
Severus Snape
Las noches en la casa siempre habían sido silenciosas. No hay más ruido que el de la madera crujiendo bajo los cambios de temperatura y el viento golpeando contra las ventanas con la insistencia de un mendigo indeseado. En días como estos, cuando la lluvia se estrellaba contra los tejados y el aire helado se colaba por cada rendija, solía encontrar algo de consuelo en la soledad. El fuego chisporroteando en la chimenea, el aroma penetrante de pociones a medio terminar, la certeza de que, por unas horas al menos, el mundo exterior no existía.
Hasta que la puerta se abrió.
El sonido resonó en la casa como un trueno contenido, un chirrido que no debería haber ocurrido. Me quedé inmóvil. La varita descansaba en mi mano antes de que pudiera pensarlo, lista para maldecir primero y preguntar después. Pero no hizo falta. Porque la silueta en el umbral era inconfundible, a pesar de estar empapada, temblando y con sangre seca marcándole la boca como una herida abierta.
Draco.
Por un instante, el silencio fue absoluto. La lluvia seguía golpeando afuera, el fuego seguía crepitando en la chimenea, sin embargo todo eso parecía amortiguado por la imagen frente a mí. Había visto muchas versiones de ese niño a lo largo de los años (el infante altanero que exigía atención, el estudiante brillante con demasiada arrogancia para su propio bien, el joven orgulloso que se negaba a admitir miedo aunque lo estuviera ahogando). Pero nunca lo había visto así.
Nunca lo había visto con la mirada tan apagada.
—Hola, Severus.
Su voz era un susurro gastado, el sonido de alguien que ya no esperaba nada.
Descendí la mirada lentamente, recorriendo cada detalle. Su cabello empapado pegado a su rostro, la forma en que sus hombros se encorvaban por el frío, la manera en que sus botas embarradas dejaban un rastro en mi suelo. Y la sangre en su boca. No dije nada al principio, solo observé, tomándome un momento para asimilar lo que ya era obvio.
—Vaya, qué espectáculo traes —mi voz salió tan indiferente como siempre, porque la indiferencia es lo único que me ha mantenido a salvo todos estos años—. Déjame adivinar, ¿decidiste que la lluvia era el mejor accesorio para tu dramatismo?
Él sonrió, apenas un fantasma de lo que alguna vez fue.
—Oh sí, completamente intencional. Estaba entre esto o lanzarme a un río.
Resoplé. Lo más parecido a una risa que podía ofrecerle. No le dije que era un idiota, aunque quise hacerlo. No le pregunté por qué estaba aquí y no en la Mansión Malfoy. No le exigí explicaciones, aunque ya tenía una idea bastante clara. Simplemente me giré y caminé de vuelta al interior, dejando la puerta abierta detrás de mí.
No lo invité a entrar, pero tampoco se la cerré en la cara. La elección era suya.
Lo escuché moverse detrás de mí, sus pasos inseguros pero determinados al cruzar el umbral. La casa estaba igual que siempre (oscura, austera, carente de cualquier cosa remotamente acogedora). A excepción del fuego encendido en la chimenea y la mesa llena de notas de pociones, no había señales de vida en el lugar. Él se quedó de pie en la entrada, mojando la alfombra, observando el espacio como si intentara catalogarlo, como si esperara encontrar algo en las sombras.
Cuando su mirada volvió a mí, levanté una ceja con aire de fastidio.
—Si me vas a ensuciar el suelo, al menos intenta no sangrar en la alfombra.
Se pasó la lengua por los labios, probando la sangre sin siquiera pensarlo.
—Voy a intentarlo. No prometo nada.
Solté un largo suspiro y negué con la cabeza. —Ven aquí.
No protestó. Eso fue lo primero que me preocupó. Draco Malfoy, incluso en su peor momento, siempre había encontrado la energía para discutir, para replicar con alguna respuesta afilada. Pero esta vez no. Esta vez simplemente obedeció, dejando que lo guiara hasta el sofá de cuero gastado frente a la chimenea.
Levanté la varita y conjuré un hechizo seco, eliminando la humedad de su ropa y su cabello con un solo movimiento. No hizo ningún comentario, aunque noté cómo sus hombros se relajaban apenas un poco al sentir el calor envolviéndolo. Luego, sin mirarlo, conjuré un pequeño frasco oscuro y se lo tendí.
—Bebe.
—¿Qué es?
—Algo para que no me des un ataque de tos y mueras en mi sofá. Bebe.
Me observó por un segundo, como si evaluara mis intenciones. Como si hubiera olvidado que, de todas las personas en su vida, yo era el único que nunca le había mentido.
Finalmente, bebió.
La poción hizo efecto de inmediato. El temblor en sus manos disminuyó, su respiración se volvió más estable. Se dejó caer en el sofá con un suspiro y cerró los ojos por un momento. No dije nada. Solo me senté frente a él, cruzando los brazos.
—Supongo que no volverás a casa.
Soltó una risa amarga. —¿Cuál casa? —Silencio..He vivido lo suficiente para saber que hay momentos en los que las palabras no sirven de nada. Este era uno de ellos —. Si me vas a decir "te lo dije" —su voz era apenas un murmullo—, por favor, espérate a que pueda soportarlo sin querer saltar por la ventana.
No respondí de inmediato. Solo incliné la cabeza, observándolo con la misma mirada escrutadora que usaba en clase cuando un estudiante cometía un error evidente.
—No tengo la costumbre de decir obviedades —dije finalmente.
Eso pareció bastarle. No agradeció mi discreción, aunque tampoco la rechazó. Conjuré una manta y se la lancé sin mirarlo.
—Descansa. Mañana tendrás que explicarme cómo diablos terminaste aquí.
La tomó sin decir nada. Su mente estaba en otro lugar, atrapada en pensamientos que no me correspondía desenterrar. Pero aun así, cuando bajó la mirada y se quedó observando el fuego, noté algo en su postura.
Un agotamiento demasiado grande para su edad.
Una resignación que no debería pertenecerle.
Y en ese momento, supe con certeza que Lucius Malfoy lo había perdido.
Respiré hondo. Por años, intenté alejarme, intenté no involucrarme más de lo necesario. No fui lo suficientemente tonto como para creer que podría reemplazar la figura paterna que Draco había idealizado durante tanto tiempo. Pero tampoco fui lo suficientemente cruel como para dejarlo sin un refugio cuando lo necesitaba.
Así que, con la voz más serena que pude reunir, murmuré:
—Bienvenido a casa, Draco.
No respondió.
Pero la forma en que cerró los ojos, en que su respiración se hizo más profunda, en que sus hombros finalmente cedieron… me dijo que, al menos por esta noche, no necesitaba que dijera nada más.
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Lo encontré en la misma posición en la que lo había dejado. Había dormido, sin embargo no lo suficiente. Se notaba en la forma en que sus hombros estaban tensos, en la rigidez con la que sostenía su propia respiración, como si su propio cuerpo se negara a relajarse del todo. Caminé con cautela, colocando la bandeja con comida sobre la mesa junto a la chimenea. No esperaba que comiera mucho, pero al menos debía intentarlo. Su piel estaba pálida bajo la luz del fuego, y las sombras bajo sus ojos eran demasiado pronunciadas.
—Te traje comida.
Mi voz rompió el silencio, pero él no respondió de inmediato. Apenas se movió, como si el simple acto de levantar la cabeza fuera demasiado esfuerzo.
No insistí. Sabía cómo se sentía. Sabía lo que era estar roto en pedazos que parecían imposibles de unir.
Draco apartó la bandeja sin tocarla. Sus manos temblaban apenas, pero lo suficiente para que yo lo notara. Sus labios se abrieron, y por un momento pareciera que iba a hablar, pero luego se detuvo.
Esperé.
Porque entendía que el silencio también era parte de la conversación.
Cuando finalmente lo hizo, su voz fue un murmullo.
—Papá.
La palabra flotó en el aire entre nosotros, cargada de una fragilidad que no le había escuchado antes. Un segundo de quietud..No mostré sorpresa, aunque algo dentro de mí se tensó. No porque no esperara que dijera algo así, sino porque sabía exactamente qué significaba.
—Te echó —afirmé, porque no era una pregunta.
Draco cerró los ojos un momento antes de asentir. Su expresión se torció con una mezcla de rabia y tristeza que no intentó ocultar.
—Peleamos —murmuró. No dije nada. Sabía que continuaría sin que yo tuviera que presionarlo—. Se enteró de que llevé a mamá con la tía Andy...
Exhalé suavemente. Por supuesto.
Lucius Malfoy había sido muchas cosas, pero nunca un hombre que aceptara la traición. Y para él, la deslealtad de su hijo era peor que cualquier otra cosa.
—No lo tomó bien —hable dejando que el peso de las palabras quedara suspendido entre nosotros.
Una sonrisa amarga se formó en su rostro..—No. No lo tomó bien —sus dedos se deslizaron por su rostro con un gesto cansado—. Al principio solo fue su enfado habitual, pero... luego sólo explotó.
