
Di la verdad
Nunca pensé que unas simples letras pudieran arruinarme el día, o la semana, o siendo completamente dramático (y yo cuando sufro soy lo más parecido a una telenovela turca), la vida entera.
J. S. P.
¿Perdón? ¿Qué es eso? ¿Se come?
No, en serio, ¿qué clase de sigla es esa? ¿Un nuevo grupo terrorista? ¿Una receta de cocina? ¿Una amenaza velada? ¿Tal vez un hechizo que me borrará los recuerdos si lo repito tres veces frente al espejo? Lo leí tres veces, una en voz baja, otra susurrando, y una más con entonación dramática como si estuviera en una obra de teatro escolar.
J. S. P.
Ni siquiera en mi futuro (ese glorioso y absolutamente perfecto futuro del cual fui arrancado sin anestesia, por si se les olvido) recuerdo haber escuchado esas letras en conjunto. Jamás, nunca, cero, nada. Y yo tengo una memoria excelente para los chismes, así que si fuera alguien mínimamente importante lo sabría.
Me quedé viendo el diario como si fuera a responderme por sí solo. Lo zarandeé un poco, lo cerré de golpe, lo volví a abrir. Porque sí, los diarios mágicos a veces tienen estos arranques de diva en los que hay que tratarlos como si fueran la Reina de Inglaterra: con cuidado, respeto, y una pizca de incienso. Pero nada. El J. S. P. seguía ahí, burlándose de mí con su brevedad misteriosa. ¿Quién demonios es J. S. P.? ¿Una empresa de alfombras voladoras? ¿Una sociedad secreta que cría dragones en miniatura? ¿Una ex que dejó sus iniciales por todos lados como marca de territorio? ¿O... alguien que me conoce y no quiere decirme su nombre porque sabe que yo sabré quién es?
Me senté en el borde de la cama, el diario en las piernas, mi túnica arrugada como mi paciencia. A lo mejor era algún tipo de broma, Anthony podría haberlo hecho o Theo también, él tenía ese humor tan británico seco y sarcástico que a veces me cuesta saber si me está insultando o pidiendo azúcar. Pero esto... esto se sentía diferente. Había una energía extraña en esas letras.
¿J. S. P? ¿Y si era algo del futuro? ¿Algo que se me había olvidado? ¿O... alguien?
No, no puede ser. Ni idea, ni pista, ni rastro. Y eso me frustra, me frustra como cuando se te enreda el cordón de la zapatilla y tienes las manos mojadas, así de inútil me sentía. Y además, la o el muy desgraciado ni siquiera firmó con nombre completo. Tres iniciales, ¡tres míseras iniciales! Como si yo fuera algún criptólogo profesional o descendiente directo de Sherlock Holmes.
Respiré hondo y me lancé hacia el único acto lógico que podía hacer un chico confundido con demasiada curiosidad y poca dignidad: escribirle. Porque si hay algo que heredé de mi madre además de los pómulos perfectos, es la perseverancia pasivo-agresiva.
¿Quién eres?
Fue lo que puse primero. Nada de introducción, nada de "Hola, ¿qué tal?". No, yo iba directo cuando me sacan de quicio, y estas misteriosas iniciales ya me tenían al borde de hacerle un cruciatus al diario.
¿Qué significa J. S. P.? ¿Por qué me escribes? ¿De dónde me conoces ? ¿Sabes algo sobre Carlisle?
Y, porque todavía conservo algo de cortesía (y porque si esto llegaba a ser una criatura extradimensional con hambre de almas jóvenes, no quería ofenderla), añadí:
Por cierto, tienes una letra muy bonita.
Esperé. Sí, así como en las novelas de horror, donde el protagonista estúpido abre el sótano y dice "¿Hola? ¿Hay alguien ahí?" mientras todos en el público le gritan que corra. Así me sentí, solo que más bonito, claramente. La tinta tardó unos segundos en reaccionar, y justo cuando estaba por golpear el diario contra mi frente para ver si eso ayudaba, las letras comenzaron a aparecer, una a una, como si alguien del otro lado las estuviera escribiendo con cuidado.
