Seducción Oscura

Harry Potter - J. K. Rowling
M/M
G
Seducción Oscura
Summary
Bill Weasley llevaba una vida común, hasta que el azar lo puso en el camino de alguien que vio en él mucho más que un rostro atractivo. Lo que comenzó como algo que él creyó una broma se convirtió en un entramado de manipulación y poder, donde cada paso alejará más a Bill de sí mismo, hundiéndolo en una oscuridad que lo consumirá lentamente, convirtiéndolo en una pieza más de un juego cruel y calculado
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Rastro De Sangre

Esa mañana Londres vestía con un aire melancólico y tranquilo, típico de los últimos días del invierno. Las calles, envueltas en una niebla ligera durante las primeras horas de la mañana, parecían salir de un cuadro impresionista. El cielo, de un gris pálido casi constante, reflejaba la estación fría, mientras el sol apenas asomaba entre las nubes, dejando la ciudad en una penumbra suave y fría.

El aire era húmedo, con un frío penetrante que obligaba a los londinenses a abrigarse con bufandas, abrigos gruesos y guantes. Los charcos que quedaban de las lluvias ocasionales brillaban bajo la tenue luz del día, reflejando las siluetas de los icónicos edificios de la ciudad, como el Big Ben o el Puente de la Torre. Los paseos a lo largo del río Támesis tenían un encanto especial en febrero: el agua corría tranquila, y los embarcaderos estaban más silenciosos que de costumbre, con pocos turistas recorriendo la zona.

 

Los parques, como Hyde Park y St. James's Park, aunque despojados del verdor exuberante del verano, mantenían su propia belleza invernal. Los árboles desnudos dejaban ver sus ramas entrelazadas, mientras que la hierba, aunque empapada por el rocío o la llovizna, se mantenía de un verde oscuro y profundo. Las ardillas correteaban de un lado a otro, y algunos patos y cisnes se deslizaban sobre las superficies de los lagos. El ambiente era sereno, casi introspectivo.

En los barrios más concurridos, como Soho y Covent Garden, las luces de las tiendas y restaurantes contrastaban con el gris del cielo, creando una atmósfera acogedora. Las cafeterías estaban llenas de personas buscando refugio del frío, calentándose con tazas de té o café humeante. El aroma de las bebidas calientes y los pasteles recién horneados llenaba el aire, invitando a hacer una pausa en el día.

 

Amanecía en la calle de atrás del bar Admiral Duncan, en pleno corazón de Soho, tenía un aire silencioso y melancólico, típico de las primeras mañanas de febrero en Londres. El sol apenas comenzaba a despuntar, y una tenue luz anaranjada se filtraba entre los edificios estrechos, proyectando sombras alargadas sobre el adoquinado húmedo de la calle. La lluvia de la noche anterior había dejado el suelo brillante, reflejando los tonos cálidos del amanecer y las luces aún parpadeantes de los faroles que no se habían apagado del todo.

El aire era frío y húmedo, con una niebla ligera que parecía flotar entre las esquinas, suavizando los contornos de los edificios y dándole un aspecto casi etéreo a la escena. Los escaparates de los pequeños negocios y las vitrinas del bar reflejaban los primeros destellos del día, mientras las puertas cerradas y las sillas apiladas en algunas terrazas recordaban las últimas horas de actividad nocturna. Un par de aves, quizás cuervos o palomas, revoloteaban entre los tejados bajos y las esquinas, mientras el cielo, aun parcialmente nublado, comenzaba a aclararse con matices rosados y grises

 

El silencio que normalmente dominaba la calle, interrumpido ocasionalmente por el eco de un auto lejano o el paso apresurado de algún madrugador, ahora era perturbado por las luces de las patrullas y la ambulancia y el murmullo grave de policías y técnicos forenses. El aroma de la humedad se mezclaba con un leve rastro de tabaco y alcohol que aún parecía impregnado en el aire, vestigios de la animada noche anterior. De vez en cuando, el sonido de una campana de bicicleta o el crujido de un carro de limpieza se mesclaba con los pasos de los oficiales. Las luces intermitentes de los coches policiales teñían de rojo y azul las paredes estrechas y desgastadas de los edificios, creando un contraste surrealista con la calma del amanecer. Un cordón policial delimitaba el área, y detrás de él, un par de curiosos se asomaban tímidamente, sus rostros reflejando tanto morbo como incomodidad.

