Bienaventurados los malditos

Naruto (Anime & Manga)
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Bienaventurados los malditos
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"El rosario le tintinea delante del rostro, siente las manos de Hidan bien firmes en sus rodillas, la tela de los pantalones manchada de la sangre que pinta sus brazos. Le ve abrir la boca, relame el óxido que todavía brota de sus labios y, cuando se echa a rezar, parece la mismísima Muerte.—Bienaventurados los malditos, porque ellos serán llamados hijos de Jashin."

Hidan no suele rezar de rodillas; mucho menos con las palmas unidas y el rosario enredado en los dedos; una afrenta para ese dios suyo al que se le ora tumbado sobre sangre recién derramada. 

Pero ahí está, las rodillas hincadas dentro del círculo rojo que encierra un triángulo invertido. A unos metros más adelante, la guadaña que arrebata y da vida brilla mortífera, satisfecha. A su lado, un amasijo de carne y vísceras que una vez fue una persona, ahora reducida a un sacrificio para un dios sádico y vengativo.

Y cuál no lo es. 

De no ser por la sangre que empapa las manos de Hidan hasta los codos, el tintineo de las cuentas del rosario resonaría por todo el valle junto con los murmullos fervorosos que entona como una canción de cuna; arrulladores, misericordiosos.

Pero los dedos manchados pringan el colgante y amortigua el ruido. Pasa las cuentas igual que Kakuzu calcula las monedas y billetes que le llegan a las manos: codicioso, posesivo. Ambos fieles devotos a una fe que les promete el cielo; como si en esas bolitas o en el dinero se encontrara la misma razón de vivir, la salvación de todos y cada uno de ellos. 

Cuando llega a la última cuenta, cuando envuelve el símbolo de su religión y los susurros monocordes se apagan, el ónice de su piel y el dibujo de los huesos sobre la carne se difuminan hasta que Hidan vuelve a ser de marfil. En algún momento de la batalla se desprendió de la capa que lo marca como miembro de Akatsuki y, en su pecho desnudo, la sangre le salpica como las nubes que decoran la prenda. 

Entreabre los labios, exhala un gemido que le rasga la garganta y a Kakuzu la vida entera.

Contra la nívea piel el carmesí resalta, mancilla cada rincón de su cuerpo. Despacio, separa las palmas de las manos, el rosario cae contra el pecho, y, despreocupado, se las pasa por el cabello, colocándose los mechones que se han desperdigado por la frente durante la lucha. 

Y por supuesto que vuelven a su sitio, pues la sangre que no deja de gotear de los dedos se encarga de pegarlos unos con otros; devora cada hebra, cada vestigio de luz de luna hasta volverlo del rojo amanecer. Su cabello se convierte en plata oxidada, nieve sucia. Con un simple movimiento de cabeza, la sangre del pelo le escurre por la frente, llega a los ojos y parece que esté llorando muerte. 

Hidan se pasa la lengua por los labios carmesí, por todos y cada uno de los dientes hasta teñirlos de rojo, esos dientes que, al sonreír, parece que los hayan serrado hasta convertirlos en los colmillos de las bestias que les han encomendado dar caza.

Le sonríe a él, y Kakuzu jura que jamás ha creído en nada más que en el mundo terrenal, en el aquí y el ahora.

Hasta que ve a Hidan después de uno de sus rituales, todo él asemejándose a una escultura de los antiguos mesías de las religiones olvidadas; dolor (placer) que chilla en cada ángulo de su dramático rostro, expresividad hecha carne, boca desencajada de éxtasis. 

Hasta que se pierde en la sangre que brota de la herida que todavía le abre el costado derecho, escurre por la cadera, desaparece por la cinturilla del pantalón y Kakuzu daría lo que fuera por lamerla entera. Como si fuera él el que quisiera maldecirle y utilizarlo de sacrificio para su blasfemo dios. El que desea inmovilizarlo, torturarlo, hacerlo gritar de dolor hasta que se destroce las cuerdas vocales. 