Hola Draco, me presento, puedes llamarme J. S. P.
... ¿el nuevo ente en mi diario me acaba de decir que lo llame J. S. P cuando literalmente es lo primero que pone en el diario? ¿Cuando es literalmente lo primero (y único) que sé de él o ella?
Me eché hacia atrás dramáticamente, haciendo que la cama chirriara. ¿De verdad me están contestando con un "Puedes llamarme" como si fuera una especie de personaje misterioso de novela juvenil mal escrita? Fruncí el ceño, le hice un gesto amenazante a la página (sí, le saqué el dedo, no me arrepiento), y seguí leyendo.
No puedo decirte quién soy aún, pero sí te interesa soy un chico. Y quiero ayudarte a entender a Carlise, eso es lo que él me pidió antes de seguir.
Oh claro, como si esto fuera una saga y yo tuviera tiempo para desbloquear niveles secretos del misterio a punta de paciencia. Y, aun así, algo en esa forma de escribir… me desarmó un poco. Era cálido, trnía ese tono que uno usaría con alguien querido, como si me conociera, como si… me quisiera. Y eso me descolocó más que cualquier pista.
Me contó un par de cosas más sobre Carlisle, pero nada nuevo o de importancia. Comentarios vagos, observaciones tiernas. Que solía dormir de costado abrazando una bufanda verde, que le gustaba el olor a jazmín pero odiaba esas las flores, que tenía una pequeña cicatriz en el codo por caer de un armario cuando conocio a alguien muy importante para él, que su color favorito era el gris... cosas minúsculas, detalles dulces sí, pero inútiles.
Y entonces se detuvo, y yo aproveche para seguir escribiendo preguntas:
¿Dónde estás?
¿Eres del futuro?
¿Por qué y cómo sabes tanto?
No recibí nada como respuesta. El diario se quedó mudo como si lo hubieran desconectado del WiFi de la magia.
Me recosté contra la almohada, el diario aún abierto, y lo miré como si pudiera leerle la mente. Porque eso era lo peor: ese tono... ese cariño. No era solo información, ra ternura. Era… como si yo importara. Y si de algo estoy seguro, es que nadie se esfuerza en cuidar lo que no ama.
Pero eso no tenía ningún sentido, ¿o sí?
Suspiré. Estaba tan confundido que incluso consideré pedirle consejo a uno de los retratos del pasillo. Uno particularmente aburrido que solía observarme cuando iba al baño. Ya estaba tocando fondo.
Sin embargo no. Si quería respuestas, tendría que actuar. Y para eso… tenía que hablar con mis amigos. Bien, Draco, es hora de confiar. Y quizás, quizás eso no sea tan terrible.
O sí.
~~~❤︎~~~
A la mañana siguiente, el silencio fue lo primero que noté. Un silencio pesado, denso como niebla vieja, de esa que se mete en los huesos y los pensamientos. La Mansión Malfoy siempre había sido silenciosa tenía esa clase de acústica majestuosa que hacía que hasta los pasos se sintieran como una ofensa al mármol, pero esa mañana el silencio era distinto. No era elegante, era incómodo.
Me puse una túnica ligera, bajé las escaleras como si descendiera al cadalso y confirmé mis sospechas: mi madre no estaba. Había dejado una nota perfumada (jazmín, por supuesto) que decía: He ido a visitar a tu tía Andromeda, volveré en la tarde ya que me quedaré a almorzar. No te duermas todo el día, cariño. Y come algo con tu padre, Mamá.
En el comedor principal, mi padre ya estaba sentado con su postura recta, el diario abierto y una expresión de esfinge deprimida. Me senté frente a él como un estudiante castigado. Dobby apareció con el desayuno, y bendito sea, porque si tenía que soportar diez minutos de ese silencio sin interrupciones, probablemente iba a volcar el jugo de calabaza en mi regazo solo para tener una excusa para irme.
