
Chapter 9
Astoria Greengrass nunca terminaba de sentirse aceptada en ninguna parte. Su familia llevaba años jugueteando con el sector del mundo mágico afín a Voldemort y sus secuaces. Sus pocos amigos de verdad parecían polarizarse hacia esta postura, o la contraria. Pero en este otro lado, la gente dudaba de ella. A excepción de Edmund Pevensie, que comenzaba a convertirse en otro paria dentro de la sala común de Slytherin, todos los alumnos afines a la Orden del Fénix la miraban dubitativos, sospechando de ella solo por su apellido.
El rumor había empezado a circular, de que solo asistía a clase de Estudios Muggles para mantener vigilada a la exaurora Plummer, ahora convertida en profesora. Por otro lado, los Slytherins habían comenzado a hacer bromas en la mesa, intentando presionarla para que sacara a la luz sus verdaderas intenciones.
Lo cierto es que tenía miedo, así que permanecía en silencio, o desviaba la conversación. Astoria no quería una guerra. Aunque comenzaba a darse cuenta de que daba igual si la quería o no, ya que estaba llegando. Tenía miedo, miedo de encontrarse en el centro, sin ningún lado dispuesto a protegerla, o peor, con ambos lados deseando su muerte.
Los aposentos de Slytherin eran un infierno en tonos verdes, mientras que fuera de él, el mundo era frio. No había descanso, no había refugio. Comenzaba a estar asustada de que Edmund se cansara de que ella siempre se pegara a su lado como una lapa. Pevensie hacia que se sintiera protegida. Daba gracias cada día porque hubiera vuelto de Ilvermorny aquel año.
- ¿Es verdad lo que he escuchado? – preguntó su hermana Daphne una noche en la sala común.
Astoria levantó la mirada de su libro y se incorporó en el sofá. Los mechones rubios de su hermana escapaban de su apretado moño, cayendo sobre su furiosa expresión. Estaba cabreada.
- ¿A qué te refieres?
- No te hagas la tonta, As – replicó ella – has vuelto a matricularte en estudios muggles. Lo habla todo el colegio ¿te das cuenta de lo que pueden pensar de nosotros?
- Eso da igual.
- No, ya no... - dijo su hermana sentándose a su lado, y bajando el tono – ya no da igual, Astoria... el Señor Tenebroso ha vuelto. No tardará en buscar tomar el control ¿Qué crees que pasará contigo si congenias con amigos de muggles? ¿Qué crees que pasará con nosotros? Debes poner a tu familia por delante de tus caprichos.
- Solo es una asignatura.
- No seas cría... - dijo su hermana, cada vez más furiosa, pero en un volumen cada vez más bajo – te lo he advertido, no pienso cubrirte ante papá esta vez.
- No te he pedido que lo hagas.
La muchacha intentó aparentar valiente delante de su hermana mayor, pero lo cierto es que sus palabras habían conseguido incrementar su miedo. Recordaba aquella época en la que Daphne se tomaba a broma que ella estudiara la optativa menos cursada por los Slytherin. Siempre pensó que, en realidad, ni siquiera le parecía tan mal. Las ideas sobre la pureza de la sangre no parecían tan arraigadas en ella. Pero años de amistad con gente como Malfoy y Parkinson y la escalada de tensión en el ambiente en los últimos cursos habían polarizado cada vez más a su hermana.
Astoria, sin saber realmente si creía en Dios, había comenzado a rezarle, pidiendo que rescatara a su hermana. Pedía que la niña de trenzas rubias con la que jugaba hacía años en un jardín trasero de aquella casa en el centro de Londres, siguiera ahí, y que ella pudiera encontrarla. No la altiva y admirada Daphne Greengrass, sino la dulce y cariñosa Daph.
Lo rogaba con fuerza. La necesitaba a su lado. Y cada vez, se encontraban más lejos la una de la otra.
- ¿Todo bien, Astoria? – le preguntó Edmund una mañana en pociones – llevas unos días muy callada.
- Mi hermana quiere que deje Estudios Muggles – explicó ella – no está muy contenta.
- ¿Y vas a hacerlo? – preguntó su amigo.
- Jamás.
- Esa es mi chica – dijo Edmund con una sonrisa – avísame si necesitas algo.
