
La brisa del viento era cálida. Tan cálida como el tierno beso de una joven doncella enamorada que ansiosa buscaba verter la ingenuidad de su felicidad sobre su amado. El sol resplandecía vigoroso, contagiando con su vitalidad a todas las almas risueñas y aventureras que transitaban la concurrida avenida. Era 8 de junio de 1984 y no era otra cosa más que el verano que ya se respiraba en todas partes.
Pese a que la intensidad del sol no era exorbitante, para Indra, quien ya estaba acostumbrado a un clima frío, comenzó a resultarle agotador, sintiendo un silencioso rechazo hacia las cándidas caricias que el atrevido sol de verano le obsequiaba.
Sí… realmente le estaba resultando un fastidio.
Siendo un hombre meticuloso, analítico y con una absurda tendencia a planificar cada minúsculo detalle, a Indra jamás se le había cruzado la idea de viajar a España y, específicamente, ir como un náufrago sobre las desconocidas calles de San Sebastián teniendo tantas opciones para su gusto personal como Helsinki de la inmaculada Finlandia, Oslo de la emblemática tierra escandinava Noruega, en donde los museos sobre los vikingos eran la sensación o Islandia que, incluso habiendo visitado 2 veces en el pasado, no se cansaba de tenerlo en mente para reconsiderar perderse una vez más entre las emblemáticas y gélidas senderos de dicho lugar. Pero, al momento de elegir su boleto de avión, algo en lo más profundo de su interior, le orilló a tomar esa incongruente decisión.
¿Por qué? Ni Indra lo sabe. Sólo compró ese maldito boleto y se obligó a sí mismo para no cancelar la compra inesperada por más que fuera en contra de sus intereses personales en torno a destinos turísticos.
¿Por qué? No tenía la mayor idea. Lo único que sabía es que había sido irracional al dejarse manipular por una errática impulsividad nacida de la nada. Y eso, era lo que más le molestaba al vástago Ōtsutsuki. ¿Acaso, a través de ese insípido viaje, encontraría algo excepcional que le cambiaría la vida para siempre?
¡Pff! Tonterías, sólo eran tonterías. Y por más estúpido que fuese, ya nada el joven Ōtsutsuki podía hacer pues ya se encontraba naufragando entre las concurridas calles de la ciudad de San Sebastián bajo la constante consternación de sus propias decisiones. Vagando entre la apatía e insipidez mientras observaba a la gente común y, a los que se pavoneaban, gozando de la vida cotidiana entre contagiosas risas en un idioma que él no entendía.
Y sólo avanzó, entre el desconcierto y la languidez albergada, Indra siguió avanzando sin tener un rumbo fijo, como el famoso barco del Holandés Errante quien condenado sigue navegando, añorando por regresar al puerto que nunca volverá a pisar; buscando entre las penumbras de la desolada existencia esa luz por la cual su interior lo había orillado a tomar la decisión que, en primera instancia, no coincidía con su voluntad.
Una necesidad que no sabía que habitaba en su inconsciente. Pero una, sin duda, risible hasta la médula.
Extraño, sólo era sumamente extraño.
“Esto es patético”, pensó el joven.
Después de una larga y agobiante caminata, Indra llegó hacia la última calle de San Sebastián, esa que lo conduciría hacia la gran Playa de la Concha. Deteniendo su andar, se tomó un momento para contemplar el sitio. Desde su posición, daba un marco perfecto para poder capturar una espléndida fotografía. Así que ni corto ni perezoso, Indra sacó su cámara para tomar una fotografía.
Pero cuando estaba a punto de darle clic para capturar el paisaje, dos jóvenes ruidosos que, como un rayo, pasaron a su costado corriendo con prisa.
—¡Taizō, idiota, regresa aquí! –exclamó con desbordante ira una joven de larga cabellera oscura.
—¡Lo siento, Kanna, lo siento! –exclamó repetidas veces el joven mientras huía de la joven enfurecida.
—… —Esta abrupta persecución irritó a Indra, ya que sus repentinas presencias eufóricas le esfumaron la efímera inspiración que tuvo al querer tomar la fotografía. Suspiró con pesadez.
“Bien, bien. Eso no importa”. Indra volvió a levantar su cámara para retomar su misión, pero entonces, su paz nuevamente fue golpeada con más fuerza.
—¡Oigan! ¡Esperen! –Vociferó otro joven a la lejanía.
Como si estuviera siendo obligado por una fuerza sobrenatural, Indra giró con sutileza su cabeza para buscar la fuente de esa apacible exclamación, al portador de aquella voz diurna llena de vida. Sus ojos se ensancharon y su corazón, que permanecía en una templanza solemne, se sacudió estrepitosamente. Indra quedó petrificado, siendo encarcelado en una conmoción incomprensible.
