
Gota segunda
Es cuestión de segundos.
Ni siquiera queda tiempo para respirar.
Miras hacia el frente y entonces lo ves.
Ahí está.
El humo.
El estruendo.
El aire contaminado de polvo y tierra.
El vacío haciendo eco en tus oídos y en el fondo de tu pecho.
La garganta ardiendo.
Y lo más simple del mundo: la nada.
Así lo recuerda Caitlyn y así se lo ha narrado a su madre y al doctor esta mañana a primera hora mientras le curaban la brecha de la ceja y le destapaban momentáneamente el ojito izquierdo al que han decidido aplicarle un parche protector para evitar que se rasque el párpado. Los microcristales y virutas desprendidas de la pared actuaron como metralla; afortunadamente, no le quedaran secuelas.
Por desgracia, Jayce no puede decir lo mismo. Cait recuerda perfectamente cómo el cuerpo de su amigo, casi un hermano para ella, se interpuso prácticamente sin proponérselo entre ella y la explosión. Así lo ha contado porque, a pesar de la desgracia, la situación no ha conseguido arrebatarle las ganas de hablar que tanto la caracterizan.
Fue un visto y no visto.
Nadie se lo esperaba.
Y nadie pudo hacer nada.
La Policía Militar colaboró tan rápido como pudo y, según ha escuchado hablar en estos días a los médicos, tuvieron suerte, mucha suerte.
Pero hoy… hoy ya es otro día. Uno distinto.
Debe ser muy temprano.
Apenas entra el sol por la ventana de la habitación porque ha estado lloviendo toda la noche y el único ruido que se escucha en la planta del Hospital Clínico de Piltover es el discreto resonar de los zapatos de los celadores haciendo guardia matinal por el pasillo.
Caitlyn gira la cabeza con cuidado hacia la respiración suave que le llega desde la zona izquierda, allí donde todavía no puede ver por culpa del parche quirúrgico. Sabe que su madre está ahí. Se queda en vela todas las noches, pero hoy el cansancio ha debido vencerla.
La pequeña se guarda sus ganas de pedirle agua, como hace en casa cada vez que tiene sed o miedo —una excusa poco convincente, pero que funciona de lujo para conseguir sus atenciones—, frunce el ceño y se rasca la ceja que le queda al aire. La gasa clínica molesta y a veces pica, pero ahora que no hay nadie mirando puede acercar la mano un poquito y rascarse…
—Caity, ni hablar. Ni se te ocurra.
Afirmación captada. Y encima ha utilizado hasta su forma secreta para apelarla. Va en serio. No hay más opción. La voz adulta suena rotunda, no está bromeando.
Deja caer la mano de golpe y la esconde entre las sábanas. Nada de toquetearse la cara, ni las cejas, ni las magulladuras de la nariz que tanto están tardando en sanar. Es molesto. Y, a juzgar por los ojos de su madre —esos tan parecidos a los suyos— está claro que ella tiene razón y antes de que lo diga, ya sabe lo que llegará hasta sus oídos:
—No se toca.
Y ahí está.
Caitlyn suspira y esta vez es Cassandra la que se remueve en el sillón donde lleva apostada toda la madrugada. Se adecenta el pelo con las manos discretamente y luego carraspea. Sin que su hija siquiera le pregunte ni le pida nada, ya está alargando el brazo para llenar un vaso de agua con el jarro que hay sobre de la mesita de noche para tendérselo.
Su hija hace ademán de cogerlo con sus dos manitas, pero ella lo retira de inmediato —alejándolo de su infantil alcance—, se levanta y toma asiento al borde de la camilla para darle de beber.
—Todavía no puedes, y lo sabes.
Sí, lo sabe. Y por eso Caitlyn ni se molesta en protestar. Las heridas de la cara son una tarea pendiente de cura relativamente inmediata para su cuerpo, pero con respecto al resto… todavía le queda esperar mucho más.
