
Francia, 10 de junio de 1945
Hace cuatro días que la quinta compañía desembarcó en las playas de Normandía. Después, tomamos Mauvaines y Crépon. Montado en un tanque, me pasó una cosa inverosímil: en medio de una guerra, habiendo estado a punto de morir incontables veces, a mis veinticuatro años, besé a una chica por primera vez. Fue más bien como que la chica me besó a mí, la verdad. Era morena, estaba muy delgada, sonreía y creo que me daba las gracias, pero no la entendí bien. A todos debió parecerles graciosísimo, sobre todo a Sirius, que no dejaba de mirarme. En fin. Siempre hay una primera vez para todo, supongo.
Ahora estoy en un campamento aliado. He comido caliente, dormiré en una cama, Lily me ha devuelto mi libreta y estoy vivo.
No sé si creérmelo del todo.
Creo que no he matado todavía, pero no estoy seguro. He disparado mi fusil y la ametralladora de Sirius en Gold Beach, pero no sé si los hombres que caían delante de mí lo hacían por mis balas o las de los demás. Es igual.
He visto a muchos hombres morir. No es la primera vez que veo un cadáver, pero sí es la primera vez que veo cómo se apaga la luz en los ojos de alguien.
Jamás olvidaré todo lo que he vivido estos días.
Cuando embarcamos en la lancha que nos llevaría a la playa, pensé que nadie sabría qué fue lo último que pensé antes de que me matasen. Estaba tan seguro de que iba a morir que no me planteaba otra cosa, pero la idea de no poder compartir mis últimos pensamientos con alguien me resultó imposible de asumir. Fui dolorosamente consciente de que nadie sabría jamás que sería lo último que vería, lo último que sentiría.
Pensé que iba a morir sin completar mi historia.
Empecé a buscar papel y lápiz en mis bolsillos. Sabía que tenía un lápiz pequeño en algún sitio, -el que usábamos para las topográficas-, y conociéndome, estaba bastante seguro de que tendría por lo menos un pedazo de papel por ahí.
Esta libreta en la que estoy escribiendo ahora estaba en manos de Lily. Sé que la guardaba en la mesilla de noche, junto a la carta de James, a salvo del mar y de los nazis. Pero quise escribir algo por última vez.
McGregor pensó que estaba buscando fuego y me ofreció el mechero, pero lo rechacé. Pasaron unos angustiosos segundos hasta que al fin, encontré un ticket de la cantina en un bolsillo: había pedido carne, puré de guisantes y té. En el borde, escribí “6h17. El cielo es de color violeta”. Y ya está. No había espacio para escribir nada más.
Lo guardé en el bolsillo interior de mi chaqueta, lo más cerca de mi cuerpo que pude. Fue entonces cuando sentí la mano de Shacklebolt en el hombro. Creo que fue el único de todos los de la lancha que me vio escribir mis últimas palabras.
Yo sí tenía en quién pensar. La lancha se mecía, inclemente. El oleaje era violento y la biodramina en mal estado nos mareaba. El mar estaba bravo el 6 de julio, todos vomitábamos. Nadie hablaba. Fabian Prewett rezaba en silencio, con una cruz dorada entre las manos.
Yo pensaba en mi madre. Eso fue lo que le dije a Shacklebolt cuando me ayudó a meterme en la lancha y me preguntó. “En mi madre, mi sargento”, le dije. Pareció que eso le tranquilizó, como si hasta ese momento hubiese estado temiendo por mí. Quizás mis pensamientos se veían en mi cara. Quizás, después de muchos años entrenando cadetes, Kingsley Shacklebolt podía ver que yo era un poco diferente a los demás.
No le dije que mi madre había muerto dos años antes, en los últimos bombardeos del Blitz. Fue a comprar harina y cuando mi padre y yo nos metimos en el refugio y las bombas sacudieron la calle, tuve la sensación de que no volvería a verla viva.
Sirius llevaba la ametralladora a la espalda. Yo llevaba mi equipo médico. Ambos sabíamos que iríamos más lentos que los demás.
Los zapatos marrones de mi madre sobresalían de un montón de runa cuando las bombas pararon y pudimos salir a buscarla. Fue lo primero que vi de ella. Escarbé en el amasijo de hierro y ladrillos hasta que me hice sangre en las manos, hasta que se me rompió la ropa, hasta que alguien me apartó de sus restos.
