
Chapter 1
PRÓLOGO
La oscuridad en aquella celda se tornaba cada día más angustiante. Era como si cada día las paredes se acercaran más a su cuerpo, cercándolo en medio de las sombras. El frio se colaba por entre sus ajadas ropas, llegando a sus huesos.
Pero aquello no era lo peor, no era el frio, no era la oscuridad. No era la sensación de estar físicamente atrapado con solo una pequeña rendija de luz que le conectaba con el exterior.
No, lo peor era él. El Oscuro. El Señor Tenebroso. Cada noche, tras la caída del sol, cuando el hilo dorado que se colaba en aquella celda se desvanecía en la penumbra, escuchaba sus pies descalzos en la lejanía, y el sonido siseante de su habitual acompañante, arrastrándose por los suelos de aquel sótano.
Cuando aquella puerta se abría, iluminando su cara con tan solo la luz de su varita, podía observarlo unos instantes. Sus ojos y nariz de serpiente, su piel grisácea, y su intrigante sonrisa. A menudo no hablaba, simplemente, intentaba entrar en su mente. Penetraba dentro, y atacaba, en busca de aquel recuerdo que tanto necesitaba. Lo hacía en medio de tormentos, arrastrándose entre sus recuerdos, envenenando su mente. Le sometía a una agonizante tortura, lo dejaba exhausto cada noche. Pero nunca conseguía lo que quería. Él había conseguido resistirse, por ahora.
Pero aquella noche fue distinta. No levantó su varita nada más verle. Se quedó en silencio, observándole fijamente durante unos segundos, con desprecio.
- Muy bien, Profesor Kirke – susurró la oscura figura – hoy vamos a intentar algo diferente.
Digory notó como su cuerpo levitaba de golpe, y antes de darse cuenta, estaba siendo arrastrado fuera de la celda. El Señor Oscuro no volvió a mirarle en todo el recorrido. Salieron de la penumbra por unas escaleras iluminadas por unas pocas antorchas, y recorrieron aquella antigua pero majestuosa casa. El profesor apenas podía mantener los ojos abiertos. Las luces le cegaban y el cansancio le impedía moverse, aunque no hubiera podido hacerlo debido al encantamiento que le envolvía. Cerro los ojos, pero hizo el esfuerzo de mantenerse consciente. No debía temer, debía confiar. No debía caer en sus trampas.
Minutos después, sin previo aviso, cayó de repente contra el suelo de mármol. Abrió los ojos en una mueca de dolor para encontrarse con la figura de Bellatrix Lestrange, que reía ante la escena de aquel hombre anciano tirado en el suelo.
- Buenas noches, profesor – dijo en una mueca empapada de sarcasmo – tiene usted visita.
Voldemort sonrió, y miró en dirección a la fila de Mortifagos que esperaban en fila a un lado de la habitación. Dos de ellos agitaron sus varitas, abriendo las puertas tras ellos, revelando un pasillo, donde varios Mortifagos más sujetaban a una mujer de largo pelo blanco.
- ¡Soltadme, bastardos! – gritaba la mujer entre empujones – devolvedme mi varita ¡Cobardes!
El Profesor Digory se estremeció en el suelo al reconocer aquella voz. Se incorporó torpemente, reaccionando a aquella voz tan familiar en un impulso que le causó un gran dolor en todo el cuerpo.
- ¿Kirke…? – dijo la mujer, tornando su tono osado en un suspiro angustioso.
- ¡Polly! – giró Digory con la voz quebradiza.
La mujer corrió hacia sus brazos, agarrándolo con fuerza. Polly se quedó impresionada al comprobar lo delgado que estaba su compañero, mientras que él intuyó por su olor a perfume que acababa de ser capturada recientemente.
- ¡Monstruos! – gritó la mujer entre las risas de sus captores.
- Aurora Plummer – dijo Voldemort – haga el favor de guardar las formas.
Voldemort apuntó directamente a la cabeza de Polly, rozando la punta de la varita con su cabellera plateada. El Profesor dio un salto, con las pocas fuerzas que quedaban en él, para proteger a la mujer con su desnutrido cuerpo.
- Oh, vamos, vamos… no hay que ser dramáticos – dijo el Señor Tenebroso entre el barullo de sus siervos – al fin y al cabo, eres tú quién va a matarla…
Los ojos del Profesor brillaron con el más absoluto terror mientras levantaba la cabeza para mirar a su capturador.
- ¿Qué…? – susurró incrédulo.
- Vamos, Señor Kirke – dijo Voldemort en un siseo – sabes que no puedo obligarte a contarme lo que quiero que cuentes, pero puedo obligarte a matarla…
- ¡Jamás! – exclamó el profesor agarrando aún más fuerte a Polly.
