
Ella iba apresurada por una calle de Londres. Faltaban pocos minutos para que cerrarán la librería Hatchards en Piccadilly. Si no lograba comprar El Código Da Vinci esa tarde de viernes, no iba a tener nada nuevo que leer el fin de semana y eso la tendría de muy mal humor. No le gustaba estar de mal humor por lo que, literalmente, deseaba volar. Y eso que odiaba volar.
Desde hacía cinco años trabajaba en el Cuerpo de Normas Internacionales de Comercio Mágico y se le había pasado el tiempo revisando un expediente sobre la legislación internacional de Japón en el que estaba trabajando desde hace meses y para cuando se había percatado, ya eran pasadas las siete. El tiempo que faltaba hasta las ocho sería más que suficiente para llegar antes de que cerraran, pero como cada condenado viernes desde hacía varias semanas, en su camino se había cruzado Cormac McLaggen.
A pesar de que era tarde y la mayoría de trabajadores ya habían salido de trabajar, tomó precauciones y al salir de su oficina en el quinto piso, usó otra ruta diferente a la acostumbrada. Creía que esa tarde había logrado esquivarlo, pero no tuvo éxito: esta vez se había hecho el encontradizo en una zona estratégica del atrio. ¿Cuándo iba a entender que no estaba interesada en repetir la cita que habían tenido en febrero?
Había cometido dos veces el error de salir con él, la primera en su sexto año de colegio. Definitivamente no habría una tercera vez. Y era una lástima porque el hombre físicamente le atraía: alto, rubio, ojos verdes y cuerpo atlético. Le había dado otra oportunidad porque creía que con el paso de los años había madurado y mejorado sus modales, pero había constatado que su conducta lasciva y mal temperamento seguían estando presentes.
Para empeorar su mala suerte de esa tarde, empezaba a caer una llovizna que parecía ir en aumento y estando en el lado muggle de la ciudad, no podía usar la magia para evitar mojarse; tampoco había llevado una sombrilla consigo. Esos quince minutos que separaban la librería del Ministerio Británico de Magia se le harían eternos si debía ir escondiéndose de la lluvia bajo los aleros de los edificios.
Maldito fuera el clima londinense. Se suponía que abril era el mes más seco, pero por supuesto que ese día, que ya de por sí había sido complicado en el trabajo, tenía que llover para confabularse en su contra.
Casi corriendo a pesar de sus zapatos de tacón y la falda verde musgo tipo lápiz unos centímetros debajo de la rodilla que no le daba mucha amplitud en el paso, iba guareciéndose con el bolso ejecutivo. El moño alto que se había realizado en la mañana estaba empezando a zafarse debido a la carrera y en un momento que tuvo que quitar de su rostro unos flequillos que tapaban su visibilidad, de pronto sintió un golpe.
—¡Lo siento! —se excusó rápidamente al chocar contra una espalda.
Estaba apenada intentando encontrar las palabras adecuadas para excusar su descuido pero con la mente en que le iban a cerrar la tienda, no tenía cabeza para nada más que seguir corriendo. Sin embargo, se quedó en blanco al percatarse de con quien había chocado. Tuvo que hacer un gran esfuerzo por no derrumbarse por la sorpresa.
—Hola… —saludó él, evidentemente igual de sorprendido, extendiendo el brazo para taparla con el paraguas que llevaba abierto. En su mirada, además de sorpresa, había nostalgia. Desgraciadamente lo conocía bien como para saber que, al igual que ella, se estaba conteniendo por no abrazarla.
Tres años… Tres años desde que lo había visto por última vez.
—¿Cómo has estado…? —le preguntó casi en automático a sabiendas de que debía hablar si no quería parecer una tonta.
Rápidamente constató que estaba algo más delgado, pero no por eso menos gallardo. No vestía túnica sino una impecable camisa tipo oxford manga larga y pantalón negros sin corbata, y llevaba una cuidada barba de pocos días que le aumentaban su atractivo. Cada fibra de su ser había respondido a ese encuentro y casi se odiaba a sí misma por eso. Pensaba que ya lo había olvidado. Por supuesto, otra vez se había equivocado.
—Ahora mejor —le respondió con la galantería que la había conquistado, sintiéndose casi hipnotizada por aquellos hermosos ojos grises que había aprendido a amar tiempo atrás.
Ella no encontró una respuesta para lo que reconoció como un cumplido pero pudo constatar que lo había extrañado. Desde que él se había alejado de su vida nada había vuelto a ser lo mismo.