Ahí estaba.
No aparté la mirada cuando lo dijo, no le ofrecí palabras vacías de consuelo.
—Me golpeó.
La frase fue un filo que cortó el aire, dejando una herida abierta entre nosotros. Sentí mi mándibula tensarse, pero no permití que mi expresión cambiara.
—No fue la primera vez, ¿cierto?
El temblor en sus manos se intensificó por un segundo.
—No —susurró.
Cerré los ojos un instante. No porque me sorprendiera, sino porque odiaba tener razón.
—Me dijo cosas. Cosas que... no sé si alguna vez voy a olvidar.
No pregunté qué palabras había usado Lucius, ya me las imaginaba.
—Y luego me echó.
Draco finalmente levantó la mirada. Lo vi entonces, en toda su fragilidad y en toda su furia contenida. No estaba buscando lástima. No quería que lo reconfortara con mentiras.
Asentí una vez.
—Entonces, ¿qué piensas hacer ahora?
Su sonrisa fue un gesto sin humor. —No lo sé.
Tampoco esperaba que tuviera una respuesta.
—Puedes quedarte aquí.
Su expresión se quebró por una fracción de segundo. Como si no hubiera esperado que se lo ofreciera tan directamente.
—No quiero causarte problemas.
Me permití un resoplido ligero. —Ya los causas desde que naciste, Draco. No veo por qué este sería diferente.
Su risa fue breve, áspera. Sin embargo, al menos fue una risa.
No sonreí, aunque sí suavicé mi tono.
—Tómate tu tiempo. Descansa. Luego decidiremos qué hacer.
No dijo nada. Pero asintió.
Y por primera vez en mucho tiempo, vi cómo se permitía bajar la guardia.
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El sonido del papel al deslizarse por la superficie de la mesa fue lo único que rompió el pesado silencio de mi despacho. Dos sobres, ambos con la misma caligrafía pulcra e inconfundible, descansaban ante mí. Dos cartas, dos fragmentos de una historia que aún no terminaba de comprender. Una de Narcissa. La otra de Lucius.
No abrí la de Lucius primero. No porque no quisiera saber lo que tenía que decir, sino porque conocía demasiado bien su estilo, su frialdad meticulosa, su capacidad para envolver incluso las emociones más viscerales en una maraña de palabras calculadas. No, preferí empezar por Narcissa. Había aprendido hace mucho que las emociones eran más honestas cuando se filtraban entre líneas y, en este caso, si había alguien que realmente sintiera la necesidad de decir algo, de explicarse, era ella.
La abrí con cuidado, dejando que el pliegue de la hoja se desdoblara lentamente entre mis dedos. Apenas un vistazo bastó para percibirlo: el temblor sutil en la tinta, como si su pluma hubiera titubeado en ciertos trazos. Las palabras, aunque elegantes, transmitían algo que iba más allá de la mera cortesía. Dolor, tal vez. O resignación.
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Severus,
Sé que no tengo derecho a pedirte nada. Sé que esto, de por sí, ya es demasiado (se que Draco se quedaría contigo si tuviera que ir con alguien, gracias por dejarlo quedarse).
Pero necesito saber que está bien. Necesito saber que no está solo.
Sé que no puedo ir a él. Sé que Lucius no lo permitirá. No me atrevo a desafiarlo, no así. Pero te pido, como tú amiga, como una madre… dime cómo está, por favor.
No le digas que te escribí. No quiero que piense que lo he abandonado, pero tampoco quiero que sienta que lo vigilo desde la distancia. Solo dime si está bien. Solo dime que no está sufriendo más de lo que ya lo ha hecho.
Tu amiga, Narcissa.
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Respiré hondo, dejando la carta a un lado con un movimiento lento, controlado. No me sorprendía. No era necesario leer entre líneas para comprender lo que ella no decía en palabras. La culpa. La impotencia. El peso de un matrimonio construido sobre expectativas y obligaciones que la habían asfixiado desde el primer día. Siempre había sabido que Narcissa Malfoy era más fuerte de lo que dejaba ver, pero también que había límites que no se atrevía a cruzar. No todavía. No cuando el hombre al que había jurado lealtad aún tenía la capacidad de derrumbar todo lo que había construido con un solo movimiento.
Lucius. Él siempre había sido un enigma incluso para mí, alguien que calculaba cada paso con una precisión quirúrgica, que jamás actuaba sin tener un motivo, un objetivo, un plan. Y sin embargo, había echado a su propio hijo. A su heredero. Y yo no podía entenderlo.
Con un suspiro, tomé la segunda carta. La abrí con menos cuidado, no porque su contenido me fuera indiferente, sino porque conocía demasiado bien lo que iba a encontrar. Frialdad. Contención. Justificaciones disfrazadas de afirmaciones inquebrantables.
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Severus,
No espero que apruebes mis decisiones. Tampoco espero que las comprendas. No tengo explicaciones que darte. No tengo razones que justifiquen lo que ha sucedido. Sé que te harás preguntas, que tratarás de encontrar una lógica en todo esto. Pero te diré algo: hay cosas que incluso yo no comprendo.
Eché a mi hijo.
Lo golpeé.
Dije cosas que no debí decir.
Y aún ahora, cuando intento hallar la razón detrás de mis propias acciones, cuando me esfuerzo por darles sentido, no puedo.
¿Por qué?
¿Porque se alejó?
¿Porque dejó de ser quien esperaba que fuera?
¿Porque, en algún punto, dejó de ser mi reflejo?
¿Por llevar a su madre a ver a su propia hermana?
No lo sé.
Solo sé que lo hice. Y que, tal vez, no haya vuelta atrás.
Sin embargo, apesar de eso y las circunstancias, no voy a dejar que vuelva a pisar mi casa, no aún. Así que te informo que pagaré sus gastos durante el verano, espero que no te clase mucho problemas.
Lucius.
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Exhalé lentamente, dejando la carta caer sobre la mesa. No había esperado una confesión. No había esperado palabras tan desnudas, tan desprovistas de la arrogancia que siempre lo había caracterizado. Y, sin embargo, ahí estaban. Lucius Malfoy, un hombre que jamás admitía debilidad, reconociendo que ni siquiera él entendía sus propias acciones. Y de igual forma, no permitiendo a su hijo regresar.
No sabía qué hacer con esa información. No sabía si debía compadecerlo o despreciarlo. Si debía verlo como un hombre roto o como alguien que, finalmente, había mostrado su verdadera naturaleza. Lo único que sabía con certeza era que Draco estaba aquí. Que Lucius lo había empujado fuera de su vida con la misma facilidad con la que había empuñado una varita contra sus enemigos. Y que ahora, sin siquiera admitirlo abiertamente, se preguntaba si había cometido un error irreversible.
Me pasé una mano por el rostro, cerrando los ojos por un momento. No había respuestas fáciles en todo esto. No había soluciones inmediatas. Solo había una certeza: Draco Malfoy, con sus cicatrices nuevas y viejas, con su rabia contenida y su deseo de seguir adelante, estaba aquí.
Y su padre, por primera vez, no tenía el control sobre lo que vendría después.
...
Lo observé mientras sus dedos tamborileaban contra la mesa, la carta aún intacta entre nosotros, como si al tocarla pudiera incendiarse. No lo culpaba. Yo tampoco quería volver a leerla.
Lucius Malfoy nunca hacía nada sin un propósito, nunca ofrecía nada sin esperar algo a cambio. Y, sin embargo, ahí estaba, asegurando los gastos de su hijo en mi hogar después de haberlo arrojado a la calle. Draco no parecía sorprendido, aunque sí molesto. Y eso, considerando la situación, era hasta un progreso.
—Porque aún es tu padre —le dije, como si eso significara algo. Y quizá para él sí significaba. Lo noté en la forma en que su mandíbula se tensó, en la forma en que miró hacia otro lado.
No insistí. Aprendí hace mucho tiempo que cuando un Malfoy se cerraba, forzarlo era una causa perdida. Lo que sí podía hacer era asegurarle algo de estabilidad, al menos por ahora. Le dije que se quedaría aquí, y él me miró como si esperara que le diera un motivo para desconfiar de mis palabras. No lo hice. Eventualmente, sus hombros se relajaron apenas.
—Gracias —susurró.
No respondí. No hacía falta. En cambio, y de una forma tan torpe que hasta me avergoncé de mí mismo, levanté una mano y le revolví el cabello. Un gesto extraño, para ambos. Pero significativo.
Cuando le informé que debía regresar a Hogwarts antes que los estudiantes, noté el cambio en su postura. No le gustó la idea, aunque no la comentó en voz alta. No tenía que hacerlo. Lo conocía lo suficiente. Estaba acostumbrado a rodearse de gente, incluso si nunca lo admitiría. Y ahora, después de lo ocurrido con Lucius, la soledad era lo último que necesitaba. Le aseguré que no estaría completamente solo. Sus amigos seguramente estarían aquí.