—Buenos días, señorito Draco —saludó Dobby con esa sonrisa que no ha perdido ni después de ver lo peor de la gente. Me devolvió un poco de humanidad y le sonreí de vuelta.
—Gracias, Dobby —dije y lo noté casi temblar de la emoción. Hasta mi padre bajó apenas un centímetro el periódico para verificar que efectivamente le había dado las gracias.
Sí. Soy un nuevo yo. Y ahora también digo gracias. Alarma mundial.
—¿Dormiste bien? —preguntó mi padre sin levantar del todo la mirada. Su tono era medido, como si estuviéramos negociando un tratado de paz entre dos naciones en guerra.
—Lo intenté —respondí mientras me servía té. No sabía si era seguro mencionar que me había pasado la mitad de la noche conversando con un diario mágico que probablemente me hablaba desde un futuro distorsionado.
Me limité a untar mermelada de moras en una tostada, y si me preguntan, gue muy Ravenclaw de mi parte: distracción silenciosa.
Silencio.
Crac, sonó el periódico, Lucius giró una página que me hizo saltar igual que si hubiera lanzado una maldición. Qué triste que un sonido tan inocuo me tuviera en alerta como un gatito encerrado en una caja.
—Hoy iré a visitar a los Lovegood —anuncié con el tono más casual que pude fingir.
Lucius bajó el diario, esta vez por completo. Me observó con esa mirada de serpiente educada que siempre tuvo. Era tan intimidante como cuando tenía cinco años y rompí una vasija antigua jugando a atrapar duendecillos de Cornualles en el pasillo.
—¿Los Lovegood? —repitió, con una ceja levantada.
—Sí. Luna. Me invitó. Y no creo que me asesinen ni me conviertan en un artículo conspiranoico, si es lo que te preocupa.
Silencio. —Conocí a Xenophilius en mi juventud —dijo de pronto, dejando la taza de té con precisión quirúrgica sobre el platito.
Levanté una ceja. —¿De verdad?
—Intercambiábamos… teorías — ¿acaso eso era un eufemismo para "coincidimos en alguna secta mágica"? —. Y un shampoo —añadió, como si no fuera el dato más absurdo en toda la conversación.
—¿Un qué?
—Shampoo de esencias lunares, bastante decente la verdad. Le agradecí en su momento. Me pareció un hombre peculiar, pero lúcido —me costó imaginar a mi padre, el Lucius Malfoy de túnica negra y bastón de plata, preguntándole a un Xenophilius Lovegood por un producto capilar como si estuvieran en una feria.
—¿Entonces… no te importa que vaya?
—No en realidad —hizo una pausa para tomar de su té —. De hecho, te acompaño.
Ese "te acompaño" fue una puñalada al estómago y una palmada en la espalda al mismo tiempo. Primero, porque me sorprendió. Segundo, porque... ¿qué íbamos a hablar en el camino? ¿Del clima? ¿De cómo me sentía esa mañana? ¿De cómo me el diario que me devolvio al pasado ha cambiado de propietario, y apenas me daba cuenta? ¿De los arcoiris?
—Claro —dije tragándome mil preguntas.
Comí el resto de mi tostada en silencio, sintiendo que las migas pesaban como piedras. Una parte de mí estaba agradecida, la otra parte... aterrada. Y la más grande de todas honestamente solo quería salir corriendo y esconderse en la buhardilla con el diario, una manta y una caja de galletas. Pero bueno, un Malfoy no huye, solo dramatiza internamente y sale bien peinado a enfrentarlo todo.
.
Subí las escaleras con la elegancia de siempre aunque con el corazón hecho un nudo marinero sin embargo un nudo mojado, de esos imposibles de desatar. Me metí a mi habitación, cerré la puerta y me quedé un momento quieto, solo escuchando el leve clic del pestillo. No era que mi padre fuera a irrumpir de repente preguntando si necesitaba ayuda para peinarme, pero… no lo sé, necesitaba sentirme a salvo. Al menos por unos minutos.