En el asalto a Normandía, mientras la lancha llegaba a la playa, pensé en ella.
Shacklebolt me ordenó que bebiese agua. Obedecí. Normandía nos esperaba, a lo lejos. Los únicos que no habíamos comido nada éramos Shacklebolt, Sirius y yo, pero igualmente vomité. No salió apenas nada, solo agua. El suelo metálico de la lancha estaba encharcado de vómito.
Shacklebolt ocupaba la posición con más visibilidad en la lancha, y en cuanto vio la orilla empezó a repetirnos las instrucciones que ya nos sabíamos de memoria. Creo que eso lo calmaba. Nos repitió que usáramos las estructuras de metal que los alemanes habían instalado en la playa como protección y que avanzásemos a toda costa. Nos dijo que nos vería al otro lado. No sabíamos si se refería a Francia, o al Cielo. También nos dijo que nos separáramos.
En ese momento, yo no sabía que Sirius desobedecería esa última orden y que se mantendría a mi lado, a riesgo de perder la vida, durante todo el asalto. Creo que no fue consciente de lo mucho que se arriesgó. Ya han pasado cuatro días del desembarco y todavía no puedo creer que sobreviviera.
Llegábamos a la playa. Prewett rezaba un avemaría tras otro con los ojos cerrados. Sirius asentía para sí mismo, en silencio, sin vomitar, sin llorar, sin decir nada.
Me pareció que veía a todas las personas que mis compañeros y yo llevábamos en el corazón. La prometida de McGregor. La familia de Shacklebolt. Los padres de Peter.
“Mamá, creo que voy a morir”, pensé. Tuve muchas ganas de llorar, pero no lo hice.
“No tengo a nadie en quien pensar”.
Se oían las ametralladoras. Ya casi habíamos llegado. Sirius hablaba consigo mismo. No vi a nadie a su lado, nadie para acompañarlo. Nadie por quien morir en Francia.
Lo llamé por su apellido, como tenemos por costumbre desde que nos conocimos hace un año. Creo que soy el único de la compañía al que todavía no tutea. Ahora que ha pasado todo y estamos aquí, vivos, me pregunto por qué; pero en ese momento, no pensaba en nada más que en mi madre. En mi madre y en él.
No pareció oírme, así que hablé más alto.
“Piensa en mí”, no sé de dónde salieron las palabras, simplemente salieron, “piensa en mí, y yo pensaré en ti”.
Tanto miedo.
Teníamos tanto miedo.
Tantos hombres jóvenes que veríamos morir ese día.
Tantas veces en las que nosotros mismos rozamos la muerte.
Sirius me dijo que sí con la cabeza. Al abrigo del amanecer, con la ametralladora a la espalda y el rifle en las manos, parecía mucho mayor de lo que era. Parecía un hombre.
En esa lancha, tuvimos la primera de muchas conversaciones silenciosas. Nos entendimos al instante, como un relámpago. Fue como si nos abrazáramos; como si nos despidiéramos; como si nos dijéramos que moriríamos juntos. Shacklebolt dio la orden de desembarcar. Amaneció en Francia, la compuerta de la lancha se abrió y creo que Sirius Black dejó de sentirse solo. Y desde entonces, no he podido dejar de pensar en él.
*
En cuanto se abrió la compuerta y los nazis acribillaron a los hombres que estaban en primera fila, Sirius y yo volvimos a hablarnos con los ojos; para cuando Shacklebolt nos ordenó que saltáramos por los lados de la lancha, yo ya estaba impulsando a Sirius. Su cuerpo se mecía en equilibrio, una pierna dentro de la lancha y la otra fuera. Entonces tiró de mí y me alzó sin aparente esfuerzo. “Te tengo, Lupin”, me dijo. Tuve que impulsarme en los cuerpos de mis compañeros caídos para salvarme, y Sirius me agarró del chaleco y me subió a peso con una fuerza que ahora, cuatro días después, me parece extraordinaria. Las balas, fogonazos anaranjados estrellándose contra la lancha metálica, ensordeciendo las olas del mar, nos rozaban pero no consiguieron alcanzarnos.
