
vιѕιтa a υn vιejo alqυιмιѕтa
La mañana había sido tranquila, como suspendida en un suspiro. Las luces que se filtraban por los vitrales altos de su calido hogar, se reflejaban en los muros tapizados de libros, proyectando tonos cálidos sobre los rostros de quienes habitaban aquel antiguo refugio.
Nixa se movía como una coreografía precisa entre estanterías, relojes de arena encantados, y tazas de porcelana flotante que sostenían infusiones de flores secas recogidas por elfos de la casa. Vestía una túnica de lino suave, azul oscuro con bordes de runas bordadas en hilos de plata. Su rostro, impecable máscara de niña encantadora, mostraba una sonrisa viva, luminosa, mientras leía junto a Albus en la sala de estudio.
—"Padre," —dijo con un tono curioso y un brillo intencionalmente vivo en sus ojos—, "¿por qué las runas celtas están tan desestimadas en los tratados modernos sobre estructuras mágicas? Su traza rúnica es más eficiente que los glifos nórdicos en canalización estable."
Dumbledore rió suavemente, su mirada suave enmarcada por las arrugas de sabiduría. Estaba sentado en un gran sillón de terciopelo rojo, con un libro abierto en las manos.
—"La tradición académica a veces teme al pasado, pequeña... aunque tú pareces haber nacido con siglos en la lengua," dijo con ternura.
Ella sonrió, justo en el ángulo adecuado. No demasiado para parecer pretenciosa. No tan poco para parecer indiferente.
Se comportaba como la hija ideal. Curiosa, apasionada, brillante, espontánea. Sabía cómo mover sus piezas en ese tablero emocional. Cómo deslizar pequeños hilos de verdad en su tela cuidadosamente tejida de engaños suaves. El intelecto era real. La ternura, una construcción sutil. Pero era una construcción que funcionaba, y eso bastaba.
Pasaron la mañana juntos. Compartieron el desayuno. Leyeron. Albus le enseñó un hechizo menor de traducción automática, y ella fingió estar fascinada, aunque lo había perfeccionado años atrás desde los textos egipcios robados al templo de Thoth en Luxor.
Fue después del almuerzo cuando todo cambió.
Dumbledore cerró su libro, lo dejó a un lado y, con ese gesto pausado que lo caracterizaba, levantó la vista hacia ella.
—"Nixa… ¿qué pensarías de visitar a un viejo amigo mío esta tarde?"
Ella ladeó la cabeza con inocencia medida. El brillo en su mirada fue genuino por una fracción de segundo, justo antes de controlarlo.
—"¿Un amigo? ¿Quién, padre?"
Dumbledore sonrió como si acariciara un recuerdo cálido.
—"Nicolas Flamel."
El tiempo pareció detenerse por un instante. Nixa parpadeó lentamente. Nicolas Flamel. El último alquimista verdadero. El creador de la Piedra Filosofal. Un mito entre los alquimistas modernos. Un alma antigua entre las pocas que podrían entender su mente. El nombre encendió en ella algo más parecido a emoción real. Entusiasmo. Curiosidad. Hambre intelectual.
—"¿El alquimista?" —preguntó, fingiendo asombro infantil—. "¿El verdadero Nicolas Flamel?"
—"El mismo. Y su esposa, Perenelle. Viejos, sí… pero aún vivos, y aún sabios. Creo que disfrutarías la visita."
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Viajaron mediante traslación combinada. Dumbledore sostenía la mano de Nixa como si aún tuviese cinco años. Ella permitió el gesto, midiendo cuánto debía apretar los dedos para parecer emocionada y no incómoda.
Llegaron a una pequeña villa encantada, escondida entre las colinas de Provenza, donde los árboles hablaban entre ellos y los caminos se curvaban según el estado emocional del visitante. La casa de los Flamel era como un relicario del tiempo: madera antigua que respiraba magia, estanterías infinitas, frascos con contenidos inefables, y una calidez que desbordaba cada rincón.
Nicolas Flamel los recibió en la puerta con una bata polvorienta y una sonrisa de sabio distraído. Perenelle, elegante incluso en su longevidad, ofreció infusiones de bergamota y pasteles de almendra.
La cena fue deliciosa, aunque Nixa apenas probó bocado. Su atención estaba en los libros que vio tras una puerta entreabierta, donde el despacho de Flamel brillaba como una galaxia encerrada en vitrinas de vidrio, instrumentos alquímicos, y pergaminos que parecían respirar.
Fue Nicolas quien propuso con entusiasmo:
—"Albus… ¿puedo llevarme prestada a tu hija un momento? Hay algo que quiero mostrarle."
—"Con gusto, si ella acepta."
—"¡Por supuesto!" —respondió Nixa con naturalidad perfecta—.
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Lo que ocurrió después no fue una conversación, sino una fusión. Nicolas Flamel, al ver la mente de Nixa desplegarse, no vio a una niña prodigio. Vio una mente maestra, articulada con el rigor de un legado antiguo. Hablaron de metales vivos. De transmutaciones simbólicas. De los errores conceptuales del Renacimiento alquímico. De la posibilidad de que la Piedra Filosofal fuera un objeto, sí, pero también una idea, un proceso.
El despacho se llenó de ecuaciones mágicas proyectadas por artefactos olvidados. La esfera de onix de Nixa parpadeaba en su cintura, registrando fragmentos de la conversación sin que nadie lo notase.
Nicolas escribía frenéticamente, a veces interrumpido por la voz serena y afilada de Nixa.
—"El error en la fusión de Mercurio y Azufre está en creer que deben unirse físicamente. No es así. Es un entrelazamiento de intención. De propósito alquímico. Las moléculas son apenas la piel. Lo esencial es la geometría del deseo."
Flamel la miró como si hubiera visto una estrella nacer en una taza de plomo.
—"Por Morgana… tienes razón. Es como si vieras las líneas invisibles…"
—"No las veo," —respondió ella suavemente—, "las dibujo."
Cuando Albus y Perenelle entraron al despacho, ya entrada la noche, los encontraron rodeados de volutas de vapor dorado y símbolos flotantes en el aire. No se habían dado cuenta de la hora. Ni del hambre. Ni del sueño.
Nicolas estaba maravillado.
Perenelle, en silencio, comprendía algo más profundo.
Dumbledore observaba con una sonrisa mezcla de orgullo y una vaga inquietud.
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Esa noche, Nixa durmió en la habitación de invitados, aunque el sueño fue breve. Su mente, aún activa, repasaba cada palabra, cada símbolo, cada posibilidad.
Y al día siguiente, después de un desayuno encantador, regresaron a casa.
Nixa despidió a los Flamel con una inclinación perfecta, una sonrisa medida, y un nuevo mapa en la mente.
Porque, entre todas las palabras compartidas, una idea había germinado:
la alquimia no era solo un arte ancestral.
Podía ser la clave para trascender la materia.
Para reescribir el mundo.
Para construir el pilar central de su Biblioteca Total.
El camino, una vez más, se había expandido.
Y Nixa caminaba sobre él con paso invisible, con una máscara perfecta y una mente que ardía como oro vivo.
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