
Sirius Black II (2)
Contrario a lo que cualquiera pudiera decir, la vida de un cuadro era bastante placentera. No se podía tener hambre, sueño, ninguna de las limitaciones físicas existían. Podías dormir, comunicarte con otros cuadros y entretenerte con lo que haya en el tuyo.
Sirius y Hesper siempre estaban en el mismo cuadro en el que fueron dibujados juntos, cuchicheando junto a otros familiares y yendo de un lado a otro para ver como cambiaban las estancias de la casa con el tiempo. Con los años se dio cuenta de que su percepción del tiempo estaba bastante alterada, y aun así casi no había cambios en la casa. Mientras fingía dormir escuchó a su sobrina nieta, Walburga, decir que era para preservar la casa de sus ancestros en su antigua gloria. A veces, Kreacher se sentaba frente a los cuadros, seguramente recordando cuando estaba al servicio de sus otros amos, algunos mejores y otros peores.
En un año que Sirius no sabría determinar, la casa se llenó de gente. Ya hacía mucho tiempo que Walburga y Orión habían muerto, así que le sorprendía. Dudaba que fueran los hijos de ambos, no tenían aprecio por el lugar ni por su legado.
De vez en cuando alguien pasaba delante de él y se detenía a mirar los cuadros. Sirius los analizaba; una muchacha con el cabello rosa en punta y ropa rota, una horda de niños pelirrojos, dos niños con gafas y cabello negro muy desordenado (uno de ellos era extrañamente similar al esposo de una de sus sobrinas), un hombre con un ojo azul extraño que cojeaba, y gente que creía conocer: reconoció a uno de ellos como el hijo de su sobrina Cedrella, a la sobrina de su nieta, y sorprendentemente al hijo de su sobrina Dorea (solo lo reconoció por ser igual a su padre, el parecido era impresionante).
A uno de ellos, sin embargo, no lo vio hasta que casi nadie pasaba por allí, cada vez había menos gente en la casa. El niño, de cabellos castaños y brillantes ojos avellana, era idéntico a quien en algún momento fue su amado.
—¿Quién eres? —preguntó al niño, compartiendo una mirada con su esposa a su lado, definitivamente ella también había notado el parecido.
—Soy Max —contestó escuetamente.
—¿Cual es tu apellido? —preguntó Hesper. Max se vio desconcertado antes de responder.
—Lupin.
Ahora todo cuadraba. —Deduzco que no eres el niño de John. ¿El de su hijo, tal vez, o el de su nieto?
—No sé de quién me está hablando.
—¿Quiénes son tus padres?
—Sirius y Remus Lupin.
—¿Así que mi tocayo tuvo descendencia? ¿Está aquí ahora?
Max se abstuvo a contestar, y en su lugar corrió por donde había llegado y volvió arrastrando a una persona. Tenía el cabello negro rizado, rasgos aristocráticos inconfundibles y los ojos grises.
—Hola, abuelos —dijo el recién llegado, solemne aunque desafiante.
—Hola, Sirius —dijo el cuadro.