Su risa fue baja, aunque presente. Era un buen indicio. O al menos, mejor que la nada absoluta en la que había estado sumido desde que llegó.
Sin embargo, el tema de sus amigos... bueno, era complicado.
Blaise siempre me pareció un muchacho razonable. Sarcástico, sí. Con una moral flexible, sin duda. Pero inteligente, y lo suficientemente astuto como para no meter a Draco en problemas innecesarios, o eso creo. Anthony... él era otra historia. No porque fuera problemático, sino porque su mirada sobre mi ahijado no era la de un simple amigo. Se creía sutil, pero yo había pasado más años de los que me gustaría observando a jóvenes torpes intentando ocultar sentimientos. No me preocupaba demasiado, Draco era perfectamente capaz de manejarse en esas situaciones. Lo que sí me preocupaba era el otro.
Theodore Nott.
Ese chico. Algo en la forma en que observaba a Draco... No era algo que fuera a desaparecer pronto. No parecía algo que se fuera a desaparecer nunca. No estaba seguro de qué esperaba obtener, pero lo averiguaría.
—Vamos a comprar lo que necesites antes de que me vaya —dije finalmente, poniéndome de pie.
Draco no protestó.
Era un inicio. Uno pequeño, sí. Pero un inicio al fin y al cabo.
...
El sonido de la lluvia repiqueteaba contra los cristales de las ventanas de mi despacho, llenando el aire con un murmullo constante y monótono. Era una de esas lluvias suaves, persistentes, que parecían deslizarse sobre la noche como un murmullo de consuelo o de lamento. Yo, sin embargo, no prestaba atención a la lluvia.
Desde mi posición, ligeramente oculto tras la puerta entreabierta del salón, observaba la escena frente a mí sin hacer el más mínimo ruido. Draco estaba en el sofá, envuelto en una manta, su piel pálida resaltando contra la tela oscura. Tenía la mirada fija en la nada, los ojos apagados, como si intentara ahogar todo lo que sentía en el ruido de la tormenta.
Los pasos apresurados en el pasillo anunciaron su llegada antes de que aparecieran en la puerta. Theodore entró primero, con la mirada oscura como la tormenta misma, seguido de cerca por Blaise y Anthony. No parecían dudar de que estaban en el lugar correcto.
—¿Dónde está? —preguntó Theo, su tono tenso, exigente.
Draco ni siquiera se movió. Solo cuando Theo se acercó a él, su postura pareció quebrarse levemente. Lo observé con atención. No era la primera vez que veía a Draco en este estado. No era la primera vez que encontraba a un estudiante en este estado. Pero esta vez, algo era diferente.
Theo cayó de rodillas frente a Draco sin dudarlo, sus manos buscando el rostro de su amigo con una necesidad palpable.
—¿Te hizo daño? —preguntó, su voz baja pero cargada de intensidad.
La forma en que Draco no respondió de inmediato me hizo contener la respiración. Lo conocía lo suficiente como para saber que no era porque no tuviera una respuesta, sino porque no quería darla..Theo entendió antes de que Draco hablara. Lo vio en sus ojos, lo sintió en el silencio.
—Lo mataría —murmuró, y sus manos se apretaron levemente sobre la piel de Draco.
Desde mi posición, observé con el ceño fruncido. Theo Nott siempre había sido impulsivo, pero había algo en su tono que me recordó demasiado a alguien más. A alguien que también había querido destruir el mundo por un ser querido.
Draco habló en voz baja. —No vale la pena.
No estaba seguro de si lo decía por su padre o por sí mismo. Ninguna opción era alentadora.
Blaise y Anthony se mantuvieron en silencio, observando la escena sin intervenir. No fue hasta que Blaise finalmente rompió el silencio que comprendí por qué estaban aquí.
—Nos llamó Snape —dijo con simpleza—. Dijo que necesitabas compañía —no, no había dicho eso... directamente.
Draco le lanzó una mirada incrédula. —¿Severus dijo eso?
Anthony sonrió con una pizca de diversión. —No con esas palabras exactamente. Pero sí, básicamente.
Me mantuve en mi lugar, observando sin intervenir. No era necesario que supieran que los escuchaba. No aún.
—Te quedarás aquí, ¿verdad? Con el profesor Snape —Theo no formuló la frase como una pregunta, sino como una orden.
Draco asintió. —Sí.
Theo cerró los ojos un segundo, como si esa respuesta le permitiera respirar de nuevo. Lo que siguió fue un intercambio de bromas, de palabras ligeras que pretendían hacer olvidar lo que realmente ocurría en esa sala. Pero yo sabía. Sabía que no era suficiente. Sabía que esas palabras no repararían lo que Draco llevaba roto por dentro. Y entonces, cuando Theo aún no se apartaba lo suficiente de él, decidí intervenir.
Empujé la puerta y avancé hasta que mi presencia se hizo notar en la habitación. Todos se tensaron, pero fue Theo quien reaccionó más rápido, apartándose de Draco como si acabara de recordar que yo estaba allí.
—A dos metros de distancia con mi ahijado, Nott —dije con la voz seca, sin necesidad de alzarla.
Theo retrocedió de inmediato. —Sí, señor.
Blaise y Anthony intercambiaron miradas divertidas, pero no dijeron nada. Al menos no en voz alta.
—Profesor —saludó Blaise con una inclinación de cabeza exagerada—. Qué placer verlo.
Le dediqué una mirada de advertencia antes de dirigir mi atención a Draco.
—¿Estás bien? —pregunté.
La sorpresa en su rostro fue instantánea, como si la pregunta lo hubiera tomado desprevenido. Como si no esperara que alguien realmente quisiera saber la respuesta.
No me respondió de inmediato.
Y yo, por una vez en mi vida, esperé.
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La desesperación no es un estado natural en el que un hombre de mi temple deba encontrarse, pero en este momento, observando al grupo de jóvenes frente a mí, siento que me estoy acercando peligrosamente a ese umbral. La sola idea de soltarlos en el Callejón Diagon sin supervisión es una apuesta arriesgada, un desafío a la misma lógica, y sin embargo, aquí estoy, considerando la posibilidad. No porque confíe en ellos, porque sé muy bien que confiar en Draco y su séquito de idiotas es como confiar en un basilisco domesticado para que no muerda, sino porque, y esto es lo verdaderamente preocupante, estoy demasiado agotado como para seguir cargando con la responsabilidad de vigilar cada uno de sus movimientos. No, que hagan lo que les venga en gana, siempre y cuando no me traigan consecuencias.
—Solo, por amor a Merlín, no hagan ninguna estupidez, ¿sí? —digo finalmente, con el tono de un hombre que ha aprendido que las súplicas no tienen sentido, pero aún conserva la cortesía de intentarlo.
No espero una respuesta sincera, y sin embargo, me encuentro con Draco devolviéndome una sonrisa que solo puede describirse como el preludio de un desastre anunciado.
—¡No prometemos nada! —responde con una alegría que me exaspera, como si su misión en la vida fuera probar cuánta paciencia me queda antes de que les lance un Avada Kedavra colectivo.
Theo y Blaise sueltan risas bajas, cómplices en su estupidez, mientras Anthony, siempre teatral, aplaude con fingida emoción. Me llevo dos dedos a la sien, masajeándola con la vana esperanza de calmar el dolor de cabeza que sé que esta decisión me va a traer. Pero entonces mi mirada se posa en Draco, y una vez más, como tantas veces antes, comprendo que mi mayor error es haberle tomado aprecio. No a los demás, a ellos los tolero como quien tolera un zumbido persistente en el oído, pero Draco…
—Draco —digo con el tono de advertencia que él, por supuesto, ignora como si fuera música ambiental—, si regresas herido, arrestado o convertido en cualquier cosa que no sea un mago humano completamente funcional, considérate oficialmente desheredado de mi protección.
Me observa con sus ojos grises brillando de diversión y una pizca de desafío, como si estuviera decidiendo en ese mismo momento cuántos de esos escenarios podía cumplir en un solo día.
—Oh, vamos, Sev —responde con fingida ofensa, llevándose una mano al pecho como si mis palabras lo hirieran—. ¿Eso significa que no nos darás galletas cuando volvamos?
¿Galletas? ¿Galletas? Parpadeo, lentamente, considerando si debería tomarme la molestia de aclararle cuán absurdo es su intento de humor o si sería más eficiente simplemente lanzarle una maldición menor para que se tropiece con su propia túnica al salir. Opto por lo segundo, pero solo en mi imaginación, donde mis alumnos son mucho más dóciles y menos propensos a los dramas innecesarios. En la realidad, solo le lanzo una de mis mejores miradas de "voy a envenenar tu porción en la cena esta noche" y los dejo marcharse con un suspiro contenido, preguntándome en qué momento de mi vida llegué a convertirme en el niñero de este grupo de desquiciados.