- Lo haré, Ed – dijo ella sonriendo con suavidad – gracias.
- Ahora estropea un poco esa poción – dijo él – con tu talento, si no tienes cuidado acabarás en el Club de Slughorn.
- Antes muerta – dijo la Slytherin echando una gota más de lágrima de dragón de lo que la poción requería.
Hannah Abbott notaba raro a Peter Pevensie. No lo conocía tanto, pero siempre había tenido una gran impresión del alumno de un año más que les había salvado a ella y Ernie de un castigo de McGonagall.
Ahora estaba en su curso, y no podía evitar pensar en como el muchacho había cambiado. Por un lado, el cambio físico era evidente. Su cara era ahora menos redondeada, había crecido varios palmos y el acné había abandonado su faz. Parecía más adulto, tenía algo en la mirada. Parecía más seguro de sí mismo, pero, por otro lado, más solitario y triste.
Hannah no soportaba ver a la gente que consideraba buena pasándolo mal. Necesitaba ayudar. Así que horas antes de su clase de Herbología, urdió un plan con su mejor amiga, Susan Bones, para arrinconar al Gryffindor en Herbología. En las últimas clases, estaban usando el invernadero siete, que, por su disposición, obligaba a la Profesora Sprout a dividir a los alumnos en grupos de tres.
Peter a menudo solía trabajar solo en la última fila, a veces acompañado por Hermione Granger, pero ella solía sentarse más a menudo con sus dos amigos, Ron y Harry. Peter, que apenas conocía a los de su curso, se sentaba solo.
Pero Susan y Hannah no iban a dejar nada al azar. Nada más se hubo colocado el chico en su sitio habitual, las dos Hufflepuff se colocaron una a cada lado. El muchacho levantó la cabeza, extrañado.
- ¿Qué tal todo, Peter? – preguntó Hannah con una sonrisa.
- De repente, muy bien rodeado – dijo, intentando sonar simpático.
- Que adulador, Pevensie – dijo Susan – pero queremos saber cómo estas realmente.
- Estoy bien – dijo él, confuso, rascándose la coronilla.
- Eso puede engañar a tus amigos de Gryffindor – dijo Hannah – pero no te va a valer con las chicas de Hufflepuff. Pareces tristón.
- Están siendo unos días raros – dijo él – nada de qué preocuparse, Hannah.
- Bueno, si nos necesitas, estamos aquí.
Claramente, el mayor de los Pevensie no quería hablar. Susan por un momento dudó que la estrategia de Hannah hubiera sido demasiado directa, pero lo cierto es, que acompañar a Peter en las clases en las que coincidían con los Gryffindors se volvió una costumbre en seguida. El muchacho no dijo nada, pero parecía más alegre por la compañía de las dos amigas.
- Vamos a hacer una fiesta clandestina este sábado – les informó Justin Finch-Fletchley a mitad de semana.
Susan y Hannah, sin dudarlo un segundo, invitaron a Peter en la próxima ocasión que tuvieron. El chico intentó inventarse alguna excusa, pero lo cierto es que no tenía ninguna suficientemente buena, por lo que acabó por acceder.
Hannah Abbott sonrió complacida.
Misión cumplida.
Henry Davies odiaba quinto curso. Nunca había sido un estudiante brillante, pero tampoco un mal alumno. Sin embargo, se le hacía imposible concentrarse con tantas tareas que le mandaban ahora de golpe para preparar los T.I.M.Os. Las palabras en la pizarra parecían bailar, despistando su atención a otras cosas que su cabeza consideraba más importantes.
En este caso, la chica de la segunda fila. Susan Pevensie. Con su melena oscura, sus ojos claros y su radiante sonrisa. Ella si era brillante. Era espectacular.
La clase de Transformaciones no consiguió captar apenas un ápice de su atención. Su memoria le llevaba todo el rato al sábado anterior. El paseo que empezó en las gradas, y que duró todo el día. El sol posándose sobre el lago mientras lo observaban en lo alto de la colina. Susan hablando de sus libros favoritos, haciendo que, por una vez, le entraran ganas de leer.
Tocó con la palma de su mano el libro que había sacado de la biblioteca, aconsejado por la muchacha. Había comenzado a leerlo, con gran esfuerzo, y la verdad, es que entendía el furor por él.
