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1 de septiembre de 1971
Su pico golpeaba ocasionalmente el cristal de la ventana, apenas causaba algún sonido; sin embargo, era lo suficiente para perturbar el silencio y hacer eco en cada uno de los muros de piedra de aquella oscura mansión. Sus ojos negros estaban fijos en la ventana, tratando de divisar algún sutil movimiento entre las sombras de la habitación.
Todo estaba listo para su partida, las maletas junto a la puerta en espera de que él hiciera la decisión final. Caminó lentamente hasta el estante de madera en el fondo de la habitación y, sin vacilación, tomó un diminuto vial. El líquido rojizo parecía brillar con la luz que se filtraba a través del cristal, lucía como fuego líquido, pero entre sus manos la sensación era gélida. Se aferró él con fuerza antes de finalmente guardarlo en la manga de su saco.
La puerta de la habitación se abrió, el cuervo de la ventana de inmediato surcó el vuelo, dejando detrás el sonido de su aleteo. Él miró hacia el suelo por unos segundos, dándose cuenta de que el momento había llegado. En su pecho murió un sentimiento de pesadez, sin que pudiera hacer más, tomó sus maletas con una sensación de vacía resignación.
No importaba cuantos ventanales hubiera sobre las paredes de la enorme construcción, la sensación de adentrarse en una cueva oscura persistía, no había candelabros o antorchas suficientes que alejaran el aliento helado de aquellos muros que parecían ceñirse a cada paso listos para aplastar sus visitantes, una vida no bastaría para acostumbrarse a la sensación de muerte que emanaba de cada grieta, a él no le había bastado. Sin poder evitarlo, agachó la cabeza, sentía su pesada mirada sobre él, aunque no estuviera ahí. Su presencia estaba impregnada en cada rincón, siempre queriendo dejarle en claro que no había un lugar donde esconderse o buscar refugio, haciéndole saber que no podía huir, aunque lo intentara. Avanzó con la mirada baja, en silencio y con la gracia que se esperaba de él. Durante años aprendió a no hacer ningún ruido con sus pasos, a no asolar la belleza del silencio, con su respiración. Cuanto más etérea e inexistente fuera su presencia, sería mejor.
Se adentró hasta el corazón de la mansión, de inmediato su figura se hizo presente, pero no le dirigió la mirada, y simplemente mantuvo entre sus pálidas manos la delgada caja de oro. No se atrevió a hablar, solo mantuvo sus ojos fijos en su espalda, observando el largo cabello negro prolijamente sujetado por un lazo plateado.
– Ya me has hecho perder el suficiente tiempo, deja de estar parado ahí como un inútil y acércate.
Su voz, aunque monótona, tenía una amenaza implícita en cada palabra. Él no quería mover un solo músculo; sin embargo, sabía que no tenía una elección real aquí. Sus pies se sentían tan pesados como si estuvieran hechos de pomo, y cada paso se le daba la sensación de estar acercándose a una bestia salvaje.
– Hueso de unicornio y pelo thestral. — Mientras hablaba, lo miró de reojo y extendió la caja de oro para que la tomara. —No te atrevas a hacer ninguna estupidez, no uses la varita hasta que estés en Hogwarts, ¿quedo claro, Aryshel?
– Si, padre.— Él respondió con apenas un susurro plano, sus manos tomaron la caja y la guardó en el bolsillo interior de su saco. Su mirada seguía en el suelo, pero aun así sentía el desprecio que su padre emanaba.
– Eso espero, ahora lárgate, no pienso hablar por ti si pierdes el Expreso.
Aryshel sentía la garganta tensa, tanto que era doloroso, pero no respondió a las palabras de su padre, se obligó a tragarse la amargura antes de dar la vuelta y salir por donde vino . Una vez estuvo lo suficientemente lejos, se permitió dejar que su respiración temblara, sus manos se aferraron al cuero de las maletas en un intento de manejar el odio que sentía, sus dientes se clavaron en su lengua para ahogar un grito y pronto el sabor metálico inundo su boca, una sensación tan familiar durante tantos años. Quería correr y nunca mirar hacia atrás, sería un sueño hecho realidad… Pero era eso, solo un sueño, una fantasía que nunca se haría realidad. Inhaló profundamente, dejando que el pesado aire lo devolviera a la realidad, se peinó un mecho de cabello detrás de la oreja y comenzó a avanzar hacia la entrada principal.
En el pasillo contiguo a la entrada, cinco elfos domésticos estaban esperando por él, sus grandes ojos le dieron una mirada casi melancólica que se oscilaba entre ternura y compasión, pero ninguno hablo, no se lo podían permitir. Aryshel lo sabía y comprendía perfectamente, les dio apenas una media sonrisa de despedida, no quería hacerlo más dramático de lo que debía ser, pero su corazón se encogía en pura preocupación al imaginar que ahora estarían solos a merced del señor de la casa, era como abandonar un cordero recién nacido con un lobo rabioso. Su mano sujeto con firmeza el pomo de la puerta y no pudo evitar dar una última mirada a los elfos antes de salir de la mansión, trato de memorizar cada rostro, cada pequeño rasgo y marca en cada uno de ellos, su mente trabajo para crear una imagen perfecta en caso de que a su regreso uno de ellos faltara, aunque el mero pensamiento de ello le revolvía el estómago.
Al abrir la puerta, la luz del exterior lo golpeo directamente, sus ojos se entrecerraron mientras se acostumbraba a la sensación, dio unos pasos, casi dudoso en avanzar, pero finalmente estaba fuera de ese abismo llamado hogar, miro hacia el cielo observando las nubes, estuvo tentado a alzar sus manos para intentar tocarlas, sin embargo, se arrepintió de inmediato, era una tontería, pensó para sí mismo. En cambio, tomó el vial del interior de su manga, sabiendo que era lo que debía de hacer. La poción se deslizó entre sus labios, dejando una sensación de cosquilleo detrás. El cabello negro se volvió marrón, su piel pálida se llenó de pecas por doquier y los iris plateados se tornaron en un azul grisáceo. No pudo evitar que un pequeño quejido escapara de su garganta mientras su cuerpo pasaba por incómoda metamorfosis.
A lo lejos, los graznidos se acercaban cada vez más y pronto un cuervo voló sobre la cabeza de Aryshel, descendió hasta posarse sobre las maletas y miró al mago atentamente. Él extendió su mano y suavemente acarició el plumaje del ave, dándole la bienvenida a su lado.
– Es hora de que partamos, Hemlock.