
XXXI. EPÍLOGO. SUSTO
El mayo siguiente, tres años después de que Draco había enviado su carta, el día de la boda llegó. Aprovechando la belleza de los jardines de Sunserley House en plena primavera, con los exuberantes prados y las flores en su máximo esplendor además del delicioso aroma que flotaba en el ambiente, el día se mostraba soleado con pocas nubes en el cielo. Guirnaldas de lirios y tulipanes adornaban las sillas blancas ordenadas en filas, las que dejaban claro que sería una ceremonia muy íntima con pocos invitados.
Previo a la entrada de Hermione, Theo puso el momento cómico del día. A pesar de la fuerte oposición de su esposa, se había hecho un rótulo luminoso que había colgado en su pecho que decía «Hoy estamos acá gracias a mi astucia» e iba, al son de una movida canción muggle, bailando —o haciendo el ridículo, depende de a quien le preguntaras— detrás de James y Albus al tiempo que iba lanzando pétalos de flores por el camino donde después pasaría la novia. Daphne iba tras él roja de vergüenza, con su pequeño Charlie, un bebé de once meses que era la perfecta combinación de sus padres —el cabello castaño de Theo con los verdes ojos de Daphne— quien reía e intentaba aplaudir juguetonamente al ver los aspavientos de su padre. La algarabía de los demás niños presentes, los gemelos de Ron y Luna, la niña de Neville y Hannah, el pequeño Zabini, todos juntos jugando con los pétalos hicieron las delicias de los adultos.
Al llegar hasta donde estaba Draco ataviado con una magnífica y elegante túnica de gala, ambos amigos se abrazaron jubilosos y posteriormente, Theo se volteó hacia donde estaban Lucius y Narcissa, completamente furibundos por la situación, y les lanzó un pomposo beso al aire en su dirección.
—A ti no te asusta nada, ¿cierto Theo? —le regañó su esposa una vez que se sentaron en la primera fila.
—¿Susto? Ese lo perdí el día que Draco y yo nos extraviamos en el invernadero abandonado —dijo guiñándole un ojo al novio, quien sonrió al recordar su pequeña travesura.
A los siete años, los niños habían decidido explorar más allá del pequeño bosquecillo en Malfoy Manor a pesar de las advertencias de Lucius, descubriendo un invernadero abandonado y al cual entraron a pesar de su aspecto tenebroso. Cuando empezó a oscurecer quisieron salir y la puerta no abría. Lo que no sabían era que todos los estaban buscando desesperadamente. Draco y Theo estaban muy angustiados y fue después de un rato que se les ocurrió llamar a Dobby para que los sacara de ahí. Su miedo aumentó al creer que Lucius los iba a matar cuando los viera aparecer; pero en lugar de eso, el mago los había abrazado a ambos agradeciendo a Merlín que estuvieran sanos y salvos. Narcissa les hizo chocolate caliente para calmarlos.
Segundos después, una suave música empezó a sonar y todos los ojos fueron puestos en la novia, quien con un hermoso vestido de corte princesa confeccionado en tul, encaje y pedrería, iba del brazo de su padre. Algunos suspiros se escaparon de Ginny y Luna al ver a la radiante Hermione que avanzaba hacia su futuro esposo sin despegar su mirada de él, quien, para consternación de quienes lo conocían más bien poco, sonreía embelesado, como si aún no pudiera creer que estaba viviendo el día en que uniría su vida a la de la mujer que amaba.
Luego de los votos de amor, llegó el «sí, acepto», seguido de un casto beso que sabía a promesa, y luego de la bendición final del propio ministro de magia, los presentes sacaron sus varitas para lanzar chispas de luz al pasar los contrayentes tomados de las manos.
La luna de miel la pasaron diez días en un resort de lujo en La Fortuna de San Carlos, Costa Rica, donde pudieron conocer las maravillas de su flora y fauna, hacer un vuelo en helicóptero sobre el volcán Arenal, disfrutar del spa, de las aguas termales y de cenas románticas en la terraza de su habitación.
Los años pasaron y la pareja tuvo un hijo, que fue el talón de Aquiles de sus abuelos paternos, ya que supo llegarles a lo más profundo de su corazón. Cada sonrisa, cada travesura, cada pequeño detalle era motivo de orgullo para Lucius y Narcissa, quienes lo amaban incondicionalmente y había sido el vínculo que había fortalecido los lazos familiares con Draco y Hermione.
Estos habían tenido altibajos, aprendido a enfrentar los desafíos tomados de la mano, celebrado sus éxitos personales pero sobre todo en el área profesional. Veinte años después, Draco tenía una afianzada agencia de detectives criminales y Hermione había sido elegida como ministra de magia, la primera nacida de muggles que ocuparía ese puesto. Las fotos en El Profeta de Hermione vistiendo una hermosa túnica verde esmeralda junto a su esposo habían llegado a cada rincón del país.
—Los Malfoy llevan soñando con ocupar el puesto de ministro de magia por muchas generaciones. Mi padre me decía de niño que estaba seguro que yo lo lograría, pues su mayor logro políticamente hablando fue estar en el consejo escolar de Hogwarts. Pero él se equivocó de Malfoy... ¡Serías tú! —sonrió orgulloso—. ¡Y estaré a tu lado para lo que necesites!
Hermione lo besó con ternura y gratitud, pero sobre todo con mucho amor, amor que no se apagaba a pesar de peinar algunas canas y de tener arruguitas en su piel, sino que seguía más fuerte que nunca dos décadas después. Abrazados en silencio, miraron hacia el jardín de Sunserley House. Se acercaba el otoño y los tonos dorados y naranjas volvían a empezar a adornar el paisaje, lo que los hizo recordar aquella primera cita. No eran necesarias muchas palabras para expresar su amor, ni gritarlas al mundo. Eran más bien los susurros al oído los que predominaban, seguros que su historia de amor se seguiría escribiendo en los libros de la vida.
FIN