El silencio que queda en la casa cuando la puerta se cierra tras ellos es casi celestial. Me sirvo una taza de té, respiro profundamente y disfruto de los escasos minutos de paz antes de que, inevitablemente, el mundo vuelva a arder por culpa de Draco Malfoy y su ejército de insensatos.
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Volver a casa después de haber concedido el más mínimo grado de libertad a ese grupo de insensatos debería haber sido, al menos, una experiencia tolerable. Pero por supuesto, estaba condenado a la decepción desde el momento en que permití que Draco y sus secuaces pusieran un pie fuera sin supervisión adulta. Había cometido un error de juicio monumental y la prueba de ello estaba ahora frente a mí: mi ahijado de pie en la entrada, con una niña de cabello rubio platinado que, aunque etérea y distraída en apariencia, parecía haberlo adoptado como su nuevo mejor amigo, y un ave que, para mi horror, me devolvía la mirada con la misma intensidad con la que yo la observaba.
Mi ceja se alzó de manera casi involuntaria mientras contemplaba la escena, sintiendo un cansancio prematuro filtrarse en mis huesos.
—Draco… —mi voz era un susurro de agotamiento anticipado—. Explícame por qué parece que has secuestrado a una niña.
—¡No la secuestré! —exclamó, claramente ofendido.
—Eso lo diría un secuestrador.
—Soy Luna Lovegood —intervino la niña, en un tono soñador que me resultó inquietantemente familiar—. No fui secuestrada, solo encontré a Draco y decidí seguirlo.
Por un momento, mi cerebro procesó la información en completo silencio. Luego, la miré con mayor atención, porque ahora que lo mencionaba…
—Lovegood… —murmuré, sintiendo que mi propio pasado llamaba a la puerta.
—Hija de Pandora Lovegood —dijo con una sonrisa afable.
Hubo un breve instante donde el tiempo pareció tambalearse. Pandora. Claro que lo era. La expresión, la mirada que parecía ver cosas que el resto del mundo ignoraba. De repente, los recuerdos se amontonaron en mi mente: Pandora y su curiosidad incesante, su risa despreocupada incluso cuando explotaban los calderos que ella misma modificaba sin sentido alguno. Inspiré lentamente. Me negué a mostrar cualquier cosa más allá de una evaluación fría.
—Tu madre era… singular.
—Eso dicen muchos —aceptó Luna, con un leve encogimiento de hombros—. Y usted era su amigo.
No respondí de inmediato, porque esa era una palabra demasiado grande. Pero Pandora había sido una presencia ineludible en mi vida escolar. Una que nunca me trató con desprecio ni temor, que siempre parecía estar en su propio mundo y, a la vez, en el de todos. Una rareza que, admitiera o no, yo había apreciado.
—¿Y cómo fue que terminaste siguiéndolo? —pregunté, señalando a Draco con exasperación fingida.
—Oh, conectamos —dijo ella con sencillez, como si fuera lo más obvio del mundo.
—No creo en las conexiones instantáneas.
—Pues debería —respondíó con calma—. Son bastante reales.
Decidí no responder. Ya bastante tenía con procesar esto cuando mis ojos volvieron a la maldita criatura que Draco llevaba en el brazo. El ave me miraba con un escrutinio irritante, su postura perfectamente erguida, su expresión severa, sus ojos oscuros y calculadores…
No.
—Draco —dije lentamente—, dime por qué… hay un águila en mi casa.
—Arabella —corrigió.
—El águila —repetí con fastidio.
—Porque es mía.
El silencio que siguió se sintió pesado. Observé a Arabella. Arabella me observó. Inquietantemente, movió la cabeza en el mismo ángulo que yo.
A mis espaldas, un sofocado sonido de risa resonó.
—Draco —dijo Theodore, con una sonrisa casi temblorosa—. Tu águila es una mini Snape.
Arabella graznó, como confirmando su punto.
—No —negé inmediatamente.
—Sí —intervino Anthony, divertido—. Es igual de tétrica, tiene una mirada de juicio permanente…
Pasé una mano por mi cara, exhalando con la paciencia de un santo condenado a una eternidad de tortura.
—No puedo creer que mi ahijado haya adoptado un ave que se parece a mí.
—Yo tampoco —dijo Draco con sinceridad—, pero es un poco gracioso, ¿no cree?
—Draco —mi voz era la de un hombre al borde del colapso mental—. Te dejé salir con una condición: que no hagas estupideces.
—¡Y no hice ninguna!
—¡Regresaste con una niña y un ave rabiosa!
—Arabella no es rabiosa —dijo Luna, evaluando al animal—. Solo tiene una fuerte personalidad.
—Exacto —asintió Draco, como si eso lo hiciera mejor.
Mi paciencia alcanzó un límite peligroso. Me froté el puente de la nariz, buscando un resquicio de cordura en todo esto.
—Dime una cosa, Draco. ¿Hay más sorpresas de las que debería preocuparme?
Draco miró a Luna. Miró a Arabella. Miró a sus amigos, que intentaban contener la risa sin mucho éxito. Luego me miró a mí, con una expresión absolutamente irritante.
—Definir preocupación es subjetivo, ¿no cree?
Por un instante, consideré seriamente lanzar un hechizo silenciador sobre toda la habitación. En cambio, me giré sobre mis talones y me dirigí a la cocina con la dignidad de un hombre que se resignaba a su destino.
—Voy a necesitar más té.
—¡Haga suficiente para todos! —pidó Luna, con dulzura.
Me detuve. La miré. Era el vivo retrato de su madre. Por un instante, solo uno, sentí una punzada de algo que se parecía mucho a nostalgia. Suspiré.
—Dioses, ahora tengo que lidiar con dos.—murmuré apenas audible —. Si alguien intenta entrar a esta casa con otro ser vivo más, los desheredo a todos.
—¡Pero no somos tus herederos! —grito Blaise divertido.
—Pues lo serán solo para que pueda desheredarlos —Y con eso, me dirigí a las cocinas. Esos niños me sacarían canas verdes algún día.
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Si alguna vez alguien se han preguntado lo que se siente al ser traicionado por tu propio ahijado después de haberle dado instrucciones explícitas y claras, permítanme ilustrarlo: es una mezcla entre indignación, frustración y la absoluta certeza de que el universo disfruta haciéndome sufrir.
Les dije, con absoluta claridad, que tomaran el tren. No causaran problemas. No llamaran la atención. Y, sin embargo, aquí estaban, de pie en la oficina del director, mirándome con expresiones que oscilaban entre la resignación y el descaro absoluto.
El camino hasta aquí fue silencioso, lo cual me preocupó más de lo que admitiría en voz alta. En circunstancias normales, habría empezado a despotricar contra su ineptitud en cuanto los vi. Pero no. No esta vez. Esta vez, el nivel de imbecilidad era tan elevado que necesitaba un momento para procesarlo.
Dumbledore, sentado detrás de su escritorio con su perpetua expresión de benevolente cansancio, parecía divertirse con la situación. Minerva, a mi lado, tenía los brazos cruzados y el ceño fruncido, claramente al borde de perder la paciencia.
Y los alborotadores en cuestión…
Draco estaba en el centro, con su mejor cara de inocencia ensayada, listo para lanzar su discurso de justificación absurda. A su lado, Theodore parecía estar escribiendo su testamento mentalmente, Blaise ya había aceptado su destino, Anthony miraba al suelo como si estuviera buscando un refugio secreto, y Luna… bueno, ella contemplaba el techo, probablemente viendo duendecillos invisibles o algo por el estilo.
Y en el otro lado, Potter y Weasley. Con esa expresión de "¿por qué estamos aquí?" que parecía pegada permanentemente a sus rostros.
—Bien —comenzó Dumbledore, con un tono que sugería que ya se había resignado a la estupidez juvenil.
Crucé los brazos y miré a Draco directamente. Él levantó la mano como si estuviera en clase..—Antes de que digan nada, quiero que sepan que todo esto tiene una explicación perfectamente lógica.
Minerva suspiró profundamente. —Esto será interesante.
Arqueé una ceja. —Por favor, ilumínanos, Malfoy.
Draco carraspeó.
—Bueno, todo empezó porque… nos quedamos dormidos.
—Por tu culpa —intervino Anthony.
—Detalles —desestimó Draco.
Minerva cerró los ojos un segundo, probablemente considerando retirarse y dejarme manejar esto solo. Sabia decisión.
—Continúa —dijo ella con un tono cansado.
Draco tomó aire y siguió. —Corrimos, lo intentamos de verdad, pero en el caos, perdimos a Luna.
Todos miraron a la susodicha, quien sonrió como si no acabara de ser mencionada en medio de un desastre logístico.
—Me distraje —dijo tranquilamente.
—Ajá —continuó Draco—. Luego encontramos a Luna, pero esta vez perdimos a Blaise.
El chico suspiró. —Me distraje.
—Con un maldito té —intervino Theo claramente aún ofendido por el detalle.
Cerré los ojos un momento. Respiré hondo. Conté hasta diez. No ayudó en lo más mínimo.