Era un joven que corría apresurado detrás de lo que, aparentemente, eran sus amigos. Cuando llegó hacia el punto en donde se hallaba, fue imposible que ambos no coincidieran sus miradas. Indra no supo que decir, no supo qué hacer, permaneciendo inmóvil. Aquel chico pese a su apariencia varonil, emanaba una abrumadora e ingenua belleza, cuyos ojos negros eran tan resplandecientes como la hoja de una espada de obsidiana. Su cabello corto era de un castaño oscuro, teniendo dos curiosos mechones largos enmarcando su rostro.
Indra no estaba seguro si ese joven brillaba porque los rayos del sol alimentaban su aura de tierna ingenuidad o porque se trataba…
Del verdadero Sol de San Sebastián.
“¿Por qué no puedo moverme?”
El joven lo miró, pestañeando con solemne gracia, sin ser consciente de que estaba arrastrando hacia el abismo de un anhelo imposible al desdichado heredero de una influyente y poderosa familia, cautivando sin vuelta atrás, a su condenada alma. Al sentirse infame, un indigno de su mirar, el corazón del Ōtsutsuki latió con más fuerza, entrando en una crisis.
“¿Por qué me siento tan ansioso…? ¿Qué rayos está pasando conmigo?”
“¿Por qué no puedo dejar de verlo…?”
Como un cortometraje, vio su vida pasando delante de sus ojos. Indra quiso apartar de tajo la mirada de él, pero esa dulzura que destellaba en sus ojos, atravesó un millón de millas hasta llegar a los inhóspitos rincones de su desolado corazón, penetrando su coraza de hierro, burlándose inocentemente de su poderío.
¿Cómo podría siquiera pensar en darle la espalda a la cosa más dulce y puritana que jamás había presenciado en este hipócrita y corruptible mundo…?
El joven desconocido, pareciendo sentir la silenciosa agonía de Indra, en un acto desinteresado le dedicó una efímera sonrisa; una sonrisa tan hermosa que no tenía nada que envidiar a las bellas artes, y que, posiblemente, haría que el mismo astro solar se sintiera furioso al no poderse equiparar a su dulzura.
Y como la vida misma, el joven de preciosa aureola se marchó, alejándose cual eco, como la tormenta a punto de disiparse, dejándolo atrás con un sinfín de emociones encontradas. La silueta de ese joven se hizo más y más pequeña hasta desvanecerse entre la multitud. Sólo después de que el chico desapareció, es que finalmente el tiempo pareció nuevamente volver a su curso normal. Entonces, un extraño sentimiento devino ante la ausencia del sol…
Se maldijo. Indra se maldijo por no capturarlo, aunque fuese en una fotografía.
No podía asimilarlo, era increíblemente inesperado para procesarlo.
Chasqueó la boca sintiéndose totalmente frustrado: —Esto es absurdo, debería volver al hotel. El calor está afectándome –suspiró convencido, dándose la vuelta y encaminándose al punto de retorno. Pero, a medida que daba un paso lejos de aquel sitio, una melancolía repentina se apoderó sigilosamente de su corazón. Indra se detuvo a medio camino.
—¿Por qué me siento así? –cuestionándose a sí mismo.
“Esto es…”
“¿Tristeza…?”
El viento sacudió suavemente su larga cabellera castaña en un vago intento de brindarle consuelo. Así como ese joven extraño que se perdió entre la multitud, el sol de verano desapareció entre las espesas nubes blanquecinas.
Todo apuntaba hacia una sola cosa. Una de la que Indra no estaba de acuerdo, pero un extraño anhelo escondido distaba de obedecer.
—Al parecer no tengo elección, eh… —curveó sutilmente sus labios en una infame sonrisa—. Bien, terminemos con esto.
Sin pensarlo más y tomando impulso, Indra se volvió hacia la dirección opuesta y fue a la zona costera en busca de aquel extraño.
En principio, el Ōtsutsuki caminó a pasos lentos, como desde el inicio lo había estado haciendo. Pero, cuantos más segundos transcurrían, la ansiedad que hasta hace poco había cesado volvió a emerger y con más fuerza, como la espuma de un champagne listo para derramarse y manchar el manto de su impasible serenidad. Por lo que sus pasos se volvieron cada vez más apresurados, casi corriendo.
¿Dónde estaba su Sol de San Sebastián? ¿En dónde se había metido? No lo sabía.
Ansioso, volviéndose un soñador diurno, iba detrás del un mero desconocido sin esperar nada más, estúpidamente desesperado por cobrar nuevamente la vida mediante su agraciada bondad.
¿Por qué estaba sintiéndose así por un extraño con el que apenas cruzó la mirada un par de segundos? Sólo sabía que su alma estaba cantarina, dando cantos de regocijo que, a su vez, también eran susurros deprimentes.