- No les digas nada, Digory, nada…- susurró ella a su oído, con valentía.
- Tiene un segundo, profesor – dijo Voldemort con un tono más imperante – dime la verdad…
- ¡Jamás!
- ¡Imperio!
La maldición imperdonable chocó contra la cabeza de Digory casi instantáneamente. El anciano notó entonces como su mente se aturdía, y perdía el foco de su atención. Polly seguía ahí, y los Mortifagos también, pero no parecía importarle tanto.
“Mátala” dijo una voz clara pero distante, mientras alguien se acercaba y le tendía una varita. El profesor se levantó, sin notar el cansancio de su cuerpo, mientras su amiga se arrastraba por el suelo, alejándose de él unos metros.
Le decía algo, pero no podía escuchar con claridad sus palabras. La vio ponerse de rodillas, mientras levantaba la varita obedeciendo a aquella voz. Ella dejó de hablar, y le miró a los ojos, con la valentía brillando entre las lágrimas silenciosas que brotaban de sus ojos. Miró a el Oscuro, desafiante, y luego volvió a mirar a su compañero, con aceptación.
“Venga, si no vas a decirme la verdad ¡Mátala!” escuchó con más fuera.
Levantó levemente la varita, apuntando directamente a la cara de Polly. Todo sentimiento que guardaba hacia ella se encontraba totalmente distante, fuera de su cabeza. Solo estaba aquella voz, y su orden.
Clavó sus ojos sin luz en los de ella, y de repente lo vio. La fiereza de un león en su mirada. Pero no la de cualquier león. No, esa mirada la conocía, aún mejor que la de Polly. Escucho un rugido, por encima de la voz que le susurraba. Y en un instante, Polly volvió a ser Polly Plummer, la mujer a la que había amado en secreto desde que ambos eran pequeños.
- No – dijo con firmeza.
El Oscuro apenas tuvo tiempo de reaccionar, antes de que Digory se llevara la varita a la cabeza, ante la atónita mirada de todos los presentes, y gritó
- ¡Obliviate!
Mientras el grito de Voldemort llenaba la sala. Un hilo luminoso salió de la cabeza del profesor, para disiparse instantes después en la penumbra de aquel salón. Polly sonrió con orgullo un instante.
-No quería matarle, Profesor Diggory – dijo el Señor Oscuro con una falsa cortesía – sangre pura, un Slytherin… que malgasto. Ella podía morir, sí. Estaba dispuesto. Su sangre podrida. Su falsa valentía. Una Gryffindor de sangre sucia, una muggle. Pero tú me has obligado Digory, todos son testigos…
Digory ni siquiera se dignó a mirarlo mientras le dirigía aquellos insultos. Durante un segundo, se sintió simplemente el joven Digory, mirando a nada más y nada menos que la inigualable Polly Plummer, y dijo en un suspiro firme:
- Te quiero Polly, desde siempre.
Polly sonrió profundamente durante un segundo ante de girarse para contemplar con horror la varita de Voldemort levantarse en dirección a su amigo de la infancia.
Lo siguiente sucedió muy rápido. La cristalera tras el Señor Oscuro se hizo añicos en un instante mientras tres figuras subidas en escobas descendían sobre el salón de un brinco. La mirada de Voldemort se quedó fija con rabia en uno de ellos. Un hombre enérgico y de presencia magnética, con su cabello rubio, alborotado por la entrada abrupta, cayendo de manera desordenada sobre su frente.
A pesar del caos que rodeaba a aquella escena, sus ojos azules brillaron con determinación al tiempo que lanzaba un hechizo en dirección a el mayor temor del mundo mágico.
Voldemort lo esquivó rápidamente con un hechizo protector, pero este causó un efecto rebote que fue a parar a la esquina de la sala, donde varios de sus Mortifagos, saltaron por los aires, desplomándose en el suelo. La mirada intensa y decidida de aquel miembro de la orden se quedó fija en el Señor Oscuro. Y con movimientos ágiles y seguros se colocó estratégicamente entre el su enemigo y el Profesor Digory y Polly Plummer, en un gesto protector.
- Parece que serán dos traidores a la sangre los que morirán hoy – dijo Voldemort con una mueca.
- Moriré algún día, pero procuraré que no sea hoy, Tom – dijo aquel hombre, mientras una sonrisa de determinación cruzaba sus labios.
La batalla entre ambos se desató con ferocidad en el salón, mientras, enfrascados en un duelo de hechizos. Sus varitas chocaban con fuerza, enviando chispas y destellos de magia en todas direcciones. Voldemort luchaba de una forma poderosa, pero aquel hombre demostraba una habilidad excepcional que, en ocasiones, igualaba al poder de su agresor.