—Para cuando finalmente lograron estar juntos —intervino Minerva con incredulidad—, ya era tarde. Y en lugar de buscar ayuda, decidieron pasearse por Londres.
Draco negó con la cabeza. —No fue un paseo, profesora. Fue un intento desesperado de supervivencia.
Crucé los brazos con más fuerza. —¿Y cómo, exactamente, lograron llegar a Hogwarts?
Draco carraspeó de nuevo. —Eh… bueno, nos encontramos con un amigo.
Le dediqué una mirada de advertencia. —¿Un amigo?
—Sí. Mark.
Silencio absoluto.
Dumbledore arqueó una ceja. —¿Quién es Mark?
—El chico guapo de la tienda de discos.
Minerva parpadeó. —¿Qué?
—Quiero decir… el mago que nos ayudó. Casualmente guapo.
Cerré los ojos otra vez. Estaba seguro de que esto me estaba acortando la vida.
—Merlín, dame fuerzas… —murmuré más para mí que para los demás.
—En fin —Draco se apresuró a continuar—, Mark resultó ser mago, tenía una forma de llevarnos y llegamos justo a tiempo.
—¿Justo a tiempo? —repitió Minerva, con escepticismo.
—Bueno… antes que Potter y Weasley.
De inmediato, todas las miradas se giraron hacia los Gryffindor en cuestión. Weasley se encogió de hombros.
—
Eso no es justo. Nosotros también encontramos nuestra propia manera de llegar.
—¡Robaron un auto volador! —exclamó Minerva, indignada.
—Sí, bueno, también lo hicimos bien —respondió Weasley con desparpajo.
Draco sonrió con suficiencia. —Estrellaron el auto —por primera vez en toda la noche, sentí un mínimo de satisfacción.
Dumbledore suspiró. —Esto es un desastre.
—Entonces, ¿nos expulsan? —preguntó Luna con la misma tranquilidad con la que se podría preguntar la hora.
Minerva nos miró a todos con seriedad antes de responder..—No. Pero serán castigados severamente.
Asentí. —Tendrán detención. Pérdida de puntos. Y yo, personalmente, me aseguraré de que no vuelvan a repetir esta demostración de incompetencia suprema.
Theodore suspiró. —¿Cuántos puntos?
—Cincuenta por cabeza —respondió Minerva. Silencio. Una gran y colectiva resignación se asentó en el grupo.
—Ay —murmuró Zabini.
Minerva se giró hacia Potter y Weasley. —Y ustedes. Cien puntos cada uno.
Los Gryffindors parecieron querer protestar, pero la mirada de Minerva los silenció.
Dumbledore se levantó. —Espero que todos aprendan algo de esto. Ahora pueden retirarse.—todos se apresuraron a salir, con la rapidez de quien huye de un incendio. Todos excepto uno.
—Malfoy —llamé.
Draco se congeló en el umbral..—¿Sí, señor?
Lo miré fijamente.
—
Tú y yo hablaremos más tarde.
El muchacho tragó saliva y asintió, antes de salir con rapidez. Respiré hondo, cerré los ojos un segundo y me recordé que no, no podía asesinar estudiantes, y no, tampoco a mi propio ahijado. Lamentablemente.
.
Desde mi despacho, me encontraba absorto en una pila interminable de pergaminos, como de costumbre. Sin embargo, el repentino alboroto que se escuchó frente a mi puerta me sacó de mi concentración. Un grito resonó a través de la sala, con la misma exageración que había llegado a esperar de algunos de mis estudiantes más problemáticos, y no me sorprendió que fuera Draco el que provocara semejante ruido. Llevaba demasiado tiempo con ellos como para no reconocer ese tono dramático tan característico, uno que solía ser más molesto que cualquier otra cosa. Pero no pude evitar alzar la vista. Había algo en la situación que me parecía... diferente. Los demás entraron sin tocar, como si se tratara de algo completamente natural. No era una sorpresa que, de vez en cuando, los estudiantes de Slytherin (y Ravenclaw, en este caso), sobre todo los de la camada de Draco, decidieran lanzarse a la oficina sin previo aviso, como si ya me conocieran lo suficientemente bien como para ignorar cualquier protocolo.
Draco se adelantó, su mirada llena de desdén, como si toda su vida se hubiera visto arruinada por alguna tragedia sin sentido. Solté un suspiro. Mi mirada pasó de él a los demás, reconociendo a Theo, Blaise, Anthony y... Luna. No era habitual que ella formara parte de ese grupo, pero me había acostumbrado a sus ocurrencias, por lo que la presencia de la excéntrica Ravenclaw no me sorprendió en exceso.
—¿Qué quieren? —pregunté entrecerrando los ojos y observando cómo Draco se cruzaba de brazos. Ese gesto, tan característico de él, parecía indicar que ya había asumido que todo el mundo debía tomar en cuenta su percepción de lo que era justo o injusto, de lo que valía la pena o no.
Él con su usual aire dramático, empezó a hablar de inmediato. —Lockhart—explicó, como si ese nombre fuera suficiente para arruinar su día y, de paso, el mío.
Fruncí el ceño. —¿Qué hizo ahora? —musité sin poder evitar que la incomodidad me recorriese. Si había algo que de verdad me molestaba, era ese payaso de Lockhart, cuyo único talento parecía ser el de hacer todo mal. Ya había tenido suficientes experiencias con él como para saber que sus acciones nunca dejaban de ser una carga constante.
Blaise fue el primero en detallar lo absurdo de la situación. —Nos dio un examen sobre su vida personal — explicó. Mi cara mostró una leve expresión de irritación, pero no era nada nuevo. Lockhart siempre encontraba nuevas formas de no hacer su trabajo, y cada vez que intentaba parecer competente, terminaba demostrando lo contrario.
Anthony interrumpió rápidamente, añadiendo lo que ya todos sospechábamos. —Y no era sobre Defensa Contra las Artes Oscuras. Era sobre sus libros, su color favorito y su comida preferida —Mi ceja se levantó al escuchar eso, y una ráfaga de sarcasmo me invadió. Si ya me desagradaba ese incompetente, saber que estaba involucrado en algo tan trivial solo conseguía reforzar mi desprecio por él.
Suspiré con desdén y rodé los ojos. —Eso es ridículo —murmuré. Pero lo que me llamó la atención fue lo que siguió.
Theo, el siempre misterioso y callado Nott, entrecerró los ojos. —Intentó hacer... no sé qué, con Draco —un escalofrío recorrió mi columna vertebral. Fue como si todo el aire en la habitación se volviera denso, pesado. La mención de Lockhart tocando a Draco activó algo primitivo dentro de mí, algo que rara vez me permitía experimentar. Mi respiración se volvió más controlada, y con voz baja, pero cargada de una furia contenida, dije"
—Explica eso.
Draco respiró hondo antes de hablar, sus palabras llenas de incomodidad. —Primero, hizo un comentario sobre que mi cabello se veía estupendo... y luego, cuando trató de demostrarlo, me puso una mano en la nuca. O eso fue antes... no recuerdo bien, solo que fue incómodo.
Ese comentario de Draco, aunque aparentemente trivial, hizo que una oleada de rabia me invadiera. Nadie, absolutamente nadie, se atrevía a poner una mano sobre mi ahijado sin sufrir las consecuencias.
Theo, con un tono sombrío y protector, añadió: —Yo lo aparté —el alivio no llegó a mi rostro, aunque su intervención había sido la correcta. Al menos Draco no se encontraba completamente solo en esto.
Lo que sucedió a continuación fue lo que realmente me sorprendió. Blaise, con esa calma casi peligrosa que siempre tenía, soltó una frase que dejó claro lo que había ocurrido. —Y luego Draco lanzó a los duendecillos contra él.
Una sonrisa involuntaria se dibujó en mis labios. No podía evitar sentir algo de orgullo por mi ahijado. Si iba a hacer algo, al menos que fuera útil para una vez.
—¿De verdad? —pregunté, incrédulo, aunque una parte de mí deseaba saber más sobre el enfrentamiento.
Pero lo que realmente me dejó pensando fue la respuesta de Draco: —Tenía que hacer algo útil con ellos — Sin duda, ese comentario me dio una extraña sensación de satisfacción.
Finalmente, apoyé los codos en mi escritorio y entrelacé los dedos, fijando mi mirada en ellos. El ambiente de la habitación se volvió denso, pesado con la tensión que se acumulaba. Mi rostro permaneció impasible, pero por dentro, la rabia hervía. —Así que... Lockhart, ese incompetente, tocó a mi ahijado —las palabras flotaron en el aire, y mientras me mantenía en silencio, la realidad de lo que acababa de escuchar caló hondo en mi mente. No podía permitir que esto quedara sin respuesta.
Hubo un silencio, y solo escuché la voz de Draco, una palabra simple pero con una carga enorme. —Sí —fue todo lo que necesitaba para tomar una decisión. Cerré los ojos brevemente, respirando hondo para calmarme antes de actuar. Aquel hombre, aquel maldito idiota de Lockhart, no se iba a salir con la suya.