Aun así, cuando nota el vaso cerca de sus labios, no puede evitar alzar levemente una de sus manos —cuidadosamente envuelta en vendas— para sentir un mínimo de apoyo, aunque todavía no pueda mover los dedos.
—Issshh… —sacude la cabeza ligeramente, con el ceño más que fruncido—. Qué fría.
El agua, aunque expuesta a la temperatura ambiente de la habitación de ingresos, le hiela las encías, especialmente el nuevo hueco de su paleta que todavía se resiente, esa que debió partírsele en algún momento de la explosión. ¿Quizás con el golpe de algún cascote? ¿O al caerse de boca contra el suelo? Los médicos no están seguros y ella tampoco; no lo recuerda y probablemente nadie nunca lo sabrá.
Su madre le sonríe con la misma expresión en el rostro que cuando se despertó por primera vez, pero al menos ya no se le ven gotitas en los ojos, así que Cait está contenta. La tiene con ella, no está en el Consejo —como siempre— y no le ha vuelto a hablar de ir al dentista cuando todo acabe, aunque sabe que el fatídico día del arreglo de su diente partido terminará llegando sí o sí. Quizás, para ese entonces, la de las gotitas en los ojos será ella y no su madre.
Ninguna de las dos dice nada. Cassandra simplemente contempla a su hija mientras la ayuda a terminar de beber y luego retira el vaso con cuidado. Se queda mirándola en silencio, le aparta cuidadosamente un mechón de pelo de la cara para que no se le pegue a los cicatrizantes que los médicos le han aplicado en el turno de noche y suspira.
—Duérmete otra vez, cariño.
Esta vez es ella quién hace amago de levantarse, pero una torpe manita que apenas puede sujetar las sábanas por el aparatoso vendaje que porta, se posa sobre uno de sus muslos a modo de petición inesperada.
—Mamá.
La señora Kiramman la mira en silencio. No sabe qué esperar. Quizá tiene miedo. Quizá pretende preguntarle si volverá al Consejo por la mañana —y no piensa hacerlo—. Quizá necesita ir al baño. O quizás solo está preocupada por cómo le quedará el diente. Pero en última instancia, y a juzgar por los ojos de su hija —esos tan parecidos a los suyos—, Cassandra puede hacerse una idea sobre el asunto al que esa pequeña cabecita anda dándole vueltas y antes de que lo diga, ya sabe lo que llegará hasta sus oídos:
—¿Está despierta ya la otra niña?
.
.
.
Es cuestión de segundos.
Ni siquiera queda tiempo para respirar.
Miras hacia el frente y entonces la ves.
Ahí está.
El humo de la sala de fiestas.
El estruendo de la música a todo volumen.
El aire contaminado de alcohol, bebida y perfume.
La plenitud de los latidos haciendo eco en tus oídos y en fondo de tu pecho.
La garganta ardiendo.
Y lo más maravilloso del mundo: ella.
A Caitlyn sólo le hacen falta cuatro segundos para recordar con mayor exactitud esos ojos azul grisáceos que ahora tiene justo delante, incluso cuando todavía no la están mirando. El vaso que la camarera se afana por secar está robando toda su atención y le parece un detalle mundanamente injusto.
—¿”Belleza”?
La palabra que ha usado para referirse a ella sale disparada de entre sus dientes como si la hubiera escupido.
«¿Cómo que “belleza”?»
El pensamiento que la repite se esconde al fondo de su circuito neuronal porque de ello depende mantener su estricto sentido de la dignidad en este instante.
Una doble pregunta retórica para la que no espera respuesta rebota en cada esquina de su conciencia como si su cabeza actuase al modo de una mesa de ping-pong. Verla después de tanto tiempo la ha dejado corta de palabras, pero también de metafórica imaginación incluso para visualizarse no quedando cual imbécil delante de ella.
