábito, uno que había intentado abandonar, pero que aún lo perseguía en momentos de tensión.
Apretó la mandíbula y bajó la mano antes de que alguien lo notara.
Bueno, antes de que casi todos lo notaran.
Bucky lo vio.
El gesto fue rápido, pero inconfundible. Y por un segundo, algo parecido a la nostalgia cruzó por su mirada.
Bucky Barnes era la única persona en el mundo que lo conocía mejor que nadie. Incluso que él mismo.
Steve se aclaró la garganta y volvió su atención a Bucky.
—Bueno, voy a quedarme aquí con Joaquín. Esperándote… —tras una breve pausa, añadió—. A tí y a Sam.
Bucky inhaló profundamente, incrédulo, incluso después de tanto tiempo, del proteccionismo de Steve.
—Lo sé.
Pero Steve no se movió. No todavía.
Frente a ellos, Sam y Joaquín los miraban con un brillo divertido en los ojos.
Steve dio un paso más cerca de Bucky, bajando el tono de voz.
—Si en algún momento sientes que esto se sale de control…
Bucky lo interrumpió con una sonrisa seca.
—Todo va a estar bien.
Los ojos de Steve estaban cargados de una preocupación alarmante.
—Oye…
Bucky sonrió, calmado.
—Sam estará conmigo. No voy a empezar a hablar en ruso de nuevo.
Steve exhaló lentamente, sin apartar la mirada de él.
—Solo… regresa.
Bucky parpadeó.
Las palabras de Steve no eran una orden. Era una súplica.
Un nudo se formó en su garganta.
No respondió, pero su asentimiento fue suficiente para Steve, quien lo miró con paciencia.
Ellos no lo sabían, pero detrás, Joaquín y Sam intercambiaban una conversación silenciosa con sus miradas. Sabían que si no los interrumpían a Steve y Bucky iban a durar toda la mañana despidiéndose. Así que Sam se acercó a Bucky, dándole una palmada en la espalda.
—Vamos, anciano, nos están esperando.
Bucky rodó los ojos y le dio una última mirada a Steve antes de darse la vuelta y adentrarse en la prisión.
Sus botas resonaron contra el frío mármol de los pasillos. Iluminados por una luz blanca incandescente y molesta. El guardia de la prisión los escoltó hacía un cuarto aislado reforzado, sin ventanillas.
Tras abrirles la puerta, les indicó que esperaran a que transportaran al recluso. Los dos entraron a la fría sala, tomando asiento en las rígidas sillas de metal
—No me gusta este lugar —murmuró Bucky, guardando sus manos en los bolsillos.
Sam se acomodó sobre su asiento, visiblemente incómodo.
—Bueno, no creo que Zemo lo ame tampoco —bromeó Sam.
Bucky no sonrió. Su mirada estaba fija en la puerta por donde lo traerían.
Sintiendo el nerviosismo de su amigo, Sam intentó bromear un poco para tranquilizarlo.
—Oye —dijo, apoyando los codos sobre la mesa—- Antes de que entre… una pregunta.
Bucky suspiró.
—¿Qué?
Sam sonrió con aire inocente.
—Tú y Steve… ¿siempre han sido tan intensos?
Bucky entrecerró los ojos, su angustia reemplazada por incredulidad.
—¿Qué?
El plan de Sam había funcionado.
—Digo, su despedida fue muy emocionante. El "Solo… regresa" fue muy dramático. Parecía como la escena de una película romántica.
Bucky parpadeó dos veces, frunciendo las cejas antes de contestar en un tono irritado.
—Eres un imbécil.
Sam levantó las manos con rendición.
—Solo digo lo que veo.
Pero antes de que Bucky pudiera responder, la puerta de metal se abrió con un chirrido.
Y el aire de la sala se congeló.
La puerta metálica se abrió con un chirrido que le puso los nervios de punta.
Ante él, se dibujaba la sombra del hombre que había fracturado a los Vengadores sin la necesidad de un combate.
El primer hombre que había logrado derrotar al Soldado del Invierno.
Helmut Zemo.
Sus ojos se encontraron al instante, y aunque el miedo había sido una emoción que le había sido extirpada desde hace mucho, en ese momento, algo similar se removió dentro de Bucky.
Un escalofrío que le congeló completamente.
La puerta de metal se cerró detrás de él y mientras el hombre avanzaba hacía la mesa, Bucky se tensaba, sus manos se apretaron en puños sobre sus bolsillos.
Y pensó, que quizás. Quizás. No había sido buena idea haber venido a verlo.
Zemo sonrió, con algo más que malicia. Diversión genuina.
—Soldat —le llamó con calidez.
Al instante, Bucky apretó los labios en una línea firme.
—No me llames así —respondió claramente molesto.
Zemo tomó asiento con un movimiento coreografiado. Sam, los miraba con cautela, más que listo para intervenir y evitar una catástrofe.
—Perdóname, James. Sé que ya no eres el Soldado del Invierno —pronunció su nombre con un afecto vil—. Pero para la mayoría del mundo… lo sigues siendo.
Bucky negó con la cabeza, el enojo se acumulaba sobre su pecho, pero Zemo apenas empezaba a jugar.
—Todos los días dentro de mi celda me preguntaba cuándo sería el día en que te volvería a ver —su mirada estaba fija en Bucky, diseccionando cada una de sus reacciones.
Las piernas de Bucky estaban clavadas sobre el piso, listas para levantarse e irse.
—Te he visto a ti y al Capitán Rogers en las noticias, en las zonas de conflicto, intentando recobrar el orden —entrecerró los ojos, cargando su voz de aburrimiento—. Que predecible.
Su voz era tan suave como el veneno.
—No es que no me alegre de verte, claro que sí. Pero dime, James… ¿En qué problemas se metió Steve Rogers esta vez? —sonrió—. O mejor dicho… ¿En qué problemas te metió esta vez?
Bucky apartó la mirada.
—No vine a jugar contigo.
Pero su mandíbula se tensaba de forma dolorosa, traicionando lo que de verdad sentía.
Zemo sonrió con diversión.
—Oh, James. Desde que cruzaste por esa puerta comenzaste a jugar. Y déjame decirte que vas perdiendo.
Bajó la mirada, concentrándose en la mesa de metal.
Sam sintió que era momento de intervenir. No le gustaba la forma en la que parecía que Zemo se estaba divirtiendo demasiado, con un control absoluto de la situación.
—Oye, Barón, ¿sabes-- —su voz fue cortada al instante por una entonación casi hipnótica.
La voz imponente de Zemo comenzó a recitar.
Oh, no…
—Желание... Ржавый... Семнадцать...
Bucky sintió cómo un escalofrío le recorría cada una de las vértebras de la columna vertebral. Sus músculos se tensaron de inmediato, sus uñas se hundieron en el interior de su palma con tanta fuerza que si no tuviera el suero, habría sangrado.
Su respiración se volvió entrecortada, su mente se cargó de estática, atrapada en la resonancia de esas palabras que reverberaban en sus oídos de forma desgarradora.
Y por un segundo, creyó que iba a ceder.
Esas palabras que ya no tenían poder sobre él.
Pero su cuerpo no lo entendía.
—¡Hey! —la voz de Sam cortó el aire.
Se inclinó hacia adelante sobre su asiento, sus ojos se clavaron en Zemo con una dureza y una furia que no eran típicas de él.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —gruñó Sam.
El rostro de Zemo reflejó indiferencia ante las palabras de Sam. Se dejó caer sobre la silla, cruzando los brazos.
Su vista estaba clavada en Bucky.
Bucky parpadeó lentamente. Su pecho subía y bajaba con respiraciones agitadas.
Era como si desde la parte de atrás de su cabeza, un par de ojos lo estuvieran observando. Esperando. Su mente quería arrastrarlo al pasado.
Levantó la mirada y se encontró con la mirada de Sam, mirándolo preocupado.
Y recordó que Sam era su amigo, y que le había dicho que se preocupaba por él.
Y eso fue suficiente para que Bucky se negara a ser consumido por el fantasma de su pasado.
Apartó los ojos de Sam, y se encontró con Zemo, quien lo miraba con una sonrisa. Evaluando cada centímetro del semblante de Bucky, esperando una grieta, una debilidad.
Pero no iba a dársela.
—¿Eso es todo lo que tienes? —su voz salió más firme de lo que esperaba.
La sonrisa de Zemo se amplió, pero esta vez había algo más en ella. No era diversión.
Respeto.
La risa de Zemo perforó el ambiente, llena de una cercanía que solo se podía atribuir a amigos cercanos.
—Felicidades por revertir la activación —su voz salió sin su distintiva superioridad, casi humana.
Bucky ya estaba harto.
—Escúchame, Zemo —su voz había encontrado filo—. Te juro que si fuera por mí, ya estarías muerto.
Zemo inclinó la cabeza con un aire divertido.
—Pero no —continuó Bucky—. Porque la misma razón por la que sigues respirando es la que nos trae aquí el día de hoy.
El entendimiento en el rostro del Barón fue inmediato, seguido de un aburrimiento exagerado.
—Supersoldados, siempre el mismo tema —dijo sin mucho interés, apartando la mirada hacía la pared lateral.
Bucky lo ignoró y continuó.
—Alguien logró recrear el suero de forma exitosa. Y ahora un grupo de superterroristas está amenazando al mundo.
El Barón resopló con una risa apagada.
—Así que esa es la misión de tu equipo. Qué decepcionante. —dijo con indiferencia—. Pensé que Rogers tenía una moral más original. Pero claro, no puede evitarlo, ¿cierto? Siempre protegiendo a los suyos.
Su mirada volvió a clavarse en Bucky con un interés filoso.
—Me sorprende que vengas a mí por ayuda. Después de todo, yo fui quien destruyó a los Supersoldados en Siberia —recordó con orgullo—. Y quien… destruyó a los Vengadores.
Las manos de Zemo se entrelazaron en la mesa de metal, inclinándose hacía adelante.
—¿O fuiste tú? —su voz era baja, venenosa—. El hombre por el que Steve Rogers estaba dispuesto a ser perseguido. A perder su título. Su país. Todo lo que construyó.
En la pausa que le siguió, aprovechó para estudiar cada cambio en la expresión de Bucky.
Luego una idea cruzó su mente, una nueva oportunidad para desequilibrarlo.
—Debe ser difícil —continuó Zemo—, ser la otra parte de Steve Rogers, ¿no es así?
El corazón de Bucky se detuvo, sintió como su garganta se cerraba ante el peso de esas palabras.
Sin embargo, la risa de Sam interrumpió el aire cortante del cuarto.
—Oh, por favor.
Zemo lo encaró con fastidio.
—Esto ya se está volviendo aburrido, Zemo —le reprochó Sam.
Zemo sonrió.
—Oh, no lo creo.
Sam se apoyó ligeramente sobre la mesa, entrelazando las manos mientras le lanzaba una mirada divertida al prisionero.
—Nada nos impide salir por esa puerta y dejarte aquí para que termines tu cadena perpetua.
Su tono de voz era gélido. No podía más con los juegos de Zemo, y su voz lo reflejaba a la perfección.
—Sí la próxima frase que sale de tu boca no es sobre el suero o los supersoldados entonces nos vamos —finalizó Sam.
Los labios de Zemo se curvaron hacía arriba, sin embargo, sus ojos contaban otra historia. Estaba molesto por la rudeza de Sam.
El ambiente se llenó de expectación. Sam se relajó un poco sobre la mesa, mientras que Bucky miraba impacientemente a Zemo.
Un resoplido salió de los labios del Barón. Se había resignado. Quizás estaba muy aburrido en su celda y quería algo de diversión.
—Verán… el problema no es que alguien haya recreado el suero.
Sam frunció el ceño.
—¿Ah, no? —preguntó, intrigado.
Un destello de diversión se iluminó en los ojos de Zemo.
—No. El problema es que lo lograron.
Una rafaga glaciar los impactó con la verdad: el tiempo estaba sobre ellos. O quizás… nunca lo tuvieron.
—Y si lo lograron —continuó Zemo, con una media sonrisa—, alguien debió haberlos financiado.
Bucky y Sam intercambiaron una mirada cuidadosa, era como si Zemo viera cosas que ellos no podían.
—¿Quién? —preguntó Bucky al filo de su asiento.
Zemo dejó escapar una leve risa.
—Oh, James… si lo supiera, no estaríamos teniendo esta conversación.
El resoplido de Sam inundó el ambiente.
—Así que volvemos al punto de partida —declaró derrumbándose contra respaldo con fastidio.
Era como si todo el dolor de soportar a Zemo hubiera sido innecesario.
Pero el Barón todavía tenía otros trucos sobre la manga.
—No necesariamente —captó la atención de la sala sin esfuerzo—. Sé dónde encontrar a las personas que sí saben.
Con ello, Bucky sintió que sus palabras podían acercarlos más a la verdad, y que quizás después de todo, si había valido la pena ir hasta Berlín con él.
—Dilo.
Zemo los miró a ambos, alargando el momento por pura diversión, hasta que el tono de su voz llegó tranquilo.
—Madripoor.
Bucky y Sam intercambiaron miradas cargadas de genuina preocupación.
Problemas.
—Madripoor es una madriguera de criminales y mercenarios, ¿ellos tienen la capacidad de recrear el suero? —preguntó Sam.
Zemo le dedicó una mirada llena de desconcierto.
—¿De verdad crees que los agentes ex-HYDRA y ex-SHIELD, e inclusive de las Fuerzas Armadas de USA, no tienen la capacidad? —negó con la cabeza—. Que decepcionante, Falcon.
Sam apretó la mandíbula.
—Escuchame…
Zemo lo interrumpió.
—Antes de que empieces a indignarte —alzó una mano—, déjame iluminarte.
Los miró como quien tenía la mano ganadora y tenía el derecho de burlarse de los demás.
—Madripoor es el paraíso de los hombres que quieren jugar a ser Dios. Hombres cuyo talento fue desperdiciado y que solo buscan una excusa para provocar estragos.
