
Chapter 2
Cuando despertó —o, más bien, cuando recuperó la conciencia; los dioses no tenían la capacidad de dormir—, se dio cuenta inmediatamente de que ya no estaba en el Olimpo.
El aire olía a humedad y cenizas, y el suelo, antes rugoso, ahora era plano como un espejo. Volvía a estar en su forma humana, así que le costó habituarse al torrente de sensaciones que le inundaban los sentidos, abrumada por el ardor de su piel expuesta a las corrientes subterráneas.
Miró a su alrededor. Era como si todo estuviera desdibujado, las líneas del Tártaro distorsionándose en cuanto sus ojos se posaban sobre el paisaje, jugando con su mente y tratando de engañarla para que no descubriera su verdadera forma. Solo había estado allí una vez, cientos de siglos atrás, para guiar a su impulsiva amiga Deméter hasta las aguas del Estigio, pero nunca había llegado a atravesar el río, así que el terreno seguía siendo todo un misterio para ella. Pero Fina no era la diosa de las encrucijadas por nada. Estaba más que acostumbrada a orientarse en lugares inhóspitos y desérticos como aquel, por mucho que el Reino de los muertos fuera conocido por ser un lugar especialmente difícil de recorrer.
Dejando que el cálido suelo de basalto abrazara sus pies desnudos, inhaló profundo y conectó sus sentidos con los elementos que la rodeaban, sintiendo el débil latir de la tierra bajo la superficie.
Llévame a Hades, imploró. Indícame el camino.
Revolviéndose como si acabara de despertar de un largo letargo, el suelo respondió a la llamada de su magia, trazando un intrincado patrón de vibraciones que tardó apenas un instante en descifrar. Comenzó a caminar hacia delante, avanzando con seguridad pese a no ver a dónde se dirigía, y fue sorteando las grietas traicioneras que se abrían a su paso.
Tras lo que parecieron horas —el tiempo en el Inframundo, como en el Olimpo, no estaba sujeto a las leyes que regían la Tierra mortal—, una señal la hizo detenerse de golpe en medio de la oscuridad.
Aquí, parecía decir el aire, Eolo tendiéndole una mano invisible para guiarla a través del pavimento. Aquí.
No había nada especial allí, nada que pudiera discernir con claridad; solo un borrón, colores marchitos entretejiéndose en una red frente a sus ojos y cambiando de tonalidad a cada instante que pasaba. Aun así, no se movió del sitio.
Tenía la sensación de estar siendo observada, como si de repente hubiera algo —alguien— que hubiera provocado un cambio casi imperceptible en el ambiente, pero suficiente como para llamar su atención y hacer que se pusiera en guardia instintivamente.
—¿Hades? —pronunció, el nombre inseguro en sus labios carnosos.
Silencio.
Y después, pasos.
No sabría decir de dónde venía el sonido. Lo sentía de frente y a la espalda al mismo tiempo, encima de la cabeza, tras los ojos, en la punta de la nariz y de los dedos, un repicar incesante que no tenía origen y que se expandía, envolviéndola por completo y resonando a través de su cuerpo en un caos que no lograba comprender. Maldiciendo una vez más las limitaciones de su forma humana, cerró los ojos y apretó los dientes.
—No es de buena educación recibir así a tus invitados.
Los pasos se detuvieron, y Fina soltó un suspiro, aliviada en cuanto la opresión en su cabeza desapareció. Sin embargo, lo que no esperaba era oír la voz de Hades —fuerte, antigua y poderosa—, murmurando una disculpa en medio del vacío.
—Lo siento.
La sinceridad con la que lo dijo la dejó sin palabras.
—No pasa nada —le aseguró, preguntándose brevemente si sería un truco para hacerla bajar la guardia. Si era así, no lo iba a conseguir; quizá el dios le sacaba una veintena de siglos, pero no era tan ingenua como para dejarse engañar—. ¿Dónde estás?
—Delante de ti.
Fina se mordió la lengua y abrió la boca, dispuesta a dejarle bien claro lo poco que le gustaba que se rieran de ella, pero Hades la interrumpió antes de que pudiera decir nada.
—No miento. Me tienes delante, aunque no puedas verme. Solo aquellos que saben mirar pueden encontrarme.
La morena frunció el ceño,impaciente.
—¿Qué significa eso?
Las adivinanzas nunca se le habían dado demasiado bien y, la verdad, no estaba de humor para perder el tiempo. Quería hablar con Hades —frente a frente, si podía ser—, y pedirle que la condujera a sus aposentos; cuanto antes se acostumbrara a su nueva vida en el exilio, mejor.
—Tienes que imaginar mi reino —le dijo el hijo de Cronos—, tienes que dibujarlo en tu mente para que se materialice.
—¿Y ya está? —alzó una ceja, escéptica.
—No es tan fácil como parece —la voz retumbó con fuerza en el espacio—. Requiere mucha fortaleza conseguir dibujar una imagen clara de algo que no existe. Y mantenerla —añadió—. Inténtalo.
Soltando un suspiro, la diosa se retiró un mechón castaño del rostro y se encogió de hombros. Tampoco tenía nada que perder. De pie en medio de la densa oscuridad que la rodeaba, cerró los ojos para concentrarse ycomenzó a dibujar el espacio, dejando que las sombras tomaran forma en su mente.