De cualquier forma: no, desde luego que Cait no está lista para enfrentarse a los iris de Violet cuando esta alza la cabeza desde detrás de la barra sin variar si quiera un ápice la expresión de su rostro.
La ve distinta. La ve preciosa. La ve cambiada y a la vez, es increíble lo mucho que sigue siendo tal y como la recuerda a pesar de los años. Y puede que las luces modo discoteca le estén jugando una mala pasada, pero por fortuna, ha podido verla de manera más o menos clara mientras estaba subida al escenario con la guitarra; no hay duda: es ella.
Y, a juzgar por cómo la mira, está esperando algo —su petición de bebida, probablemente—, pero la de Piltover ni siquiera ha pensado todavía qué decir.
Un.
Dos.
Cait abre la boca para pronunciar su nombre, pero la nada abandona sus labios.
Tres.
Cuatro.
La camarera suelta el trapo mientras ambas se contemplan en absoluto silencio.
¿Un?
A Cait se le ha olvidado respirar frente a sus ojos cuando la sorprende mirándola directamente a los labios.
¿Dos?
El rostro de la de Zaun se contrae en una mueca de extrañeza. Le ha parecido oírla decir algo, pero no está segura.
¿Tres?
¿Cuatro…?
—¡¿Que qué?! —le pregunta a gritos la camarera ahuecándose la oreja con la mano libre. Apenas se escucha nada entre el barullo de la gente y el volumen de la música.
Ya no son cuatro sino ocho segundos que se le atraviesan en la garganta como un palo de escoba, ese mismo palo de escoba con el que podrían barrer los rastros de la poca vergüenza propia que le queda a Cait y que ahora está hecha trizas a sus pies.
.
.
.
Vi ni siquiera puede verla claramente entre toda esta agresiva iluminación. La imagen principal que recibe a contraluz (¿o más bien a contra-foco?) es un juego de destellos blanquecinos y sombras que proviene de las inmediaciones de la actuación y que, en verdad, está deseando que termine. No puede enfocar bien y se obliga a sí misma a parpadear varias veces mientras trata de averiguar qué es lo que la clienta le está pidiendo.
Entre que es incapaz de distinguir lo que le dice con la improvisada lectura de labios y tampoco escucharla por el retumbar de la música, este va a ser su peor servicio; y sin Vander cerca tampoco tiene quien la socorra. Está sola tras la barra y tiene que dar buena impresión. A saber la de pilties estirados que pueden dejarse una buena pasta con el dinero de papá esta noche; no puede arriesgarse a perder una inversión así y menos a las puertas de la gran Competición de Jóvenes Innovadores; todos los que se sientan bien atendidos repetirán mañana y, a ser posible, el año que viene también. Es la primera vez que en el bar se atreven a tanto con la fiesta y tienen que hacer que merezca la pena.
La muchacha vuelve a mover la boca, pero la barra cada vez está más llena, la música más alta y las luces no dejan de parpadear. La ve a trozos, como fogonazos: cabello oscuro, ojos inquietos y una media sonrisa que se trasforma con cada sucesión de imágenes en una mueca que Vi no es capaz de descifrar. ¿Se va a marchar?
No, no, no, no.
Tarda, no cuatro, sino menos de cuatro décimas de segundo en soltar el vaso en el fregadero —ensuciándolo de nuevo sin darse cuenta— y se apoya con ambas manos sobre la barra, para inclinarse hacia delante.
—¡¿Qué querías?! —exclama ahora más cerca del rostro ajeno.
Con el redoble de los platillos y el grito roto de una Powder mucho más que motivada en mitad del escenario, la gente estalla en vítores finales, la ráfaga de luces blancas en la oscuridad se detiene justo para que el azul de un par de inquisitivos zafiros la saluden bajo el arco de dos cejas que se alzan a la par desde el otro lado de la barra.
Es cuestión de segundos.
Ni siquiera queda tiempo para respirar.
Miras hacia el frente y entonces la ves.