 

Theodore Nott bajó del auto con una calma calculada. Llevaba un abrigo largo gris oscuro que caía hasta sus rodillas, el cual parecía atrapar las gotas de humedad que la niebla matutina había dejado en el aire. Su cabello oscuro, cortado con precisión, estaba algo revuelto, como si la prisa lo hubiera sorprendido al salir de casa, pero sus ojos, fríos y analíticos, no dejaban escapar detalle alguno mientras recorrían la escena. llegó a la escena con pasos firmes pero silenciosos.

 

Cruzó el cordón policial sin necesidad de palabras; su sola presencia proyectaba autoridad. Saludó con un leve movimiento de cabeza al oficial que lo esperaba y se dirigió directamente al cuerpo mientras se ajustaba los guantes negros con una precisión casi quirúrgica antes de agacharse. Sus ojos, oscuros y analíticos, recorrieron el cuerpo con minuciosidad. rodeado de charcos que reflejaban las luces intermitentes de los coches policiales. Lo único que destacaba, como un faro macabro en la penumbra, era el cabello rojo, largo y revuelto, que se extendía en un desordenado halo alrededor de lo que alguna vez fue una cabeza reconocible. El resto del rostro era irreconocible, devastado por golpes o cortes que borraron cualquier traza de identidad.

 

La chaqueta de cuero de la víctima estaba rasgada y empapada, teñida de rojo oscuro en el torso, donde una herida profunda indicaba la causa probable de la muerte. El resto del cuerpo mostraba signos de una lucha violenta: las manos estaban magulladas, y la posición retorcida del brazo derecho sugerencia que había intentado defenderse.

En el suelo, junto a la entrada del callejón, un sobre de cuero con documentación personal había sido cuidadosamente etiquetado por la policía: el nombre William Weasley resaltaba en el carnet que se encontraba dentro.

 

¿Hora estimada de la muerte? —preguntó Theodore sin apartar la vista del cuerpo.

 

El forense, un hombre joven y visiblemente incómodo, respondió con un tono vacilante:

 

Entre la una y las tres de la madrugada, señor. Hay múltiples lesiones, pero la herida en el abdomen fue la fatal. Sin embargo... —hizo una pausa y tragó saliva—, el estado del rostro sugiere que el asesino intentó deliberadamente dificultar la identificación.

 

Theodore se acercó en silencio, sus ojos deteniéndose en el cabello rojo que destacaba como una marca de identidad que el asesino no había podido borrar. Luego, su mirada se desplazó al entorno inmediato: las paredes desgastadas del callejón, los charcos, y el sobre de cuero en la entrada.

 

¿Los del bar saben algo? —murmuró para sí mismo, sus palabras apenas audibles sobre el murmullo de los agentes. Se incorporó lentamente y ajustó el cuello de su abrigo, sin apartar los ojos de la escena.

Vino un par de veces antes. Siempre solo. Parece robo

 

El detective giró la vista una última vez hacia el cuerpo antes de apartarse. Había reconocido al chico guapo que hacía unos meses había llevado a su casa

 

Se donde vivía – dijo el detective Nott – Shad Thames

Algo lejos de casa – dijo su compañero silbando mientras examinaba a su alrededor

Si – susurro Nott mirando detenidamente

 

Fleur estaba sentada en el alféizar de la ventana de su pequeño departamento, envuelta en una manta de lana que había tejido su abuela años atrás. Afuera, Londres despertaba con su habitual melancolía invernal. Las calles estaban cubiertas por una ligera capa de escarcha, y el aire era tan frío que su aliento empañaba el vidrio mientras miraba el lento ir y venir de los transeúntes abrigados hasta las orejas.

La mañana avanzaba perezosamente, y el aroma del café recién hecho llenaba la habitación, mezclándose con el olor de las velas de vainilla que siempre tenía encendidas. La luz grisácea del día apenas iluminaba el espacio, donde los muebles antiguos y la decoración bohemia creaban un refugio cálido en contraste con el frío exterior.

 

Entonces sonó el teléfono. El sonido era estridente, rompiendo la calma como un cuchillo. Fleur lo miró por un momento antes de responder.