En ese momento confirmó que ambos habían cometido un grave error al no luchar por lo que sentían y dejar que terceros se interpusieran en su relación.
Él no había querido terminar pero fue la terquedad de ella la que había ganado al final en lo que había sido el día más triste de su vida, sin contar los acontecimientos de la Segunda Guerra Mágica.
En medio de la acera, con todos los que al igual que ella no llevaban sombrilla e iban corriendo para no calarse hasta los huesos pues llovía aún más fuerte, el mundo se redujo a solo ellos dos y vio pasar en cámara rápida los acontecimientos que la habían llevado a enamorarse locamente del hombre que había sido prácticamente su enemigo en la adolescencia.
Ella regresando a Hogwarts para hacer su último año a pesar de lo difícil que era volver a un lugar con tantos malos recuerdos debido a la muerte de seres queridos. Él en un rincón del Gran Comedor evitando relacionarse con quienes aún lo etiquetaban como un mortífago, aunque había sido absuelto de todos los cargos en los juicios realizados por el Wizengamot.
Ella sentada en el alféizar de una ventana del tercer piso extrañando a sus amigos quienes habían preferido ingresar a trabajar como aurores en lugar de seguir con sus estudios. Él sentado a orillas del Lago Negro en actitud derrotada con la mirada fija en la nada.
Ella intrigada por su presencia cada vez más cercana. Él esbozando un tímido amago de sonrisa en lugar de una mueca de desprecio cuando se encontraron a punto de tocar el mismo libro de alquimia, materia que ambos llevaban optativamente ese último año y que terminó con ellos haciendo juntos el ensayo, aunque, por supuesto, el de ella un poco más largo que el de él.
¡El libro! recordó de repente y mirando rápidamente su reloj intentó explicar la razón por la que estaba apurada antes de encontrarse con él.
—Te acompaño —le dijo antes de que ella empezara a hablar, probablemente adivinando la situación y moviendo su paraguas negro en señal de que le ofrecía acompañarla con la idea de guarecerla de la lluvia hasta la tienda. No había caído en cuenta que en lo extraño de que él estuviera usando uno y anduviera en el lado muggle de la ciudad.
—Voy a Hatchards a dos cuadras de acá —aclaró. Él siempre se quejó de que ella duraba mucho escogiendo libros por lo que terminando de decir esas palabras se había arrepentido; quizá al mencionar su destino, él se iría.
—No hay problema… a menos que… —Sus ojos se habían entrecerrado ligeramente y casi podía sentir algo de celos en las palabras que no había dicho. Muchas veces una librería había sido el punto de encuentro previo a algún otro plan.
—Será algo rápido. Pedí el libro la semana pasada y en teoría es solo retirar…
—Por supuesto —sonrió. Él conocía su rutina para los fines de semana. Ella asintió y empezó a caminar a paso rápido—. Y quizá después…
—¿Café en algún lugar? —se adelantó ella con anhelo.
—Hay un restaurante nuevo en Covent Garden que quisiera probar.
Ella asintió sorprendiéndose aún más porque estuviera al tanto de esos detalles de la famosa y concurrida zona londinense. Mientras caminaba siguió recordando.
Su primera cita en Hogsmeade antes de Navidad, su primer beso bajo el travieso muérdago que los había perseguido por toda la biblioteca, los encuentros furtivos en los rincones del castillo, sus tardes de estudios a orillas el Lago Negro preparándose para los EXTASIS, la sorpresa que le dio para su veinteavo cumpleaños cuando la había llevado a Brujas, la romántica ciudad belga donde habían disfrutado de un hermoso atardecer con una copa de vino blanco, todo perfectamente dispuesto para hacer de esa velada, la mejor. Ese día le había propuesto mudarse juntos al apartamento que él rentaba desde que habían terminado Hogwarts. Ella no dudó ni un segundo para mudarse con él a pesar de que tenían una comunidad entera en su contra.
Aún quedaban algunos minutos hasta que cerraran por lo que pagó su compra y una vez en la acera, no pudo evitar admirar la portada. Empaste rojo, grandes letras doradas y los ojos de La Mona Lisa invitándole a devorar la historia. Se había vuelto adicta a los libros de ficción y por eso había disfrutado leyendo Ángeles y Demonios, también de Dan Brown, pero la crítica vaticinaba que el nuevo libro pronto sería un best seller y ella estaba ansiosa por adentrarse en los misterios que debía develar Robert Langdon.