Mientras tanto, las otras dos figuras se enfrentaban a los Mortífagos con destreza, usando en su mayoría hechizos defensivos para acercarse a Polly y el profesor, que seguían abrazados en medio del salón. Era una lucha encarnizada, pero ninguno de ellos se echó atrás un instante.
Tras varios intentos, el Señor Oscuro consiguió que el miembro de la Orden resbalara al esquivar uno de sus hechizos. Lo tenía, era suyo. Aquel traidor a la sangre moriría por sus manos.
- ¡Avada…!
- ¡Expulso!
El Señor Tenebroso avanzó varios metros hacia atrás, chocando con lo que quedaba del vidrio roto. Levantó su mirada feroz en dirección a su nuevo agresor, para descubrir al famélico Profesor Digory mirándole con desafío. Sonrió levemente ante la admiración de Polly al tiempo que varios Mortifagos apuntaban en su dirección.
En aquellas condiciones aquel hombre no pudo defenderse de los destellos verdes que surgieron con rabia de la varita del Señor Tenebroso y sus seguidores. Diggory empleó sus últimas fuerzas en empujar a Polly al suelo, haciéndole esquivar todos aquellos ataques.
Siete destellos verdes chocaron contra él, antes de que su cuerpo de desplomara sobre el frio suelo.
El desgarrador gritó que profirió Polly resonó entre las columnas de la sala, provocando un segundo de silencio segundos después. Agarró la cara de el profesor con las manos, gritando con sonidos casi incompresibles que no la abandonara. Negaba una y otra vez con la cabeza ante la risa de Voldemort y sus seguidores.
- Yo también te quiero, Digory, desde siempre…
Su voz cambió de la tristeza a la dulzura y de la dulzura a la más terrorífica rabia tan solo en lo que tardó en pronunciar esas palabras. Con un movimiento mucho más rápido de lo que se podría esperar de una mujer de su edad agarró la varita que tenía aún el cuerpo del profesor en sus manos, y con un grito, la agitó hacia arriba, causando una fuente de poder que hizo saltar a los presentes por los aires, mientras los cimientos de aquella mansión se movieron por el terremoto que causó la potencia de aquel hechizo.
El Señor Oscuro observó desde el suelo, como la mujer se levantaba, dirigiendo su varita a una dirección y otra, con lágrimas en los ojos, derribando a todo aquel que se movía. No tuvo tiempo de reaccionar. A sus espaldas, los miembros de la Orden del Fénix agarraron el cuerpo sin vida del profesor, y subieron a Polly a una de las escobas, levantándola en brazos mientras gritaba de desesperación y rabia.
Dirigió varios hechizos hacia las escobas, pero sus jinetes los esquivaron con agilidad. Intentó perseguirles, volando por los aires con su magia oscura, pero era demasiado tarde. En cuanto llegaron a la linde de aquellos terrenos, desaparecieron de su vista con un chasquido.
A muchos kilómetros de aquel lugar, sin que él fuera consciente, el niño que sobrevivió se levantó entre sudores con su frente ardiendo, sintiendo toda su rabia en su interior, y con las imágenes de aquella noche clavadas en sus recuerdos.
Capítulo 1
Nuestra historia comienza en el momento en el que la familia Pevensie atravesó las puertas de la estación de Kings Cross aquel 1 de septiembre de 1996, en medio del acostumbrado revuelo y la emoción propia que llevaba consigo el inicio del curso escolar.
- Vamos, chicos, o llegaremos tarde – insistió la Señora Pevensie con una ligera nota de urgencia en su voz, mientras se esforzaba en ayudar a su hija Susan a acomodar su pesado baúl en el carrito.
- Tranquila Helen, llevamos tiempo de sobra – le respondió su esposo, con su alegría habitual.
Peter se giró con media sonrisa a mirar a su padre, que mostraba una expresión de gran alegría mientras se aproximaban al andén 9. Saltaba a la vista al instante cómo Robert Pevensie había disfrutado enormemente de su tiempo en Hogwarts, y, siendo como era, un hombre empático por naturaleza sentía una profunda felicidad porque sus hijos pudieran regresar, un año más, al castillo que tanto había significado para él. Su rostro irradiaba una alegría sincera que causó en su hijo una tremenda admiración.
Robert se percató de que su mirada estaba fija en él y cariñosamente pasó la mano por el pelo de su hijo primogénito, desordenándolo ligeramente mientras le arrancaba otra sonrisa. Peter se dio cuenta nuevamente de cuánto iba a extrañar a su padre.