Nos lanzamos al agua, y al instante, supe que nuestro equipo, -la ametralladora de Sirius y todo el material médico que yo llevaba en la mochila-, era demasiado pesado y que nos estaba arrastrando al fondo del mar sin remedio. La lancha debería haberse abierto en tierra firme, no en el océano. Nos hundíamos. Nos ahogábamos. Tragábamos agua, tosíamos, nos faltaba aire, nos ardía el pecho. El agua estaba teñida de rojo. No había más que muerte a nuestro alrededor.
Sirius fue el primero que se dio cuenta de que el escuadrón de bombarderos llegaba para salvarnos. En ese momento no lo sabíamos, pero ese apoyo aéreo fue el punto de inflexión en la toma de Gold Beach. No sé cómo, pero tocamos tierra firme con la punta de las botas, y nos salvamos de morir porque las armas alemanas se centraron en los aviones y pudimos llegar a tierra firme.
No hay otra manera de decir lo que voy a decir ahora: un misil derribó el avión de Daniel.
Grité su nombre muchas veces. Le pregunté a Sirius si había visto el paracaídas, y me dijo que no. Tiró de mi chaleco, conseguimos salir del agua, y seguimos.
*
Los médicos del cuerpo sanitario teníamos órdenes de pararnos ante cada herido que viésemos. Nos advirtieron de que al llegar en las primeras remesas, lo que veríamos sería brutal. Al salir del agua, con la explosión del avión de Daniel en el cielo, sabía que Sirius y yo nos separaríamos; que él, como infante, debía avanzar. Y yo, como médico, debía encontrar a los heridos de la playa y tratar de salvarlos.
Pero todos los heridos que vi estaban a punto de morir, y lo único que podía hacer por ellos era ayudarlos a hacerlo sin dolor con las dosis de morfina que llevaban en los cascos.
Y en cuanto levantaba la cabeza, Sirius seguía junto a mí. De pie. Esperándome. Estaba a tiro, las balas lo rozaban. No parecía verlas. Me hablaba con monosílabos: “¿ya?”, me decía, cuando inyectaba dosis letales de morfina a todos los heridos de muerte. “¡Ven!”, me ordenaba, tirando de mi uniforme con la misma fuerza sobrehumana con la que me levantó a peso de la lancha en lugar de abandonarme y salvarse a sí mismo.
Yo no sabía a dónde iba, no veía nada más que cuerpos sobre la arena; pero Sirius había localizado un sitio a cubierto. Se ubicaba en la batalla con un instinto innato que no ha perdido en todos los días que llevamos en Francia y que no creo que lo abandone nunca. Sirius tendría que haber avanzado. Tendría que haberme dejado allí, en la playa, atendiendo a todos los hombres que gritaban “¡médico, médico!” Y que morían antes de que yo llegase a ellos. Pero siguió a mi lado mientras yo iba de un lado a otro, avanzando pero deteniéndome, escuchando las súplicas de los moribundos. Sirius tiraba de mí, me dirigía a la salvación.
Cuando vimos a Peter en la orilla, fui yo el que le dijo que avanzase; Peter eligió hacerse el muerto, y yo no iba a permitir que Sirius y yo muriésemos por él. Pero entonces James llegó, Peter se levantó y todos seguimos a Sirius y a Shacklebolt.
Fueron apenas cincuenta metros hasta la salvación, y Sirius tiraba de mí todo el rato. Iba más rápido que yo, pero nunca se separó de mí.
Hizo cosas extraordinarias.
Todos las hicimos, por supuesto. Soy consciente. No diré que fue el único, porque no sería verdad. Pero se aseguró de que todos estuviésemos a salvo tras ese montículo de tierra antes de saltar; montó la ametralladora para cubrir a James mientras iba a por Shacklebolt, que se había quedado atrapado en la alambrada alemana; y nos dirigió a todos contra unos artilleros nazis que apuntaban sus misiles hacia la playa. De nuevo, creo que no es consciente de lo que hizo; de cómo apuntó con la ametralladora hacia los alemanes y sin decir nada, hizo que todos cubriésemos a James y al sargento; de cómo, simplemente, gritó “¡mierda! ¡Lupin, cúbreme!” y me puso a cargo de la ametralladora mientras soltaba el fusil y corría hacia la playa.
Realmente, realmente , no sé cómo sigue vivo.
Fue algo que nunca podré olvidar: corría como lo hace todo: con una temeridad inhumana, sin pensar, en línea recta. Se sacó el cuchillo de la bota por instinto. Salvó al teniente con una calma que daba miedo. Y volvió a hacer eso , eso que le he visto hacer varias veces en los pocos días que llevamos de batalla: agarrar a otro hombre y levantarlo a peso, de golpe, a fuerza bruta.