Justo cuando creía que su mundo iba a derrumbarse por no poder encontrar al Sol diurno de San Sebastián, lo vio a la lejanía. Indra respiró agitadamente, pues había corrido como si un toro lo hubiese perseguido por unas interminables horas. Verlo reír y sonreír en paz hizo que su alma retornara a su corruptible cuerpo.
“Es él. Sin duda lo es”.
Como era de esperar, el moreno estaba en compañía de sus dos amigos, pero, además, se encontraban con otros dos jóvenes quienes se encontraban en medio de una acalorada discusión: un joven albino estaba encarando a un joven de agresivo y porte soberbio. De no ser por la lejanía, Indra sabría que estarían diciéndose, pero, a decir verdad, no era necesario. En los rostros de cada uno se reflejaba en letras grandes un ferviente desprecio mutuo.
La cosa pudo escalar a algo mayor de no ser por ese joven que, con una calma abrumadora, digno de ser el diplomático entre los turbulentos vientos indomables, se interpuso entre ambos coléricos jóvenes. Habiendo terminado el diálogo con ambas partes, los dos jóvenes cedieron y, pese a estar reacios, pudieron controlar sus acaloradas emociones.
Dada por finalizada esa disputa sin sentido, el joven por fin pudo verse liberado. Indra observó como el ahora quinteto de jóvenes se dirigía hacia un local donde tenían vestidores. Francamente vinieron a divertirse.
—Esto dará para largo…
“Cada vez hace más calor. Quizá deba relajarme”, pensó.
Sabía que tardarán un poco en salir, puesto que había personas esperando su turno en ese lugar, por lo que Indra se acercó a un local en donde ofrecían cócteles y bebidas. Ahora que el calor del día se había intensificado, debía hidratarse un poco para sobrellevar la sofocante calidez del mediodía.
Las olas del mar bailan felices en libertad, levantando sus faldas espumosas, adornando las orillas de la costa. Bellas como la virgen que espera a su amada luna para poder consumar su historia de amor en las tenebrosas noches mientras las estrellas envidiosas admiran la gloria del mar ante su emoción de ser elevada por los cálidos brazos de su amante frívolo. Sin duda, la vista hacia el mar era increíble y el ambiente del local ameno, sonando en la radio “Love Ain’t No Stranger” de la banda Whitesnake.
Indra se encontraba jugueteando ligeramente con un medallón de plata fina que colgaba de una cadenilla sujeta a su cuello cuando la mesera amablemente trajo su bebida.
—¿Desea algo más? –preguntó la joven.
—Así está bien. Gracias –afirmó educadamente. La chica sólo sonrió y volvió a la barra.
A un segundo de relajarse, su instinto le dio aviso de un par de miradas que se habían anclado sobre él. Era un grupo de jóvenes que, en su mayoría, era conformado por chicas.
Indra era más que consciente que por su aspecto extranjero, sumado a su impecable y riguroso buen gusto por vestirse bien y ser poseedor de una abrumadora e inexplicable belleza, podía despertar en las jóvenes soñadoras una inevitable atracción, robándoles a diestra y siniestra el suspiro. Si fuera otro tipo de hombre, esta situación sería divertida, pero Indra era el tipo de hombre que consideraba eso detalles como cosas banales, una pérdida de tiempo. ¿Por qué involucrarse en ese tipo de enredos? ¿Qué beneficio intelectual obtendría a partir de ello? Suspiró sin darle importancia hasta que una de esas chicas se decidió atacar.
—¿Por qué tan solo, lindura? Veo que no eres de por aquí… ¿Necesitas ayuda? ¡Puedo ayudarte si gustas, cariño!~
En ningún momento Indra la miró, manteniendo fija su mirada inexpresiva en la vista del mar: —No, gracias.
—¡Vamos, cariño! No seas tímido–. Con una sonrisa picarona la jovencita coqueta quiso embaucarlo en un anhelo pasajero mediante sus encantos, invadiendo cada vez más su espacio personal. Si había algo que a Indra le enojaba más que a nada, era que la gente se jactara con el derecho de sobrepasar su espacio personal sin su consentimiento, pensando ingenuamente que así lograrían hacerse con su corazón. Él la miró a los ojos, mostrando en ellos su tenebrosa acorazada alma, siendo un grito sutil de su nulo interés en ella.
La mujer sonrió un poco incómoda, dándose cuenta de que sería inútil intentar arrastrarlo hacia su nido de pasión.
—Uy… Está bien, ya no insisto –bufó la mujer y se marchó indignada.
Quizá fue intimidante, pero aun así se sintió más aliviado cuando dejó de sentirse la presa de una hiena sedienta de corazones nauseabundos.
“Ridícula” pensó.