"La historia interminable" rezaba la portada en letras doradas sobre la tapa azul.
Azul Ravenclaw, Dorado Gryffindor.
Susan Pevensie, Henry Davies.
Henry soltó un inaudible suspiro.
A su mente volvió el secreto que Susan le había confiado en las gradas. Draco Malfoy. No había dudado ni un segundo. Acompañaría a Susan a donde fuera que quisiera llevarle aquel macabro Slytherin. No la molestaría más. No si él podía hacer algo por evitarlo.
Helen Pevensie llegó aquella mañana a San Mungo a la misma hora que acostumbraba cada día. Sin embargo, pese a que nada a su alrededor resultaba particularmente extraño, se sentía inquieta. E hizo lo que siempre hacía cuando se sentía inquieta.
Frank dormía plácidamente en una de las dos camas, pero Helen pudo observar que su compañera de habitación si estaba despierta. Acurrucada en su cama, con los brazos alrededor de las piernas, y su cabeza apoyada en sus rodillas, Alice Longbottom observaba el amanecer Londinense colándose por la ventana en difuminados reflejos dorados. Hoy sonreía. Cuando sonreía casi parecía la de siempre.
- Hola Alice – dijo Helen en voz dulce.
La mujer se giró con su expresión perdida, y sonrió en una mueca distinta a la anterior. No la reconocía, nunca lo hacía. Pero Helen si la reconocía a ella. Sabía que estaba en alguna parte, la Alice que había conocido en el colegio, la mejor amiga de su marido. Estaba en algún sitio, escondida.
- ¿Cómo estás? – dijo Helen, acariciando su mejilla mientras se sentaba a su lado en la cama - ¿Has dormido bien?
Pese a no reconocerla, los días que estaba tranquila, como aquel, Helen se daba cuenta de que su amiga percibía en ella cierta familiaridad que no tenía con otras de las enfermeras. Era como si, al menos el subconsciente de aquella mujer, la reconociera. Puede que solo fuera su mirada, su tacto, su olor. Pero había algo en Helen que hacía que Alice la tratara distinto.
La mujer tocó su mano a modo de respuesta, como pidiendo que no la alejara de su mejilla. Helen la acarició más. Y la mujer cerró levemente los ojos.
- Veo que estás mejor hoy – dijo la Ravenclaw con una sonrisa – me alegra verlo.
Alice abrió los ojos, mientras con un movimiento sumamente torpe, llevaba su índice al pecho de la enfermera, como señalando a su corazón, para volverlo a apartar, perdiendo su mirada en la ventana de nuevo.
- Yo estoy preocupada, Alice – dijo Helen – creo que el Tenebroso va a por mis hijos.
Alice no la miró, pero su mano encontró torpemente la suya, y la apretó ligeramente.
- Si estuvieran aquí los demás – dijo Helen – Sirius ha muerto, solo queda Remus. Robert y yo nos sentimos tan solos, Alice. Mary ha desaparecido... si estuvierais vosotros, o James y Lily. No se si estamos preparados para otra guerra. No quiero que mis hijos pasen por esto. Los Pevensie sobrevivimos una vez... pero tengo miedo a que no tengamos esa suerte otra vez.
Su amiga siguió mirando al vacío, pero sin soltar su mano del todo. Nada en ella expresó que hubiera procesado nada de lo que la Señora Pevensie le decía. Permanecieron ambas en silencio, mientras el sol cada vez volaba más alto sobre los edificios de la capital inglesa.
Fue entonces, cuando el índice de Alice comenzó a moverse por la palma de Helen. Al principio, lentamente, pero cada vez más rápido y fuerte. La enfermera se giró extrañada.
"H" parecía escribir en su piel ¿Su nombre? ¿Acaso Alice recordaba su nombre?
"H" dibujó con más fuerza, dedo contra piel.
- ¿Alice? – preguntó ella - ¿Qué pasa?
"H"
- ¿Hay algo que me quieras decir?
"H"
- ¿Helen? Helen es mi nombre... ¿recuerdas mi nombre, Alice?
"H"
La paciente soltó de golpe su mano, sin mirarla. Helen se quedó allí parada, mientras intentaba procesar el insistente gesto de su amiga. Alice, despeinada, miró de nuevo a su palma, pero sin tocarla, y susurró una sola palabra:
- Crux.