Porque si no lo hace ya, va a morirse. Si no lo devora sus cinco corazones dejarán de latir, se partirán en pedazos como la persona que tiene Hidan a sus pies.  

—Eh, Kakuzu.

Gruñe. En sus labios, su nombre suena a burla, insolente. Nunca lo han llamado así, sin una pizca de terror, irrespetuoso, reduciéndole a una simple travesura, un juego. La voz de Hidan se cuela por su columna como una serpiente, se arrastra por los corazones resguardados en su espalda, los enloquece sin pretenderlo y se le enrosca en la garganta. 

Insensato, se coloca delante de él, se inclina, apoya las manos en sus rodillas y se atreve a esbozar una media sonrisa de labio superior alzado con soberbia, a parpadear tan despacio que es capaz de ver aletear las pálidas pestañas. 

Se atreve a sostenerle la mirada, a embaucarlo con esos ojos de amatista que rezuman veneno por todas partes y Kakuzu desea arrancárselos cada vez que lo mira así; hambriento, lascivo. Quiere sacárselos de las cuencas, extirparle todos y cada uno de los órganos, comérselo como no se ha comido nada en su vida mientras el chico lo mira extasiado de dolor y placer.

Borrarle esa maldita sonrisa a base de mordiscos y besos hasta que de él no quede nada. Nada. 

—Qué.

—Reza conmigo.

En otro momento se hubiera reído. Le habría apartado de un empujón, se habría levantado y le hubiera obligado a mover el culo a su siguiente destino.

Sin embargo, ahora lo escudriña con odio, cada fibra de su ser refulgiendo de puro asco. Hidan tiene la desfachatez del que se sabe inmortal (lo es, gracias su maldito dios que lo es), del que juega con fuego deseando quemarse. Del que disfruta quemándose hasta las cenizas, del que (no) muere matando. 

Y quizás sea ese odio que lo invade cual enfermedad cada vez que le restriega su inmortalidad el que le frene a despedazarlo trozo a trozo, el que le insta a que espere un poco, solo un poco más, a que esté bien alimentado para dejarse llevar por la ira y romper cada parte de Hidan.

O, tal vez, es que también disfrute quemándose. 

El rosario le tintinea delante del rostro, siente las manos de Hidan bien firmes en sus rodillas, la tela de los pantalones manchada de la sangre que pinta sus brazos. Le ve abrir la boca, relame el óxido que todavía brota de sus labios y, cuando se echa a rezar, parece la mismísima Muerte.

Bienaventurados los malditos, porque ellos serán llamados hijos de Jashin.

Ora embelesado, borracho de fe. Saborea la oración ultrajada como miel espesa, se empapa de ella hasta que todo él es pura blasfemia. 

Bienaventurados los renegados e insurgentes, porque ellos poseerán la tierra.

Poseerán. Se le llena la boca, los ojos. Le hunde las uñas en las rodillas, incrusta sus plegarias en su carne y las empuja dentro, muy dentro. Dónde las venas laten desquiciadas y los ideales se forjan. 

Se inclina aún más, y más. Hasta que sus rostros están a un palmo de distancia, dónde es imposible no oler la sangre que Hidan suda por los poros. Dónde Kakuzu le parece suficiente osadía y lo agarra de la cadera con manos crueles, firmes. 

En sus manos, Hidan se ríe sin dientes, gira la cabeza y le susurra al oído el último verso:

Bienaventurados los pecadores, porque de ellos es el reino de los cielos.

Kakuzu no quiere hacerlo y más tarde lo negará. En unos minutos, cuando esté follándose a Hidan como un perro, manchados de sangre recién derramada, las lenguas fuera y los huesos partidos, negará fervientemente haberlo dicho. 

Rebatirá a Hidan que, unos segundos antes de que le bajara la máscara y le rompiera la boca de un beso obsceno, sucio, colmado de rabia y hambre, haber dicho lo que ha dicho. 

Haberse perdido en su retorcido rezo y haberlo terminado.

—Amén.