 

¿Diga? —respondió con voz aún somnolienta, sujetando la taza caliente entre las manos para mantenerlas templadas.

 

Del otro lado de la línea, la voz era baja, cargada de una gravedad que hizo que sus dedos se tensaran alrededor de la cerámica. La persona, un hombre que se identificó como el agente de policía Theodore Nott, le informó con cuidado, pero las palabras "fallecido", "atrás del Admiral Duncan" y "aparente ataque" quedaron grabadas como un eco ensordecedor en su mente.

 

Por un momento, Fleur no pudo responder. Su pecho se apretó como si el aire se hubiera vuelto espeso, imposible de inhalar. La tasa se le resbaló de las manos y se estrelló contra el suelo de madera, el sonido del impacto rompiendo el silencio que había caído en la habitación.

 

¿Qué...? — balbuceó finalmente, con la voz rota—. No... no puede ser...

 

El resto de la conversación pasó como en un sueño distante. Apenas escuchaba las explicaciones, los detalles. Su mente estaba fija en Bill, en su risa nerviosa, en las veces que habían compartido charlas interminables sobre nada y todo, en cómo siempre parecía un poco perdido pero lleno de una dulzura única. Ahora, imaginarlo muerto, solo, en un callejón helado... era un golpe que no podía procesar.

 

Cuando finalmente colgó, sus piernas la llevaron tambaleándose hacia la silla más cercana, donde se dejó caer con los ojos fijos en el suelo, sin ver realmente. La manta aún colgaba de sus hombros, pero no sentía el calor. Un temblor involuntario se apoderó de ella mientras las lágrimas comenzaban a correr por sus mejillas, silenciosamente.

Se quedó en la silla durante lo que parecieron horas, aunque el reloj apenas marcaba unos minutos desde que había recibido la llamada. Su cuerpo estaba inmóvil, como si el peso de la noticia la hubiera anclado al suelo. Su mente, en cambio, era un caos de imágenes, recuerdos y preguntas sin respuesta.

 

La luz de la mañana comenzó a cambiar, pasando de un gris helado a un tono más blanquecino que reflejaba la escarcha del exterior. Pero Fleur no se movió. Sus ojos estaban clavados en el charco de café derramado que ahora se extendía por el suelo, mezclándose con los pequeños fragmentos de cerámica rota. Era una metáfora cruel, pensó en un momento de lucidez: algo cálido, familiar, destrozado en un instante.

Finalmente, su cuerpo reaccionó antes que su mente. Se levantó lentamente, sus movimientos torpes y mecánicos, y fue a buscar un trapo para limpiar el desastre.

Mientras limpiaba, sus manos temblaban tanto que tuvo que detenerse varias veces. Las lágrimas seguían cayendo, silenciosas pero incesantes, empañando su visión. La imagen de Bill seguía apareciendo en su mente, tan vivo, tan lleno de pequeñas manías y gestos que ahora parecían insustituibles. Recordó cómo solía pasarse la mano por el cabello cuando estaba nervioso, o cómo siempre pedía té, aunque nunca lo terminaba. Esos detalles, tan insignificantes en su momento, ahora la asfixiaban con su ausencia.

 

Cuando terminó de limpiar, se quedó de pie en la cocina, mirando la ventana empañada. Afuera, el mundo seguía moviéndose. La gente caminaba rápidamente, ajena a su dolor. Los coches pasaban, dejando rastros de vapor en el aire gélido. La vida no se detenía

De repente, miró alrededor, buscando su abrigo, sus botas. Apenas era consciente de lo que hacía mientras se preparaba para salir. Cuando abrió la puerta y salió al pasillo, el frío invernal la golpeó como una bofetada, pero no retrocedió. Bajó las escaleras rápidamente, sus pasos resonando en la vieja madera, y salió a la calle, donde el aire helado mordía su piel. No sabía dónde iba, pero sus pies la llevaron en dirección al Admiral Duncan, como si necesitara ver el lugar donde Bill había pasado sus últimos momentos, aunque la idea le aterrorizara.

 

Mientras caminaba, los recuerdos la seguían como un espectro. Cada esquina, cada calle parecía tener algo de Bill: la cafetería donde solían reunirse, el parque donde una vez habían pasado una tarde riendo. Fleur tenía que llegar, aunque no sabía qué encontraría ni cómo enfrentarlo.