Con una calma mortal, me levanté de mi silla, sin mirar atrás. Caminé hacia la puerta, el aire se volvío aún más tenso. No pude evitar notar que Luna fue la única que habló en ese instante, su tono dulce y suave, como si nada fuera lo suficientemente grave. —Severus, no haga nada ilegal.
Su mirada se cruzó con la mía, pero no dije una palabra. —Luna. Hoy no — respondí, manteniendo la frialdad que me caracterizaba. Salí de la oficina sin darles más explicaciones. Sabía exactamente lo que tenía que hacer, y los estudiantes, por muy cercanos que estuvieran, no debían saber más.
~~~❤︎~~~
El sonido del pergamino al deslizarse sobre la mesa era lo único que interrumpía la calma de mi despacho. Las mazmorras siempre eran un refugio de tranquilidad en medio del caos que representaba Hogwarts, y esa noche de Halloween no era la excepción. Fuera, el colegio seguramente estaba repleto de niños embobados con decoraciones encantadas y dulces estúpidos, pero aquí abajo solo había silencio, la tenue luz de las velas y el aroma a té recién servido.
Tomé una galleta del pequeño paquete que había llegado esa mañana. Luna. Otra de esas extrañas criaturas con una lógica propia e indescifrable. No era como Draco, pero al mismo tiempo, sí lo era. Había algo en ella, una combinación entre inteligencia desaprovechada y una falta total de sentido común, que la hacía insoportablemente similar a mi ahijado. Y sin embargo, al igual que con él, no podía decir que me desagradaba su presencia.
Mordí la galleta y asentí con aprobación. Bastante buenas. Quizás no tuviera ni una pizca de admiración por mí, pero entendía el valor de un buen obsequio.
Mis pensamientos fueron interrumpidos por el repentino golpe de la puerta. Suspiré con irritación. Nadie parecía tener el más mínimo respeto por el concepto de privacidad en este castillo.
—Adelante —gruñí, dejando la galleta sobre el platillo con pesar.
Minerva entró con pasos firmes, pero algo en su expresión me hizo fruncir el ceño. Si bien su eterna compostura solía mantenerse intacta incluso en situaciones caóticas, esta vez había una sombra de urgencia en su mirada, algo que no podía ignorar.
—Severus —hablo con tono grave—, ven conmigo. Ahora.
Alcé una ceja con escepticismo.
—Si esto tiene algo que ver con Potter, Weasley y Granger, te agradecería que lo resolvieras sin mi intervención. Francamente, estoy harto de lidiar con esos tres incluso en mi tiempo libre.
Minerva tensó la mandíbula y entrecerró los ojos. No tenía paciencia para mis comentarios sarcásticos, pero aun así, esperó un par de segundos antes de responder.
—Severus, por favor. No es una travesura. Es algo serio. Algo realmente grave.
Era raro escucharla con esa seriedad. Ella era muchas cosas, pero no alarmista. La molestia inicial que sentí por ser interrumpido comenzó a disiparse, reemplazada por una sensación incómoda en la boca del estómago. Dejé el pergamino a un lado y me puse de pie, observándola con más atención.
—¿Qué ha pasado?
Sus labios se apretaron en una línea fina antes de responder con voz baja, casi temerosa:
—Algo que desearás ver por ti mismo.
No me gustó la forma en la que lo dijo. No me gustó en absoluto.
Sin otra palabra, la seguí fuera de mi despacho, con la sensación de que la paz que había disfrutado en mi refugio se había desvanecido por completo. Lo que no sabía en ese momento era que lo que me esperaba sería mucho peor de lo que imaginaba.
El camino hasta el pasillo del segundo piso fue un susurro inquietante de murmullos y miradas alarmadas de los estudiantes que se hacían a un lado. Cuando llegamos, el aire era espeso, casi sofocante. Y entonces, la vi.
Una niña. Llena de sangre.
Mi cuerpo se movió antes de que mi mente pudiera reaccionar. Me arrodillé a su lado, intentando evaluar la gravedad de sus heridas, pero la cantidad de sangre hacía imposible determinar el origen de la hemorragia. Su pulso era débil. No había tiempo.
—Tenemos que llevarla a San Mungo —sentencié con urgencia.
Minerva asintió, ya sacando su varita para coordinar el traslado. Al alzar la vista, vi a Potter. Sus ojos verdes tan parecidos a los de Lily estaban fijos en la escena con una mezcla de horror y algo más. Culpa. Su postura, la forma en que apretaba la mandíbula, la manera en que evitaba mi mirada... Ocultaba algo.
Pero ahora no era el momento de interrogarlo.
La niña frente a mí estaba desangrándose, y por primera vez en años, me sentí impotente.
Y lo peor de todo es que sabía que esto... era solo el principio.
...
Por favor, otra vez no.
Las sombras de los pasillos se alargaban bajo la tenue luz de las antorchas cuando llegué. Había aprendido a reconocer la tensión en el aire, ese filo invisible que presagiaba desgracias. Pero esta vez, era diferente. Era peor.
Lo primero que vi fue la sangre.
Oscura y espesa, se extendía en un charco irregular sobre las baldosas de piedra. A unos metros, el cuerpo de un estudiante yacía en el suelo, pálido como la muerte. Draco estaba inclinado sobre él, con las manos teñidas de rojo, sus ojos abiertos en un abismo de incredulidad y pánico. A su lado, Theodore lo sujetaba con fuerza, como si temiera que fuera a desplomarse. Luna, en un estado extraño de quietud, tenía la mirada fija en la pared.
Entonces vi el mensaje.
"Por y para tí, Draco Malfoy."
Algo dentro de mí se tensó hasta el punto de la fractura. Pero no había tiempo para interpretaciones, para el miedo o la rabia que me calaba los huesos. Mi varita ya estaba en mi mano antes de ser consciente de ello.
—¡Apartaos! —ordené con un filo en la voz que admitía ninguna réplica.
Draco no se movió. Sus labios se entreabrieron, como si intentara encontrar palabras, pero lo único que escapó de su boca fue un susurro tembloroso.
—No tenía que pasar…
No tenía tiempo para consolarlo. No podía. No cuando la vida de otro estudiante pendía de un hilo. Me arrodillé junto al cuerpo de Helio y conjuré un hechizo para detener la hemorragia. La magia vibró en el aire y la sangre pareció retroceder, pero el muchacho seguía inmóvil.
—Respira —gruñí como si con eso pudiera obligarlo a obedecer.
Sentí un movimiento detrás de mí. Theodore, rígido como una estatua, tenía los puños cerrados con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos. Luna finalmente apartó los ojos del mensaje y los clavó en Draco. Su expresión era ilegible, pero lo entendió.
Ella siempre entiende.
Sabía que Potter ocultaba algo. Lo vi en su rostro cuando Minerva me buscó antes de venir aquí. Pero eso podía esperar. Helio no podía.
Me incorporé con brusquedad y conjuré un Patronus. —Poppy. San Mungo. Ahora.
El ciervo plateado salió disparado a través del corredor.
....
El despacho de Albus estaba sumido en una calma insoportablemente falsa. Como si la tensión que crepitaba en el aire no existiera. Como si la sangre que se había secado en la piedra no fuera suficiente advertencia. Como si los cinco niños que estaban siendo interrogados como criminales en vez de víctimas no fueran razón suficiente para que él, el supuesto gran defensor de la moral y la justicia, hiciera algo.
Pero no. No estaba haciendo nada. No movía un solo dedo.
—Severus —comenzó con su tono perpetuamente sereno, sus ojos azules observándome con esa infuriantemente fingida preocupación—. Entiendo que esto es angustiante para ti…
—¡No, Albus! —escupí con la furia en mi voz reverberando en las paredes—. No, no entiendes nada. No cuando estás permitiendo que esos malditos aurores traten a mis alumnos como si fueran sospechosos en lugar de las verdaderas víctimas.
—Deben responder algunas preguntas. Es parte del procedimiento —dijo con suavidad, como si aquello fuera una nimiedad, como si Draco Malfoy, con los nudillos blancos y la mirada dura, no estuviera a una sala de romperse, como si Blaise no estuviera apretando los dientes con la mandíbula tensa, como si Luna, diosa bendita, Luna, no estuviera sosteniendo la mano de Anthony porque él temblaba demasiado para ocultarlo.
—¡¿Procedimiento?! —solté una risa amarga, irónica, y sentí el calor en mi piel, la furia hirviendo justo bajo la superficie—. Oh, por supuesto, Albus. Procedimiento. Procedimiento es tratar a un grupo de niños como si hubieran degollado a Helio en medio del pasillo. Procedimiento es permitir que los encierren en una habitación como criminales mientras su compañero está luchando por su vida en San Mungo. ¡Por Merlín, ni siquiera los dejaron lavarse la sangre de encima!