Si alguien tuviera el derecho de embaucar a Indra hacia las cuevas infernales bajo la hi0pnosis del dulce aroma de una flor sedienta de sangre pútrida, ese sería solamente él, aquel muchacho que encarnaba la esencia del sol. De llevarlo a la gloria para, luego de haber drenado sus anhelos, dejarlo caer hacia el abismo. Dejando que su cuerpo corrupto sea sepultado mientras su corazón es guardado en las manos de aquel misericordioso ser de aureola en llamas…
Indra se tensó de golpe, sintiendo el abofeteo de la realidad.
“¿Qué mierda estoy pensando…?”
¿Por qué estaba teniendo estos pensamientos tan viles? No lo sabe.
No tiene idea de nada. Sólo sabe que está ansioso, deseoso.
Le dio un sorbo a su bebida. Esperó pacientemente a que su añorado Sol volviera a salir de entre las nubes para apreciarlo. Poder grabarlo en su memoria y deleitarse en su cercanía distante.
Y así sucedió. Su Sol volvió a emerger, listo para alumbrar su corazón, listo para opacar al mismo Sol del mediodía.
El moreno corrió detrás de los otros chicos, atascándose entre la arena; jugueteó con ellos y con un puñado de arena entre sus manos lo aventó hacia el viento. Carcajearon airosos, disfrutando de la flor primaveral de sus vidas.
Indra sólo observó en silencio escondido entre las sombras, degustando de una bebida que ya había perdido su sabor, reprimiendo sentimientos difusos que no sabía que tenía por alguien.
¿Esto era lo que llamaban “amor a primera vista”? O…
¿Había algo más allá de esa mera “casualidad”?
Recordando viejos relatos, el ser humano en realidad no muere, sólo reencarna cada cierto tiempo para que en su siguiente vida pueda cometer un nuevo error mientras que, el viejo error que su yo pasado cometió, pueda ser saldado y que, cuando se encuentra con alguna persona que en su vida anterior fue una pieza clave para su evolución espiritual, de forma espontánea porque así debía de ser, es que su encuentro será dado, sintiendo que ambos ya se conocen de toda la vida aunque apenas hayan cruzado un par de miradas curiosas.
—¿Acaso podría ser este el caso? –frunció el ceño y soltó una extraña carcajada—. ¿En qué estoy pensando? Esto es demasiado ridículo. Quizá deba hacerle caso a mi tío Hamura para ir a terapia…
Aunque Indra se intentó auto-convencer de la improbabilidad de ese tipo de hechos, aún no podía darle una explicación a su actitud tan errática. ¿Por qué al posar su mirar sobre ese joven lo hacía sentirse en una montaña rusa de dicha y desdicha? Si realmente existiera la reencarnación… ¿Cuál fue su gran infame pecado? Y… ¿Por qué lo cometió?
¿Su pecado lo ataba a él? Y de ser así… ¿Por qué se atrevió?
Los minutos se convirtieron en horas. Indra estaba consternado, tanto que ni podía asimilarlo. Realmente él fue capaz de desperdiciar su preciado tiempo por anclar su mirada y sus más profundos sueños de infancia sobre aquel chico.
Y la dicha se tornó turbulenta.
“¡Suficiente!”
Fastidiado de todo, se levantó del asiento, dejó el dinero sobre la mesa y tomó sus cosas. Dio un paso afuera y los intensos rayos de Sol cual cuchilla ardiendo en fuego quemaron su piel, esa fue la primera señal que poco le importó.
Cada vez que se acercaba hacia la playa, hacia donde ellos estaban, sus zapatos se hundieron profundamente sobre la arena, comenzando a serle imposible dar más pasos como si la existencia le dijese que se detuviera, que no siguiera, que se mantuviera lejos, muy lejos de ellos, para seguir sufriendo un dolor que no comprendía. Quemarse por un deseo nauseabundo. Desterrado al silencio, entre las sombras acompañado a la Luna y nunca al Sol. Fue la segunda señal.
Pero no se detuvo, Indra se reusó a ceder.
Y entonces sus miradas volvieron a coincidir. Su Sol posó su atención en él y, como si no fuera eso suficiente para dejarlo en jaque, tuvo el descaro de obsequiarle, con la digna misericordia de un dios, una piadosa sonrisa.
Quedó petrificado, incapaz de dar otro paso más.
Esa fue la tercera señal.
En contra de su voluntad, Indra cedió, permaneciendo en el mismo sitio, lejos de su alcance siendo consumido por la agonía que le provocaba su lejanía. Su corazón ardiendo en fiebre pegó un grito nocturno y se congeló en el tiempo, esperando volver a sentirse vivo con otro mirar suyo.
Los cielos de su fatigado corazón se volvieron grises. Fue bueno que lo conociera en esa hermosa y doliente casualidad impulsada por el destino.