- ¡Hora de cruzar! – exclamó Helen Pevensie con alegría.
- Mamá, no hace falta que se enteren todos los muggles de la estación – dijo Edmund, jocoso.
- Venga, tú el primero – dijo Helen dándole una dulce palmada en la espalda.
Peter observó a su hermano cogiendo carrerilla y cruzando a través de la columna del andén a toda velocidad. Justo después, Helen agarró el carrito de Lucy y cruzaron juntas, seguidas por Susan. Robert se giró a mirar a su hijo con una sonrisa, intrigado.
- ¿Todo bien, Pete? – preguntó – Creo que alguien necesita hablar.
- No es nada, papá…- respondió su hijo tratando de esconder sus emociones – solo son nervios…
- Oye… - dijo su padre mientras cruzaban juntos a través de la columna – siento que hayamos tenido que trasladarnos tanto estos últimos años…
Al cruzar al andén 9 y ¾, ambos se quedaron unos segundos contemplando la locomotora escarlata y el revuelo que se causaba a su alrededor. Abrazos de despedidas, reencuentros, risas y algún que otro llanto se entremezclaban en un caluroso caos. Peter no pudo evitar sonreír al ver la escena.
- Esta bien Papá, de verdad, – dijo el chico en un tono comprensivo– son cosas de tu trabajo. Simplemente me da rabia el año que he perdido con los traslados, Beauxbatons, luego Ilvelmorny…
Robert suspiró con pesadumbre, pero intentando no perder su espíritu optimista. Se sentía culpable por haber tenido que alejar a sus hijos dos años de aquella escuela de magia. Sabía que les costaba entenderlo, pero había sido por un motivo más que justificado. A veces anhelaba poder contarles toda la verdad. Pero no podía, eran demasiado jóvenes.
- Ey, campeón – dijo dándole un ligero golpe en el hombro - Sabes que estoy orgulloso de ti, ¿verdad?
- ¿Por qué soy el único de tus hijos en Gryffindor? – preguntó Peter, entre risas.
- No… - dijo Robert pasando su brazo por encima de su hijo – bueno, quizás… ligeramente… es posible…
Peter soltó una carcajada, y miró a su padre, recuperando la sonrisa.
- Has cuidado de tus hermanos, todo el tiempo, tienes un corazón generoso, hijo – dijo Robert – además, tienes a tu madre loca por ser casi la primera persona en conseguir sacar sus T.I.M.Os a distancia, y el primero con tan buenos resultados
- A ti eso te da un poco lo mismo…- bromeó Peter.
- Si, bueno, es algo importante, pero hay que ser Ravenclaw como tu madre para entusiasmarse tanto por algo así – dijo entre risas - este va a ser tu año, Peter, ya lo verás…
- Eso espero… – dijo Peter, no muy convencido.
- Tienes que prometérmelo – dijo él – sé que cuidarás de tus hermanos, pero intenta disfrutarlo tú. En estos tiempos, con lo de Voldemort, sé que has estado nervioso por ellos, pero Hogwarts…
- Es el lugar más seguro – dijo Peter.
- ¡Exacto! – dijo Robert dando a su hijo un toque en el mentón – ahora prométeme que este será tu año…
- Lo prometo… - dijo Peter, poniendo los ojos en blanco, pero sin perder la sonrisa.
Ambos llegaron entre risas a una de las puertas del tren, donde su madre y el resto de sus hermanos ya estaban inmersos en su largo y emotivo proceso de despedida. Helen Pevensie estrujaba a Lucy y Susan, murmurando palabras y consejos sin parar, sin despegarse de ellas ni un solo instante. A escasos metros, Edmund se sumía en una charla animada con algunos de sus compañeros Slytherin que había encontrado en el andén. Peter pudo distinguir los ojos penetrantes de Astoria Greengrass fijándose un segundo en los suyos antes de volverse de nuevo a el grupo para reír una broma que acaba de hacer su hermana Daphne.
Peter desvió la mirada, haciendo como que buscaba algo sobre su baúl, haciendo una mueca con la boca y volvió la vista a su familia, sintiendo una oleada de gratitud por tenerlos a todos en su vida. A pesar de los desafíos y las mudanzas, eran su ancla. Cuando su madre por fin soltó a sus hijas para dejarlas subir al tren, Peter se acercó a ella y la abrazó con fuerza.
- Te voy a echar de menos, mamá - susurró en su oído.
Helen lo apretó contra sí con toda la fuerza que pudo y le dio un beso en la frente antes de agarrar la cara de su hijo entre sus manos.
- Nos veremos en las vacaciones de Navidad, cariño- dijo en un tono dulce antes de señalarle con el dedo en modo amenazante - ¡No olvides escribirnos cartas!