—Severus…
—¡No te atrevas a decir mi nombre con ese tono! —mi voz se quebró en algo más peligroso. Más filoso—. No me mires como si fueras un viejo sabio que todo lo comprende y todo lo ve, cuando no has movido un solo maldito dedo para ayudarlos.
Su expresión se endureció apenas un poco, y fue suficiente para saber que lo había tocado. Que mi ira estaba perforando esa fachada de comprensión infinita.
—Hay un proceso para estas cosas, Severus. Y no podemos interferir en el trabajo del Ministerio. Sabes tan bien como yo que el bien may…
—¿El bien mayor, Albus? ¿Es en serio?—mis palabras salieron como un veneno—. ¿Otra vez con esa basura? ¿Cuántas veces vas a usar esa excusa para justificar tu inacción? ¿Cuántas veces más vas a dejar que el bien mayor pese más que las vidas individuales?
—No es tan simple.
—¡Por supuesto que lo es! ¡Esto no es una guerra! No hay sacrificios necesarios, no hay piezas en un tablero de ajedrez. ¡Son niños, Albus! Son niños, y los estás dejando solos.
Su mirada se ensombreció, y cuando habló, su tono fue más frío.
—¿Y qué sugieres que haga, Severus? ¿Interferir en una investigación oficial? ¿Declarar que son inocentes sin pruebas que lo respalden?
—Sugiero que actúes como el director que se supone que eres y protejas a los estudiantes que están bajo tu cuidado —espeté, acercándome un paso más—. Sugiero que uses la influencia que tienes para asegurarte de que no sean tratados como si fueran responsables de lo que les ha sucedido. Sugiero que dejes de mirar a Draco Malfoy como si fuera un simple Ravenclaw más y empieces a entender que esto es una advertencia y una amenaza. No es Gryffindor, no es un Slytherin. Es un Ravenclaw. Y cualquiera con la más mínima capacidad de observación entendería lo que significa.
Albus entrecerró los ojos, y por primera vez en años, lo vi verdaderamente molesto.
—Cuidado con lo que insinúas, Severus.
—No insinúo nada —espeté—. Te lo estoy diciendo directamente. Si Draco Malfoy es el objetivo, entonces lo siguiente será peor. Y cuando eso suceda, cuando encuentren otro cuerpo en los pasillos, quiero que recuerdes esta conversación. Quiero que recuerdes que tú, con tu inacción y tu maldito bien mayor, podrías haberlo evitado.
El silencio que siguió fue absoluto. Helado.
Finalmente, Albus suspiró. —Haré lo que pueda.
—Haz lo que debes —corregí con voz cortante, y sin esperar respuesta, me di la vuelta y salí de su despacho.
~~~❤︎~~~
Ordenaba los frascos en mi estante con la meticulosidad de quien necesita concentrarse en algo físico para no perderse en pensamientos innecesarios. El vidrio frío contra mis dedos es una sensación conocida, un ancla en medio del caos en el que se ha convertido este curso. Mis movimientos son automáticos, precisos, y no se detienen siquiera cuando escucho la puerta abrirse.
—Draco. —Lo saludo sin voltear, porque sé que es él. Su andar es inconfundible, la forma en que su presencia llena la habitación sin esfuerzo. —Supuse que vendrías antes de irte.
Escucho cómo se apoya en mi escritorio, y por el rabillo del ojo noto que se cruza de brazos. Una postura defensiva, como siempre que se enfrenta a cosas que no quiere admitir.
—No podía irme sin despedirme —asiento. No digo nada más porque no hace falta, porque sé que él entiende mis silencios mejor que la mayoría. Draco no espera palabras vacías de mí, y yo no espero menos de él —. No puedes venir conmigo, ¿verdad?
La pregunta es retórica. Él ya conoce la respuesta, pero aún así la hace. Quizá porque una parte de él aún espera otra cosa.
—No. —Mi tono es bajo, firme. —Alguien tiene que quedarse a vigilar a los estudiantes que permanecen aquí.
Suspira. Un sonido corto, frustrado. Él no quiere dejarme aquí solo, de la misma manera en que yo no quiero que se vaya sin mi supervisión. Pero es lo que hay. Es lo que siempre ha sido.
—Entonces… —Mete la mano en su túnica y saca una pequeña caja envuelta con un papel oscuro con detalles plateados. Me la tiende con la misma actitud despreocupada con la que enfrenta casi todo en la vida, pero hay algo más en su mirada, algo expectante. —Te traje esto.
Lo miro con sospecha antes de tomar la caja. Con la precisión de alguien que desconfía de las sorpresas, la desenvuelvo con cuidado. Al abrir la tapa, el objeto en su interior me deja en silencio.
Un collar de plata, sobrio pero elegante. Y al abrirlo, una foto. Nosotros dos.
Es una imagen de los tiempos en los que lo protegí cuando más lo necesitaba, de cuando él aún no había encontrado la fuerza para protegerse solo. Recuerdos de noches largas en mi despacho, de cicatrices nuevas y antiguas, de una rabia silenciada por la resignación. La única fotografía que me ha regalado alguien en toda mi vida.
Aprieto la mandíbula. Me niego a ser sentimental. Esto es un detalle innecesario. —Es un detalle innecesario. —Digo finalmente, mi voz más suave de lo que me gustaría.
—Por favor. —Bufa, y hay un dejo de burla en su tono, una ligera curva en sus labios. —Claro que es necesario.
Y luego, se acerca y me abraza.
No es largo, ni dramático, ni está destinado a provocar lágrimas. Es simple. Es sincero. Y eso lo hace infinitamente más valioso. Por un breve segundo, mi mano encuentra su hombro en un gesto casi automático, algo reflejo. No lo aprieto, no lo retengo, pero tampoco lo aparto.
—Gracias por todo, Severus —Murmura contra mi túnica.
Un momento más, y luego nos separamos.
—No hagas tonterías mientras estés fuera, Draco —digo recomponiéndome. El aire frío de la mazmorra vuelve a interponerse entre nosotros —. Y cuida de ti.
Él sonríe levemente. La clase de sonrisa que no ofrece a cualquiera.
—Siempre lo hago.
Y con eso, se despide.
Yo me quedo allí, con el collar en la mano, con la imagen aún grabada en la memoria, escuchando el eco de sus pasos desvanecerse en el pasillo.
.
La mañana de Navidad comenzó como cualquier otra. Un frío persistente se colaba por las piedras de la mazmorra, haciendo que la temperatura en mi despacho fuera apenas soportable incluso con la chimenea encendida. Las llamas crepitaban suavemente mientras yo repasaba los informes pendientes de los últimos días. Al menos, la tranquilidad era un respiro bienvenido después del caos que había dominado el castillo las semanas anteriores.
Entonces, las cartas llegaron.
Primero, la de Draco. La reconocí al instante, su caligrafía siempre impecable, inclinada con esa elegancia natural que solo los Malfoy parecían dominar sin esfuerzo. Rompí el sello con cuidado y desplegué la hoja de pergamino. Era una nota breve, pero cargada de intención:
.
Severus,
Sé que no te gustan estas cosas, pero si crees que no voy a escribirte en Navidad, entonces no me conoces lo suficiente. Gracias por todo.
No estés de amargado en Navidad, y te escribiré cuando tenga más cosas que contarte.
Nos vemos pronto.
Draco
.
El calor en mi pecho fue instantáneo y, por supuesto, irritante. Ese muchacho tenía una habilidad insoportable para colarse bajo mi piel. Con un resoplido, doblé la carta con precisión y la guardé en mi escritorio. No era como si estuviera sonriendo. No. Por supuesto que no.
El siguiente paquete fue de Luna. Un envoltorio colorido, con estrellas doradas dibujadas a mano. Solté un suspiro, ya anticipando algo peculiar. Dentro encontré un par de guantes de lana negra con detalles plateados en los bordes y una carta que, sin sorpresa, divagaba entre comentarios sobre criaturas fantásticas y observaciones personales:
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Severus,
Sé que el invierno en las mazmorras debe ser frío, así que espero que estos guantes sean útiles. También espero que haya dormido bien. La gente olvida lo importante que es dormir bien.
Felices fiestas.
Luna
.
Solté un sonido entre una risa seca y un resoplido. Esa niña. Siempre tan extraña, siempre tan… perceptiva. Sin darme cuenta, pasé los dedos por la suave lana de los guantes. Quizás sí los usaría. Solo quizás.
Luego, el libro. Un tratado avanzado sobre pociones raras. Reconocí el nombre de Theo en el remitente antes de abrirlo, y eso me hizo fruncir el ceño. Theo era un chico inteligente, tranquilo, y siempre parecía estar calculando algo. Y entonces vi la nota adjunta.
.
Profesor Snape,
Sé que aprecia los buenos libros, profesor.
Por cierto, ¿puedo tener su bendición para salir con Draco?
Theodore Nott
.