 

__________________________

 

Fleur llegó a la estación policial con pasos pesados, como si cada movimiento requiriera un esfuerzo monumental. Parecía que el aire frío del invierno londinense se había infiltrado en su abrigo, pero el hielo que sentía no venía del clima, sino de la noticia que la había llevado allí. Apenas podía sentir sus dedos cuando empujó la pesada puerta de vidrio y entró al edificio.

El interior de la estación era austero y funcional, con paredes grises y un mostrador de madera desgastada. El ruido de los teléfonos sonando y las conversaciones bajas de los oficiales creaba un zumbido constante que apenas registraba. El detective Nott la vio entrar y se levantó para recibirla, con una expresión de solemne comprensión que hizo que su estómago se encogiera.

 

¿Señorita Delacour? —preguntó, y ella asintió con un movimiento casi imperceptible.

Sí... estoy aquí por... por Bill. —Su voz temblaba, y tuvo que aclararse la garganta para terminar la frase.

 

El oficial le pidió que lo siguiera por un pasillo estrecho y mal iluminado. Cada paso resonaba, haciendo que el ambiente pareciera más opresivo. Fleur intentó concentrarse en los detalles insignificantes, como el crujido de sus botas en el suelo o el parpadeo de un tubo fluorescente, pero nada lograba distraerla del nudo en su pecho. La llevaron a una sala pequeña y fría, donde una mesa metálica esperaba en el centro. Sobre ella, un par de bolsas de plástico transparente contenían las pertenencias de Bill: su billetera, un reloj barato que siempre llevaba, y un pequeño cuaderno negro que Fleur reconoció de inmediato.

 

Estas son las pertenencias que encontramos con él —dijo el oficial, colocándolas frente a ella con cuidado. Su voz era medida, profesional, pero no podía ocultar del todo la incomodidad.

 

Fleur miró las bolsas con una mezcla de incredulidad y dolor. Sus manos temblaban cuando recogió la billetera, notando las manchas oscuras que ya sabía que eran sangre. La abrió despacio, como si fuera un objeto sagrado, y encontró su identificación, esa tarjeta de plástico con la fotografía de Bill, su nombre, y esos pequeños detalles que ahora parecían absurdamente importantes.

Pero cuando vio el cuaderno, su corazón se detuvo. Lo abrió con cuidado, pasando las páginas llenas de notas caóticas, dibujos y garabatos que Bill siempre hacía para calmar su mente inquieta. Era como si estuviera viendo un pedazo de él, algo tan íntimo que la abrumó.

 

¿Y él...? ¿Puedo verlo? —preguntó finalmente, sin levantar la mirada.

Le advierto que... no está en buenas condiciones – dijo el oficial tras un momento de duda –. El resto del rostro era irreconocible, devastado por golpes o cortes que borraron cualquier traza de identidad. Solo pudimos confirmar quién era por su identificación.

 

Las palabras cayeron sobre ella como un golpe físico, haciéndola tambalearse ligeramente. Fleur se apoyó en la mesa, respirando profundamente para no derrumbarse.

 

Solo... necesito estar segura —dijo, más para sí misma que para el oficial.

 

La llevaron a otra habitación, más fría y oscura que la anterior. Había una camilla metálica en el centro, cubierta por una sábana blanca. El oficial levantó la tela solo lo suficiente para revelar la identificación y las partes menos dañadas del cuerpo de Bill. Fleur no pudo evitar soltar un jadeo ahogado al verlo. Aunque el rostro estaba destruido, el tatuaje en su muñeca , el arete con forma de lobo, los detalles de su complexión, eran inconfundibles.

Las lágrimas comenzaron a correr por su rostro, pero no se permitió sollozar. Permaneció inmóvil, sintiendo que debía soportar ese momento por él, como un último acto de lealtad.

 

Es él... —murmuró con un hilo de voz, casi inaudible.

 

Cuando finalmente salió de la estación, el frío del exterior la golpeó de lleno, pero esta vez no lo sintió. Caminó sin rumbo durante un rato, con las bolsas de plástico apretadas contra su pecho, como si fueran lo único que le quedara de Bill. La ciudad seguía su ritmo, ajena a su pérdida, mientras Fleur avanzaba con pasos vacilantes, intentando entender cómo enfrentaría un mundo sin él.

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