Los jóvenes aún se encontraban jugando entre las olas. Riendo, gozando de su fuerte lazo de hermandad. Su Sol se subió a los hombros de su mejor amigo mientras la chica de temperamento brusco se veía preocupada de que ambos fuesen a lastimarse en caso de que perdiesen el equilibrio.
—¡Ah! ¡Ustedes par de tontos! ¿¡Qué están haciendo!? –gritó la chica desde la orilla.
El chico le dirigió la mirada a su amiga. —¡Tranquila, Kanna! ¡No pasará nada! ¡Taizō es muy fuerte! –dijo entre pequeñas carcajadas.
Aunque el joven estaba seguro de su afirmación, las olas del mar no le compraron sus palabras y como prueba de ello, ellas empujaron con fuerza al chico, haciendo que los jóvenes cayeran al agua.
—¿No que tan fuerte? –ironizó el albino.
Ambos jóvenes salieron a la superficie escupiendo toda el agua que se habían tragado.
—¡Taizō, Ashura! ¿Se encuentran bien? –cuestionó la muchacha con evidente preocupación.
—Sólo me arden los ojos jeje.
—¡Ah! Pero tú quisiste subirte con el tonto de Taizō en lo profundo. ¡Ven! Te voy a limpiar el rostro.
—¡Oye! –Reclamó Taizō con indignación—. ¿Y yo no cuento? También me arden los ojos, no solamente a Ashura.
“¿Ashura…?”
Un deja vú se coló en la mente de Indra. Recordó que, en algún momento de su niñez, llegó a tener incontables sueños recurrentes con la figura de otra persona al que jamás en su vida había conocido. Sueños que parecían ser un cortometraje de historias compartidas. A veces, esa persona se mostraba como un infante y, otras veces, como un joven. Pero la peculiaridad de ese hecho era que, por más que intentaba ver su rostro, siempre había algo que lo cubría o lo impedía. Fuese como fuese y lo desconcertante que pudiera ser ya que esa otra persona parecía que lo conocía a él demasiado bien, ser visitado en sueños por él, más que infundirle miedo a Indra, su extraña presencia le trajo una inexplicable calma y felicidad. Como si se tratara de ver a un ser querido.
Pero, así como llegó en una noche de verano, aquel ente dejó de visitarlo en sus sueños, dejando a Indra con tantas dudas y una tristeza que nunca antes había experimentado en su corta vida. Sólo quedándose de ese extraño el recuerdo de sus visitas y un nombre que pronunció antes de partir.
“¿Acaso podría ser…?”
Los jóvenes terminaron de divertirse y, entre risas contagiosas se acercaron a la orilla, caminando sobre la caliente arena en dirección a los vestidores. Después de que ellos ya se habían marchado y entender que había caído preso de esa ensoñación Indra no supo cómo sentirse. A medio camino de la angustia, su voz interior lo obligó a calmarse, obligándolo a permanecer sereno.
“Mente fría, mente fría…”. Indra se dio la vuelta y caminó hacia la entrada de la vía pública. Estando lejos del imponente mar, desde su posición decidió tomar una fotografía, la primera foto de su estadía en esa ciudad.
—Nada mal…
Vio a la lejanía un taxi venir, le hizo la parada. Abordó el colectivo y visualizó su próxima parada: calle 31 de Agosto, Donostia, San Sebastián.
Transcurrido 3 minutos, llegó a su destino. Bajó del colectivo y la miró, era la Basílica de Santa María del Coro.
¿Por qué aquí? Porque tenía que hacerlo.
Porque era su destino dirigirse a ese lugar, porque era inevitable. Sin quejarse y aceptando la voluntad de la vida, caminando a pasos lentos sobre la estrecha calle, se fue acercando a la entrada de la basílica. Indra estuvo a 5 metros para subir las escalinatas del recinto sagrado cuando de ahí vio venir a los tres jóvenes.
A su imponente Sol de San Sebastián.
Allí estaba su chico, su diurno soñador, puritano misionero de corazones fúnebres, iluminando como un faro a los desolados, a los perdidos y, salvando sin saberlo a las almas en pena como al soberbio Otsutsuki quien ha sido condenado por algo de lo que no tiene aun absolutamente idea.
“Hazlo”, le ordenó esa voz distante.
Indra alzó su cámara, buscando el enfoque perfecto, decidido de capturarlo, aunque fuese en esa toma que conservará hasta el final de sus días. La única forma en que podrá tenerlo sin necesidad de estar presente en su vida. La ultima manera de tenerlo a su lado, aunque sea en un papel que podría ser fácilmente consumido por el fuego.
Y cuando Ashura volteó la mirada para verlo, hizo clic.
Y lo capturó. Lo capturó en esa perfecta fotografía.