Tenían mucho trabajo por delante.
—¿Por dónde comenzamos? —preguntó Bucky.
Zemo inclinó suavemente su rostro, posando su mirada sobre Bucky.
Oh, pobre James. No estaba entendiendo nada.
—James Barnes. Empezaste desde el momento en que decidiste que necesitabas mi ayuda.
Bucky se quedó inmóvil.
—Todo comenzó cuando peleaste con tu Capitán para que te dejara venir a Berlín, ¿no es así? —murmuró el Barón, con un tono cálido e inevitablemente condescendiente.
Bucky no quería entenderlo.
Las luces de la sala parpadearon y Sam no lo sabía, pero había quedado fuera de la plática.
En ese momento solo eran Bucky y Zemo.
—Bucky, mi querido soldado —dijo Zemo en tono casi confidencial—, si realmente quieres aclarar el misterio del suero, no podrás hacerlo solo.
Hizo una pausa, dejando que la gravedad de sus palabras aterrizaran sobre Bucky.
—A veces necesitas que Caronte te guie por el Estigia.
Y entonces el entendimiento ahogó a Bucky como si las palabras de Zemo hubieran dado paso al río sobre su cabeza.
Cuando se levantó el día de hoy, sabía que iba a ser un mal día. Pero no pensaba que tendría que recurrir a medidas tan extremas.
Y sí, Bucky sabía que desde que había entendido que necesitaban la ayuda del Barón Zemo, la misión no iba a ser tan fácil como una simple charla.
Quizás por eso Steve y Sam habían actuado tan reacios a ver a Zemo.
Pero aquí estaba, lo que Bucky había pedido a gritos:
Helmut Zemo, asegurando que no podía hacerlo solo. Por lo menos no con su equipo.
Le miraba pacientemente, tan quieto como el hombre que mira a través de una mirilla para cazar un ciervo.
El barón había terminado de jugar con él y ahora estaba esperando a que Bucky le demostrara que tenía el coraje suficiente para tomar la decisión que marcaría el rumbo de su misión.
Tenía que sacarlo de prisión.
Prisión a la que él y Steve lo habían metido.
Los engranajes de su cabeza se echaron a andar con un nuevo comando.
La decisión ya estaba tomada.
Steve la entendería tarde o temprano.
Pero primero lo iba a matar.
Algo en la mirada de Bucky lo delató, Zemo lo entendió al instante, sonriendo con la satisfacción del cazador experto que derribaba al ciervo de un solo tiro.
Bucky exhaló lentamente.
—Supongamos que un prisionero como tú recibe una visita.
Zemo no pudo evitar reír con alarde. Había ganado.
—Y digamos que después de una visita, alguien deja un objeto pequeño, aparentemente inofensivo, en tu bolsillo izquierdo.
Bucky mantuvo la mirada fría, impenetrable sobre el hombre que lo miraba complacido.
—Ese objeto puede ser cualquier cosa, algo como… una llave multiusos.
Sam entendió al instante, ensombreciendo su mirada. Los ojos de Zemo brillaban de emoción.
—Bucky, dime que no…—comenzó.
Pero los dos lo ignoraron.
Zemo entrecerró los ojos.
—Qué interesante narrativa.
Bucky continuó como si no hubiera escuchado a Sam.
—Esa llave podría ayudar a abrir una puerta en un ala menos transitada de la prisión.
Sam apretó los dientes.
—No. No, no, no.
Zemo dejó escapar una risa burlona.
—¿Qué clase de visitante haría algo así?
Bucky se encogió de hombros.
—Hipotéticamente hablando, alguien que necesite respuestas.
La sonrisa de Zemo se amplió, pero sus ojos no reflejaban burla. Estaba emocionado.
—Supongamos que este prisionero… —Zemo tamborileó los dedos sobre la mesa, saboreando cada palabra—, conoce a la perfección la rutina de sus carceleros.
Bucky asintió.
—Sería una ventaja, sin duda —dijo.
Zemo continuó, con un tono de voz más divertido de lo que debería de tener.
—Y digamos que, en una situación hipotética… Este prisionero provoca un altercado en el área común.
Sam se frotaba enérgicamente los ojos. No podía creer lo que estaba pasando.
—Steve nos va a matar —dijo, derrotado.
Bucky no pestañeó.
—Tal vez la conmoción generada sería suficiente para distraer a los guardias por unos minutos —dijo Bucky.
Zemo asintió, continuando con el plan hipotético.
—Y quizás, en medio del caos, alguien podría cambiar su uniforme con el de un guardia desprevenido.
Los labios de Bucky se tensaron en una línea blanca antes de continuar con el plan.
—Entonces ese alguien… podría salir de la prisión sin levantar sospechas —tomó una pausa antes de continuar—. Curiosamente, un automóvil oscuro blindado está a punto de salir rumbo a una pista de aterrizaje, donde espera un jet listo para salir de Berlín.
Frente a él, Zemo se reacomodó en su asiento.
—Una historia muy curiosa, sin duda.
Bucky llevó su mano de vibranium hacia sus sienes.
El silencio cayó entre ellos, pero Zemo estaba flotando sobre las nubes.
Sam contaba con cuidado sus respiraciones, para calmarse.
Bucky no quería pensar en sí lo había decepcionado con la decisión que acababa de tomar, y entonces hizo lo más lógico:
Escapar.
—Eso es todo. Nos vamos —dijo mientras se levantaba y daba inicio al retorcido plan.
Todo sucedió muy rápido, Bucky y Zemo se levantaron en sincronía.
En un movimiento coordinado, Bucky rozó a Zemo al dirigirse hacía puerta para tocarla y que los dejaran salir.
El intercambio sucedió en un microsegundo y selló su destino.
Sam se levantó con un estruendo audible, como si pudiera canalizar su furia a través del chirrido de la silla de metal.
Antes de que pudiera reprochar a Bucky o hacer algo, la puerta de la habitación se abrió y ya no hubo nada que hacer.
Bucky dedicó una última mirada a Zemo.
Él lo veía con una sonrisa inmensa en su rostro.
—Nos vemos, James —se despidió.
Sin contestarle, Bucky escapó de la sala asfixiante.
Sus botas resonaron fuertes sobre el adoquinado como si quisiera fracturar el mosaico.
Detrás de él, Sam caminaba con las cejas totalmente fruncidas y los puños contraídos. No estaba intentando esconder su molestia.
—Por favor, dime que esto es una broma —le pidió Sam, con una voz que derramaba enojo.
Bucky no lo miró. No podía. Pero negó con la cabeza.
—No lo es —respondió, sin interrumpir su marcha.
Sam dejó escapar un resoplido de pura frustración, pasándose una mano por el rostro con desesperación pura.
Bucky apresuró el paso. No porque temiera enfrentarlo, sino porque la misión ya había comenzado.
Las luces sofocantes del pasillo quedaron atrás, y rápidamente llegaron a la entrada de la prisión, donde les esperaban.
Steve y Joaquín estaban recargados sobre la recepción. Sin embargo, mientras que Joaquín estaba relajado, Steve ya estaba alerta, con las cejas ligeramente fruncidas: había escuchado sus pasos acercándose con premura y en su rostro ya se dibujaba un mal presentimiento.
Y entonces lo vio atravesando el portal con sus pasos duros.
Sus ojos se entrelazaron y el corazón de Steve se hundió inmediatamente al suelo.
Y luego las paredes se tiñeron de color rojo.
La prisión se inundó con su estruendo invasivo que no hizo más que confirmar lo que ya sospechaba.
Se acercaba un desastre.
Joaquín dejó escapar un resoplido.
—Ah, aquí va nuestra simple misión.
Steve dejó su lugar en la recepción para encontrarse con Sam y Bucky. Se dirigió hacia Sam, pero él estaba muy ocupado canalizando su molestia hacia todos y cada uno de los músculos de su rostro en una dirección.
Bucky.
El ruido de la alarma retumbaba sobre las paredes de concreto de la prisión, azotando sobre sus oídos.
Cuando su mirada pasó de Sam a Bucky, todo quedó claro para él.
Los ojos cafés de Bucky lo confesaron todo.
—No… —susurró, apenas un murmullo. No lo podía creer
Cerró los ojos fuertemente, negando con la cabeza.
No podía ser cierto.
Bucky no podía haberlo hecho, tenía que ser su imaginación.
Cuando abrió los ojos, Bucky seguía sin enfrentarlo.
—Bucky —su voz era baja, herida, casi inaudible bajo el estruendo de la alarma— ¿Qué hiciste?
No hubo respuesta.
El silencio dolió más que cualquier contestación.
Steve avanzó con pasos firmes, acortando la distancia entre ellos.
—Dime que no hiciste lo que creo que hiciste —pidió.
Bucky apartó el rostro.
—No puedo hacer eso —murmuró mientras se ponía en marcha hacia la salida.
Necesitaba alejarse de él y de la furia que crecía sobre su pecho.
El frío de Berlín lo abrazó cuando salió tras las puertas de la prisión. El sol iluminaba todo con una claridad cruel que no alcanzaba para calentar nada.
Steve fue tras él de inmediato, con la respiración agitada y la rabia a punto de desbordarse.
Sam y Joaquín salieron detrás de ellos, completamente tensos y listos para correr.
Steve apretó los puños.
—¿No podías consultarlo conmigo antes de sacar a un criminal de guerra de la prisión? —le dijo, en un tono de voz que sabía que contenía más de lo que decía.
Bucky lo miró, pero no le respondió, y al ver que no obtenía respuesta alguna de él, Steve se giró para enfrentarse a Sam.
—¿Y bien? —le recriminó, con una mirada decepcionada.
Sam lo miró con sorpresa.
—¿Oh? —dijo con incredulidad— ¿Ahora la tomas contra mí?
Sam colocó las manos en las caderas, como si intentara mantener la compostura.
Los tres eran una bomba a punto de estallar sobre un ambiente en llamas.
Joaquín los miraba con una preocupación muy clara.
Sam estaba intentando apagar la llama que apenas se encendía sobre su pecho, mientras que Steve y Bucky se dejaban consumir por su propio fuego.
Nunca había visto a sus amigos así, no sabía ni cómo comenzar a ayudar.
Steve dio un paso hacia Bucky, el mismo paso que Bucky dio hacia atrás.
Bucky no dijo nada. Solo miró a Steve con esos ojos que siempre parecían ver demasiado. Su postura no estaba rígida, pero sus manos se cerraban en puños dentro de los bolsillos de su chaqueta.
No era rabia. Era algo más pesado, más denso. Algo parecido al arrepentimiento.
Aún así, la voz de Bucky apenas fue audible contra la alarma que seguía vigente en el edificio detrás de ellos.
—Steve, solo… confía en mí —pidió Bucky, solo para Steve.
Al instante, Steve agachó la cabeza, dejándola caer con negación. Ya no predominaba la furia en su rostro, sino que ahora, la sombra de la traición se hacia tangible en todo su semblante.
No era que no confiara en Bucky. Era que Bucky no había confiado en él.
—No puedes pedirme eso ahora —su voz era baja, contenida, pero el dolor estaba ahí.
Tener esa clase de vínculo con una persona que te permite entenderlo al instante solía resultar útil en cualquier otra circunstancia que no fuera una discusión, pues en dado caso era inútil, como si hubieras perdido antes de siquiera iniciar con la pelea.
Steve quería decir algo más, quería discutir y gritar. Podía verlo en la forma en que apretaba la mandíbula, en cómo su pecho se inflaba con un suspiro contenido.
Pero no lo hizo.
Bucky solo bajó la mirada. No porque no quisiera mirarlo, sino porque si lo hacía, tal vez todo lo que intentaba reprimir se derrumbaría de golpe.
A unos pasos de ellos, Sam los observaba. Era siempre lo mismo. Nunca tenían tiempo de hablar de verdad.
La falta de sinceridad entre esos dos era la culpable de todos sus malentendidos.
Miradas cargadas de significado, conversaciones a medias, tensión espesa como el concreto bajo sus pies… Pero nunca llegaban al punto. Nunca decían lo en verdad importaba.
Sam había estado en guerras menos complejas que lo que pasaba con ellos dos.
Ya venía a ser tiempo de hacer algo.
Joaquín habló, sacando a Sam de sus pensamientos.
—No sé qué es lo que está pasando, pero —soltó de golpe, fracturando el hielo—, ¿qué tal si lo dejamos para cuando no tengamos a media prisión respirándonos en la nuca?
El hielo se resquebrajó con un estruendo, los dos voltearon a ver a Joaquín antes de volver a enfrentar sus miradas.
Steve seguía molesto, pero tenían que moverse.
Hubo un intercambio silencioso, un entendimiento tácito.
—Zemo nos encontrará junto al automóvil —lanzó Bucky.
Los músculos en la mandíbula de Steve se tensaron, y sus ojos se oscurecieron con decepción.
Y esa mirada se sintió como un maldito golpe en el pecho, uno que dejó a Bucky sin respiración por un segundo.
Eso fue suficiente para que Bucky se echara a andar sin añadir nada más, una vez más, escapando de Steve.
La caminata fue muy corta, demasiado corta como para contener algo. Las botas de Bucky se alejaban con prisa sobre el concreto, como si la distancia física pudiera alejarlo del dolor.
Detrás de él, Steve no lo perdía de vista ni por un segundo, los tendones de sus brazos se marcaban con una fuerza evidente.
Y hasta el fondo, Joaquín y Sam andaban como si los arrastraran.
—¿Y ahora? —preguntó Joaquín a Sam en un susurro.
Sam dejó escapar una risa nerviosa, sabía que Steve y Bucky podían escucharlos, pero estaban muy ocupados peleando como para ponerles atención.
—Oh, eso es fácil. Ahora nos subimos al jet y Steve y Bucky se pasan las próximas ocho horas teniendo una crisis existencial —tomó aire—, y yo me pregunto en qué momento me convertí en el cuidador principal de esos dos.
