
Long Story Short
Dentro de su fantasía, James Potter seguía teniendo a Lily Evans; los dos habían cumplido sus 21 años, hacía no mucho se habían casado y vivían junto al pequeño Harry en el Valle de Godric. Hasta quedar exhausto, durante todo el día y toda la noche, pensaba en la cantidad casi incontable de maneras en las que podría haberlo evitado. Los infinitos escenarios del ‘‘y si…’’ en los que no perdía a Lily. Incluso, aunque le costara admitirlo para sí mismo -y nunca lo haría en voz alta-, creyó que nunca volvería a creer en nada. Después de Lily no quedaba nada. Después de aquella noche llena de muerte y traiciones no quedaba esperanza alguna dentro de James. Pero, al verlo en la cuna, con sus grandes ojos inocentes, iguales a los de su mamá, que no entendían lo que acababa de suceder, se dio cuenta de que no todo estaba perdido. Tenía a Harry. Tenía que hacerlo por Harry. Tenía que creer en Harry.
Algo que dijo Albus Dumbledore quedó resonando dentro de su cabeza. Harry Potter sería conocido en todo el mundo. Harry era el niño que vivió. El niño que venció. Famoso desde antes de poder caminar, antes de poder hablar. James no quería eso para su hijo. No cuando esa gran hazaña por la que sería aclamado, para ellos dos, no significaría nada más que dolor y lamentos con sonrisas fingidas. Ganaron la batalla contra el Sr. Tenebroso, pero a un gran costo. James y Harry habían perdido al pilar de su familia. A una madre. A una esposa. A una gran persona.
No. No solo eso. James lo perdió -casi- todo. Además de Lily, la mitad de sus amigos estaban muertos, y los otros habían sido desleales. Peter Pettigrew, su amigo de toda la vida, fue asesinado por quien creyó su mejor amigo por más de siete años y ahora sería condenado: Sirius Black. Durante los días siguientes, no supo nada sobre Remus Lupin, estuvo preocupado por él hasta que supo que se había escondido, había corrido, escapado de todo. Dejó de culpar a Remus después de... No, no lo culpó en ningún momento. La vida les había dado la espalda a los dos. Era el peor momento. Y en momentos así no se puede echar culpas a nadie.
Al quinto día comenzaban a llegarle cartas, agradecimientos. Querían verlos, querían entrevistarlos. En plural, sí, porque todo mundo quería tocar la mano de Harry… su cicatriz. ¡Era solo un bebé! James se encerró en un cuarto con su hijo en una habitación dentro de la taberna ‘‘cabeza de puerco’’ en Hogsmeade y no salió. Para nada. Y solo recibía visitas cortas de Dumbledore, que siempre le llevaba noticias que no quería escuchar.
Hasta que una noche se cansó. No iba a exponer a Harry. Nunca. James tomó una decisión que había aparecido en su cabeza desde el día uno, y hasta entonces analizó, dudó. Pero ya no más. Estaba seguro. Tenía que proteger a Harry. Solo podía pensar en Harry. Con la mente nublada, y solamente con su hijo en brazos, su varita y la capa de invisibilidad, James Potter abandonó la única vida que había conocido.
Conocía muy poco del mundo muggle. Solo lo que había aprendido de Lily, y era hora de ponerlo en práctica. Sí, podría haber utilizado la Red Flu o su escoba, incluso aparecerse, pero no quería llamar la atención de nadie. Serían solamente él y Harry hasta el momento que no podría evitar, pero, para este, faltaba una década. Tardó dos noches en llegar a Privet Drive, y casi una hora vacilando en acercarse al número 4.
Allí vivían la hermana de Lily, Petunia, junto a su familia. Vernon era su marido, aunque James no lo conocía, y sabía que tenían un hijo de la misma edad de Harry, Dudley. Pecando de creyente, pensó que sería una buena idea. Que Petunia, cuando se enterara de la horrorosa noticia, olvidándose de los problemas del pasado, los recibiría. Creyó que Petunia sería la única que podría acompañarlo en el dolor. Que lo entendería.
Y, aunque sí la vio perturbada por la noticia de la de muerte de su única hermana, de la única familiar que le quedaba con vida, no fue lo que esperaba. Petunia siempre había estado resentida con la vida que le había tocado, con la injusta repartija de ADN, no parecía olvidarlo. Y nunca lo haría. Le ofreció un té con masas también un biberón para Harry y los dejó sentarse en el sillón de la sala. Nada más. Y James sí esperaba más. Quería más de los Dursley, por algo estaba ahí. Descontento, puso en práctica su plan B. Los Dursley eran muggles que conocían la magia, y le temían. Solo tuvo que levantar su varita para que lo escucharan y aceptaran ayudarlo. James no pedía mucho. De hecho, nada material. Quería que le enseñaran a ser un muggle, desde el uso de las cocinas, las reglas de la sociedad con las que convivían, hasta el del dinero y sus medios de transporte. Lo más difícil fue hacer el cambio de dinero y conseguir un empleo (convencer a Vernon de conseguirle uno dónde el trabajaba), el resto lo aprendió rápido. Uno diría que casi once años después ya no le darían dolores de cabeza. Pero sí, los Dursley eran insufribles. Quizás tenía algo de culpa porque… bueno, compró la casa número tres en Privet Drive y muchas veces les había pedido que cuidaran a Harry cuando él tenía que salir.
