
Chapter 1
—¡Soltadme ya, joder!
Sus secuestradores —si se les podía llamar así, porque estaba segura de que les conocía por nombre y apellidos—, la llevaban maniatada por lo que parecía ser un pasillo estrecho, arrastrándola sin cuidado por la superficie resbaladiza del suelo. Les había costado un brazo roto y tres puñetazos bien dados ponerle una venda sobre los ojos, pero al final lo habían conseguido, dejándola completamente desorientada y sin la más mínima idea de dónde estaba. El aire olía a humedad, madera vieja y tabaco barato, impregnando sus pulmones de humo con cada respiración, y sus pies tropezaban de vez en cuando con los bordes irregulares de los adoquines, haciendo que avanzara con menos dignidad de lo que le gustaría.
No era la primera vez que se encontraba en una situación similar —el modus operandi de su captor era un tanto predecible—, pero eso no quitaba que odiara que la agarraran a la fuerza, sobre todo si lo hacían dos gañanes malolientes que llevaban por lo menos tres semanas sin ver una ducha. Intentó zafarse de nuevo, torciendo las muñecas y arqueando la espalda para desestabilizarlos, pero los hombres eran más fuertes de lo que parecían, y su agarre no cedió.
Antes de que pudiera volver a intentarlo, se detuvieron de repente, incorporándola de un tirón. El movimiento le arrancó un jadeo de sorpresa. Un par de manos la soltaron, y solo uno de ellos se quedó sujetándola mientras el otro abría una puerta metálica, que rompió el silencio del espacio con su estridente quejido.
—Entra —el hombre le dio un empujón hacia delante.
Tuvo que reaccionar rápidamente para no caerse de bruces contra el suelo, tambaleándose un poco hasta que consiguió recuperar el equilibrio.
—Muy amable —espetó, buscando a ciegas la silla donde tenía que sentarse. Cuando la encontró, la movió ligeramente con el pie para hacerse hueco y se sentó—. ¿Podéis quitarme la venda de una maldita vez, por favor?
Silencio. Sin avisar, alguien chascó los dedos, y de pronto tuvo las manazas de uno de esos gorilas sobre los ojos, tratando de quitarle la venda torpemente.
—¿En serio? ¿Tanto te cuesta desatar un simple nudo? —se quejó, girando la cabeza para dificultarle el trabajo, más por fastidiar que otra cosa.
—Deja de moverte —gruñó el hombre, tirando innecesariamente del nudo para deshacerlo. Ese se merecía otro puñetazo como poco.
Cuando la venda cayó por fin, parpadeó varias veces, sus ojos tardando en adaptarse a la penumbra de la habitación. La luz era tenue, suficiente para distinguir las sombras difusas de los muebles, pero no para discernir bien los detalles de la estancia. Frente a ella, una mesa metálica reflejaba la silueta de dos hombres que se movían en las sombras, uno de ellos todavía masajeándose el brazo como recordatorio de su enfrentamiento previo. Pero Marta solo tenía ojos para la persona que había sentada a la mesa, justo delante de ella, observándola con un interés punzante que hizo que se enderezara instintivamente en el asiento.
—Marta —su voz era tan áspera como siempre—. ¿Otra vez, de verdad?
La rubia se encogió de hombros, haciendo que los grilletes se apretaran aún más contra sus muñecas. Sabía que a la mañana siguiente se levantaría con toda la zona llena de moratones, pero no le importaba. Estaba más que acostumbrada al dolor, al peso de las cadenas y ese familiar ardor en la piel, como el de una herida abierta que no llegaba a cicatrizar del todo.
—Estaba aburrida —respondió, tratando de sonar lo más indiferente posible.
—Ya son tres intentos en un mes. —Como si tuviera que recordárselo. Como si no sintiera cada fracaso como una puñalada en el vientre—. ¿Es que no te cansas?
La mujer sonrió, dejando que su rostro se torciera en una mueca sarcástica.
—¿De intentar ser libre? —rio con ironía—. Difícilmente, Padre.
Había pocas personas que tuvieran el placer de poder importunar al infame Don Damián de la Reina, y su hija mediana era una de ellas. Aun así, solo se limitó a apretar los dientes, claramente conteniéndose para no dejarle ver lo molesto que estaba. Sabía que cada intento de escape, cada vez que su hija se quedaba a un solo paso de salir del país, era un golpe a su autoridad, una amenaza a su control.
—Tienes suerte de que no me haya cansado de ti aún —gruñó, su tono grave y cortante como un cuchillo de doble filo, afilado y letal.
—No es suerte, Padre. Es porque sabes que, si me dejas ir, perderías todo tu poder sobre mí.
La respuesta flotó en el aire, desafiante. Damián la observó fijamente, sus ojos oscuros llenos de ira mientras ella le mantenía la mirada, sin ceder ni un centímetro. Eventualmente se cansó, y se reclinó despacio contra el respaldo de la silla.
—Bueno, no hace falta ponerse así —le dijo, soltando un suspiro afligido—. No te he traído aquí para discutir.
Marta se quedó callada, esperando a que continuara.