Peter asintió entre risas y volvió a abrazar con fuerza a su madre. Se giró de nuevo y espero a que Edmund terminara de despedirse de Robert para lanzarse una última vez a los brazos de su padre. Lo estrechó durante unos cuantos segundos, sin decirse nada. Y se despidieron con una cálida sonrisa antes de subirse al tren.
Giró una última vez la cabeza, para contemplarlos abrazados el uno al otro, hablando alegremente. Ojalá algún día el supiera querer a alguien tanto como lo hacía su padre. A menudo Peter se distraía en muchas otras cosas, pero en el fondo, todo lo que deseaba, era aquella estampa que observaba desde la puerta del vagón.
Se adentró por el pasillo del vagón, intentando encontrar un compartimento libre. No había ni rastro de sus hermanos. Figuró que se habrían encontrado con algunos amigos y habrían subido con ellos al tren mientras él se despedía de su madre.
Peter continuó por el pasillo mientras el silbido de la locomotora anunciaba la inminente salida del Hogwarts Express. Por un instante se sintió terriblemente solo. Llevaba todo el verano rodeado de su familia, y en Ilvelmorny apenas se despegaban los unos de los otros. Pero ahora estaban de vuelta en su colegio, todos con sus amigos, y él se había quedado solo en aquel vagón.
No se consideraba antisocial, pero en sus primeros cursos Peter apenas había profundizado ninguna relación con ninguno de los alumnos que ahora cursaban séptimo. Se llevaba bien con todos y estaba siempre acompañado, pero no creo una gran cantidad de vínculos. A partir de segundo curso había ocasiones en las que se sentía tan adulto, y tan terriblemente solo. Y lo peor es que no podía explicar a nadie el motivo. Nadie le creería… nadie entendería.
Solo hizo un verdadero amigo, Cormac McLaggen, antes de tener que ir a Beauxbatons. Se hicieron amigos el primer día, en la mesa del comedor, nada más ser seleccionados para Gryffindor, pero Susan le había advertido sobre sus cambios de actitud estos últimos dos años, que explicaban perfectamente porque había dejado de responder a sus cartas.
Había una persona más, por supuesto, alguien con quien había conectado, varios días, durante cuarto curso. Se habían encontrado varias veces en la biblioteca, y Peter había sentido la necesidad de hablar más con ella. Algo en aquella alumna de tercero le había cautivado. La acompañaba de vez en cuando, de vuelta a la sala común. No fue un gran número de veces, pero fueron aquellas las veces que se sintió realmente escuchado entre aquellos muros.
Pero no quería pensar en eso, ya le había llevado su tiempo olvidarse de Hermione Granger. Ya había soportado demasiadas bromas de Edmund y Susan sobre el tema. Probablemente ella ni siquiera guardara demasiado recuerdo sobre aquellas conversaciones.
El tren comenzó a moverse lentamente y él avanzó por el pasillo observando los distintos compartimentos en busca de alguna cara conocida, pero no hubo suerte. Por los cristales iba observando a grupos de amigos que reían y se contaban anécdotas sobre el verano. Sin embargo, el ambiente le resultó más sombrío que la última vez que había pisado aquel tren, y sabía perfectamente el motivo.
- Siguen sin saber que ha ocurrido con él – musitó una alumna de Ravenclaw mirando al resto de sus compañeros.
Peter observó la foto de Ollivanders en el amarillento número de “El Profeta” a través del cristal. En solo aquel verano, Fudge había dejado su puesto en el ministerio y había sido sustituido como ministro de magia por Rufus Scrimgeour. El mundo mágico estaba al borde de la Segunda Guerra Mágica, algunos incluso decían que ya había comenzado: la caída del Puente Brockdale, la muerte de Amelia Bones y Emmeline Vance…
No era un secreto, el mundo mágico estaba al borde del abismo. Su padre llevaba todo el verano en contacto con la Orden. Reuniéndose a menudo en la madriguera. Y algunas veces, incluso, en su casa. Tenían prohibido escuchar lo que se hablaba en aquellas reuniones, pero Peter lo había percibido: el tono sombrío, el nerviosismo, los gritos, las discusiones. Se podía palpar en el aire.
Continuó por el pasillo hasta un compartimento milagrosamente vacío, y decidió que se sentaría allí en vez de seguir buscando a alguien con quien compartir el viaje. Dejó su equipaje sobre la red, sacando antes su libro muggle “La comunidad del Anillo”, de la mochila y se acomodó en uno de los asientos, apoyándose levemente contra el cristal.