Joaquín frunció los labios en una línea delgada, sintiendo la pesada carga de lo que venía.
Llegaron al auto y el grupo frenó en seco.
Steve cerró los ojos por un instante, sacudiendo la cabeza con negación.
Y entonces lo vio.
Un hombre, recargado con una calma insoportable sobre la camioneta.
Vestido con el uniforme de un guardia de prisión, con el cuello de la chaqueta ligeramente levantado para romper el viento, y las manos enterradas en los bolsillos, el hombre de apariencia dura y piel de tono oliva los esperaba con una calma imposible
Era el prisionero que había escapado de la prisión que estaba apenas a unos metros de ellos.
El hombre que separó a los Vengadores.
El Barón Helmut Zemo.
La mirada del sokoviano atrapó al instante a una sola persona.
Steve.
Steve Rogers sintió la forma en la que su cuerpo se tensaba por instinto, como reflejo ante el peligro.
No era sorpresa lo que sintió al verlo. Era algo mucho más complejo, algo que había intentado enterrar por años y que ahora resurgía de entre los recovecos más profundos de su mente al igual que este hombre.
El hombre que puso a Tony contra Bucky.
Y por un instante, Steve recordó el eco de su escudo cayendo al suelo.
—Capitán Rogers —saludo con voz suave, casi amistosa—. Qué grato es verlo de nuevo. Aunque debo admitir que esperaba un reencuentro en circunstancias menos… dramáticas.
Su sonrisa afilada se extendió en su rostro de oreja a oreja.
Entonces Zemo notó la figura al lado de Steve, y su mirada adquirió nuevos matices.
El cuerpo de Bucky reaccionó antes de que su mente pudiera procesarlo.
Sus hombros se tensaron, sus piernas se endurecieron listas para correr. Era una cosa verlo con esposas y otra encontrarlo así, libre de nuevo.
Era su propia pesadilla libre para atormentarlo de nuevo.
Steve sintió el cambio en Bucky, y cuando Zemo se levantó del auto y dió un paso hacia ellos, Steve lo bloqueó.
Avanzó sin dudarlo, su sombra se proyectó sobre Zemo como una advertencia.
Y su voz se volvió letal.
—Escúchame bien, Helmut, porque no lo voy a repetir —su mandíbula se tensó—. No vas a jugar con Bucky, ni le vas a hablar en ruso, ni intentar meterte en su cabeza.
Tomó una pausa para afilar las palabras.
—No voy a ser justo contigo. Ni razonable. Porque no lo mereces.
Sus labios se curvaron en una mueca amarga, cargada de desprecio.
—Si haces algo, lo que sea… no vas a tener la oportunidad de explicarte.
Zemo no se inmutó, desechando completamente la amenaza que acababan de hacerle. En cambio, inclinó la cabeza con una sonrisa que no ocultaba su diversión.
—No esperaba menos de usted, Capitán.
Zemo sostuvo la mirada de Steve con una calma insufrible, como si estuviera disfrutando del momento.
Steve no se movió. Su respiración estaba controlada, pero la tensión en su postura decía que si Zemo hacía un solo movimiento en falso, la conversación terminaría con un crujido seco.
Nadie se atrevió a moverse.
Pero Sam sabía que ya no tenían el valioso tiempo que estaban desperdiciando.
—Al auto, todos. Ahora —ordenó en tono firme.
Bucky no necesitó que lo repitieran, entró al auto, eligiendo el asiento del copiloto. Sam encendió el motor con la expresión endurecida mientras mantenía la mirada en el retrovisor, esperando a sus amigos.
Zemo entró seguido de Joaquin. Steve fue el último en subir y cerró la puerta con más fuerza de la necesaria.
El sonido del motor rugió cuando Sam pisó el acelerador, y el chirrido de las llantas cortó el aire mientras el auto se lanzaba a la carretera.
Zemo se acomodó con una serenidad imposible, como si estuviera tomando un paseo en lugar de estar escapando de prisión, rodeado de personas que lo matarían si daba un paso en falso.
Sam estaba conduciendo un automóvil en llamas, sin posibilidad de detenerse a extinguir el incendio al rojo vivo.
El viaje de regreso a la pista de aterrizaje del jet fue breve.
Todos estaban en silencio. Steve miraba hacía la ventana, con los brazos cruzados. Joaquín observaba a Zemo con preocupación pero el sokoviano sólo le devolvía la mirada con una sonrisa divertida.
Pero Sam no podía leer la expresión de Bucky. Quizás porque Bucky tampoco entendía todo lo que estaba sintiendo en ese momento.
Cuando llegaron al hangar, Joaquín fue el primero en salir del auto, apresurándose a subir por la rampa, que apenas comenzaba a desplegarse.
Sam apagó el motor y salió del auto con los demás.
Ahí fuera, en el frío de Berlín, Bucky se quedó congelado junto al auto. Se obligó a respirar hondo, pero no sirvió de nada. El aire entró, pero no llegó a ningún lado.
Cuando Steve pasó junto a Bucky para subir al jet, sus miradas se encontraron en un choque silencioso. Steve no habló, pero su expresión fue más que suficiente. En sus ojos ardía la decepción sorda, la acusación que Bucky no podía rechazar. El dolor que punzaba igual para los dos.
Sostuvo su mirada, esperando algo de clemencia, pero Steve apartó los ojos primero, subiendo sobre la rampa con pasos estrepitosos.
Sam observó el intercambio, desesperado por no poder hacer nada para ayudar ni para pedirle al mundo que dejara de girar por un momento y que les permitiera respirar.
Pero Bucky se encontró con la mirada de Sam, y toda su exasperación se desvaneció.
Los ojos de Bucky tenían ese mismo peso, esa sombra antigua de alguien que carga más de lo que puede soportar. Sam había visto esa expresión antes… en otro hombre que también creía que debía cargar el mundo entero sobre sus hombros.
Sus ojos lo hicieron entender las cosas de las que habló el día de ayer durante su sesión de terapia con la doctora Raynor.
Pero el rugido del motor del jet trajo de vuelta a la realidad a Bucky, obligándolo a ponerse su máscara de soldado. Era momento de volver a tragarse sus sentimientos y convertirse en un héroe.
Cosa de todos los días
—Vamos —le indicó Bucky a Zemo.
El barón lo observó con diversión antes de echarse a andar por la rampa, con Bucky y Sam siguiéndolo hacia el interior del jet.
Joaquín los esperaba en la cabina de pilotaje y en cuanto la puerta se cerró detrás de ellos, les lanzó un grito desde la cabina.
—Tenemos que salir de aquí ya.
El sonido de los motores despegando llenó el espacio mientras el avión comenzaba a moverse.
Sam le indicó a Zemo que se sentara junto a su mesa de operaciones, a un lado de la ventana, asegurándose de que quedara bien vigilado antes de soltar un largo suspiro.
—Bueno —murmuró, sentándose a un lado de él y cruzándose de brazos—. Esto va a ser un maldito desastre.
Zemo se reclinó en su asiento mientras veía a Steve y Bucky, quienes se mantenían en la parte trasera del jet, junto a la cocina.
—Yo pienso que será muy revelador.
El avión ascendió con un estrépito, pero Steve no se dio cuenta. Apenas sintió el impulso, demasiado concentrado en la furia que lo rebasaba, incontenible.
El derrumbe entre Steve y Bucky ya no podía sostenerse más.
Y el silencio no hizo más que darle paso al colapso.
Bucky no quería estar al frente con Zemo y cuando subió al jet, pensó que quizás podría escapar de él y sus malas decisiones en la cocina.
Pero Steve lo había seguido.
Y ahora estaban frente a frente, Steve estaba recargado con las manos sobre la encimera de la cocina, mientras que Bucky estaba recostado apenas sobre la pared.
Bucky estaba acorralado a 30,000 metros sobre el cielo y solo le tomó un segundo para cometer un error fatal.
Sus ojos se posaron sobre los de Steve y supo que ya no había marcha atrás.
El silencio estalló, y tras él, la voz de Steve, salió rota, áspera, como si cada palabra le arrancara algo por dentro.
—Dime dónde estuviste ayer —exigió.
De todas las cosas que podría decirle, no pensaba que Steve tuviera ese detalle tan presente, eso lo tomó por sorpresa, pero aún así… no quería hablar de ello.
Un resoplido escapó de sus labios, y comenzó a sacudir la cabeza, negándose a cumplir con la petición de Steve.
Quería evitar el conflicto a toda costa.
Pero Steve ya no tenía paciencia para ser suave con él.
—¿A dónde fuiste cuando te escapaste con Sam y me dijiste que no me preocupara? —repitió Steve con frialdad.
Bucky cerró los ojos con frustración. Con desesperación.
—Steve. No es el momento —contestó, con una voz que fallaba en enmascarar su incomodidad.
Sentía la mirada de Steve clavada sobre él, y cuando abrió los ojos, se encontró con la furia de Steve, sus ojos estaban ensombrecidos por algo más allá del enojo.
Quiso retroceder, pero la pared lo golpeó con su firmeza.
—¿Ah, no? —Steve retiró sus brazos de la encimera y los cruzó sobre su pecho—. Porque a como yo lo veo, acabas de ayudar a escapar a un criminal de guerra sin decírmelo, y además… —su voz bajó a un tono más grave—. Ni siquiera confías en mí lo suficiente para decirme dónde demonios estabas ayer.
Bucky apretó la mandíbula.
—No tiene nada que ver contigo.
Steve sintió un tirón en el pecho, un dolor extraño y familiar.
Su espalda se tensó y por un segundo, solo un segundo, sintió que no podía hablar.
Pero se obligó a hacerlo de todos modos.
—¿Nada que ver conmigo? —repitió en un susurro—. ¿Bucky, eres consciente de lo que hiciste? ¿De lo que nos acabas de hacer?
La furia se arremolinaba contra el pecho de Bucky, atrapada, intentando escapar, golpeando su corazón, sus pulmones y sus entrañas.
—Lo hice porque era necesario, Steve —tomó una pausa, antes de continuar en tono frustrado— ¿Crees que yo quería sacar de prisión al hombre que se aprovechó de mí?
Sin siquiera titubear, Steve respondió.
—No lo hiciste solo por la misión, no… No me mientas —Steve negó con la cabeza, enfadado—. Lo hiciste porque crees que no puedes contar conmigo.
Bucky lo encaró con confusión.
—¿Qué?
La barbilla de Steve se inclinó, retándolo.
—Si no es así, dime. ¿De qué se trata entonces?
El silenció se derramó entre ellos, dejándolos solo con la sensación del fuego que ardía en sus cuerpos a través del torrente sanguíneo, impasible, arrasador.
Sam observaba la escena desde su asiento, sin poder hacer nada más que ser un árbitro distante. Joaquín, quien había regresado de la cabina tras poner el piloto automático, se detuvo a su lado, alarmado.
En la cocina, a pesar de la tensión, ninguno de los dos retiró los ojos del otro. Ambos tenían sus corazones expuestos como carne viva, latiendo en medio del acero y el silencio. Y ahora se trataba de ver quién resistía más cortes antes de caer.
La voz glaciar de Steve avivó una vez más la discusión
—Te pedí que no dejaras que Zemo jugara contigo —el tono de su voz bajó un poco, pero no por ello perdió firmeza—. Pero parece que hiciste todo lo contrario sin dudarlo siquiera.
Bucky exhaló, cansado.
—No es tan simple, Steve.
El labio superior de Steve se contrajo con una punzada.
—No —admitió Steve—, no lo es. Pero esconder cosas de mí tampoco lo hace más fácil.
Bucky apartó la mirada, no quería estar ahí. No quería enfrentarse a Steve.
No así. No aquí.
El silencio lo esperaba impaciente, la discusión no había terminado todavía.
Steve no podía contenerlo más. Toda la frustración, la impotencia, la sensación de traición se acumulaban en su pecho como un incendio imposible de sofocar.
—No puedo creer que le tengas tanta fe ciega en Zemo —espetó, cada palabra afilada como una navaja, dispuesta a lastimarlo—. ¿A Zemo, Bucky? ¿Después de todo lo que hizo?
Bucky no respondió y Steve continuó sin misericordia.
—¿Tengo que recordarte lo que hizo?
Bucky negó con la cabeza, en silencio. Steve no se detuvo.
—Te utilizó sin piedad. Ni siquiera vio en ti a una persona, solo a un arma que podía activar cuando le convenía.
Apenas pudo recobrar el aliento cuando siguió hablando irritado.
—Se aprovechó de tí e hizo cosas horribles contigo y sin embargo corriste a ayudarlo en cuanto te lo pidió.
Los músculos de la espalda de Bucky se tensaron. Su expresión, al principio impenetrable, empezó a fracturarse.
—No lo entiendes.
Steve sonrió, pero era una mueca tensa, forzada. Una máscara rígida.
—No, Bucky, no lo entiendo.
Steve dio un paso al frente. Cada centímetro de su semblante irradiaba decepción.
Y Bucky lo miró con el alma rota en los ojos.
Y por primera vez en mucho tiempo, su telepatía se desvaneció, la herida abierta los desangraba a borbotones y solo quedó como consuelo el zumbido del jet que huía por los cielos, enclaustrandolos.
Pero Steve seguía ahí, aferrado a su ira, mirándolo como si fuera lo que más odiaba en todo el mundo.
Y Bucky, que solo conocía dos formas de enfrentarse a los problemas —escapar o pelear—, no tuvo más remedio que dar un paso adelante, firme y sofocante.
Preparó su voz como quien quita el seguro de una pistola.
Y apuntó a Steve.
—¿Tú crees que me es fácil estar alrededor de él?
Su voz tembló un segundo. Un solo segundo. Pero Steve lo notó.
—¿Tú crees que ya olvide todas las malditas cosas que me hizo y que insististe en repetirme como si no las hubiera sufrido yo en carne propia?
Continuó, sin detenerse a recuperar el aliento.