Las comisuras de los labios de Ashura se curvearon en una hermosa sonrisa, despidiendo alegría pura, alzando la mano para saludarlo.
¿Era real…?
¿Ashura lo estaba saludando…?
¿A él?
Estuvo a punto de levantar la mano y obsequiarle una de sus más sinceras sonrisas que se mantuvieron guardadas para este momento, pero esa emoción de niño soñador pronto se derrumbó e Indra lo entendió.
Ashura no lo estaba saludando a él, sino a alguien que estaba detrás suyo; otro joven albino de chaqueta gris, de porte solemne y dominante. El susodicho pasó de largo, ignorando la presencia de Indra, sólo posando su atención en el chico que lo esperaba.
Fueron demasiados sentimientos encontrados para Indra.
Ashura descendió de los escalones para encontrarse cara a cara con el otro: —¡Toneri! ¡Por fin apareces! Ya estaba a punto de irte a buscar. ¡Ah! ¿Todo bien? ¿Por qué no llegaste en el punto de encuentro?
Esa mirada…
No podía estar delirando…
En la mirada de su adorado Sol había ternura, cariño…
Amor…
Lo entendió. Por fin Indra lo supo. La revelación por fin vio la luz, y le cegó el corazón, apuñalando a su alma con una espada 100 veces. Su Sol fue lo que en otra vida había soñado, pero ahora, en esta, Indra tiene que vivir bajo un cielo gris para pagar su infame pecado.
Alguna vez en una vida pasada repleta de recuerdos difusos, ambos compartieron un mismo cielo, un mismo corazón que latía esperanzado por el porvenir. Sin importar que su sangre fuese del mismo color, los dos sembraron una infame ilusión; anhelo que floreció entre las sombras siniestras de la oscuridad, siendo la luna y las estrellas testigo del juramento de amor que ambos se profesaron con tanto recelo. Un amor siniestro que aspiró a ir contra la corriente, pero que al final fue arrancado de tajo.
Un amor que fue asesinado, no por su padre, ni por los consejeros ni dioses ni por sus seguidores. Sino por el propio Indra quien se dejó tentar por la soberbia de su corazón. Lastimando a quien fuese que se interpusiera en su camino, incluyendo a la persona que más se jactó de amar en su vida.
Por más que Ashura lo intentó, hacer entrar en razón a Indra por la vía pacífica fue imposible. La única manera para que su corazón que había sido consumido por el odio fuese purificado era sólo a través del derramamiento de sangre.
Y ambos hermanos lucharon incontables días e incontables noches, bajo un sol abrasador y bajo terribles tormentas, llevando sus espíritus, incluso después de morir, al campo de batalla una vez más. Siendo siempre su querido hermano el ganador en cada enfrentamiento hasta que, un día, el desenlace fue diferente. El que cayó derrotado no fue Indra…
Fue Ashura.
Las batallas cesaron y el alma de su sol desapareció sin explicación.
Habiendo atravesado incontables inviernos y sangrientas batallas sin descanso, Ashura fue consumido por un lamentable sentimiento de culpa e impotencia, uno que le recordó a cada instante que poco nada podía hacer para emancipar a su querido hermano mayor de las cadenas del odio del cual era preso. El peso de esa culpa fue tal que finalmente sucumbió a la resignación que sólo fue un augurio de una derrota anunciada… Esa fue la razón que Indra, en su momento, creyó antes de saber la verdad tras ese fatídico día en que se suscitó su batalla final.
El último acto de amor que su adorado hermano menor tuvo para con él, fue entregar su propia alma a cambio de liberarlo de la maldición que Zetsu le había puesto en el corazón.
Esa era su penitencia, una demasiado cara para sostener. Todos los días, por el resto de su camino deberá de vivir sin su amor, permaneciendo en la sombra, alejado por el bien de los dos.
Y así será, hasta que sea viejo y canoso, recordando para siempre ese arreglado encuentro del destino. Rememorando en sus nublados recuerdos a ese hombre perfecto quien llegó a su vida y lo impactó como la primera vez, marcándose en su corazón como un tatuaje para siempre.
Indra jamás fue digno de su calor y jamás lo será. Ni en el pasado, ni en esta ni en la siguiente vida. Su destino fue confinado al astro lunar, con quien deberá casarse y, ahogándose en agonía, recordar que el Sol de San Sebastián…
Estará calentando el corazón enamorado de alguien más.
Y ese alguien más, no es él.
“Perdóname, Ashura…”
Fue bueno conocerlo y ver que, efectivamente…
El Sol de San Sebastián era demasiado cálido para él.
.
.
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Era una completa lástima, una muy desafortunada. El medallón de plata se había perdido.
Habían transcurrido 6 años desde que Indra adquirió el medallón en una tienda de antigüedades en Islandia cuando pasó allí las vacaciones de verano. El acabado fino, impregnado de inexplicables simbologías misteriosas que rodeaban a las representaciones de la luna y el sol eran toda una poesía mística que embellecían al ambiguo objeto.