Las horas pasaron bastante rápido, Peter se entretuvo entre aquellas páginas que tanto le recordaban a lugares que tanto extrañaba. Por un rato, dejó de lado la oscuridad que se cernía sobre su mundo. La sensación de amenaza que le perseguía a cada instante se disipó, y disfrutó del sonido del traqueteo del tren retumbando en sus oídos. Comenzaba ya a anochecer cuando la puerta del compartimento se abrió de golpe.
- ¿Peter? – entonó con intriga una voz femenina.
El mayor de los Pevensie levantó la cabeza para contemplar a las dos figuras apoyadas a los marcos de la puerta. La cara sonriente de Hannah Abbott fue la primera en capturar su atención, cuando sus ojos azul verdoso se cruzaron con los suyos. Tras ella, Ernie McMillan, con su pelo rubio disparado en la coronilla con entusiasmo.
- ¿Pevensie? – preguntó el Hufflepuff.
- El mismo – respondió Peter respondiendo de vuelta.
- ¡Por las barbas de Merlín! – exclamó Hannah - ¡Cuánto has cambiado!
Peter se incorporó levemente, apartando las piernas del asiento, mientras los dos Hufflepuff se sentaban frente a él.
- No te veíamos desde que nos salvaste de aquella bronca de McGonagall en cuarto.
El Gryffindor rio, recordando la escena. Había sido en una clase de transformaciones. Ambos estaban intentando transformar el pelo de otro de sus compañeros, Justin Finch-Fletchley, de castaño a rubio, pero acabaron por tornarlo en un tono rosado que desprendía brillos azules de vez en cuando.
- Aquel hechizo era para cambiar colores de objetos, como la alfombra que nos dieron para practicar… - recordó Peter entre risas.
- No sé porque le hice caso – dijo Hannah – fue la primera vez que casi me meto en un lio.
- Pero él nos salvó – dijo Ernie señalando a Peter – un solo movimiento de varita de Pevensie y el problema estaba solucionado.
Peter sonrió, algo incomodo por toda la atención que estaba recibiendo, pero alegre por saber que alguien guardaba tan buen recuerdo de él.
- ¡Cuéntanos sobre Ilvelmorny! – exclamó Hannah, ilusionada - ¿Cómo es?
El chico dejó su novela apoyada sobre el asiento y se volvió a acomodar mientras comenzaba a relatar a sus compañeros sus aventuras en Estados Unidos y Francia, incluyendo el verano en España entre ambos. Por supuesto, omitió la parte de aquello que estaba acostumbrado a esconder. Aquel secreto que solo Susan, Edmund, Lucy y él conocían.
Horas después, el castillo comenzó a vislumbrarse entre las montañas. A Peter casi se le había olvidado lo majestuoso que era. La luz dorada que desprendía desde sus ventanas, las imponentes torres que crecían sobre la roca, reflejándose en las aguas del lago, que desprendían un brillo plateado al chocar con la luz de la luna. De pronto, sintió una enorme paz. Se le había olvidado, entre tantos viajes, como aquel lugar se llegaba a sentir como un hogar. Había algo en aquellos muros, que era capaz de acoger al alma más solitaria. En el fondo de su cabeza, recordó las palabras de su director, retumbando en sus oídos: “En Hogwarts, siempre se prestará ayuda a quien la pida.”
Miró a aquellos dos Hufflepuff con los que compartía asiento. Ambos miraban el castillo, con una sonrisa en el rostro, como si fuera la primera vez. Y entonces pensó, que quizás su padre tenía razón. Aquel podía ser su año. Quizás debiera dejar de mirar aquel lugar como aquel niño, que se sentía distinto a sus compañeros, y mirarlo con nuevos ojos. Quizás fuera hora de salir de su caparazón. El mundo fuera se estaba tornando cada día más oscuro, y quizás, lo que debía hacer era llenarlo de luz.
- Sigue siendo increíble ¿Verdad? – dijo mirando de nuevo por la ventana.
- Nunca ha dejado de serlo – le contestó Hannah con una sonrisa.
Peter apoyó la cabeza contra el respaldo y se quedó con la mirada fija en Hogwarts, con una nueva sonrisa en la cara. Aun conociendo la oscuridad que se cernía sobre su mundo, no era consciente de hasta qué punto le respiraba ya sobre la nuca. No sabía aún hasta qué punto debería luchar por aquel lugar al que llegaría a amar tanto. No podía aún conocer, como su papel en esta historia sería clave. Pero Peter Pevensie, no necesitaba conocer toda la verdad, siempre estaba preparado para luchar.
La estación de Hogsmeade recibió a los alumnos de Hogwarts en medio del alboroto habitual. Susan descendió del vagón de prefectos y contempló con una leve sonrisa las luces del pueblo sobre la colina, antes de girarse a contemplar el gigantesco castillo al que volvería a llamar casa.