Apoyé la frente contra la puerta. Respiré.
Una.
Dos.
Tres veces.
No sirvió. Mi cabeza seguía corriendo a mil por hora. Y todas las rutas llevaban al mismo lugar: ¿Qué demonios iba a decirle a mis amigos si es que convencía a Luna de ayudarme a contarlo? Cosa que seguramente no sería muy difícil.
Caminé hasta el espejo, me senté frente al tocador y me miré como si esperara que el reflejo me diera alguna respuesta.
¿Hola, les he ocultado que vengo del futuro estos años y el diario mágico que los hice investigar fue el que me trajo, y de la nada Carlise no escribe y ahora me responde un tal J. S. P con tinta encantada y me revela detalles vagos sobre Carlise que está desaparecido, muerto o… las dos? No, era demasiado directo.
¿Chicos, les conté que ahora tengo conversaciones existenciales con un cuaderno y probablemente estoy perdiendo la cabeza en cámara lenta? Oh, y también vengo del futuro, me olvide de decirles. Tampoco, muy raro.
Me puse crema hidratante con movimientos mecánicos, como si el orden de la rutina pudiera calmar el caos en mi cabeza. Pero nada.
Tenía miedo. Un miedo tonto, infantil y real.
Tenía miedo de que Blaise se riera y pensara que todo era un juego o peor, que creyera que lo estaba usando como excusa para volver a llamar la atención.
Tenía miedo de que Theo me mirara con esa mezcla de lástima y preocupación que detesto más que cualquier insulto, que creyera que estoy roto. Tenía miedo de que Anthony lo supiera todo antes de que pudiera decir una palabra, que me dijera, con su voz cargasa de sarcasmo y posiblemente comida: "Ah si, y yo soy rico" yque eso fuera lo único que dijera. Tenía miedo de que Carlisle no apareciera más, de que el diario dejara de responder, de que todo fuera una ilusión fabricada por un yo que no sabe cómo seguir adelante.
Me miré en el espejo. Un Malfoy, eso era lo que todos veían. Pero yo… yo solo veía a un chico que no quiere quedarse solo otra vez.
Me vestí sin pensar demasiado en los colores ni en el estilo. Me peiné con rapidez, me puse colonia, me quité un poco, me la volví a poner. Empecé a preparar mi versión de los hechos. La más cuerda, la menos mágica, la que tenía chance de no hacerme ver como alguien que necesita supervisión psiquiátrica inmediata.
Pero al fondo de todo, muy al fondo... sabía que si no podía confiar en ellos, en mis amigos, entonces ¿en quién?
Si no podía contarles esto… entonces todo estaba perdido desde el principio. Respiré hondo. Me miré una última vez al espejo. —No los vas a perder —me dije en voz baja, apenas un susurro.
Como si con eso bastara. Como si decirlo pudiera evitar que ocurriera.
.
—¿Listo? —preguntó mi padre, con ese tono frío que usaba cuando intentaba sonar casual. Como si la palabra "listo" pudiera aplicarse a visitar a los Lovegood, la familia de lo inexplicable, lo invisible y lo incómodamente luminoso, todo lo contrario a nosotros
Asentí en silencio, sosteniendo un puñado de Polvos Flu con la delicadeza de quien sabe que una torcedura mal pronunciada te puede enviar a una chimenea en Albania. —Casa de los Lovegood —hable con claridad, y la magia verde me engulló en espiral como si la red Flu estuviera ligeramente harta de mí.
Salí rodando del otro lado como una bolsa de té mal exprimida y me encontré en... bueno, en lo que solo se puede describir como la más adorable explosión de caos excéntrico. Había muebles en el techo o en lo que ellos decían que era el techo. Había un reloj sin manecillas, un sombrero de copa con alas sobre una lámpara, y un zumbido constante que no podía decidir si provenía de un artefacto mágico o de un insecto entrenado.