Imaginó grandes paredes de piedra gris delimitando los intricados pasillos del Reino de los Muertos, el suelo negro como el carbón, el aire denso con ese olor a humo y cerrado. Imaginó el sonido de las aguas del Estigio, las almas lamentándose mientras circulaban a favor de la corriente, abandonadas a su suerte para perderse en las profundidades del Tártaro. Y finalmente, visualizó la guarida de su soberano, una entrada amplia con una puerta de hierro abriéndose con un rechinar desagradable, y luego...
Nada.
No tenía ni idea de qué podía haber detrás.
Y así, de un momento para otro, la imagen que había pintado tan clara en su mente se desvaneció por completo, rota como los sueños de Hypnos con los primeros rayos del alba.
—Te lo dije.
La voz de Hades vibró con una risa contenida.
—¿Y ahora qué?
—Vuelve a intentarlo. Es curioso; todas las personas que se aventuran a mi reino se lo imaginan de la misma manera.
Fina se cruzó de brazos.
—Es lo único que inspira. Oscuridad, cenizas, ruina —un suspiro—. Muerte.
Hades se tomó un momento antes de responder, y la diosa se lo imaginó observando el horizonte vacío del Inframundo, su expresión inescrutable mientras las sombras danzaban a su alrededor.
—Al contrario. Hay un infinito de posibilidades, aunque no todo el mundo logra verlo —su voz adquirió un tinte triste—. También hay belleza en el Tártaro.
Las palabras del dios hicieron que algo en su pecho se comprimiera. En parte, sabía que tenía razón. Era la reina de la noche, ella también había descubierto la belleza oculta en la quietud de las sombras, la compañía que solo el manto estrellado podía ofrecerle a un corazón herido. Pero el Inframundo no era como la noche terrestre; era un paraje vacío y sin vida, lúgubre e inánime, sin un solo rayo de luz que se abriera paso desde la superficie. Dioses, añoraba el destello blanquecino de la luna sobre su piel, darle forma con sus manos cada día para colocarla entre las nubes, sentir cómo guiaba a los mortales entre la penumbra y escuchar cómo la cantaban hasta el amanecer.
De repente, se quedó quieta. Le había parecido ver… Pero no podía ser.
Y, sin embargo, ahí estaba. Unos metros más allá, la luna llena resplandecía en el aire,tan perfecta y etérea que parecía una obra de las musas.
La luz plateada pintó un camino sobre el suelo de carbón, iluminando los contornos agrietados de la roca y perfilando la puerta de metal que había imaginado apenas unos minutos antes. Se acercó a ella con cautela, asiendo firmemente la argolla que había en el centro, y empujó hacia dentro con todas sus fuerzas hasta escuchar como cedía bajo su peso.
Cuando levantó la mirada, se dio de bruces con los ojos más azules que había visto en su vida.
(Y en su muerte).
—No eres un hombre —fue lo primero que salió de su boca, brusco e impetuoso como una ráfaga de viento.
La mujer —Hades, no dios, sino diosa de las Sombras—, sonrió ligeramente, sentada sobre el trono negro que Fina había creado para ella.
—No, no lo soy —su voz sonaba más dulce, más femenina, las notas de una lira cayendo suavemente de sus labios.
Hades, en su lugar, era una mujer rubia, alta e imponente, con una mandíbula esculpida por el mismísimo Hefesto y los ojos tan azules como las olas que rompían en la costa de Delos. Fina parpadeó, sintiendo un extraño calor ascendiendo por sus mejillas, e intentó apartar la mirada de sus brazos, desnudos bajo la túnica negra que le cubría el torso.
—Mi identidad —pronunció la mujer—, y mi verdadero nombre, fueron olvidados hace muchos siglos.
La morena sacudió la cabeza para despejarse. Nunca había oído que Hades tuviera otro nombre, ni mucho menos que fuera una mujer, aunque hablar del dios estaba prácticamente prohibido en el Olimpo, teniendo en cuenta lo sensible que era Zeus a cualquier mención de su hermano menor.
—¿Cómo te llamabas? —preguntó sin pensar, antes de poder reprimir el impulso.
—Marta.
Marta. La que no se ve. Invisible, oculta.
La Diosa de los Muertos rozó la superficie tallada de su trono con las yemas de los dedos.
—Me han dicho que le has robado la vida a la diosa de la primavera —la retó, mirándola fijamente con una mezcla de curiosidad y algo que no lograba descifrar.
—Lo que he hecho ha sido liberarla de las garras de tu hermano.
Marta se humedeció los labios brevemente, su pecho ascendiendo y descendiendo en un suspiro mientras contemplaba los puños apretados de la morena.
—Entonces quizá tú y yo no seamos tan distintas, al fin y al cabo.
Y Fina —Hécate, la diosa de la brujería, las encrucijadas y la noche, que había crecido en el Olimpo escuchando verdaderas historias de terror del falso dios que tenía delante—, se preguntó entonces si todo lo que le habían enseñado no había sido más que un engaño. Porque, aunque los ojos de la rubia brillaban con furia, también podía ver la tristeza, profunda y latente, que se escondía detrás. El dolor. Y si algo sabía, era que no había que guiarse por las apariencias.