—Quiero proponerte algo. ¿Qué te parece si hacemos un trato? —sonrió, mostrándole sus pulcros dientes blancos. La expresión en su rostro era la de un hombre que sabía que controlaba la situación a la perfección—. Haces un trabajo más —prosiguió—, solo uno, y yo te doy lo que más deseas.
¿Qué?
No pudo evitar soltar una risa incrédula.
—¿De verdad se piensa que voy a creer algo de lo que me dice? Llevo diez años atrapada bajo su yugo. Diez años pagando por los pecados que cometió Jaime —escupió el nombre de su fallecido marido con desprecio—, y no es la primera vez que escucho sus promesas vacías y trucos baratos.
—Esta vez no hay trucos. —Su padre se quitó las gafas y comenzó a limpiarlas con parsimonia con el dobladillo de la camisa—. Te estoy dando tu libertad, Marta, a cambio de cumplas con tu deber. Solo te pido que hagas lo que mejor sabes hacer una última vez. Y si lo haces bien, serás libre.
La mujer tragó saliva, sintiendo el ritmo de sus pulsaciones acelerarse.
—¿De quién se trata? —preguntó casi sin darse cuenta, maldiciéndose mentalmente por haber cedido tan rápido.
El empresario sonrió en respuesta, un destello de satisfacción cruzando su rostro al ver que tenía su atención.
—Se llama Serafina Valero, la hija de Isidro Valero.
Eso sí que la pilló desprevenida.
—¿La hija del presidente? —abrió los ojos, sorprendida—. ¿En serio?
—¿Qué pasa, es demasiado para ti? Nunca te ha importado el cargo de tus objetivos.
La rubia meneó una mano de un lado a otro.
—No es eso. Simplemente no me lo esperaba —negó. Serafina siempre le había parecido una chica muy normal, y no comprendía qué había hecho para acabar en la lista negra de su padre. Curiosa, frunció el ceño e inquirió—: ¿Qué ha hecho?
—¿Ella? —Damián soltó una risa suave, como si la pregunta le resultara graciosa—. Nada. Pero su padre, por el contrario, tiene que aprender a no meterse donde no le llaman.
El corazón se le paró en el pecho.
—Es inocente —farfulló, su voz apenas un susurro. Por un momento, sintió que le faltaba el aire, como si una mano invisible le apretara la garganta —. ¿Quieres que mate a una inocente?
Damián rodó los ojos, aparentemente cansado de su reticencia.
—No te me pongas sentimentalista. Me da igual esa chica, esa no es la cuestión. Isidro tiene que pagar por lo que ha hecho.
El tono de su padre era tajante, y un escalofrío de rabia le recorrió el cuerpo, haciéndola hervir por dentro. Sus manos, aún atadas, se apretaron en puños, luchando contra las cadenas que le limitaban el movimiento.
—¿Por qué tiene que pagar ella por los errores de su padre?
Marta sintió que sus propias palabras la atravesaban como un puñal. Era imposible no pensar en sí misma, en su propia vida, en su propio sufrimiento, todo causado por los deslices de un hombre que, al igual que el padre de esa chica, nunca asumió la responsabilidad de sus actos. Llevaba una década pagando por un crimen que no cometió; sabía muy bien lo que era verse condenada por los pecados de otro.
Pero a Damián todo eso le daba igual.
—Porque es un blanco fácil —respondió con sencillez—, y la forma más certera de hacerle daño.
Ahí estaba otra vez. Para el De la Reina, las personas no eran más que simples peones a los que manipular a su beneficio, un instrumento de venganza que podía utilizar para hacer daño a quienes iban en su contra. Y en su cruzada por demostrar su poder, no le importaba el sufrimiento que causaba, ni las vidas que destruía en el proceso. Era repulsivo. Cada vez que hablaba con él, más se convencía de que su padre había perdido por completo la humanidad, reemplazada por una fría ambición que lo consumía todo a su paso.
—Me das asco —tensó la mandíbula, reprimiendo el impulso de echársele al cuello. Lo había hecho otras veces, y siempre terminaba arrepintiéndose—. Nunca he conocido a un ser tan miserable como tú.
—Ay, hija —se llevó una mano al pecho en un gesto dramático—, que me vas a hacer llorar.
Mientras su risa reverberaba entre las cuatro paredes de la sala, se inclinó hacia delante y juntó las manos sobre la mesa, contemplándola con un brillo expectante en la mirada.
—¿Aceptas o no?
Marta le miró a los ojos, esos marrones que nada tenían que ver con los suyos, y se preguntó por vigésima vez cómo demonios iba a salir de esta. Su mente daba vueltas y vueltas, buscando una salida, una alternativa que pudiera liberarla de las garras de su padre sin tener que ceder a sus demandas, pero sabía que no le quedaba otra opción. Si quería ser libre, tendría que jugar una última vez a su retorcido juego, aunque eso significara hacer lo impensable. Aunque supusiera perderse a sí misma en el proceso.
Ignorando la angustia se acumulaba en su pecho, asintió.
Ya no había marcha atrás.