Ahí está.
¿Una clienta más?
Caitlyn traga saliva. Vi respira algo agitada. Se está manteniendo de puntillas tan cerca de la muchacha como puede a base de hacer pulso contra la barra con las manos y los músculos en plena tensión. Sacude la cabeza, esperando una reacción.
—Hola.
Brillante. Maravilloso. Un clásico.
Estelar intervención. Ese fatídico “hola” es lo único que escapa de entre los labios a la de Piltover justo cuando la música ha dejado de amparar el sonido de su voz: ahora ambas pueden escucharse alto y claro y Cait no está realmente segura de si el detalle le gusta o la aterroriza al mismo tiempo.
—Hey, hola —Vi le devuelve en respuesta, destensándose por fin y recuperando la altura en su posición habitual con un suspiro de alivio—. Perdona, no te escuchaba bien. Dime qué te pongo.
Cuatro segundos de su sonrisa.
Solamente cuatro segundos y Cait se siente más segura que nunca justo antes de pronunciar lo que lleva esperando poder decirle desde que la ha visto encima del escenario:
—¿…un agua?
Pero falla.
Vi alza la vista de la barra a la que estaba terminando de dar un par de pasadas con el trapo que llevaba colgando de la hebilla del cinturón de sus pantalones y la mira de reojo.
—¿Agua? —está casi segura de que ha escuchado mal o eso quiere pensar.
No suelen pedirle algo así cuando toca barra libre. Lo mismo está equivocada y con ella no va a tener suerte. Esta chica de delante no es la típica ricachona que se deja la paga en copas usando el bono nocturno, sino una abstemia con un tocado en forma de ¿sombrero? al que le está costando trabajo dejar de mirar; además, es guapa. Quizás su fórmula de cortesía, eso de “belleza” haya sido un tratamiento más que acertado. Con respecto al sombrerito… parece un detalle adorable. Aunque no le pega nada, ¿o sí?
—Agua —la joven se reafirma en su petición. Huida hacia delante. No queda otra.
Cuando obtiene su respuesta, la camarera se encoge de hombros y asiente.
—Marchando, supongo.
Cait deja escapar un hondo suspiro al tiempo en que la muchacha le da la espalda y se echa el trapo sucio sobre el hombro con un amplio movimiento de su brazo, ese que —desde luego— no pasa desapercibido para la piltie; al igual que la mecha azul en el trenzado de su pelo. Es un detalle que contrasta de pleno con todo y que, desde luego, hace juego de manera irónicamente acertada con la cicatriz del cuello y el rostro. Es un detalle adorable. Le queda bien, ¿no es así?
«Cobarde», piensa para sí misma y se muerde el labio mientras se apoya en la barra con los codos. No es una pose precisamente de señorita, pero poco le importan las lecciones de su madre ahora mismo; necesita parecer una persona segura y para eso tiene que moverse como realmente ella se siente segura.
¿Un agua? Ridículo. ¿Qué pensaba pedirle? ¿Aceite? Quizás hasta con esa tontería le hubiese arrancado alguna que otra risa, pero tampoco es que se le diese la mar de bien destacar por el humor, así que quizás soltar lo primero que le ha venido a la cabeza y por lo que clama su garganta después de tantas horas fuera de casa ha sido lo más adecuado y a la vez lo menos arriesgado.
Caitlyn da un respingo cuando la botella de cristal recién abierta y un par de vasos con hielo retumban sobre la superficie maderera de la barra, a escasos centímetros de sus manos enguantadas. Pero la joven se yergue en su postura de inmediato mientras contempla por el rabillo del ojo a la camarera, que ahora parece bambolearse ligeramente al ritmo de la nueva canción mientras le sirve su bebida con lo que ella considera graciosa maestría. Se le da bien, pero ¿va a seguir comportándose como si nada después de haberla visto?