Una sensación de paz recorrió su cuerpo por primera vez en semanas. Se imaginó a salvo, leyendo un libro, acurrucada en un rincón de la sala común de Ravenclaw. Casi estaba deseando que llegara el invierno para poder acercar el sillón a una de las chimeneas, y leer mientras la lluvia salpicaba las ventanas.
Sin embargo, esa impresión de paz se desvaneció en un instante. La silueta de aquellas torres alzándose sobre la colina le trajo recuerdos que llenaron su corazón de nostalgia. A su mente entraron de nuevo aquellos recuerdos de años atrás. El chico de pelo castaño ondulado, con su bufanda amarilla alrededor de su cuello, apoyado contra la pared, mirándole con aquella encandiladora sonrisa…
- Se te ha caído esto – dijo una voz serena a su lado.
Susan se giró de un brinco. Junto a él encontró a un Gryffindor que le resultaba sumamente familiar, aunque no logró recordar por qué. Tenía el pelo rojizo, pero no como el de los Weasley, sino más oscuro, casi negro. En sus manos sujetaba el libro que Susan había estado leyendo durante parte del trayecto.
- Perdóname, soy muy torpe – dijo agarrando su libro de las manos del muchacho.
- No tienes que pedirme perdón – dijo con una sonrisa.
- Bueno, gracias entonces…- dijo Susan tímidamente.
- De nada, Pevensie – dijo él.
- Perdóname, no recuerdo tu nombre – dijo ella entre dientes, pero con dulzura.
- No, no te preocupes, simplemente yo si sabía quién eres – dijo él sin perder su sonrisa – soy Henry, Henry Davies.
Susan abrió la boca a modo de sorpresa, mientras apretaba su libro contra su pecho.
- ¿El hermano de Roger? – preguntó – vaya, has crecido…
- Suele pasar, Pevensie – dijo él – en dos años la gente crece. Tú también has… estas muy… has cambiado mucho.
- Vaya, eh… gracias – dijo recolocándose un mechón con dedos temblorosos.
- Quería decir que estás muy guapa – dijo el Gryffindor, rascándose la coronilla – es normal que no te acordaras de mí, creo que nunca hemos hablado…
- ¡Ey, Davies! – gritó un muchacho desde el otro lado del andén.
La chica se giró para observar al grupo de Gryffindors de su curso que llamaban a Henry. El chico les hizo un gesto con la mano y volvió a mirarla con una sonrisa. Ella le respondió con una mueca incómoda, pero alegre.
- Perdón, tengo que irme… ha sido un placer – dijo el joven, dándole una palmada suave en el hombro – nos vemos en clase.
- Nos vemos en clase… - contestó la Ravenclaw mientras el muchacho se alejaba de ella.
Respiró hondo y lo miró marcharse de la estación entre gritos y risas de sus compañeros. Intentando evadir su cabeza de aquella escena, abrió la mochila y guardó el libro con cuidado en su interior. Comenzó a caminar por el andén en busca de alguno de sus compañeros de Ravenclaw.
La suerte no la acompañó. Caminó durante varios minutos ella sola, recorriendo el sendero que llevaba a los carruajes. Se paró a contemplar a los Thestrals, mientras un cúmulo de emociones recorría su cuerpo. Recordaba la primera vez que los había visto. Imágenes de batallas recorrieron su memoria mientras uno de ellos se inclinaba para mirarla a los ojos. Pocos los veían, y de los que lo hacían, muchos los temían. Pero ella no. Encontraba paz en aquellas criaturas. Incomprendidas, forzadas siempre a sentir el miedo o la indiferencia de aquellos que les rodeaban.
- Intrigantes criaturas – dijo una voz fría a su espalda - ¿no te parece, Pevensie?
Susan reconoció aquella voz al instante. Sonaba más madura y varonil que la última vez que la había escuchado, pero recordaba perfectamente ese deje de superioridad que inundaba cada silaba.
- Ciertamente, Malfoy.
- Bueno, a todos nos gusta un buen misterio – dijo el chico mirándola de arriba abajo mientras la Ravenclaw evitaba girarse.
- No cuando resultan predecibles – dijo ella, incomoda, mientras subía al carruaje.
La chica tropezó ligeramente por la prisa. A punto de caer, una mano se agarró a la suya pillándola por sorpresa. Notó el frio tacto del Slyhterin y retiró el brazo rápidamente, sintiéndose incomodada.
- ¿Qué quieres, Malfoy?
- Subirme al carruaje, si no es molestia ¿O vas acompañada? – preguntó con sorna.