—Escucho su voz todas las noches —el temblor en su voz ya no podía ocultarse—. Sus malditas palabras de activación se repiten una y otra vez, mezclándose con todas las otras voces de los hombres que me activaron, que me usaron, que me convirtieron en un monstruo.
Sus manos temblaban, no de miedo, sino de rabia mal contenida.
—¿Fe ciega? ¿Yo le tengo fe ciega a Zemo? —sacudió la cabeza enérgicamente—. Steve Rogers, ¿de qué demonios estás hablando?
La paciencia de Bucky tenía un límite, y Bucky estaba dejando que la ira goteara, lentamente, antes de dejarla ir.
—No te molesta que lo haya sacado de prisión porque tú hubieras hecho exactamente lo mismo —dijo—. No. Es otra cosa.
Su voz seguía baja, pero ahora tenía veneno en cada palabra. Ya no contenía nada.
—¿Qué es? —su voz era firme y cruel. Estaba harto.
Frente a él, Steve apretaba sus brazos entrecruzados con una fuerza hiriente. La tela de su chaqueta apenas lograba reconfortarlo bajo sus dedos contraídos.
Steve no tenía miedo de Bucky, ni de la angustia que proyectaban sus ojos.
Ya era el momento de darle un cierre a todo este desastre.
—No confías en mí —confesó con crudeza
Otra vez esa idea. Idea absurda y sin sentido.
—Lo hiciste porque crees que no puedes contar conmigo.
Los brazos de Steve cayeron hacia sus costados con estrépito ahogado.
—Y me estas escondiendo algo.
Bucky abrió los ojos de par en par, indignado.
Era totalmente ridículo. La cosa más absurda que había escuchado tras su regreso del chasquido. Si estaba aquí, en el jet con el hombre que más odiaba de todo el mundo, era más bien por todo lo contrario.
—¿Qué no confió en ti? Steve… —el tono de su voz se agudizó acompañándose de una sonrisa incrédula—, ¿De qué estás hablando?
No hubo respuesta.
Solo el zumbido del jet, el peso del pasado, y dos hombres atrapados en la misma herida sin nombre.
Y sin embargo, en esa habitación volátil, el Capitán América no encontró remedio para todo su dolor, y su voz salió amarga.
—Dime dónde estuviste ayer
La paciencia de Bucky no lo dejaba ceder.
Todavía no.
—No quiero decírtelo —respondió Bucky simplemente.
Era la verdad después de todo.
—¿Oh? —la sorpresa en la voz de Steve fue genuina.
La irritación y la ofensa se hicieron muy claras en su rostro. La sonrisa que se dibujaba en su rostro era de pura molestia.
—No tengo que explicarlo todo, Steve —susurro Bucky, su voz apenas un hilo—. ¿No confías en mí?
Steve sacudió la cabeza, mirando hacia el techo.
—No se trata de eso…
La voz cansada de Bucky lo interrumpió a media oración, sin pensarlo.
—¿Esto es todo lo que te bastó para que dejaras de confiar en mí? —suspiró, fastidiado—. Steve, yo conocí a tú madre y tú conociste a mi hermana.
Eso bastó para Steve.
Apartó sus ojos de Bucky, llevándose las manos hacía las caderas, buscando un lugar en dónde canalizar su molestia.
Miró hacía el interior del jet. Donde tres pares de ojos los miraban con un interés muy obvio. Sus ojos se conectaron con los de Sam, quien le miraba con preocupación evidente, listo para lanzarse a ayudarlo. A su lado, sucedía otra historia. El Barón lo miraba con una expresión muy vivida.
Estaba disfrutando la discusión como nadie.
Eso le mostró a Steve que todavía había espacio para acumular furia dentro de su pecho.
Molesto, apartó la mirada una vez más. Hacía Bucky, que lo miraba recargado sobre la pared con los brazos entrecruzados.
El enojo se desbordaba de su pecho.
Era el momento de Bucky de contraatacar.
—¿Crees que volví a ser el Soldado otra vez? ¿Que estoy matando por ahí por deporte? —sus labios se tensaron en una línea dura.
Steve resopló de forma impetuosa.
—Maldita sea, Bucky. Yo no dije eso —se llevó una mano hacía la frente, haciendo presión sobre sus sienes.
A cada lado de su cabeza, sus venas palpitaban con intensidad, como un reflejo directo de todo lo que estaba pasando.
Sentía los cuatro pares de ojos fijos sobre él.
El Capitán América estaba acostumbrado al escrutinio excesivo de todo el mundo.
Pero había días en los que simplemente no podía con ello.
Y este era uno de esos días.
Steve dejó escapar un largo suspiro y apoyó la cabeza contra la alacena, como si su cuerpo ya no pudiera sostenerse por sí mismo. Cerró los ojos con fuerza, sintiendo la presión punzante en su sien.
—Me está matando no entenderte, Bucky.
Le dolía la cabeza.
La ira se fue apagando y fue reemplazada por el viejo y familiar dolor. Por el cansancio que llevaba como una segunda piel, como su traje del Capitán América.
Miraba a Bucky, esperando que tuviera clemencia de él. Que sintiera que Steve ya no podía seguir con la discusión.
Pero Steve no se lo merecía. ¿O sí?
Bucky se llevó las manos hacía los ojos, frotandolos enérgicamente.
Aunque la voz de Bucky estaba apagada, cargada de un cansancio que solo Steve podía entender, le dio lo que pedía.
La verdad.
—He estado yendo a terapia —dijo Bucky.
Steve parpadeó. No porque no lo hubiera entendido, sino porque no supo cómo reaccionar. Dio un paso hacia atrás, pero la pared lo recibió con la crueldad de quien no tiene forma de escapar.
Bucky lo miró directo a los ojos. Su expresión seguía endurecida, pero su voz era baja, honesta. Rota.
—Y sí, no te quería contar porque me avergüenza.
Una sonrisa que no alcanzó del todo sus ojos se dibujó en los labios de Bucky, casi como si pidiera perdón.
Steve sintió que algo dentro de él se resquebrajaba. No era solo culpa ni arrepentimiento. Era más profundo. Como si hubiera estado peleando con Bucky cuando todo lo que Bucky necesitaba era que simplemente lo escuchara.
Decepción.
Era solo el hecho de que había fastidiado a Bucky hasta un punto de no retorno. El hecho de que había traicionado la confianza de su mejor amigo.
¿En qué momento se había convertido en alguien que hacía sentir vergüenza a Bucky por intentar sanar?
—Quiero intentar ser un mejor hombre. Hay muchas cosas malas dentro de mi cabeza y… sólo quería intentarlo.
El dolor de Bucky se derramaba muy claramente sobre su voz, pero no por ello se detuvo.
—No quería decírtelo porque no quería preocuparte, no quería tu compasión. No quería hacerte sentir que estaba más jodido de lo que ya creías.
Steve intentó mirar a Bucky a los ojos, pero Bucky ya estaba en otro lugar. Uno donde Steve no podía alcanzarlo, lejos de este lugar que le hacía tanto daño.
—Así que no, Steve —continuó Bucky—. No planeé el gran escape de Zemo. Ayer desaparecí porque olvidé que tenía una sesión con mi terapeuta… Y por error… bueno, me llevé a Sam sin avisarle.
La risa seca de Sam rompió el silencio. Pero cuando cesó, no quedó nada entre ellos más que una herida sangrante.
La herida que Steve había infligido.
—Y en la prisión, me di cuenta que teníamos que sacar a Zemo de ahí —las palabras brotaban sin esfuerzo, como si al fin hubieran encontrado salida—. No tenía tiempo de salir del cuarto para pedir tu permiso.
Bucky pasó una mano por su rostro cansado.
Se sintió... raro. Hablar de esto. Todo empezó ayer con Sam, y ahora con Steve. Era raro exponer todas tus heridas ante una persona. Era como si llevaras el corazón entre ambas manos y lo ofrecieras.
Una perfecta anatomía contra unos ojos ajenos.
Era como exponer todos tus pecados y esperar una sentencia justa.
Ayer Sam le había dicho que tenía que hablar con Steve, y Bucky se burló tras saber que nunca tenían la oportunidad de hacerlo. Y quizás este no era el momento.
Pero ya no había marcha atrás. El momento que tanto anhelaba se había creado a golpes. Y ahora era momento de hablar.
Steve sintió su estómago tensarse, como si su cuerpo ya supiera que no iba a gustarle lo que venía.
—¿Quieres saber qué he aprendido en mis sesiones? —preguntó Bucky.
Steve tragó saliva antes de responder.
—Sí.
Claro que dolía escucharlo hablar de eso, pero ¿qué más daba ya?
¿Qué más daba un poco más de dolor sobre su espalda?
Bucky se tomó un segundo para respirar profundamente, como si ese aire fuera lo único que lo mantenía en pie.
—He aprendido… —su voz vaciló—. He aprendido que ya no soy la persona que crees que soy.
Steve sintió el golpe seco sobre su esternón.
—¿Qué?
Sus ojos brillaban, rabia y tristeza entremezcladas.
—Ya no soy el niño que te seguía a todas partes. Ni el hombre que te siguió a la guerra. Y tampoco… Tampoco soy tu sombra, Steve.
Steve abrió la boca, pero no salió nada. Apenas un murmullo.
—Nunca te vi como mi sombra —alcanzó a decir, más por reflejo que por convicción.
Ninguno de los dos quería seguir. Pero ya era demasiado tarde para detenerse.
—Tal vez no querías verlo —dijo Bucky, y su voz tembló—. Pero toda mi vida ha sido seguirte. Primero como tu amigo. Después… como tu enemigo. Y ahora…
Una risa breve, hueca, cruzó el espacio entre ellos.
—Ahora ni siquiera sé qué soy para ti.
Steve sintió que un vacío se abría bajo sus pies, y dio un paso hacía él, hacía la persona de la que estaba huyendo precisamente.
—Bucky…
Pero Bucky no le dio espacio.
—Por supuesto que no me entiendes. —Su voz se endureció—. ¿Cómo podrías? Tú sigues viendo a ese muchacho del pasado. A tu Bucky de Brooklyn. Al que se paraba al lado tuyo y se quería comer al mundo entero.
Bajó la mirada.
El zumbido en la cabeza de Steve lo arrasaba todo a su paso.
—¿Qué estás diciendo?
Y entonces, el último golpe.
—Que no soy el hombre que conociste. —La voz de Bucky bajó, se volvió íntima, rota—. Pero, la verdad… Es que yo tampoco sé quién soy ahora.
Steve se quedó inmóvil. Su pecho se alzaba con una respiración descompuesta.
—Bucky…
El corazón de Steve se detuvo, había llegado a su límite racional.
Steve se quedó en silencio.
No sabía qué responderle a Bucky, porque nunca se había detenido a pensarlo.
"Ahora ni siquiera sé qué soy para ti."
El eco de esas palabras se extendió dentro de él, reverberando con una punzada imposible de ignorar.
¿Qué era Bucky para él?
Su mente, siempre tan estructurada, empezó a girar en torno a esa única interrogante.
Una pregunta que lo consumió por completo, silenciando su entorno, llevándolo a un lugar sin dolor.
El cuarto se disolvió, como si lo barriera en un suspiro, y solo quedaron los recuerdos.
Y lo recibió una caricia, el tacto cálido que lo había despertado el día de ayer, después de tomar una pequeña siesta en el jet.
Y lo vio a él.
Y no necesitó ver dónde estaba o qué hora era, sabía que estaba a salvo. Solo al ver a Bucky, supo que estaba bien.
Pensó en Bucky.
Pensó en cómo todas las veces en que parecía que estaba a punto de perder en un combate, él siempre llegaba. Y con él a su lado, estaba seguro de que iban a ganar.
Pensó en la facilidad con la que coordinaban sus movimientos en cada pelea. En cómo no le molestaba prestarle su escudo a Bucky y en la forma en la que su corazón se sentía tranquilo siempre que lo veía cubrirse con él, como si parte de él se interpusiera entre el peligro y Bucky incluso cuando no podía estar cerca.
Como una extensión de su corazón, protegiéndolo cuando él no podía.
Pensó en su departamento. En la tranquilidad de cada mañana, cuando entraba a la cocina y lo recibía el olor a café recién hecho y se encontraba con Bucky en su pijama y las ojeras grises que surcaban sus ojos desde hace meses.
Sin embargo, su día comenzaba bien cuando él le daba los buenos días y le dedicaba una pequeña sonrisa tímida. Haciendo a un lado su cansancio para hablar de cosas tan simples como el calor que hacía,
Pensó en cómo le reconfortaba escuchar su respiración durante la noche. Cuando se levantaba por una pesadilla, le bastaba con escucharlo en la noche. A veces estaba dormido, pero a veces estaba despierto, atrapado en su propio infierno silencioso.
Pensó en lo absurdo que era que algo tan simple como Bucky quejándose porque mezclaba la ropa blanca con la de color lo hiciera sentir tan... en casa.
Pensó en las veces que Bucky lo regañaba por comer mal, por dejar las botas en medio del pasillo, por olvidar abrir las ventanas del departamento. Y en cómo, en lugar de molestarlo, esos regaños le dibujaban una sonrisa que se extendía calurosamente hacía su pecho.
Pensó en la explosión en Múnich. En el momento en que lo vio demasiado cerca del fuego, sin tiempo para reaccionar. Sin dudarlo, Steve se había lanzado sobre él, cubriéndolo con su cuerpo.
Sintió el calor abrasador sobre la espalda, el estruendo ensordecedor en los oídos, pero lo único en lo que pudo concentrarse fue en el peso de Bucky bajo sus brazos, en la certeza de que entre sus brazos, estaba a salvo.
Y en la extraña sensación en su pecho, algo más que simple alivio. Algo que aún no había sido capaz de nombrar.
Y luego, pensó en el Bucky que lo miraba ahora, con el ceño fruncido y las manos apretadas en puños. En sus ojos cafés más oscuros por la rabia contenida.
En cómo toda su vida había girado en torno a él.
Desde los callejones de Brooklyn hasta las trincheras de Europa.