Y entonces, Xenophilius Lovegood apareció flotando, literal, en una escoba recubierta de flores secas.
—¡Draco Malfoy! ¡Y el gran Lucius también! —exclamó, como si fuésemos estrellas invitadas en una obra de teatro surrealista. Aterrizó frente a nosotros con un tambaleo elegante y nos ofreció una reverencia teatral.
—Xenophilius —saludó mi padre, con una sonrisa que no le había visto desde... bueno, nunca.
Y ahí fue donde mi cerebro hizo cortocircuito. ¿Mi padre y Xenophilius Lovegood siendo cordiales? No, aún peor: ¿mi padre sonriendo genuinamente mientras se daba un apretón de manos con un hombre que llevaba una túnica con estampado de nabos?
—¿Desde cuándo ustedes se llevan bien? —pregunté sin poder evitarlo. Si, me había dicho que se habían intercambiado un shampo, pero no estaba preparado para esto.
—Oh, desde la convención de Elfos de hace unos años —respondió el señor Lovegood con un guiño, como si eso explicara absolutamente todo.
—Me recomendó un champú para rizos rebeldes, te lo dije en el desayuno —añadió mi padre con absoluta seriedad.
Y yo… simplemente acepté mi destino. En esta línea temporal, mi padre es amigo de Xenophilius Lovegood y no me lo advirtió. Claramente, el universo ya no se está molestando en fingir coherencia.
Avanzamos por el pasillo (que tenía papel tapiz que cambiaba de color con tu estado de ánimo, al parecer, porque a mi paso se volvió un tono lavanda con puntos fucsias) y entramos al salón principal, donde todo era ligeramente inclinado, como si la casa no estuviera del todo de acuerdo con estar de pie. No pasó ni un minuto antes de que escuchara un ruido de pasos descalzos apresurados.
—¡Draco! —Luna apareció bajando una escalera con una túnica de sueño, un sombrero de papel periódico y una sonrisa que desarmaría a cualquier ejército. Se lanzó a abrazarme como si no me hubiera visto en años, aunque habíamos intercambiado cartas hacía apenas dos días y la tarde anterior había venido a mi Mansión. Luna siempre tenía esa forma de recibirte como si tu sola presencia fuera motivo de fiesta.
—Hola, Luni —respondí, y me sorprendí al sentir que me apretaba un poco más fuerte de lo normal. Como si algo dentro de ella supiera que yo necesitaba ese abrazo.
Mi padre ya estaba conversando de cristales para pociones con Xenophilius como si fueran compañeros de té de toda la vida, así que aproveché para mirarla. Luna tenía la mirada brillante, los cabellos rubios revueltos y una bata de dormir decorada con pequeños nargles bordados a mano. Era adorable y tranquilizadora en ese modo inexplicable que sólo ella tenía.
—¿Podemos ir a tu habitación? —le pregunté en voz baja, intentando no parecer demasiado ansioso por contarle.
Ella asintió de inmediato. —¡Claro! Tengo que mostrarte el nuevo mapa lunar que se mueve cuando roncas —empezamos a subir las escaleras pero entonces me detuve un momento, volviendo a mirar por encima del hombro hacia Xenophilius, que todavía charlaba con Lucius.
—¿No nos dirá nada por ir a su cuarto? —susurré.
Luna ladeó la cabeza, como si la idea ni siquiera hubiera cruzado por su mente. Pero justo en ese instante, la voz de su padre se alzó desde la sala, con ese tono alegre y misterioso que lo hacía parecer una mezcla entre oráculo y tío distraído.
—Draco, tienes la perfecta combinación de tu padre y madre en el físico y porte, ¿pero todo lo demás? Lo sacaste de Regulus.
Me quedé petrificado en la escalera. ¿Qué acababa de decir? ¿Qué significaba eso? —¿Eh? —pregunté, porque el ruido del universo entero colapsando en mi mente me impidió procesar la frase por completo.