James Potter se convirtió en el mejor padre muggle que un niño de once años podría desear. Aprendió sobre futbol, sobre rugby; casi siempre estaban en un estadio o jugando dentro de su caótico hogar. Aprendió a cocinar, aunque vivían a base de ‘‘pizza telefónica’’, porque era deliciosa y podían comerla desde el sillón mientras miraban la televisión. Había días difíciles, claro que sí, James se esperó durante mucho tiempo la pregunta sobre su madre, ese día llegaría, siempre lo supo y sabía exactamente qué decir. Una mentira. Una mentira no tan piadosa hasta que Harry llegara a la edad suficiente. Peleaban poco, solo cuando Harry no quería ir al colegio o cuando James llegaba exhausto de la fábrica de taladros. Pero eran las personas más normales. Así como él había querido. Los más normales de Inglaterra, se dijo en algún momento. Aunque las noches fueran largas para James, aunque sus pensamientos y charlas con la almohada no lo dejaran tranquilo. Existían pastillas que lo ayudaban a dormir y pensar menos en sí hizo lo correcto al negarle verdades a Harry. Sonreían, y eso era suficiente. James no era verdaderamente feliz. Nunca lo sería. No después de todo lo que vivió en su vida anterior, en la que cada día intentaba enterrar pero que le resultaba muy difícil.
Fue en 1981 que una carta llegó de la mano, o pata, de una lechuza. Una carta de Dumbledore dirigida a James. Claro que el anciano siempre supo dónde estaba, qué hacía. La carta ocupaba el largo un pergamino de tamaño estándar donde, además de un pequeño sermón sobre su actuar, y uno aún más corto aclarando que lo entendía y respetaba, decía que llegaba con julio llegaría el momento de la verdad. La carta de Hogwarts para Harry llegaría, afirmaba, y él esperaba verlo en septiembre por los pasillos del castillo.
No era un estúpido. Además de las preguntas sobre su madre y lo que le pasó, James, sabía que la magia de Harry también sería inevitable. Estaba consciente de la magia que se despertaba en el niño con el pasar del tiempo; más de una vez los vasos estallaban sin explicación o las cosas de rompían. Y no es que siempre trató de ocultarle sus raíces. Lo intentó. Muchas veces intentó darle esa charla. Contárselo todo. Confesarse. Pero es que era solo un niño. Y el nudo en su garganta se apretaba cuando abría la boca. Las lágrimas se le escapaban, y el corría.
Se había vuelto un cobarde. Eso era cierto. Lo sabía y también lo asumía. Para sí mismo.
Luego del cumpleaños de Harry, la carta llegó.
Él mismo recogía las cartas ese día, encontrando una gruesa y pesada medio amarillenta, que llevaba su información en tinta color esmeralda: ‘‘Señor H. Potter, del cuarto al final de pasillo. Casa número 3, Privet Drive, Little Whinging, Surrey’’. Riéndose, y aun sin abrirla, la llevó hasta James, que regaba el pasto del pequeño jardín trasero de la casa.
— ¿Qué es esto? —preguntó con burla, soltando una carcajada hasta que vio la cara descompuesta de su padre.
Después de eso, fue el día más extraño de la vida de Harry. Creyó que su padre había perdido la cabeza cuando los encerró a ambos dentro de la casa, actuando muy sospechoso, susurrando cosas, yendo de un lado de la sala para el otro. Se sentó, con las piernas cerradas, inclinado sobre sus rodillas con las manos juntas, y sin ninguna sutileza, soltó: sos un mago, Harry.
Por supuesto que su primera reacción fue creer que se trataba otra de las bromas de James; se rio a carcajadas de él, aclarándole que ya no era un niño, que no creía en los cuentos de hadas.
— Ven —ordenó poniéndose de pie, llevándolo hasta su habitación.
Desde que tenía memoria, la habitación de James siempre había estado prohibida para Harry. De un viejo baúl, que tenía llave y candado, sacó un palo. No, una varita. Harry volvió a reírse hasta que James hizo una demostración de magia con un hechizo muy simple, ‘‘Wingardium leviosa’’. Harry alucinó, pero seguía escéptico.
— ¿¡Cómo hiciste eso!? —exclamó.
Cuando finalmente le creyó, y aceptó la verdad, se enojó con James. Harry no le habló durante todo un día mientras que al siguiente le hizo muchas preguntas, demasiadas. Y, al responder cada una, se le estrujaba más el corazón a su padre. A los once años, Harry Potter, finalmente supo la verdad sobre la muerte de su madre. Sobre su asesinato. Y… ‘‘su gran hazaña’’. Luego, volvió a hacerle la ley del hielo durante dos días.
James golpeó la puerta de la habitación de Harry, que había permanecido cerrada hacía horas, desde la última vez que lo escuchó ir al baño. Harry no contestó, obviamente, pero él era su padre y tenía fuerza, así que entró de todas formas, forzándola.
— ¿Qué? —rugió el niño, saltando de la cama.
James movió la carta de Hogwarts.
— Tenemos que ir de compras.
— NO.
— Sí.
— ¿Has leído lo que piden? ¿Dónde demonios encontraré guantes de piel de dragón? ¡SE SUPONE QUE NO EXISTEN! ¿¡Y QUÉ CON ESOS MALDITOS LIBROS!? ¡VAN A CREER QUE ESTAMOS LOCOS!
— Ey. Ey. Ey —regañó, ceñudo—. Primero, cuida esa boca. Segundo, no me grites —gritó más fuerte que Harry—. Tercero, qué te hace pensar que no hay un sitio especial para hacer este tipo de compras. Mañana mismo iremos al Callejón Diagon. Y se acabó.
— ¿El Callejón Diagon? —preguntó en voz baja, tragándose el orgullo. Quería saber más. James asintió, y se pasaron toda la noche hablando del lugar, enumerando las tiendas, James lo recordaba casi todo a la perfección.
— ¿Iremos en una escoba? —preguntó con los ojos bien abiertos.
— No. Tomaremos el subte.
Harry bufó, cruzándose de brazos.
James también.
Y dejaron de hablar hasta la mañana siguiente.
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