Levantó a Shacklebolt, que mide casi dos metros y que iba vestido con todo el equipo, como si fuera de papel. Creo que su fuerza física es, simplemente, fuerza de voluntad: tenía que salvarlo, y lo salvó; James estaba a punto de morir, y no pudo soportarlo.
Solo cuando los tres infantes se salvaron empezó verdaderamente la invasión. Ellos cargaron colina arriba y yo volví a la playa. Hice lo que pude durante mucho tiempo, sobreviví, y presencié cosas que nunca voy a poder olvidar hasta que los tiros dejaron de sonar.
Los zepelines llegaron.
Los infantes ya no corrían.
Habíamos llegado a Francia.
*
Hacia el final, pude ayudar a los hombres a vivir, y no solo a morir. Extraje muchas balas y restos de metralla. Vendé cabezas, torsos, dedos. Puse veintisiete torniquetes en piernas y brazos amputados, y lo hice todo como me enseñaron: conté cuatro dedos por encima de la herida, saqué el torniquete de los equipos de cada soldado y apliqué la presión necesaria. Después, saqué las fichas médicas que llevaba en mi bolsa y utilicé las que no se habían mojado para apuntar las dosis de morfina que les había inyectado a los heridos. Cuando se me acabaron, improvisé: si el soldado estaba consciente y me escuchaba, le hacía repetir los mililitros que le había inyectado y en qué zona. No me iba de su lado hasta asegurarme de que lo entendían. Si el soldado no podía escucharme, le quitaba el casco y apuntaba las dosis en su frente con su propia sangre.
Me sorprendió lo conscientes que eran algunos de que les faltaba una pierna o un brazo; ellos mismos sujetaban sus fichas y sabían perfectamente lo que les había pasado. Hubo un par de hombres que incluso bromearon. “Oye, doc”, me dijo un artillero mientras la brigada médica lo cargaba en una camilla para llevárselo a casa, “¿cuánto crees que tardará esto en crecerme de nuevo?”. Incluso se despidió de los restos de su brazo amputado, que supuraba una cantidad de sangre para la que yo no estaba preparado y sobre la que nadie me había advertido. “Joder lo que cuesta morirse, coño”, decía otro al que le faltaban las dos piernas, “si lo sé, me muero de golpe y no a trozos”.
Los que habían perdido momentáneamente la cabeza, llamaban a sus madres. Estaban idos, eran como niños pequeños. Hice lo que pude por ellos. Les dije que se iban a casa, que todo había terminado. A veces, les mentía. Solo les decía la verdad cuando veía que podían soportarlo.
*
No sé cuánto tiempo estuve en la playa salvando vidas. En algún momento los infantes de la compañía vinieron a ayudarnos, pero pasó poco rato hasta que empezaron los primeros signos de lo que reconocí al instante como fatiga de guerra: vómitos, temblor de manos, rabia, desorientación.
Empecé a atenderlos, pero tuve que cambiar de táctica cuando vi que si les decía directamente que debían descansar, se enfrentaban a mí. Creo que pensaban que si paraban, parecían hombres débiles a ojos de sus compañeros.
No he visto hombres más fuertes en toda mi vida, pero ninguno de ellos me hacía caso.
Si veía que a uno de mis infantes le temblaban las manos, lo apartaba de la playa diciéndole que necesitaba su ayuda y le daba algo que hacer, daba igual el qué. Los cigarrillos los calmaban, así que estuve un buen rato quitándoles los cigarrillos a los muertos y repartiéndolos entre los hombres que estaban a mi cargo. A veces, con sentarme un rato con ellos, bastaba. Otras veces no.
Shacklebolt se escondió para vomitar. No quería que sus hombres lo vieran. Me agaché a su lado, conteniendo mis propias náuseas, y esperé a que parase para ofrecerle chocolate, pero eso solo hizo que vomitase todavía más. Me apartó de malas maneras y al cabo de un rato, cuando ya solo vomitaba bilis, se dejó caer en la arena. Me dijo que tenía hambre, pero volvió a rechazar el chocolate que le ofrecí. “Huele a carne quemada y me muero de hambre, hay que joderse”, me dijo. No sé cómo conseguí aguantarme las arcadas, pero tuve que sentarme junto a él en silencio. Me di cinco minutos para recomponerme y volví a ponerme en marcha. Seguí haciendo lo que pude por la quinta compañía hasta que me llamaron.