- No, voy sola… - dijo ella entre dientes.
- Somos dos entonces – dijo él, manteniendo su expresión seca, pero levantando levemente las cejas.
El Slytherin se sentó en el carruaje frente a ella y le dedicó una extraña sonrisa. La chica optó por ignorarlo, rezando porque no volviera a molestarla.
- ¿Echando de menos a alguien? – dijo él de nuevo en un tono retorcido.
- No sé de qué me hablas – dijo ella mientras el corazón le daba un vuelco.
- Vamos Pevensie – dijo él – no me tomes el pelo, ambos sabemos lo que vi aquel día delante de las cocinas.
La imagen recorrió la cabeza de Susan durante un instante, mientras la furia se iba apoderando de ella.
- Te aconsejo que pares, Malfoy – dijo mientras el carruaje se ponía en marcha.
- Vamos, Pevensie – dijo él – solo quería saber como te había sentado la muerte de Cedric…
- ¡He dicho que te calles! – exclamó la chica, levantando su varita de roble.
- Vale, vale… - dijo él con una voz más serena – aunque te cueste creerlo, solo quería ayudarte.
- Definitivamente, cuesta creerlo – dijo ella bajando la varita.
Recorrieron el resto del trayecto en un tenso silencio en el que ninguno de los dos se dirigió la mirada ni un solo instante. La noche se fue tornando fría a su alrededor, y el aire nocturno llenó los pulmones de Susan. No quería llorar, no le daría ese lujo a Draco Malfoy. El Slyhterin sabía cómo torturar a sus compañeros, pero ella no se dejaría amedrentar.
El carruaje paró en seco frente a la entrada del castillo, y Susan se apresuró a agarrar el pomo de la puerta. Pero el brazo de Draco fue más rápido.
- ¿Te importa? – le dijo ella en un tono amenazante.
El chico la miró a los ojos durante unos segundos mientras se llevaba la mano al bolsillo y sacaba un pequeño frasco de color azul oscuro y se lo tendía.
- ¿Qué es eso? – dijo ella fríamente.
- Tranquila – contestó el Slyhterin, sin perder la serenidad – es una pócima para dormir.
- ¿Y para que iba yo a quererla? – dijo ella.
- He supuesto que no estabas durmiendo bien – dijo él – a mí me funciona. Para las peores noches.
- Gracias, pero no – dijo ella.
- Como veas, es un regalo – dijo él apoyando la pócima en un asiento.
En apenas un segundo, el chico descendió por los escalones del carruaje y se perdió entre la multitud. Susan se quedó mirando al bote, intrigada. Pasó su varita sobre él, para comprobar que no hubiera nada peligroso al tacto. Estaba limpia, y su contenido era el que el mago decía que era.
Dudó durante varios instantes, desconcertada. Draco Malfoy era una criatura misteriosa, como los Thestrals. Pero era vil y cruel, y jamás mostraba bondad. No era incomprendido, ni mucho menos causaba miedo o indiferencia ¿No? Lo tenía todo. Su bando no tenía a quien temer.
Sin saber porque lo hacía, se llevo el bote al bolsillo. Se dijo a si misma que era para analizarlo más profundamente, pero sabía que su hechizo detector nunca fallaba, era una de sus especialidades. No, en el fondo sabía porque aquel bote había llegado hasta su bolsillo.
No soportaba otra noche más, otra noche más mirando al techo, otra noche más llorando. Ese terrible dolor, ese absoluto cansancio. No era capaz de soportarlo más. Ya no recordaba lo que era dormir sin que las pesadillas y los sudores fríos la despertaran llorando cada noche, entre gritos.
Sin pensarlo más, Susan Pevensie descendió del carruaje y miró dirección a la imponente entrada del castillo, con paso firme, pero sin saber realmente si estaba preparada para luchar contra los fantasmas de su pasado, mientras el bote de cristal chocaba con su pierna desde el bolsillo de su túnica.
No tenía ni idea de la noticia que llegaría a primera hora de la mañana, cuando las lechuzas descendieran sobre las cuatro alargadas mesas del Gran Comedor. El momento en el que se daría cuenta de que Cedric Diggory no sería la última perdida que debería afrontar en esta guerra, cuando las portadas de “El Profeta” mostraran en grande, la cara del profesor Kirke, al lado de otra imagen de una desconsolada Polly Plummer.
La Segunda Guerra Mágica había llegado, la tormenta se agolpaba sobre las colinas. Solo era cuestión de tiempo que el agua, los rayos y los truenos se atrincheraran junto a las torres de aquel castillo, mientras sus alumnos se refugiaban entre sus antiguas y seguras paredes.