—Su agua, señorita —determina la de Zaun justo cuando acaba de rellenarle el vaso en un alarde de servicial encanto, tal como Vander le había enseñado desde que empezó a ayudar en el bar siendo una adolescente.
Cait no sabe si le retumba más su propio y estrafalario pensamiento sobre el concepto “graciosa maestría” con el que antes la ha catalogado o el hecho de que esta camarera sinvergüenza la acabe de llamar “señorita” con el mismo descaro con el que anteriormente la ha llamado “belleza”. Pero, a juzgar por la naturalidad con la que le habla y con la que se mueve tras la barra, debe ser un trato habitual en La Primera Gota, o quizás es algo exclusivo en su forma de trabajar y ella simplemente le está dando más vueltas de las que debería al asunto. Por un momento, se siente tan jodidamente imbécil como cada vez que intenta socializar más allá de Jayce. Entrelaza los dedos sobre la barra y aprieta con fuerza instintivamente sintiendo la piel de sus guantes tan rígida como su propia espalda en estos momentos. Tiene que decírselo. Debe hacerlo.
—¿Vas a querer algo más?
La voz de la camarera la saca a empujones de sus autodestructivas cavilaciones y se obliga a sí misma a mirarla a los ojos de nuevo.
¿La está ignorando?
Quizás es eso.
Tiene que ser una broma.
No ha pasado tanto tiempo, ¿no?
Si cuenta hasta tres, podrá hacerlo; podrá decirlo, o quizás tenga que hacerlo hasta cuatro…
—¿Te encuentras bien? —le pregunta la camarera.
Aunque está fuera de todo lugar para un trabajador del local y Vi lo sabe perfectamente, se siente en la obligación de indagar un poco más después de su extraña reacción. A la piltie no se la ve cómoda.
La de Zaun busca los ojos ajenos casi por inercia y, en el semblante de su rostro, parece atisbar una muestra de preocupación cuando sus miradas se encuentran nuevamente; un rostro que, de un modo u otro, a Vi le resulta hasta familiar.
La clienta se tensa como si le hubiesen clavado una estaca por la espalda. Su inseguro semblante de minutos antes se transforma en una máscara de altivo desdén y, recomponiendo su habitual recta postura, toma el vaso de agua con una sola mano y se lo lleva a los labios dispuesta a vaciar su contenido con un solo trago justo antes de pronunciar:
—¿No puedo beber agua sin que se me juzgue?
El tono es sagaz y hasta ácido, nada que ver con la tímida intervención que antes le ha pedido un agua a media voz y Vi lo detecta más que de sobra. La analiza de arriba abajo, echándole una rápida ojeada en un intento por descifrar a qué ha venido. Es la hora de la barra libre, se presenta para pedirle un agua sin estar siquiera segura de ello… ¿y ahora le habla como quien escupe a un felpudo? ¿Quién narices se cree esta tía estirada con pinta de mangosta que no deja de mirarla? La Primera Gota no es una exposición con zaunitas de los que poder burlarse cuando se sale de un palacio de cristal al otro lado del puente.
Todo el mundo lo hace ya por costumbre desde que acabó la guerra, pero Vi no soporta a los de Piltover que se creen por encima de Zaun, nunca lo ha hecho y nunca lo hará. Esta niñata no será una excepción si su actitud no cambia, y ella, desde luego, no está dispuesta a sentarse a esperar que eso ocurra; tiene trabajo que hacer.
—¿Quién está juzgando a quién? —le suelta a bocajarro y sin filtro alguno. Se retira el trapo que lleva colgando del hombro y da una sacudida con él contra la barra mientras se aparta para revisar los restos de la ponchera.
A Caitlyn se le vacía el pecho en cuestión de segundos. Se muerde el labio inferior de nuevo, con nerviosa saña, y tamborilea con los dedos el vidrioso lateral de su vaso de agua —ahora prácticamente vacío— a modo de lamento personal. No han pasado tantos años. Es remotamente imposible que no haya unido los puntos igual que ella lo ha hecho, ¿verdad?