Según el viejo que se lo vendió, el medallón había pertenecido a un viejo erudito que radicó en las profundidades de los bosques helados del norte de Islandia. Un viejo sabio que penó seis vidas en la más nefasta soledad por un viejo amor que perdió hace un centenar de inviernos atrás. Aunque la trágica historia de amor pudiera ser mentira, lo cierto es que Indra desde la primera vez que vio el medallón, sintió una atracción espontánea por el objeto. Como si hubiese sido un llamado, nacido para ser el siguiente portador durante los siguientes 6 años.
Pero su tiempo terminó. El preciado objeto de plata fina se había ido y ya tenía un vuelo próximo a salir esperándolo. Indra no perdería un vuelo por un objeto que francamente ya sería imposible de recuperar en un tiempo récord. Pese al infortunio, en vez de ser arropado por el manto de una afligida pena, Indra, extrañamente se mantuvo pleno y tranquilo. Más desconcertado estuvo por su propia actitud que por el hecho de perder su preciado medallón.
Dejó de darle vueltas al asunto. Ya había tenido suficiente con todas las emociones experimentadas durante todo este extraño viaje. Y más que suficiente con la razón de su pena silenciosa de mil vidas marchitas.
Una efímera sonrisa se dibujó en sus labios. Miró el reloj de su muñeca. Eran las 08:04 de la mañana.
Suspiró suavemente. Ya tenía sus maletas en mano, listo para atravesar la puerta principal del hotel cuando sorpresivamente alguien posó su mano sobre su hombro. Por inercia, Indra se dio la vuelta, visualizando al individuo que osó de confianza.
Estaba preparado para todo, menos para confrontar al causante de toda su ansiedad gestada. Indra pegó un leve sobresalto al tener a Ashura relativamente cerca mirándolo fijamente. Permaneció petrificado y enmudecido, incapaz de respirar.
—¡Disculpa! No era mi intención asustarte –se apresuró a decir Ashura muy apenado al ver el semblante inquietante del contrario—. No te haré nada, no soy un ladrón ni nada por el estilo –explicó con una sonrisa risueña dibujada en sus labios esperando a que ello pudiera tranquilizar a Indra.
“Mil veces hubiera preferido que me asaltaran” pensó Indra mientras trataba de reincorporarse del asombro. Recuperando su semblanza y la frivolidad de su mirada, preguntó:
—¿Desea algo?
—No, no –negó con timidez—. Yo sólo vine para entregarte algo que te pertenece.
—¿Entregar…?
Entonces, Ashura sacó un objeto de su bolsillo. Un objeto que Indra reconoció al instante. Inevitablemente, el asombro iluminó el palidecido rostro del mayor. ¡Era su medallón!
—Toma.
Muchas dudas afloraron en la mente de Indra. Con incertidumbre, tomó el medallón, analizándolo minuciosamente. Realmente era su medallón, de eso no había duda. Devolvió nuevamente la mirada hacia Ashura y le cuestionó seriamente.
—¿Cómo sabías que esto es mío? Y, ¿cómo me encontraste?
Sin mostrarse intimidado, Ashura habló con certeza: —En la avenida, cuando nos miramos, noté que portabas ese medallón aunque sólo fue por un breve instante. Prosiguió: —En la noche de ayer fui a comer a un restaurante, ¡el Vivashvat! Y en una de las mesas del fondo lo encontré. Cuando lo vi, rápidamente me acordé de ti y deduje que era tuyo y que lo habías olvidado –afirmó genuinamente.
Lo recordó todo.
En la tarde, Indra había pasado a comer en ese sencillo restaurante permaneciendo unas tres horas allí intentando distraer su mente de todos esos pensamientos aleatorios que llegaban de golpe a su cabeza hasta que el reloj marcó las 9 de la noche. En algún punto, él se había despojado de su medallón, dejándolo sobre la mesa y, debido a la despersonalización de sus pensamientos y recuerdos, se olvidó completamente de que el medallón aún seguía sobre la mesa. Incluso estando en el cuarto del hotel, Indra fue incapaz de notar al instante que algo le faltaba. Sólo cuando se estaba desvistiendo para darse una ducha es que se percató de su ausencia pero para ese entonces el reloj ya marcaba las 12 de la noche.
—Tienes una increíble memoria para recordar mi rostro pero… Aún, no me has respondido lo segundo.
Entre ligeras risas nerviosas, Ashura le dijo: —Si te lo digo, capaz creerás que estoy loco.