—¡Regulus! —repitió Xenophilius con una sonrisa soñadora, como si el nombre fuese una flor exótica que acababa de oler. —Tan elegante, tan trágico, tan claramente romántico. Te pareces a él en lo fundamental.
Me giré lentamente hacia Luna, esperando algo de contexto, algún tipo de explicación, tal vez incluso una risa nerviosa. Sin embargo ella solo me sonrió, como si fuera lo más normal del mundo.
—Es un lindo comentario —dijo, como si su padre acabara de decirme que tengo buenos hombros.
Subimos el resto de la escalera en silencio, y mientras entrábamos en su cuarto (lleno de móviles flotantes, pósters que cantaban en latín y una colección de piedras que probablemente le habían hablado alguna vez), solo pude pensar:
¿Regulus? ¿Romántico? ¿Me parezco a él en "lo fundamental"? ¿Qué decía eso de mi?
.
—Luna… ¿me ayudarías a decirles?
Estaba sentado en su alfombra (la mandrágora seguía sonriendo, sospechosamente), con las manos entrelazadas sobre las rodillas. Ella se había recostado boca arriba, con el cabello extendido como un charco de oro sobre el suelo. Jugaba con una pluma que giraba en el aire por arte de magia—o por ella misma, quién sabe—y cuando le hice la pregunta, se quedó muy quieta. Luego se sentó, como si de repente el universo hubiera cambiado de estación y era hora de la acción.
—¿Decirle a los chicos? —preguntó con una sonrisa.
—Sí —tragué saliva—. A Theo, a Blaise, a Anthony... aunque probablemente reaccione como si estuviera en un mal capítulo de su serie de detectives favorita y me acuse de ser un doble impostor poseído por un espíritu del futuro.
Luna dio un pequeño saltito y aplaudió con las puntas de los dedos. —¡Claro que sí! Será divertidísimo.
—No, no. No será divertidísimo —le corregí alarmado—. Será raro, tenso, un desastre emocional. ¡Anthony va a decir que estoy loco! Theo va a pensar que es una broma y luego va a molestarse por no habérsele ocurrido antes. Y Blaise … bueno, él probablemente me ofrezca una taza de té para calmarme y luego se desmaye.
—Perfecto. Lo haremos mañana —hablo ella, ignorando por completo mi pequeña crisis existencial—. Les diremos en el invernadero, siempre se sienten seguros ahí.
—Luna, no es un picnic, es una revelación que podría arruinar mi vida.
—Oh, Draco, nadie arruina una vida en el invernadero. Las plantas no lo permiten.
La miré. Me tapé la cara con ambas manos y murmuré:
—Estoy tan jodido…
Luna solo se echó a reír y me palmeó la espalda como si fuera una tortuga nerviosa. —Draco, ellos te quieren. De verdad. ¿Crees que si les dijeras que fuiste una rana por tres semanas y luego volviste a ser humano gracias a un hechizo de amor, te abandonarían?
—¿Eso… te pasó a ti?
—No a mí … pero hubo una rana muy encantadora una vez.
La miré de nuevo, me rendí. Apoyé la cabeza en su hombro.
—Si esto sale mal, ¿puedo mudarme a una cueva contigo?
—Por supuesto. Siempre y cuando me dejes decorarla.
—¿Con qué?
—Con relojes derretidos y postales de Noruega.
—Pequeñas manipuladora —murmuré entre dientes.
—¿Qué dijiste?
—Nada. Sólo que gracias.
Y no lo dije por compromiso, lo dije con el corazón. Porque si había una persona en esta línea del tiempo capaz de convertir el miedo en aventura y el desastre en poesía, esa era Luna Lovegood. Y sí… estaba muy emocionada por contarle a sus chicos.
~~~❤︎~~~
No, no podía hacerlo.