Volviendo a la realidad, se percató que ya no llovía y que él la miraba con fascinación.
—Había olvidado lo hermosa que te ves cuando tienes un libro nuevo entre tus manos —le dijo e inmediatamente sintió sus mejillas enrojecer—. No. Estoy mintiendo. No lo había olvidado… solo tuve que empujarlo a los rincones más profundos de mi memoria para no morir en vida… Tu presencia los ha vuelto a traer de donde nunca debieron irse.
Tales palabras casi la hicieron desfallecer nuevamente. Él siempre tuvo ese poder sobre ella.
—El lugar que mencionaste…
—Es un restaurante italiano. Si aún tienes los gustos de antes, intuyo que te agradará.
Ella sonrió. Nunca nadie la había llegado a conocer tanto como él.
Habrían podido caminar, pero él sugirió la aparición conjunta y pronto estuvieron sentados en el elegante lugar. Era más bien hora de cenar así que decidieron pedir la especialidad de la casa, risotto de salmón y hongos.
Mientras degustaban el vino, la ansiedad por estar tan cerca de él nuevamente hizo su aparición. Ya se había arreglado el cabello y alisado las arrugas del elegante traje ejecutivo que insistía en vestir en lugar de las incómodas túnicas. No estaba mal; se sentía sexy con ese tipo de ropa definiendo sus curvas, pero de haberlo sabido, hubiera preferido vestir algo que la hiciera lucir mejor para él.
—¿Eres feliz? —le preguntó él y ella pudo percibir que su voz se había quebrado aunque hizo lo posible por disimularlo.
No la estaba mirando pero supo que, al igual que a ella, el amor nunca había vuelto a tocar su vida. Las lágrimas empezaron a cosquillear sus ojos y sin poderlo evitar, sus manos volaron hacia las de él, encajando perfectamente entre las más grandes del mago que había respondido a ese simple gesto aferrándose como si no quisiera soltarla jamás. Las emociones al tope.
—No, hasta hoy. —Sus palabras salieron sin permiso de su garganta.
Una mujer no debe expresar sus sentimientos, una mujer debe esperar que el hombre tome la iniciativa. Esas frases no tenían sentido cuando tenía al amor de su vida frente a ella después de haber estado tres años sin él…
Había sido una cobarde. Ella había estado aterrorizada de lo que él perdería si estaban juntos, si accedía a casarse. Tenían dos años de relación cuando él le propuso hacerlo oficial, era prácticamente lo mismo, pero firmando unos papeles…
Ella se había desligado de sus padres cuando, una vez que les devolvió sus recuerdos, prefirieron quedarse en Australia. Habían entendido sus motivos pero no se sentían cómodos regresando a su antigua vida cerca de ella. Por supuesto que fue un golpe muy duro, pero tenía a sus amigos para apoyarla. Ella había hecho lo que consideró lo mejor para mantenerlos alejados de Voldemort y sus mortífagos.
Sin embargo, cuando les contó a sus amigos sobre su relación, no tuvo el apoyo que esperaba. Harry era quien mejor se lo había tomado pero debía congraciarse con su familia política antes que con ella. Era lógico y lo había entendido. No perdieron contacto pero nada pudo ser como antes. Ella también perdió a quienes había considerado unos padres en el mundo mágico.
La situación de él había sido más complicada. No la aceptaban como su pareja, pero no había problema siempre que no se casara o tuvieran hijos. Lucius había sido enfático. Había dejado de visitar la mansión, y escasamente se veía con su madre.
A él no le importaba nada de lo material o su descendencia siempre y cuando estuvieran juntos e insistía en querer casarse. Se lo pidió cinco veces. Ella las rechazó todas a pesar de que lo amaba como nunca pensó amar porque la presión que sentía a su alrededor era demasiada y no quería que él sacrificara todo por ella. No podía orillarlo a perder su linaje sangre pura, su herencia, su familia y con todo el dolor de su alma una triste tarde de octubre decidió abandonar su apartamento. Sintió que había muerto en el momento en que cruzó la puerta por última vez.
Él insistió por un mes más y a ella se le rompía lo poco que le quedaba de alma con cada negativa. De pronto, no volvió a saber nada de él y el sentimiento de abandono cayó con todo el peso sobre ella. No hubo más lágrimas y se dedicó a intentar olvidar lo vivido a su lado.