Después de tantos deja vú, sueños de infancia encriptados y señales alegóricas a una vida pasada que hacían sentir a Indra como un paciente psicótico sin medicar, pensó que ya nada a estas alturas podría sorprenderlo. Con un semblante más liviano y manteniendo una mente abierta, respetuosamente se dirigió a Ashura:
—No lo haré. Después de todo, estoy muy agradecido contigo.
Confiando en su palabra, Ashura confesó: —Realmente no tenía idea por dónde empezar. Así que caminé unos… ¿30 minutos quizá? sin rumbo por la ciudad hasta que di con este hotel. Pero algo, como un presentimiento, me dijo que mejor regresara temprano por la mañana. Así que por eso estoy aquí. ¡De locos! ¿No crees? jaja
Indra lo miró con cautela, un tanto sorprendido por sus palabras: —Lo que creo es que…
—¿Estoy loco?
—No –negó—, creo que posees una increíble intuición. Yo podría decir que también la tengo.
—¿En serio? Bueno jeje, si tú lo dices, debe de ser así –pequeña risa—. Bueno, ya he cumplido con mi misión. No te robo más tiempo y, disculpa toda la intromisión y el susto ¡De verdad, yo no quería asustarte para nada!
Su corazón se encontraba cantarín y risueño, enternecido por cada inocente gesto que se reflejaba en el rostro de Ashura. Emociones genuinas igual de transparentes como el agua cristalina de un manantial libre de toda inmundicia. La inconmensurable paz que la presencia de Ashura provocó en Indra hizo que toda angustia gestada en su corazón fuese disipada de tajo.
Sólo unos gestos bastaron para que recobrara nuevamente la vida.
—Descuida. Estoy bien.
Ya era hora de terminar con este viaje y de regresar a casa. Asintiendo en agradecimiento y sin tratar de guardarse para sí mismo su dicha, Indra le obsequió a Ashura una gentil y encantadora sonrisa. Aunque su corazón enterneció, tanto que dolía, en su rostro cual espejo se reflejó un fervoroso deseo: el deseo del bien. Un anhelo que acompañara silenciosamente a su querido hermano menor por donde quiera que su alma transite.
—Cuídate mucho, a donde quiera que vayas. Y, nuevamente gracias por todo.
Cuando su corazón estuvo a un segundo de soplarle el último adiós, sorpresivamente Ashura lo interrumpió: —¡Espera un momento!
Indra detuvo sus pasos y sólo lo observó en silencio.
—Quizá sea muy atrevido de mi parte, pero –rascándose la nuca con timidez—, ¿podría tener el número de tu fax? ¡Claro! ¡Si quieres!
La melancolía del paisaje de su rostro pronto se tornó brillante como un cálido amanecer en tierras heladas. Aunque el corazón de Indra sonrió complacido y esperanzado, por fuera mantuvo su expresión de absoluto escepticismo.
Arqueando una ceja, lo encaró: —¿Por qué debería…? ¿A caso tu intuición te lo dijo?
—Jajaja… Si te lo afirmo, entonces realmente creerás que sí estoy loco.
—Sin duda, puede que lo estés, pero… Aún sostengo que puedes tener una intuición muy aguda –sonriendo complacido—. No eres el único. Eso me agrada.
Ante el cumplido Ashura sólo sonrió, sintiéndose aliviado y sumamente feliz. Resplandeciendo como el sol que salía del horizonte.
Eran las 08:18, Indra debía estar llegado al aeropuerto a las 08:20 para tomar su vuelo a las 08:30.
—Oh… Qué lástima –dijo Indra con una preocupación para nada genuina.
—¿Qué pasa? –inquirió Ashura preocupado.
—Voy tarde al aeropuerto. Ya no alcanzaré mi vuelo.
—¡Lo siento mucho! ¡Te distraje mucho tiempo! –se lamentó Ashura, sintiéndose culpable. Indra, con la misma languidez con la que baja una pluma del cielo, sólo se limitó a negar lo inevitable.
—De todas formas, no tengo prisa. Y el dinero no me es un problema.
Con una brutal honestidad Indra prosiguió: —Realmente, sólo vine a este país por un capricho y de la misma manera planeaba irme. Pero, creo que me quedaré otros días más.
—Entiendo… —asintió Ashura entre dudas latentes.
—En fin. ¿Quieres volverte mi guía en estas vacaciones?
La vida le había vuelto a sonreír después de haber atravesado incontables inviernos sin el sol que iluminara su camino. Y ahora que tenía una oportunidad para recuperarlo, Indra lo tomaría.
Porque el Sol de San Sebastián había nacido para calentar el corazón nauseabundo de un fantasma que durante inviernos había esperado por su regreso.
—¡Claro! ¡Por supuesto que sí!
Ambos se sonrieron, compartiendo una complicidad silenciosa. Una que incluso pese al inexorable paso del tiempo y de una rivalidad antagónica, nunca dejó de permanecer intacta.