
Regulus Black se despertó en la oscuridad, el frío de la cueva penetrando hasta sus huesos. El eco del agua goteando resonaba en sus oídos, cada sonido un recordatorio de su traición. Se sentó, sintiendo el peso del medallón en su bolsillo, un recordatorio de la misión que lo había llevado hasta allí.
Cada respiración era un esfuerzo, el aire denso con la desesperación que lo rodeaba. Había dejado atrás a su familia, a su hermano, todo por un ideal que ahora se desmoronaba ante sus ojos. Recordaba las palabras de su madre, su voz fría y autoritaria, exigiendo lealtad a la causa de los mortífagos. Pero Regulus ya no podía seguir viviendo en esa mentira.
El pensamiento de Sirius, su hermano mayor, le desgarraba el corazón. Sirius, que siempre había sido valiente, que había tenido la fuerza de alejarse. Regulus cerró los ojos, imaginando el rostro de su hermano, su risa, su rebeldía.
“Lo siento, Sirius”, murmuró en la oscuridad. “Lo siento por no ser lo suficientemente fuerte.”
El agua alrededor de sus pies comenzaba a subir, un frío letal que subía por sus piernas. No quedaba mucho tiempo. Sabía lo que venía, la oscuridad que se apoderaría de él. Pero había hecho su elección. Había decidido luchar, aunque fuera la última cosa que haría.
Con manos temblorosas, sacó el medallón del bolsillo y lo sostuvo frente a él. “Por un mundo mejor”, susurró, sintiendo la magia oscura del Horrocrux vibrar en sus manos. “Por ti, Sirius. Por todos.”
El dolor era insoportable, una marea que lo arrastraba hacia las profundidades. Pero en esos últimos momentos, encontró una pequeña chispa de paz. Había elegido su destino, y había luchado contra la oscuridad que había consumido a su familia.
Mientras el agua lo envolvía, Regulus Black cerró los ojos, una última lágrima rodando por su mejilla. En la oscuridad, se permitió un último pensamiento de esperanza. Tal vez, algún día, Sirius entendería. Y tal vez, el sacrificio de Regulus no sería en vano.