Estaban todos ahí en mi habitación, en mi santuario, en mi trinchera decorada con libros perfectamente alineados de los Juegos del Hambre que logre meter, velas negras (de estética, no de drama), y una colección demasiado grande de álbumes de Lana del rey.
Theo estaba sentado en mi sillón como si fuera el dueño del lugar (lo peor es que parecía el dueño del lugar), con las piernas cruzadas, girando su varita entre los dedos. Blaise ocupaba la repisa de la ventana, porque obvio que él no se sentaba como un mortal. Luna estaba de pie junto al escritorio, tarareando bajito una melodía sin nombre. Y Anthony… bueno, él estaba en el suelo, comiendo galletas de jengibre que mi madre había dejado "para cuando se te pase la ansiedad, cariño".
Yo estaba de pie sudando, diteralmente sudando. No estaba lloviendo, no había entrenado, no había corrido, y sin embargo, estaba empapado como si acabara de sobrevivir al Torneo de los Tres Magos. Mi camiseta se pegaba a mi espalda y mis manos temblaban como si fuera un estudiante de primer año enfrentándose a Severus en una clase de Pociones.
—Entonces… —empezó Theo, levantando una ceja—. ¿Por qué nos llamaste? ¿Va a ser esto una intervención por tu adicción a leer novelas de distopia a medianoche?
—¿Encontraste un alma gemela en el mundo muggle? —preguntó Blaise, con un aire dramático que sólo él podía manejar sin parecer ridículo.
—¿Es una confesión amorosa? —añadió Anthony con la boca llena—. Porque si sí, déjame tragar antes.
—¡No, no! —me apresuré a decir—. No es… nada de eso. Es solo que… bueno…
Todos me miraban y lo odié cada segundo. Odié ser el centro de atención cuando no era para algo cool, como, no sé, salvar el mundo en secreto o cantar bajo una lluvia de luces mágicas. Esta vez se trataba de mí, en el peor sentido posible, de mi locura.
—No puedo —susurré al fin y me dejé caer en la cama con un sonido ahogado —. No puedo hacerlo, olvidenlo. Todo esto fue una mala idea, fue idea de Luna, todo es culpa de Luna.
—¡Mentira! —protestó ella riéndose suavemente —. Draco, ¡tienes que decirlo! Este es el momento exacto. Los Dragones del Tiempo lo confirmaron.
—Luna —le dije entre dientes—, los Dragones del Tiempo no existen.
—¡Claro que no! Porque no pueden ser vistos por humanos atrapados en su línea temporal.
Blaise soltó una carcajada. Anthony le pasó una galleta a Theo, y este la rechazó como si estuviera envenenada, posiblemente porque esa era de maní, y él odiaba el maní.
—Vale, entonces alguien nos dice qué pasa, o voy a suponer que esto era una excusa para jugar Verdad o Reto —anunció Theo divertido.
—Draco tiene que contarles algo muy importante —contestó por mi Luna, dando un paso adelante como si fuera mi abogada de defensa—. Algo muy, muy grande. Pero tiene miedo.
—¿Miedo? —repitió Blaise, como si esa palabra no existiera en su diccionario.
—Mucho miedo —añadió Anthony, dándome una mirada de arriba a bajo—. ¿No lo ves en su cara? Está pálido.
—Siempre estoy pálido —refunfuñé.
—Sí, pero hoy estás más pálido. Estás color mortífago arrepentido —respondió Blaise.
Tragué saliva, mis manos temblaban y seriamente consideré la posibilidad de escapar por la chimenea.
—Merlín —dije al fin—. Está bien, ya lo diré. Pero no me interrumpáis, mi se burlen, mi me digan que estoy loco, ni llamen a San Mungo, ni… bueno, nada, solo escuchen.
Todos asintieron. Incluso Theo, aunque se le notaba el escepticismo hasta en las pestañas. Me puse de pie otra vez, respiré hondo. Conté hasta cinco, hasta diez, hasta ochenta. Y entonces lo solté todo de un tirón.
—Vengo del futuro.