Tres años habían pasado intentando convencerse que había hecho lo correcto, que su sacrificio había valido la pena; pero ahora que lo tenía frente a ella, sintiendo que no había pasado el tiempo, no estaba segura de poder dejarlo ir nuevamente. Simplemente ya no era posible. Lo amaba, más que nunca, y había sido una tonta por no buscarlo pensando que él era feliz.
—Debí insistir más… pero tu rechazo era cada vez más doloroso… —dijo él fijando su mirada en ella como si estuviera leyendo sus pensamientos, esa mirada que siempre la había derretido—. Te he extrañado demasiado. Este tiempo ha sido un infierno sin ti…
Ella soltó sus manos y tuvo que tomar un poco de agua para con ello desviar las grandes ganas que tenía de llorar, abrazarlo, besarlo... Pero ya no supo cómo volver a sus manos después de haberse soltado.
—Fui un idiota por dejarme convencer… Pero te sigo amando, más que nunca. Este reencuentro es la señal que estaba esperando para volver a luchar por ti. Dime que no me amas y me iré inmediatamente.
Ella no pudo mentirle. Su corazón desbocado la traicionaba. Sabía que él podría escucharlo desde donde estaba.
—Aún está vigente el plan que te propuse alguna vez.
—¿Nueva York? —apenas logró murmurar recordando las noches en las que hacían castillos en el aire sobre una nueva vida lejos de todos los que se oponían a su relación. Él asintió y ella pudo leer una súplica en su mirada.
—Nada ni nadie nos detiene acá.
—Tus padres…
—¿Otra vez esa excusa? Han pasado tres años… Debieras tener otro argumento más creíble después de todo este tiempo.
Ella intentó sonreír pero él no lo hizo. Con casi desesperación, se pasó las manos por el cabello tan rubio que parecía casi blanco y que ella tantas veces había disfrutado alborotar.
—Hace tres años que estoy viviendo en Estados Unidos… Me desligué completamente de mis padres y de los negocios familiares.
No pudo evitar abrir la boca con asombro. Lo que siempre había intentado impedir, él igual lo había hecho pero sin ella.
—Seguí nuestros planes sin ti. Y estoy muy orgulloso de lo que he logrado. Tengo mi propia empresa de bienes raíces con Theo y Daphne como socios, un inmenso apartamento en el octavo piso del Edificio Dakota con vista al Central Park, y podría seguir con una lista de estupideces que no me importan porque nada de eso me sabe a victoria si no estás conmigo. Sin ti nada tiene sentido…
Él tomó un sorbo de su vino y empezó a jugar nerviosamente con la servilleta de tela.
—Por alguna razón que desconozco, hace semanas sentía que debía visitar Londres. Ni siquiera la inauguración de este lugar me convenció. —Como siempre, él adivinó su pregunta—. Es de los Zabini. Después de casarse se fueron a Italia pero regresaron el año pasado y hace cuatro meses lo abrieron. Pansy se enojó mucho conmigo por no venir. Estaba al alcance de un traslador pero no era un motivo suficiente para hacerme venir. Y aun así, sin razón alguna he llegado esta mañana. Las probabilidades de que me encontrara contigo eran prácticamente nulas. Londres muggle, lejos del Callejón Diagon pero el destino nos ha vuelto a poner en el camino. ¿No crees que es una señal?
¡Por supuesto que lo era! y el que él la amara a pesar de todo lo que ella había insistido en su separación aún más. Esta vez no pudo evitar que unas lágrimas escaparan de sus ojos.
—¿Eso significa que perdonas mi cobardía? No supe valorarte… No te merezco…
—No tengo nada qué perdonarte —aseguró tomando sus manos—. Estás acá y sientes lo mismo que yo… Es lo único que me importa.
Ella se levantó de la mesa y él la imitó con algo de asombro, pero ella acortó los pocos pasos que la separaban de él y se hundió en su pecho. Abrazada a su cintura, aspirando el aroma a sándalo que tanto había extrañado y aferrada al cuerpo que tantas emociones le despertaban, supo que estaba de nuevo en su hogar.
Alzó su mirada a él y le hizo una muda pregunta. Él la entendió perfectamente y asintió con una sonrisa en su rostro. Sin importar lo que pasaba a su alrededor, ella se concentró y enfocó su mente en su dormitorio donde inmediatamente se pegó a sus labios en un apasionado beso cargado de amor, de anhelo.
Volvía a sentirse viva y tenía tres años de su vida que recuperar.