Habían encontrado a Prewett 1.
Corrí junto a Shacklebolt hacia la playa, pero por cómo gritaba Prewett 2 a su lado, supe que había muerto.
No recuerdo exactamente qué le dije. Como lo había visto rezar en la playa, mencioné a Dios. Pareció consolarlo. Cuando Fabian pidió seguir siendo Prewett 2 y Shacklebolt le puso una mano en el hombro y le concedió su deseo, no pude soportarlo más.
Supe que tenía que enfrentarme a la muerte de Daniel.
*
La Brigada Mortuoria ya se había acercado al avión. Lo poco de su cuerpo que habían podido recuperar estaba totalmente calcinado. En ese momento, creo que no procesé que Daniel había muerto en el aire, quemado vivo durante unos instantes, antes de estrellarse contra el suelo. Todavía no he llorado por él. Probablemente lo haga dentro de poco, ahora que estoy momentáneamente a salvo y puedo pensar en algo más que en sobrevivir.
Sirius vino a sentarse junto a mí, y mirando los restos del bombardero de Daniel, me preguntó si le quería. Lo hizo de manera preciosa. Tuve muchas ganas de llorar entonces, pero no me pareció correcto hacerlo; hubiese parecido que lloraba porque lo había querido, y la verdad es que nunca lo quise. Nunca estuve enamorado de él.
Ahora lo sé.
En ese momento, sin embargo, no supe qué responderle.
Quizás si no nos hubiésemos conocido huyendo de la policía en una de las redadas que hacían en cierto bar del Soho; quizás si todo hubiese sido más fácil para dos veinteañeros asustados; quizás si nos hubiésemos visto algo más que un puñado de veces en diferentes hoteles a lo largo de unos pocos meses.
Quizás entonces sí que hubiese podido quererle.
Daniel era alto, guapo, inteligente, gracioso, divertido. Era una buena persona, era un hombre en la flor de la vida que murió como un héroe.
No le dije nada de eso a Sirius.
Tampoco le dije que lo que sentí por él en ese momento era mucho más fuerte que lo que había sentido por Daniel en todo el tiempo en el que lo conocí.
La culpa me reconcomía. Todavía la siento hoy, cuatro días después. No sé exactamente por qué; solo sé que Daniel está muerto y yo estoy vivo.
Después llegó James.“Se puede saber dónde estabas, Potter? Te he estado buscando por todas partes”, le dijo Sirius, pese a que James solo había estado unos diez minutos fuera de su campo visual.
James volvía a llevar gafas. Estaban algo torcidas, pero por lo demás, nadie diría que su propietario acababa de invadir Gold Beach. Respondió algo al estilo de “pues estaba en mi casa hasta que a Hitler se le fue la cabeza, últimamente ando por Francia”, y se abrazaron con una complicidad que siempre me ha gustado admirar en los hombres que saben que algún día se casarán con una mujer.
Lily dice que se ríen como dos energúmenos, y no le falta razón.
No sé cómo empezamos a reír, ni por qué. Pero el caso es que, junto a ellos, me di cuenta de que estábamos vivos. Los tres. Un día más.
*
No sé si nada de lo que estoy escribiendo tiene sentido. Siento muchas cosas. He sentido más cosas en estos días que en toda mi vida. Sobre todo, he sentido mucho miedo y muchas ganas de que todo acabase, incluso; pero en el fragor de la batalla, cuando estoy a punto de morir, me aferro a la vida ferozmente. Ayudo a los que me lo piden. Salvo la vida de quien puedo, y miento a los que van a morir cuando les inyecto la dosis de morfina que necesitan para irse. Cuando todo acaba, me siento eufórico por haber sobrevivido, y después, cuando nadie me ve, lloro por los que han muerto.
Shacklebolt dice que mañana arreglarán las duchas. Llevamos casi una semana lavándonos como podemos, con cubos de agua y trapos. Aunque nos den uniformes limpios, siento el olor que el olor de la sangre está pegado en mi cuerpo y no se va de ninguna manera. Todos tenemos muchas ganas de hacer algo tan simple como ducharnos.
Es tarde.
Estoy vivo, un día más.
Mañana seguiré escribiendo, si Dios quiere.