En cómo había peleado por recuperarlo cuando todo el mundo le decía que lo dejara ir.
En cómo estaría dispuesto a volverlo a hacer.
En cómo estaría dispuesto a sacrificar el mundo entero por Bucky.
Y entonces lo entendió.
“...ni siquiera sé quién soy para tí “
Bucky era su mundo.
No solo era su mejor amigo. No solo era su hermano de armas. Ni un fragmento de su pasado.
Era el centro de todo, el comienzo y el fin.
Y fue como si cayera en caída libre. La sangre le rugía en los oídos, aturdiendo, mientras que un pánico irracional le apretaba el pecho.
Era algo tan inmenso. Algo que había estado ahí todo este tiempo y que, de alguna forma, nunca había querido mirar de frente.
El pensamiento lo dejó paralizado.
Algo caliente y doloroso se expandió dentro de él, algo que no sabía cómo controlar. Algo que no sabía cómo decir en voz alta.
No dijo nada. No podía. No aquí, no ahora.
Ni siquiera lo entendía del todo, y no sabía que lo que sentía tenía nombre.
Era demasiado.
El calor lo sofocaba, era como si el aire se hubiera vuelto tan espeso como la sangre.
Sus pulmones ya no podían continuar sin oxígeno. No podía respirar.
Con un movimiento brusco, se arrancó la chamarra azul marino como si fuera la causante de su asfixia.
La tela cayó sobre el suelo con un golpe sordo.
Pero el aire nunca llegó.
La tormenta había comenzado.
Y Steve estaba al centro de todo y no tenía ni la menor idea de cómo enfrentarla.
—¿Steve? —Sam frunció el ceño, incorporándose ligeramente en su asiento.
Pero Steve no respondió.
Sus manos encontraron la encimera y se aferraron a ella con fuerza, como si el metal frío pudiera anclarlo a la realidad.
Bajó la cabeza y cerró los ojos con fuerza, su respiración acelerada reverberando en sus propios oídos.
El mareo amenazó con devorarlo.
Y entonces sintió una mano firme en su espalda.
Steve apretó los dientes.
—Mírame—le pidió.
Lo intentó, pero sus ojos apenas podían enfocarse.
—Respira conmigo —le pidió, su tono bajo y controlado.
Esa voz reverberó contra su cráneo, mareándolo.
La voz del hombre que no dudó en dejar de lado todo su enojo. No le importaba lo que acababa de pasar, no le importaba la discusión, no le importaba Zemo ni la misión.
Lo único que importaba era Steve, encorvado sobre la encimera, respirando como si no recordara cómo hacerlo.
Bucky atravesó la distancia que los separaba con una urgencia crítica, atravesando la barrera que habían impuesto inconscientemente durante la pelea.
No dudó en cubrir la espalda de Steve con su mano, queriendo abarcarlo todo bajo su tacto.
Steve no se movió, pero lo sintió. Un roce tan delicado pero tan potente al mismo tiempo, el toque que encendió todos los nervios de su cuerpo, como un rayo.
Un rayo con la suficiente fuerza para partirlo en dos y que sin embargo elegía sostenerlo con perdón, ignorando totalmente la discusión que todavía hacía que los músculos de su espalda se contrajeran con fuerza.
Aquí estaba él, susurrando a centímetros de su oreja que respirara.
Una presencia que nunca se fue, siempre a su alrededor, sosteniéndolo de una u otra forma, poniendo humilde a su corazón.
Poniéndolo primero ante todas las cosas.
Cerró los ojos con fuerza, y la voz de Bucky lo rodeaba, pidiéndole que respirara con él.
Y siguió esa voz.
Dejó que lo guiara.
Como siempre parecía hacerlo.
Y por primera vez en lo que pareció una eternidad, inhaló sin sentir que el aire le desgarraba los pulmones.
Y aunque todavía no podía hablar, con todo el esfuerzo del mundo, inhaló profundamente y dejó salir un tembloroso susurro:
—Estoy orgulloso de ti.
Bucky parpadeó, como si no hubiera escuchado bien.
—¿Qué?
Steve tragó saliva, aún aferrado a la encimera, sin enfrentar a Bucky y repitió:
—Estoy orgulloso de ti, Bucky. Por estar en terapia. Por todo lo que haces. Todo lo que eres.
Bucky se quedó completamente quieto.
Steve sintió que debía decirlo todo antes de perder la valentía.
—Desearía tener al menos la mitad del coraje que tú tienes. Nunca quise que te sintieras como una sombra…
Bucky parecía incapaz de respirar.
—Steve…
El aire parecía atrapado sobre sus pulmones, y su voz salió asfixiada.
—Me siento terrible de haberte obligado a confesarme algo que no querías. Soy la peor persona del mundo, ¿verdad?
No dejó que Bucky contestara.
—Es solo que… —Steve cerró los ojos, su voz al borde de la fractura—. No sé cómo vivir sin ti.
Un silencio absoluto cayó sobre la cabina.
Detrás de ellos, Sam y Joaquín estaban congelados en sus asientos.
—Esto se salió de control demasiado rápido —murmuró Joaquín, que se inclinaba sobre Sam.
Sam rodó los ojos.
—Dímelo a mí.
Mientras tanto, Zemo miraba hacia la escena completamente maravillado, como si observara el tercer acto de una opera.
Porque Bucky se vería como si el universo entero acabara de volcarse sobre él.
Steve se levantó con cuidado sobre la encimera, con las extremidades todavía rígidas tras el intenso agarre que por pura suerte no había quebrado el metal.
No tenía fuerzas para sostenerle la mirada, ni para lidiar con el cúmulo de emociones que amenazaban con sobrepasarlo.
Así que solo asintió, con la garganta cerrada y el pecho aún agitado.
—Gracias, por ser mi ancla. Siempre.
Bucky abrió la boca para decir algo, pero Steve no le dio la oportunidad.
Se alejó con pasos silenciosos, dejándose caer en el asiento frente a Zemo.
Buscó a tientas el escudo que había dejado cerca y lo tomó con ambas manos, distrayéndose con la textura de la superficie lisa, con el peso familiar que, aunque no podía calmarlo del todo, al menos le daba algo a lo que aferrarse.
Steve se alejó de Bucky, y con él se llevó el control que Bucky creía tener.
"No sé cómo vivir sin ti."
Bucky sintió un escalofrío recorrerle la columna. No era miedo. Era algo más denso, más sofocante, algo que lo apretaba por dentro y no lo dejaba ir.
Se pasó una mano por el cabello. Su respiración estaba agitada y su cuerpo rígido.
—¿Qué rayos acaba de pasar? —murmuró en voz baja, casi para sí mismo.
Sam, sin embargo, solo lo miró con una expresión de absoluta paciencia y contestó en un tono calmado que sabía que él alcanzaría a escuchar.
—Exactamente lo que crees.
Bucky apretó los dientes y se dejó caer sobre la encimera, sintiendo la presencia de Steve todavía muy marcada en el aire.
Al otro lado del jet, el silencio se sentía sagrado e imperturbable. Joaquín estaba recargado sobre la pared del pasillo que llevaba a la cabina de pilotaje, a un lado del asiento de Sam.
Frente a él, Steve miraba hacia la ventana al mismo tiempo giraba su escudo con tranquilidad.
Sam se inclinó sobre su asiento, dirigiendo una mirada perdida a Joaquín.
Zemo admiraba abiertamente a Steve. Siempre le había fascinado esta faceta del Capitán. Ver sus reacciones tan viscerales y humanas era un placer que no muchos tenían el privilegio de haber presenciado.
Joaquín solo pudo encogerse de hombros como respuesta a la plegaria silenciosa de Sam, quien se dejó caer sobre su asiento con un suspiro. No veía como una de sus típicas bromas podrían ayudar a relajar el ambiente y a liberar la tensión que ahora los acompañaba como un sexto pasajero.
Eso dejaba a Sam como el único capaz de hacer algo en ese momento.
Reuniendo la fuerza necesaria para enfrentarse a sus amigos, resbaló las manos por todo su rostro, como si pudiera apartar la desesperación, y luego dejó escapar un largo suspiro.
—Bueno eso fue innecesariamente dramático —declaró con una voz que llenó todo el cuarto.
Ni la intensidad de su voz ni sus palabras hicieron que Steve o Bucky reaccionaran.
—Dado que decidieron que era una buena idea ponerse a discutir sus problemas más personales mientras estábamos atrapados en un jet con Zemo como testigo, tengo que preguntar —hizo una pausa dramática—, ¿Quieren hablar de eso o vamos a fingir que no pasó?
Silencio. Nadie responde.
—Ah, genial, no esperaba menos de los héroes más testarudos del mundo
La mirada de Steve se encontraba en otro lugar, a millas del jet.
Pero Sam no lo iba a dejar ir tan fácil, no cuando lo obvio estaba al alcance de sus manos.
—Rogers, no te atrevas a ignorarme ahora. No después de esa bomba que acabas de soltar.
Los ojos de Steve seguían fijos sobre la ventana.
—Sam… —la voz de Steve sonó tensa y cargada de advertencia.
Pero a Sam no le daba nada de miedo.
—Solo quiero entender algo —levantó una mano, apuntando hacía Steve—. ¿Tu plan es ignorar completamente todo lo que acabas de decir? ¿Hacer como que no pasó?
Steve apretó los labios, que palidecieron ante la presión.
—No sé de qué estás hablando.
Joaquín dejó escapar una risa incrédula.
—¿Es una broma?
Las manos de Sam se volvieron puños sobre el aire. Sus manos temblaron con molestia.
—Dios, Steve, eres un caso perdido —sacudió la cabeza con angustia.
Steve siguió haciendo como que no estaba aquí, mirando las nubes deslizándose por la ventana. Y Bucky se había convertido en una estatua
Pues su intervención había sido un fracaso. Genial.
Sam arrojó su cabeza contra el respaldo de su asiento, cerrando los ojos.
—¿Alguien más tiene hambre? No podemos seguir con este viaje si uno de ustedes está teniendo una crisis existencial y el otro parece a punto de implosionar.
Joaquín apoyó la frente contra la pared, drenado de emoción, dejando que el frío del metal lo relajara.
Una carcajada despectiva e incontrolable llenó la cabina.
—El Capitán América y el Soldado del Invierno, atrapados en su propia tragedia griega. —decía Zemo, divertido—. Debo agradecerles por sacarme de prisión para mostrarme esta escena.
Ah, ahí estaba otro de sus problemas. El sokoviano que habían sacado de la prisión de máxima seguridad.
—Dios mío, cállate, Zemo —dijo Sam, completamente harto. Llevándose las manos hacia las sienes.
Y en el momento en el que todo parecía perdido, una voz artificial sonó desde los altavoces del avión para verter gasolina sobre el incendio que todavía ardía.
—Disculpen la interrupción, pero tienen una llamada entrante del Coronel Rhodes.
La notificación de FRIDAY resonó en la cabina,
—Muy bien, lo que nos faltaba —bramó Sam.
Los cinco se congelaron sobre sus posiciones. Habían salido de la realidad por un segundo, y en ese segundo que se habían perdido, el mundo no había dejado de girar y conspirar.
La voz de Steve fue la primera en reaccionar.
—Ponlo en la línea, FRIDAY.
La voz de Rhodey resonó a través del altavoz, inundando la cabina de más problemas.
—Sam, dime que no es cierto —decía Rhodes.
Muy rápidamente Sam entendió que como Vengador, solo existía una verdad y una sola verdad universal para este puesto de trabajo: No había descanso nunca.
Nunca.
Se levantó del asiento como si un rayo lo hubiera atravesado, aclarándose la garganta y poniendo su mejor cara de inocencia.
—Hola, Rhodey —saludó, sonriendo con una brillantez fingida—, ¿Que no es cierto qué, exactamente?
Rhodey no perdió el tiempo.
—¿Acaso tú y el teniente Torres me pidieron ayuda para que pudieran liberar a un asesino en serie?
Zemo sonrió, formando arrugas debajo de sus ojos.
—¿Qué? No, claro que no. ¿Quién haría algo así? —Sam soltó una risa forzada.
Un par de pasos silenciosos se acercaron hacia ellos, y Sam miró cómo Bucky se inclinaba sobre la mesa de reuniones, cubriendo la boca de Zemo con su brazo de vibranium.
Lo conocía demasiado bien.
Zemo se quedó en silencio, pero su expresión lo decía todo: estaba divirtiéndose demasiado.
—No estoy bromeando, Wilson —continuó Rhodey con su escepticismo—. Las cámaras de la prisión registraron la fuga. ¿Y adivina qué? Poco después, tu avión despegó del mismo maldito lugar.
Sam frunció el ceño, fingiendo desconcierto.
—¿Zemo se escapó? —preguntó, con una voz muy grave.
Rhodes resopló audiblemente, saturando el altavoz.
—¿Así van a ser las cosas? No juegues conmigo, Sam… ¿dónde está Steve?
Hasta el momento, Steve se había quedado viendo el altavoz con una expresión muy curiosa, como si estuviera recordando donde estaba y que era el Capitán América.
El escudo dejó de girar en sus manos y Steve se inclinó hacia delante.
—Aquí estoy, Rhodes —dijo, en tono apagado.
Al otro lado de la línea, Rhodes notó al instante algo en ese timbre de voz, algo que apenas se escondía sobre la proyección de su falsa seguridad.
La preocupación cruzó su voz antes de que pudiera detenerla.
—¿Capitán? —su tono se suavizó, la irritación inicial se desvaneció un instante—, ¿Todo bien?
A pesar de que Rhodey no estaba en el cuarto con ellos, su agudeza se hizo presente, desequilibrando la habitación en tan solo un segundo.
Joaquín y Sam intercambiaron una mirada y Bucky dejó de fingir que no estaba escuchando.
Y Steve solo pudo continuar con la misma máscara imperturbable de siempre.
—Claro, Coronel. Todo bien —contestó.