¿Verdad?
Pero quizá no ha sido la mejor idea.
Quizá debería dejarlo estar.
Porque quizás ella no quiere recordar.
Y lo mejor sería volver con sus padres y regresar.
¿Verdad…?
No puede haberla olvidado.
.
.
.
Vi resopla cuando tiene que volver a acercarse a la clienta de antes para recoger el vaso de agua que, al parecer, por fin se ha terminado. Ella, desde luego, todo lo educada que puede, le ofrece la mejor solución para todos, esa opción por la que Vander o incluso Silco en su lugar seguramente también optarían: invitarla a marcharse antes de que la impertinencia puntual de la piltie se transforme en algo peor; no sería la primera vez que les ocurre algo por el estilo.
—Si no vas a pedir nada más… —empieza mientras le retira el botellín de cristal vacío con la rapidez de un rayo, sin mirarla a la cara siquiera.
—Violet.
Pero la pronunciación expresa de su nombre la detiene en seco. Alza la cabeza y la mira estupefacta. Los ojos que la contemplan al otro lado de la barra ahora no demuestran menosprecio ni indiferencia, tal como al principio de la noche, entre luces y sombras, entre imágenes sueltas de un hospital que se arremolinan en su conciencia sin poderlo remediar.
—¿…de verdad que no te acuerdas de mí?
Y Vi sí que recuerda esa manera de mirarla, ese brillo de apenado interés y genuina ternura que aún asiente grabados en las imágenes más obtusas y fugaces de su mente, esas que tanto se esfuerza en rescatar cuando las pesadillas la despiertan de madrugada y por las que otras veces se deja llevar hasta desfallecer de la pena en las noches en que no puede dormir.
Los eventos fugaces desbordan los rincones de su mente como una tromba de escenas acuareladas que se suceden una tras otra.
Es cuestión de segundos.
Ni siquiera queda tiempo para respirar.
Miras hacia el frente y entonces lo ves todo claro.
Ahí están.
Las luces blancas.
Las batas del hospital.
El aire ya no está contaminado de polvo y tierra.
El vacío ha dejado de hacer eco en tus oídos y en el fondo de tu pecho.
Notas la garganta seca por la mascarilla.
Pero lo más maravilloso del mundo sigue ahí: ella.
Necesita un par de minutos para recuperarse de la metafórica apoplejía mientras la mira a los ojos sin una sola palabra, sin ser capaz de silabear ni una simple respuesta con sentido; el ruido de la máquina de pulso y el gotero, la explosión, las conversaciones fuera de contexto de los médicos y la luz blanca bañando las paredes de una habitación de hospital son el marco perfecto para recordar a la niña que le sonríe desde la esquina de la sala con un libro entre las manos y que balancea las piernas desde la silla alta en la que le han permitido sentarse esta vez mientras a ella le cambian la medicación del gotero.
Solo cuando es capaz de mover los labios para pronunciar su nombre exacto, ese al que lleva dándole vueltas por —desde luego más que cuatro segundos—, la realidad es más rápida que Vi y su propia reacción antes de que pueda siquiera llegar a articularlo: su nombre, eso es, ahora lo recuerda.
—¡Cait, estás aquí!
Alguien lo grita alto y claro. Y los ojos de la de Piltover se apartan de los suyos para buscar con la mirada a quién la reclama desde la distancia. Expresa confirmación de las sospechas de una Vi que permanece todavía aturdida tras la barra.
Porque quizás los cuatro segundos que duró la explosión nunca fueron suficientes para recordarla ni entonces ni ahora, y las palabras se le atoran en la garganta cuando la voz del joven que se acerca cojeando le devuelve la evidencia que tanto le estaba costando rescatar de su consciencia antes de conseguirlo por inercia propia.
«”Cait”, sí; eso es... Se llamaba Caitlyn.»