Pero su voz era demasiado áspera, demasiado contenida y Rhodes no le creyó ni por un segundo.
—Claro Steve, y ahora me vas a decir que no sabes nada del escape de Zemo, ¿verdad?
La risa de Rhodes inundó la línea, solapándose sobre el silencio que se hizo entre los pasajeros del jet.
Ya podían adivinar la expresión de decepción en el rostro de Rhodey que se acompañaba de ese resoplido que lanzaba.
—Sam, Steve, Joaquín. Bucky —tomó una pausa—, ¿de verdad creyeron que esto no se iba a descubrir? ¿No podían siquiera intentar negociarlo?
Sam se pasó una mano por la cara, cediendo ante el tono de su viejo amigo.
—Mira, Rhodes. No estaba planeado. Pero te juro que tenemos una buena razón para esto.
Sam tenía toda su fe puesta en Bucky y esperaba que eso no terminara con el mundo explotando… O algo peor.
Rhodey dejó escapar una carcajada seca, sin humor.
—Más les vale. Porque el gobierno ya sabe que Zemo escapó y adivinen —su voz se interrumpió para dar paso a una pausa dramática—. Walker ya se enteró.
Oh no.
—Y los está buscando —remató.
El maldito Walker.
Steve y su equipo ya lo habían olvidado, pensando en problemas más pertinentes, como los Smashers.
Mientras que Sam inspiraba para llenar sus pulmones a tope en un intento de no perder la compostura, Bucky soltó su agarre sobre Zemo y tomó asiento junto a Steve.
Joaquín y Bucky miraron a Steve con cautela.
Porque ya sabía lo que venía.
—¿Walker? —preguntó Steve.
Y Steve ya no estaba perdido entre las nubes, ni afligido. Su dolor se había transformado en otra cosa más peligrosa.
—Dígame algo, Coronel…
El enojo en la voz de Steve alcanzó a Rhodes hasta Washington DC, que intentó sofocar el fuego antes de que se lo llevara a él también.
—Steve, no tenemos por qué hacer esto ahora.
Pero no tuvo éxito.
—¿No? —respondió Steve con una risa mortífera—. Yo creo que sí
Rhodes estaba acorralado.
—Cuando viniste a mi apartamento y me dijiste que el general Ross quería verme… —tomó una pausa para afilar sus palabras—, ¿ya sabías lo que me iba a pedir?
El silencio al otro lado de la línea fue suficiente respuesta.
—Steve…
Pero el Capitán no tuvo clemencia, porque había recordado la intensidad de la flama que ardía con rabia en su cabeza.
—Cuando me juraste que no sabías lo que el gobierno quería conmigo, ¿me mentiste?
El general tomó un segundo para encontrar las palabras. Toda su vida había sido lo mismo: seleccionar las palabras que herirían al mínimo… pero que terminaban doliendo.
—Sabía que querían regularte, pero no tenía ni idea de que te iban a reemplazar. Te lo juro. —prometió Rhodey.
La mirada de Steve se dirigió hacia la ventanilla y los recuerdos se hicieron presentes. La conversación con Ross, el momento en el que le arrebataron la identidad en media transmisión nacional, y el momento en el que John Walker cayó al primer golpe de un Smasher.
—Escúchame, Steve —llamó Rhodes—, yo sé que lo que pasó no fue justo. Pero el gobierno está buscando cualquier excusa para manchar la imagen de los Vengadores. Walker solo fue un intento del gobierno de parecer en control de una situación que no pueden ni empezar a entender.
La risa de Steve fue dura, sarcástica.
—¿Y su mejor opción fue un hombre que no sabe cómo recibir un golpe? ¿Ese es el gobierno que defiendes, Rhodes?
Rhodey suspiró. Sabía que Steve tenía razón.
Entonces, una risa distinta se filtró en la conversación. Una suave y cargada de diversión.
Zemo.
—Es fascinante. El ícono de América reducido a un mero peón… Descartado como si nunca hubiera importado realmente.
Los músculos de la mandíbula de Steve se tensaron aún más con ese comentario.
—Y ahora, un hombre sin convicción carga con su identidad. Parece ser que lo único que necesitaba el gobierno de U.S. era un hombre que no cuestionara órdenes.
Ver la transmisión en vivo fue algo desgarrador.
Algo insultante, como si todo lo que había sacrificado no hubiera valido de nada.
Steve estaba sintiendo la continuación de la furia que había sentido ayer.
Bucky, que hasta entonces había permanecido en silencio, miraba a Steve con preocupación.
—Genial, ahí está la voz del hombre más buscado del momento. Me pregunto cómo habrá llegado hasta allá —bromeó Rhodes.
Steve cerró los ojos por un segundo, respirando profundamente, antes de dejar caer la cabeza contra el respaldo de su asiento.
Al otro lado de la línea y del mundo, el general Rhodes se encontraba exhausto. La llamada que había hecho por mera cordialidad para rescatar a sus amigos estaba contrapunteándolo.
Sin embargo, su nombre ya estaba involucrado, y el criminal ya estaba fuera de la prisión, libre para desestabilizar otra nación a su antojo o quizás hacer volar otro de los recintos de la ONU.
Solo le quedaba aferrarse a la esperanza que le tenía a Steve Rogers y a Sam Wilson, y claro, al resto de su equipo.
—Por lo menos dime que tienes un plan, Steve —susurró Rhodes.
El murmullo en esa voz los hizo sentir cómo si todavía hubiera esperanza y Steve tomó la oportunidad que Rhodes les tendía de forma silenciosa.
—Sí, lo tenemos. Solo confía en nosotros.
El silencio de Rhodey se prolongó más de lo normal. Al final, exhaló, resignado.
—¿Y ese plan incluye devolver a Zemo a prisión?
Steve sostuvo la mirada de Zemo por un instante antes de responder.
—Claro que sí. Te lo prometo.
Bucky cruzó los brazos, inclinándose sobre su asiento con una expresión peligrosa.
—Quizás solo entreguemos un cadáver.
Zemo sonrió, sin rastro de miedo.
—Ah, James, siempre tan predecible.
Sam cerró los ojos un segundo y negó con la cabeza.
—¿Podemos al menos intentar pretender que no vamos a matar a nuestro activo en esta misión?
Joaquín, que había permanecido callado hasta ahora, comenzó a reír, acercándose a la mesa de operaciones.
—Voy a borrar los videos de seguridad de la prisión. Eso nos comprará algo de tiempo antes de que Walker empiece a molestar más de lo necesario.
Rhodey resopló por el altavoz.
—¿Me estás diciendo que un teniente de la Fuerza Aérea va a hackear archivos de una prisión federal?
Joaquín sonrió con una confianza impecable.
—Por supuesto.
Otro suspiro pesado de Rhodey.
—Está bien. Pero más vale que funcione.
Steve asintió, aunque Rhodey no podía verlo.
—Gracias, Rhodes.
La voz del Coronel bajó ligeramente su timbre, era más personal, más humano. Sin burocracia. Solo un amigo aconsejando a otro.
—Cuida a Bucky, Steve.
Steve tardó un segundo en responder, pero cuando lo hizo, su voz fue firme.
—Siempre.
Rhodes asintió para sí mismo, confiando en que había tomado la decisión correcta.
—No dejes que se repita lo de Berlín.
El eco de esas palabras pesó en la cabina.
La línea quedó en silencio por un momento antes de que Rhodey suspirara.
—Y bueno, no olvides que ese escudo es tuyo y siempre lo será… Trata de que esto no explote en la cara de todos —suspiró pesadamente—. Rhodes, fuera.
La llamada terminó, y lo primero que se escuchó en la cabina fue el leve sonido de la risa sofocada de Zemo, seguida de la voz cansada de Sam.
—Bueno —se cruzó de brazos—. Esto fue un desastre. Pensé que no se podía poner peor… pero sí, cada vez que pienso eso, algo malo sucede. Quizás debería dejar de pensar.
Suspiró pesadamente y dejó caer la cabeza contra el respaldo, cubriéndose los ojos con un brazo como si intentara bloquear la luz del jet.
Estaba derrotado. Sin motivación. Simplemente… drenado.
Frente a él, Bucky estaba sentado junto a Steve, pero al mismo tiempo parecía estar a kilómetros de distancia.
Joaquín recuperó la laptop de su mochila y se sentó en los asientos que se encontraban frente a sus amigos, cruzando el pasillo. Sin mucho trabajo accedió a la base de datos de la prisión de Berlín y se puso manos a la obra.
Cuando era niño, antes de darse cuenta de su amor por el vuelo, pensaba que podía ser como Tony Stark, y eso lo llevó a intentar descifrar el código binario en la computadora monstruosa de su casa. Aprendió una o dos cosas, antes de darse cuenta que en realidad, lo que le llamaba la atención de Tony Stark no era su destreza con las máquinas ni la programación. No.
Era su fascinación por el vuelo de Iron Man.
Pero para cuando se dio cuenta de eso, ya había aprendido las bases sobre el hackeo a distancia. Y eso lo llevaba a este momento, en el que estaba borrando los vídeos del interior de la prisión, con Zemo robando el traje de un guardia, o de Zemo causando un altercado en la zona común.
Esperaba ganarles algo de tiempo para continuar con su misión.
Los dedos de Joaquín se detuvieron sobre el teclado. Un momento…
¿Qué misión?
Habían sacado a Zemo de la prisión. Estaban volando sin rumbo. Rhodey estaba a nada de matarlos, Walker estaba en su contra. Y aún así… ¿qué demonios seguía?
Sus dedos recorrieron las teclas, sin poder creer que estaban volando con el viento en su contra y sin un plan claro en mente.
Tras la tormenta colosal que los había impactado a todos con la misma intensidad, ya solo quedaba un soldado en pie y ese era Joaquín.
El teniente Torres se enfrentaba ahora a la misión más difícil del día hasta este momento:
Averiguar cuál era la misión.
Tronó los nudillos de sus manos antes de cerrar la laptop. Levantándose con firmeza mientras dejaba su computadora sobre el asiento.
Dio unos pasos hacía la mesa de reuniones, donde nadie volteó a verlo.
Se aclaró la garganta.
Y de nuevo, nadie volteó a verlo, ni siquiera movieron ni un músculo.
Joaquín tenía unas ganas enormes de arrojarse por el aire sin paracaídas.
Y de dejar que el golpe continuo de la brisa contra su rostro lo relajara, de permitir que la sensación de no tener ningún soporte y estar en caída libre removiera el peso que sentía sobre sus hombros.
Pero no. Una amenaza los esperaba allá afuera, moviéndose sobre las sombras, ansiando revelarse.
Y era su responsabilidad el hacer entrar en razón a su equipo.
—¿Y ahora qué pasa con la misión? —dijo, firme, directo.
La voz de Sam lo cortó, ni siquiera se movió de su asiento.
—No, Joaquín. Cállate. No hay misión.
Joaquín se encogió de hombros. Nadie lo volteó a ver.
Cerró los ojos, y recordó que no era un novato, era un teniente renombrado que se había ganado su nombramiento gracias a todo su trabajo duro.
Y era su momento de ayudar.
Abrió los ojos con una seguridad renovada y se encontró con la misma imagen. Un equipo completamente desanimado y desmoralizado.
Pero eso no importaba, porque podía sentir la determinación llenando su pecho.
—Estamos volando sin rumbo —declaró.
Y eso hizo que Steve parpadeara. Un pequeño indicio de reacción.
—Cuando sacamos a Zemo, sabía que teníamos que estar en el aire lo más rápido posible, y Steve, le aseguraste a Rhodey que teníamos un plan, pero…
Sus ojos recorrieron al equipo, observando sus expresiones agotadas.
—¿Cuál es el plan?
De entre todos, solo una persona lo miraba directamente. Ojos afilados, analíticos, casi divertidos.
Zemo.
Joaquín sostuvo su mirada sin titubear. Esos ojos eran la señal.
Era ahora o nunca.
—Barón Zemo, ¿a dónde fijo el vuelo?
Zemo cruzó una pierna sobre la otra con elegancia irritante. Su sonrisa era la de alguien que tenía el mapa del tesoro tatuado en la lengua.
—A Madripoor, teniente.
Las cejas de Joaquín se arquearon en sorpresa y la maquinaria se echó a andar en el cuarto una vez más.
La voz de Zemo fue lo necesario para que el equipo reaccionara. Sam se acomodó sobre su asiento, mirando a Zemo. Bucky dejó de mirar con odio hacía el pasillo para ahora mirar con odio hacía Zemo.
Y la voz infranqueable de Steve los sacó a todos del trance en el que habían sumergido con tanta facilidad.
—¿Madripoor? —preguntaba con el ceño fruncido.
Nunca antes había escuchado hablar de ese lugar y se notaba. Joaquín dejó escapar un resoplido, sacudiendo la cabeza con incredulidad.
—La capital del crimen. El mercado negro más grande del mundo: material alienígena, mercenarios, ex-agentes de HYDRA y S.H.I.E.L.D., armas de esa época de Stark Industries… —enlistó Joaquín—. Todo lo que busques seguramente está ahí.
Steve se preguntaba cómo no había escuchado hablar de ese lugar antes, pero sus pensamientos se vieron interrumpidos por la voz calmada de Zemo.
—Si hay alguien lo suficientemente listo como para recrear el suero, está en un lugar tan permisivo como Madripoor —aseguró.
La sombra de un plan se cernía ante ellos, pero Joaquín no había terminado de indagar.
Miró a Sam y Bucky con el ceño fruncido, y preguntó lo que Steve no había pensado en preguntar.
—Falta algo —Joaquín frunció el ceño, señalando a Sam y Bucky—. Hay algo que no nos han dicho todavía.
Sam lo miraba con desdén, pero eso no evitó que Joaquín hiciera su pregunta.
—¿Qué averiguaron en la prisión?
Sam y Bucky intercambiaron miradas.
—¿Por qué sacaron a Zemo?
Bucky apretó la mandíbula. No quería hablar de la prisión. Revivir ese momento. Mucho menos explicarse.
El silencio le respondió a Joaquín. Pero no se iba a rendir ahí, miraba fijamente a Bucky, sin una pizca de miedo en su expresión.
Y entonces, una risa burlona salvó a Bucky de tener que hacerlo. Zemo.
—Por fin —unió las manos frente a su rostro, entrelazando los dedos con calma—. Pensé que ya no les importaba eso. No es que me queje de que me hayan sacado de prisión y del magnífico espectáculo que acabo de ver--
Una voz furiosa cortó el aire y el flujo de conversación de Zemo.
—Cállate, Zemo.
Una sombra cayó sobre el semblante de Steve, nublándole los ojos y el juicio.
Pero Zemo apenas estaba empezando.
—Ah, Capitán —el barón ladeó la cabeza, su sonrisa no se tambaleo—. ¿Ya se encuentra mejor?
Steve entrecerró los ojos. No mordió el anzuelo.
—Después de todo —continuó Zemo con fingida inocencia—, una epifanía como la que tuvo no es cosa de todos los días.
Steve apartó la mirada sin remedio, sintiendo cómo su rabia se evaporaba en el instante, dejándolo solo los recuerdos de su discusión con Bucky, de sus propios sentimientos.
Sam se aclaró la garganta, su paciencia estaba tan desgastada como la de Steve.
—Después de provocar a Bucky como si quisiera que lo mataran ahí mismo —clarificó—, Zemo nos habló sobre Madripoor y sobre cómo era posible que fabricaran ahí el suero.
Joaquín y Steve lo miraron con atención.
—Y después de eso nos explicó que no podríamos entrar ahí sin él.
Joaquín frunció el ceño.
—¿Ah, no? —dijo confundido— ¿Y eso por qué?
Zemo los recorrió con la mirada, su expresión tan calculadora como siempre.
—Quizás el Teniente pueda entrar sin problemas —hizo una ligera inclinación de cabeza hacia Joaquín—, pero ustedes tres…
Alargó el silenció, saboreando el momento.
—¿Los hombres que aparecieron en todos los medios durante los últimos seis meses como la cara de la esperanza? —Zemo sacudió la cabeza, con fingida lástima—. Por favor.
Sam soltó una risa seca, sin humor.
—Claro, claro. ¿Y qué sugieres? ¿Que nos pongamos máscaras?
Zemo sonrió.
—Por supuesto que no. Me temo que no es tan fácil, mi querido Falcon.
Los ojos de Zemo se posaron en Steve, su sonrisa apenas perceptible.
—Comenzamos con el mayor problema: el Capitán Rogers.
Steve sintió un latido de advertencia en su pecho. No le gustaba a dónde iba esto.
—¿Qué pasa conmigo?
Zemo inclinó la cabeza, como si hubiera estado esperando esa pregunta desde hace horas.
—¿El hombre más reconocible del mundo cree que puede caminar tranquilamente por Madripoor?
La sonrisa burlona de Zemo cortó el ambiente, acrecentando la furia que nunca había dejado de arder del todo en el pecho de Steve.
—¿El héroe que brilla como si el sol lo siguiera a todos lados?
Un latido pulsó sobre la sien de Steve, y aún así pudo escuchar claramente la voz de Zemo:
—¿Que carga un escudo más reconocible que cualquier bandera en este planeta?
Steve sintió cómo el odio ardía en sus venas, alimentando su poderoso corazón.
—No me digas que el Capitán América creía que podía entrar, así como así, a la capital de los asesinos.
Steve estaba a un segundo de saltar sobre Zemo y borrar esa insolente sonrisa de su rostro.
Bucky sintió la tensión y su mano ya estaba lista para sostenerlo si hacía falta.
Pero Sam se inclinó hacia el frente, levantando las manos en un gesto pacificador.
—Hey, Cap. Tienes la cabeza a punto de estallar desde hace un rato —el tono de la voz de Sam era tan relajado que no parecía que estuvieran al borde de un altercado—. ¿Por qué no nos calmamos un segundo?
Pero escuchar eso. Escuchar que no estaba pensando con claridad, que no estaba actuando como debía… no calmó a Steve en lo absoluto.
Todo lo contrario.
Steve Rogers era un supersoldado. Más fuerte, más rápido, más resistente que cualquier otro. Mejor que cualquiera en fuerza, habilidad y destreza.
Pero más que eso… era el Capitán América. Un estratega, un líder, alguien que siempre tenía un plan.
Entonces, ¿por qué el día de hoy no se sentía como el Capitán América en absoluto?
Era como si se dirigiera a una guerra que sabía que iba a perder. Como si estuviera en un avión destinado a estrellarse.
—Steve, odio decir esto —continuó Sam, interrumpiendo sus pensamientos—. Pero creo que Zemo tiene un punto, no vamos a poder visitar ese lugar sin ahuyentar a los criminales, mucho menos investigar sobre experimentos clandestinos.
La voz de Sam era firme, pero no dura. Sus ojos lo observaban con una profundidad que trascendía más allá y que Steve reconoció al instante.
Sam sabía.
Sabía que algo más estaba carcomiéndolo.
Parecía entender perfectamente lo que pasaba con Steve, incluso antes de que él pudiera entenderlo del todo.
Zemo aprovechó la apertura que le tendía Sam para defender su idea.
—Ustedes representan la lucha perpetua del bien contra el mal.
Alzó una ceja, casi con desdén.
—Todos en Madripoor saben que si el Capitán América o cualquier otro Vengador pisa ese lugar, entonces el juego se acabó.
Inquieto por el plan que el barón proponía, Joaquín buscó a Sam, y ni siquiera tuvo palabras para describir la expresión de fastidio en los ojos de su amigo.
—¿Quién diría que nuestra única opción sería ir a Madripoor de incógnito con la ayuda del criminal conocido por volar a los Vengadores desde dentro? —le dijo completamente resignado.
Pero Steve no iba a aceptar ese plan. No tan fácil, no sin pelear antes.
—Entonces buscamos otra forma —su tono sonó más molesto de lo que planeaba.
Zemo sonrió con diversión.
—¿Y cuánto tiempo tardará eso? —se inclinó hacia Steve, sus manos sobre la mesa—, ¿Cuántas vidas se perderán mientras juega a encontrar la opción más "honorable"?
Involuntariamente, con cada palabra, Zemo se acercó más hacia Steve, reduciendo la distancia entre ellos, como si su proximidad hiciera que sus palabras dañaran más.
—Mientras usted perdía el tiempo ahí atrás… —su tono se volvió fino, como el hielo—, discutiendo los sentimientos que le ha llevado toda una vida comprender…
Steve era fuego, y el barón era hielo.
Y no tuvo miedo de conjurar una avalancha con sus palabras.
—El enemigo ya avanzó tres pasos, Steve Rogers.
Todos en la cabina se petrificaron.
Zemo lo miró directamente a los ojos. Y, por primera vez en toda la conversación, no había burla en su rostro.
Solo decepción.
—Creí que un supersoldado era mucho mejor que eso.
Oh.
Bucky sintió cómo se le helaba la sangre.
Lo vio en los ojos de Steve.
En la forma en que se tensaron sus músculos, en la manera en que su mano derecha tembló solo un poco.
Pero Bucky lo notó. Siempre lo notaba.
No recordaba haber visto a Steve tan alterado desde el día en que pelearon contra Tony Stark en la base de los supersoldados en Siberia.
Pero esta vez era diferente.
Steve no estaba ardiendo en furia. No había rabia en su rostro.
No. Estaba calmado.
Demasiado calmado.
Su ceño estaba fruncido, pero no con enojo. Había una interrogante en sus ojos, como si todavía estuviera descifrando algo por sí mismo.
—¿Sam?
El tono de Steve carecía de emoción.
No era el Steve de siempre. No era el líder con una respuesta para todo. No era el hombre que siempre sabía qué hacer.
Era el Capitán América cuando estaba cansado.
Cuando ninguna estrategia parecía funcionar.
Sam lo entendió al instante.
—Steve, odio que este tipo tenga un punto —resopló Sam, cansado—, pero…
Steve lo interrumpió antes de que pudiera terminar la frase. No necesitaba escuchar más.
—Barón, ¿qué propone? —preguntó el Capitán América.
Se estaban quedando sin tiempo y Steve estaba atrapado en un callejón sin salida.
Sam y Joaquín intercambiaron una mirada cargada de incertidumbre. Sus corazones latían con temor y adrenalina.
Sin embargo, Zemo simplemente se acomodó en su asiento con una sonrisa de total seguridad, con la calma de un hombre que ya tenía la partida ganada.
—La idea es la siguiente…
Cruzó una pierna, su tono era sereno.
—Acabo de escapar de prisión. Tengo una vendetta personal contra los supersoldados y, qué coincidencia, he escuchado rumores del suero que me llevaron directamente a Madripoor.
Hizo una pausa dramática, disfrutando la atención absoluta que tenía en la habitación.
Su mirada estaba encendida con un entusiasmo peligroso.
La chispa que podría quemarlo todo.
—Y a mi lado…
Zemo sonrió, sus ojos brillando con la satisfacción de un depredador que acaba de atrapar a su presa.
—Está mi mayor premio, mi mejor logro: el Soldado del Invierno.
El orgullo de Zemo se congeló en su rostro cuando el grito de Steve rasgó el ambiente con la fuerza de un trueno.
—¡No!
La palabra estalló antes de que Steve pudiera contenerse. Tajante, firme.
Zemo resopló, negando con la cabeza con esa expresión de falsa decepción que hacía hervir la sangre.
—Creí que estaba hablando con el Capitán América.
Y ahí estaba.
La chispa en el barril de pólvora.
Steve sonrió.
Una sonrisa que no tenía nada de humor.
—Oh, Zemo. Lo estás.
Sus manos tocaron la mesa y él se inclinó hacia el barón con una clara advertencia en el brillo de sus ojos.
—Llevas más de una hora provocándolo —sus dientes se marcaron en la sonrisa, mostrando los incisivos.
Pero Zemo ni siquiera parpadeó.
—El tiempo ya está corriendo, Capitán —amenazó—. El incendio ya comenzó en un lugar que usted no conoce ni puede ver.
Y entonces… la chispa reavivó el incendio.
—Díganme, Falcon, Teniente, Sargento… ¿El Capitán siempre ha sido así de inútil?
Zemo ladeó la cabeza, sin temor a asestar el golpe final.
—Quizás por eso, cuando América necesitó un nuevo Capitán… no te eligieron a ti.
Joaquín cerró los ojos por puro instinto.
Y entonces, un estruendo rasgó el ambiente, como un disparo.
El crujido violento de la madera quebrándose cortó el aire.
Cuando abrió los ojos, la escena había cambiado. La mesa de reuniones estaba partida en dos.
Las manos de Steve aún presionaban los restos, sus nudillos blancos, su espalda ascendía y descendía acompañada de una respiración pesada.
Nadie había visto venir la explosión, pero todos se pusieron de pie en un segundo.
Bucky tenía a Steve sujeto del pecho, su brazo se tensaba con una fuerza imposiblemente frágil, como si temiera herir a Steve.
Sam formaba un escudo con sus brazos entre Zemo y Steve.
Pero Zemo…
Zemo estaba impasible, con su expresión retadora intacta.
El enfrentamiento se les estaba a nada de escapar de las manos.
Hasta un resoplido interrumpió la tensión, y Sam habló con cautela.
—Ok. Ya fue demasiado.
Su mirada se posó sobre Zemo y Steve con advertencia, para luego detenerse sobre Bucky, en donde se transformó en una súplica silenciosa.
Bucky no se movió al principio. Su brazo metálico sostenía a Steve, sin forcejear ni intentar moverlo de lugar. Solo se aferraba a él.
El eco de la ruptura de la mesita resonaba todavía entre el jet.
Las manos de Steve se aferraban a uno de los extremos de la mesa partida. Sus hombros estaban visiblemente contraídos, formando densas sombras sobre su camisa blanca.
Sus ojos estaban fuertemente cerrados mientras intentaba calmarse, aunque su caja torácica mostraba que no tenía éxito: se expandía y se contraía rápidamente.
Ese día insistía en continuar golpeando, golpeando con una ira que sabía que se merecía.
Ya había tenido suficiente.
La otra mano de Bucky, la que no estaba ocupada sintiendo el golpeteo frenético del corazón de Steve, recorrió el deltoides de Steve, asiéndose sobre su brazo con un agarre imposible de ignorar.
Lentamente, el rostro de Steve se suavizó. La línea entre sus cejas se relajó y el rechinido de sus dientes cesó.
Sus respiraciones dejaron de ser tan rápidas, aunque todavía no regresaban a la normalidad.
Bucky apartó la vista un segundo, encontrándose con Sam apuntando a Zemo con su dedo índice y con una mirada sin paciencia.
Los latidos del corazón de Steve continuaban implacables, y Bucky decidió intentar algo más.
—Steve —su voz fue baja, contenida. Con comprensión.
Solo era su nombre. Pero había algo en la forma en que lo dijo, o quizás algo en su voz, que hizo que los nudillos de Steve recobraran su color.
Aunque quizás solo había sido Bucky en sí.
La respiración de Steve se había vuelto superficial y el pálpito de su corazón era rítmico de nuevo, con la intensidad normal de un supersoldado.
Y a pesar de que se sentía como si estuviera rodeado de balas que se dirigían hacia él, su voz salió cálida.
—No le des a Zemo lo que quiere, no caigas en sus palabras —susurró—. Te prometo que se está muriendo de ganas de verte perder la cabeza.
Steve tomó una gran bocanada de aire, soltandola con una exhalación poderosa. Necesitaba recuperar el control.
No podía dejar que Zemo ganara.
Steve Rogers nunca supo rendirse. Pero esto… Esto no era una pelea. Esto era una provocación directa.
Y las manos de Bucky lo sostuvieron hasta que estuvo listo, hasta el momento en que Steve separó sus manos del borde astillado de la mesa.
Enderezó su espalda, y buscó a Bucky para decirle que estaba bien y lo que encontró fueron unos ojos llenos de preocupación y… de algo más.
Había algo en su semblante, algo en la forma en la que sus cejas se arqueaban suavemente.
Algo como devoción.
Pero eso no tenía sentido.
Steve vaciló, y luego asintió con calma hacía su amigo, asegurándole silenciosamente que se encontraba mejor.
Bucky le dedicó una leve sonrisa. Su brazo se despegó de su pecho al mismo tiempo que su otra mano lo dejó ir.
El aire todavía pesaba en su pecho, pero Steve no se dejó hundir. No ahora. No frente a Zemo. No cuando Bucky aún tenía su mano a medio camino entre sostenerlo y dejarlo ir.
Steve levantó la cabeza, enderezó los hombros una vez más y se concentró.
Y entonces, habló.
—Está bien si crees que ni Sam ni yo podemos ir a Madripoor. Entiendo tu punto.
Su voz era firme. Indiscutible.
—Pero no voy a forzar a Bucky a ser el Soldado del Invierno.
Y ahí estaba otra vez esa idea.
La primera vez que Zemo la mencionó, Bucky se removió en su asiento, incómodo, llevándose las manos hacía los bolsillos de su chaqueta.
En ese momento se sintió pequeño, como si el ambiente a su alrededor lo aplastara y le cortara el flujo de aire.
No era un pensamiento ajeno. No era algo nuevo. Había vivido con la sombra del Soldado del Invierno respirándole en la nuca cada maldita noche.
Pero el Soldado era una pesadilla de la que siempre conseguía escaparse, y bajo ninguna circunstancia creyó que tendría que volver a ponerse en su piel de nuevo.
En ese momento Steve se había adelantado a responder por él, con una crudeza visceral. Su reacción incontenible lo mantuvo ocupado por un momento, olvidando la idea por un momento.
Ver a Steve perdiendo el control de nuevo, tan rápido, fue suficiente distracción.
Hasta que dejó de serlo.
Y ahora Steve había traído el tema de nuevo a la mesa, y lo notó.
Un par de ojos lo miraban desde el fondo de su cráneo.
Observaban. Esperaban. Acechaban,
La presencia estaba lista para tomar el control de nuevo.
Le estaban pidiendo que reviviera su peor infierno.
Que abriera la jaula donde lo habían encerrado y dejara salir a la bestia, aunque fuera por una sola noche.
Aunque fuera fingido.
Aunque la programación ya no existía en su cabeza.
La pesadilla de la que todavía no lograba escapar. La que lo dejaba exhausto y drenado noche tras noche.
Los hombres, las mujeres y los niños que desaparecieron bajo sus manos.
Podía sentirlo.
El peso del arma en sus dedos. El frío del acero de un cuchillo desgarrando los músculos de un cuello sin rostro. El pesado sonido de los cuerpos cayendo inertes uno tras otro. Y luego… los ojos de los inocentes que suplicaban, que le gritaban que tenían esposas, madres e hijos.
El vacío en su mente, en su pecho, en su alma.
Su propia respiración se sintió lejana, como si no le perteneciera.
Se sintió fuera de sí, como cuando despertaba en una celda sin recordar lo que había hecho. Como cuando su único propósito era la siguiente orden, el siguiente objetivo, la siguiente muerte.
Como cuando la recompensa tras una misión bien hecha eran los golpes y las torturas.
Un ciclo vicioso de dolor interminable.
Se sintió atrapado.
Bucky tragó saliva y desvió la mirada hacia la única persona que podía aferrarlo a la realidad.
Steve.
Había algo en la forma en la que Steve trataba la situación como si todavía tuvieran una elección, que lo hacía sentir reconfortado. Como si las cosas aún fueran tan simples como un sí o un no.
Pero no lo eran.
Bucky había traído a Zemo.
Era su elección la que los había llevado hasta ese momento. Hasta esa falsa sensación de elección.
Se sintió sucio, contaminado por la sombra de la decisión que había tomado en la prisión.
Y Steve…
Steve estaba cansado, pero se obligaba a seguir. A cargar el peso del mundo sobre sus hombros como si fuera su condena.
Atlas con el corazón abierto, con la sangre brotándole del pecho y derramándose sobre sus piernas.
La ironía de Atlas era que no sabía cómo levantar ese peso de sus hombros.
Pero Bucky…
Bucky lo haría por él.
Por Steve, iría al infierno y de regreso, las veces necesarias.
Por Steve, sería Atlas mientras duerme.
Por un momento, el sonido del motor del avión pareció desvanecerse.
Bucky miró directamente a Steve.
No a Zemo. No a Sam. No a Joaquín.
A Steve.
Porque esto era por él.
Porque todo era por él.
Por Steve sería capaz de soportar ese dolor de nuevo.
Y sin apartar la mirada, lo dijo.
—Está bien. Fingiré ser él. Por una noche.
Steve reaccionó al instante.
—No.
Se inclinó hacia Bucky, su voz bajando un tono, más personal, más suplicante.
—Bucky, no tienes que hacer esto.
Pero Bucky ya había tomado la decisión.
No porque quisiera hacerlo, sino porque sabía que era la única opción.
Steve entendió la determinación que se irradiaba de todo su semblante. Pero antes de que pudieran decir algo más, una voz interrumpió sin piedad.
—Capitán, ya no tenemos tiempo para otra de sus conmovedoras discusiones.
Zemo se había acomodado en su asiento con un aborrecimiento completo por el círculo vicioso entre ellos dos.
Steve cerró los ojos un segundo, como si eso pudiera contener la impotencia que lo consumía.
Zemo se reclinó con calma, apoyando un brazo sobre su pierna cruzada mientras recargaba su rostro.
—Si realmente quieren encontrar la verdad sobre el suero antes de que la fórmula caiga en una manos peores, es ahora o nunca.
Dejó que la frase quedara flotando sobre ellos.
Steve apartó la mirada, asfixiado. Porque ya sabía qué hacer. A su lado, Bucky no dijo nada más, porque ya no había nada más que decir.
La decisión estaba tomada, y sabía que Steve quería detenerlo y que en su mente, seguía buscando otra forma, una salida que no existía.
Pero Bucky ya había decidido. Y la única forma de que Steve aceptara esa decisión era dándole algo a lo que aferrarse.
Así que lo hizo.
—Estaré bien, Steve —hizo una pausa, apenas perceptible—, no me convertiré en él de nuevo, las palabras de activación ya no funcionan en mí.
Respiró hondo, soltando el aire lentamente, y sus ojos encontraron los de Steve.
—Sé que me vas a cuidar.
Steve abrió la boca, pero no encontró palabras.
Y antes de que pudiera procesarlo, Zemo retomó la conversación donde la había dejado.
—En Lowtown se encuentra el Brass Monkey Saloon —informó—. Es el punto de reunión de los mercenarios más poderosos de Madripoor. Si hay alguien que tenga información sobre el suero, tiene que estar ahí.
Zemo sonrió con diversión.
—Tenemos la entrada asegurada.
Su mirada se deslizó con fiereza hacia Bucky. Steve no pudo evitar fruncir los labios con amargura.
—El Soldado del Invierno —Zemo lo dijo como si pronunciara el nombre de un mito, de una leyenda.
Bucky no reaccionó.
Sam resopló. Se había quedado al margen de la situación pero ya estaba cansado de todo esto.
—Déjame adivinar. Él va a ser tu guardaespaldas personal.
Zemo asintió con satisfacción.
—Por supuesto, y el teniente Torres también. —giró la cabeza hacia Joaquín con una sonrisa ligera—. Tendrás el honor de ser parte de mi seguridad personal.
Joaquín rió.
—Yay —dijo sin ánimos.
Zemo regresó su atención hacia Bucky.
—Tendrás que seguir mis órdenes al pie de la letra. Sin cuestionarlas ni rechazarlas. El destino de la misión está en tus manos.
Las palabras viles incomodaron a los tripulantes, pero Bucky ni siquiera parpadeó.
—Lo sé.
Zemo sonrió, satisfecho.
—Entonces, caballeros, prepárense. Madripoor nos espera con los brazos abiertos.
Un nuevo objetivo se dibujaba en el horizonte, y eso fue suficiente para que Joaquín se lanzara hacia la cabina, ajustando los controles del jet. El jet cambió su rumbo.
Dejando encendido el piloto automático, Joaquín regresó al interior del jet.
—Tenemos aproximadamente una hora para llegar a Madripoor —informó.
Sam rodó los ojos y se puso de pie.
—Es momento de comer algo antes de que se desate el infierno.
Sam y Joaquín se dirigieron hacia la cocina, y el sonido de empaques de plástico y bolsas arrugandose flotó con una calma traicionera sobre la habitación.
Bucky le dirigió una mirada mordaz a Zemo antes de levantarse y caminar hacia la cocina. Steve le siguió tras dedicarle otra mirada de advertencia a Zemo, que se lo estaba tomando con demasiada calma.
En la cocina, los dos no pudieron evitar sentir los fantasmas de su conversación pasada, pero antes de que pudieran sentirlo demasiado, Joaquín y Sam colocaron comida en sus manos.
Los cuatro se mantuvieron en la cocina, desviando sus miradas hacia el asiento de Zemo, que se había quedado en silencio mirando a través de la ventanilla, atrapado entre las nubes.
Joaquín estaba a punto de hincarle el diente a su sándwich, cuando un recuerdo cruzó por su mente.
—Ayer, cuando Steve y yo estábamos en la base de los Vengadores. Mientras ustedes dos se escapaban —señalo a Sam y Bucky con su sándwich—, encontré algo interesante.
Steve asintió a su lado, mientras que Sam sonreía ante el recuerdo.
Joaquín extrajo su cartera del bolsillo trasero, y de ahí sacó un pequeño artefacto, más pequeño que una pastilla.
—Cuando Tony Stark comenzó a trabajar con nanopartículas, diseñó estos comunicadores —comentó—. Se adhieren a la piel y son prácticamente indetectables.
Joaquín le tendió uno de los auriculares a Bucky, quien lo tomó sin pensarlo mucho.
—Podríamos usarlos en esta misión. Ya saben, mercenarios y todo eso.
Steve se detuvo a mitad del trago de una botella con agua, sintiendo el peso de las palabras de Joaquín.
—No me importa lo que pase ahí dentro.
Los tres dirigieron su mirada hacia él.
—Si la situación se sale de control, no me importa el plan. No me importa Madripoor, ni Zemo, ni el suero.
Su mirada se posó en Joaquín y luego en Bucky.
—Voy a ir tras de ustedes.
Bucky sostuvo la mirada de Steve, sin pestañear.
No respondió. No porque no tuviera algo que decir, sino porque no sabía cómo decirlo.
Sam, que ya los conocía demasiado bien, suspiró y volvió a concentrarse en su comida.
—¿Pueden, por favor, no hacer esto justo antes de que toquemos tierra?
Joaquín, entretenido con la escena, dejó escapar una voz calmada.
—Nah, déjalos, ya es costumbre.
Sam gruñó y volvió a comer.
Los cuatro terminaron de comer entre el sonido de la voz de Joaquín hablando sobre los prototipos de Stark que había encontrado en la base. Pero Bucky no lo escuchó.
Terminó su sándwich con rapidez y se alejó sin decir nada. La puerta del baño hizo un breve click cuando giró la cerradura.
Se dejó caer sobre el lavabo y el espejo lo recibió con una imagen cruel.
La imagen se fracturó en miles de pedazos.
Una grieta cruzó su mejilla, desfigurando su rostro.
El vidrio se astilló sobre su brazo y una figura roja emergió como sangre hacia la superficie.
Una estrella de picos afilados.
Un bozal sobre su mandíbula, cerrándola cruelmente.
Los ojos del feroz predador.
La imagen punzó sobre sus ojos y se obligó a cerrarlos con fuerza.
Se forzó a inhalar profundamente. No podía pensar así. No ahora.
Un leve golpe en la puerta lo sacó de su tortura.
—Bucky, estamos llegando —era la voz calmada de Sam—. Vamos.
Bucky cerró los ojos un segundo, exhaló, y dejó que la imagen se fuera a través de la coladera.
Abrió la puerta y se encontró con la mirada de Sam a la que no se le escapaba nada.
No dijo nada. No tenía que hacerlo.
Bucky le sostuvo la mirada solo por un instante antes de seguirlo hacia la cabina de pilotaje.
Cuando llegaron, Joaquín estaba ajustando los controles, su mandíbula tensa.
—Estamos cruzando el espacio aéreo de Madripoor —su voz era seria, enfocada—. Esto se puede poner feo muy rápido.
Unos pasos se aproximaron con decisión a la cabina de pilotaje.
Sin prisa, con una calma que solo hacía que la tensión aumentara, Zemo se acercó a la pantalla de comunicación. Sus dedos bailaron sobre los botones con la precisión de alguien que sabía lo que estaba haciendo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Joaquín, horrorizado.
Las manos de Joaquín se dirigieron haca la pantalla, pero Zemo le impidió siquiera tocarla. La estática inundó la cabina hasta que una voz masculina resonó al otro lado de la línea.
—¿Quién demonios es?
Zemo sonrió, su tono impecable, casi cortés.
—Soy el Barón. Tengo asuntos pendientes en Madripoor.
Un silencio tenso se filtró a través de la comunicación.
Luego, un resoplido.
—Sabíamos que volverías.
El sonido de teclas siendo presionadas con rudeza se escuchó al otro lado de la línea.
—Bienvenido de vuelta, Barón Zemo.
La transmisión se cortó.
Zemo se enderezó, mirando a los demás con la confianza de un hombre que acababa de ganar una partida de ajedrez en dos movimientos.
—Ya podemos entrar.
Bucky cerró los ojos por un segundo.
El avión descendió suavemente en Madripoor. No había vuelta atrás.
El rugido de los motores llenó la cabina cuando el jet tocó tierra. Madripoor los recibía con sus garras abiertas.