Sentí que el aire se atascaba en mi garganta. Mi mandíbula se tensó, mis dedos apretaron el borde del libro. No. No, no, no. Draco era un niño. Mi Draco. No estaba listo para esto. Theo Nott podía ser todo lo astuto y educado que quisiera, pero la idea me resultaba insoportable. Sin embargo, el libro era excelente… y, bueno, no podía simplemente rechazarlo. Después de todo, la Navidad era una época de generosidad.
Sin embargo, no le daría ninguna bendición. Absolutamente no.
El siguiente paquete fue una caja pequeña con un anillo plateado. Un anillo idéntico al que Draco me había regalado el año anterior. Blaise, por supuesto.
.
Profesor Severus,
Como todos le envían cosas, aquí tiene un anillo más. Ahora tiene un juego completo. Felices fiestas.
Blaise
.
Rodé los ojos. A veces, la audacia de esos chicos no conocía límites. Aun así, el detalle me sacó un mínimo atisbo de diversión. Y, contra mi voluntad, el anillo encontró su camino a mi bolsillo.
Finalmente, un paquete de Anthony Goldstein. Un libro de teoría avanzada sobre pociones y encantamientos. Intrigado, lo hojeé, notando la meticulosa selección del texto. Y luego encontré la nota:
.
Profesor Severus,
¿Esto mejora mi calificación en Pociones? No me diga que no funcionó, profesor. Me rehúso a creerlo.
Anthony.
.
Chasqueé la lengua. Un intento descarado de soborno. No iba a funcionar. O al menos, no oficialmente. No obstante, si su examen no hubiese sido tan desastroso, podría haber considerado el gesto con más indulgencia...
Está bien. Aumenté su calificación. Solo un poco. Solo porque era Navidad.
Me recosté en mi silla, mirando la pequeña colección de regalos frente a mí. Contra todo pronóstico, contra toda razón, la sensación que se asentó en mi pecho fue cálida. Reconfortante. No podía admitirlo en voz alta, pero estos pequeños gestos… significaban algo. Significaban mucho.
Respiré hondo y me permití cerrar los ojos por un momento. Solo por un instante.
Sí. Era una Navidad bastante decente, después de todo.
~~~❤︎~~~
El día había comenzado de la peor manera posible: con Lockhart invadiendo la Gran Sala cubierto en un absurdo manto rosa chillón y proclamando su amor por la festividad con la misma intensidad con la que un fanático religioso proclama el fin del mundo. Cupidos rechonchos revoloteaban sobre las mesas de los estudiantes, lanzando miradas empalagosas y versos cursis, y yo, por mi parte, ya tenía un dolor de cabeza tan profundo que ni la más fuerte de mis pociones parecía capaz de aliviar.
Intenté refugiarme en mi despacho, lejos del caos, solo para descubrir que la paz me sería negada incluso allí. Porque, por supuesto, mis alumnos (si, mis propios alumnos) decidieron que yo era la persona indicada para resolver su ridícula petición.
—¿Flores? —repetí con incredulidad, mirando a Theodore, Blaise, Luna y Anthony, que estaban parados frente a mi escritorio con la expectativa pintada en el rostro.
—Para Draco —respondió Theo con un tono perfectamente serio.
Me llevé los dedos al puente de la nariz y respiré hondo, intentando encontrar paciencia donde no había ninguna.
—Déjenme ver si entiendo —mi voz salió con la gélida calma que solo podía significar peligro—. Han venido hasta aquí, en el día más insufrible del calendario, a pedirme que les provea de una cantidad obscena de flores para enviárselas a Draco, mi propio ahijado.
—Sí —dijo Luna con una sonrisa serena—. Lo entendió perfectamente, profesor.
Inspiré profundamente por segunda vez en menos de un minuto..—¿Y por qué, exactamente, me tomaría la molestia de hacer algo tan absurdamente innecesario?
Theodore carraspeó, desviando la mirada con algo de nerviosismo. Blaise, en cambio, parecía completamente divertido con la situación.
—Bueno, profesor… Verá… Es que Theo aquí presente no tiene la suficiente valentía para decirle a Draco lo que siente, así que queremos retrasarlo con la abrumadora cantidad de flores —explicó Blaise con una sonrisa ladina.
La única razón por la que no le lancé una maldición en ese instante fue porque, trágicamente, aún conservaba algo de autocontrol.
—No creo que sea necesario retrasar nada —intervino Anthony, mirando al.chico con sorna—. Pero es entretenido verlo sufrir, así que…
—Oh, por favor —mascullé—. ¿Y por qué yo? ¿Por qué creen que aceptaría participar en semejante farsa?
Luna inclinó la cabeza, con su habitual expresión soñadora. —Porque sabemos que en el fondo, aunque le moleste admitirlo, nos quiere mucho, profesor.
Un silencio cargado de incredulidad se apoderó del despacho. Theodore y Anthony miraron a Luna como si acabara de soltar la afirmación más descabellada del mundo. Blaise, por otro lado, asintió solemnemente.
—No está equivocada —confirmó con satisfacción.
Miré a mis alumnos con absoluta exasperación. Esta situación era, sin duda, una de las más ridículas en las que me había visto envuelto en mucho tiempo, y eso era decir bastante..Y sin embargo, contra todo pronóstico, accedí.
Tal vez porque sabía que la confesión de Theo era inevitable, y al menos podía disfrutar viéndolo retorcerse un poco más antes de que ocurriera. Tal vez porque, en el fondo, una parte de mí se había ablandado más de lo que me gustaría admitir cuando se trataba de mis alumnos.
No obstante, cuando finalmente acepté, con un gruñido de resignación, los cuatro simplemente sonrieron y, para mi horror, me agradecieron.
—Sabíamos que lo haría, profesor —dijo Luna con dulzura.
—Sí, sí —bufé—. Salgan de aquí antes de que cambie de opinión.
Y cuando se fueron, dejando una estela de caos tras de sí, no pude evitar un largo y profundo suspiro.
Odiaba el Día de San Valentín.
.
Una razón más para odiar el día de San Valentín.
El despacho de Dumbledore tenía ese mismo aire solemne que siempre me irritaba. Era como si el anciano confiara en que su presencia y sus frases enigmáticas bastaran para apaciguar cualquier problema, cuando la realidad era que ya habíamos pasado el punto del control hace tiempo. El resplandor de los artefactos mágicos en las estanterías daba al lugar una atmósfera engañosamente tranquila, pero la tensión en la habitación era evidente.
Minerva permanecía de pie con los labios apretados en una línea severa, conteniendo un torrente de palabras que, a juzgar por su expresión, no serían precisamente amables. Flitwick tenía una seriedad inusual en él, y el auror presente en la reunión, un hombre alto y de aspecto imponente, observaba la escena con la paciencia de quien ha lidiado con demasiados casos como este.
Y yo...
Yo estaba furioso.
—Esto no puede seguir así —mi voz, grave y gélida, cortó el silencio como una navaja afilada—. Tres ataques, tres mensajes con sangre, estudiantes en coma. Y ahora Draco ha sido señalado directamente. ¿Cuánto más piensa permitir esto, director?
Dumbledore, con su calma exasperante, entrelazó los dedos sobre el escritorio.
—Estoy al tanto de la situación, Severus.
—¿Al tanto? —repetí peligrosamente bajo—. ¿Es eso todo lo que tiene que decir?
El auror intervino antes de que mi exasperación se transformara en una confrontación abierta.
—Director, con todo respeto, este ya no es un simple caso de vandalismo. Un alumno ha sido señalado más de una vez —se giró hacia Draco—. Necesito que me respondas con sinceridad. ¿Has notado algo inusual en las últimas semanas? ¿Alguien te ha seguido o enviado mensajes de otro tipo?
El muchacho negó con la cabeza, pero su expresión traicionaba una incomodidad palpable. —Nada hasta que apareció la primera frase en la pared.
El auror asintió, como si hubiera esperado esa respuesta.
—Los mensajes han ido escalando. Primero "Te estaré observando, Draco". Luego, "Por y para ti, Draco Malfoy". Y ahora esto: "La estrella más bella siempre cae al último, Draco".
Cada palabra colgaba en el aire, llenando la habitación con una inquietud imposible de ignorar.
—Eso es una amenaza clara —Minerva finalmente rompió su silencio, su voz firme—. No podemos permitir que esto continúe.
—Ya es el tercer mensaje con sangre —Flitwick cruzó los brazos—. Y el tercero con alumnos en coma. ¿Cuánto más tenemos que esperar?
Buena pregunta. Era una pena que la respuesta dependiera de alguien que parecía considerar todo esto un inconveniente menor.
Dumbledore suspiró con suavidad..—¿Sugieres que esto lo está haciendo alguien dentro del castillo?
—¿Cómo podría ser de otra forma? —Flitwick elevó las manos en un gesto de frustración—. Estamos hablando de alguien que conoce al joven Malfoy, que quiere que él lo sepa.
—Y que ha logrado moverse sin ser detectado tres veces —añadió el auror.
Inspiré hondo, reprimiendo mi instinto de lanzar una maldición contra la inercia del anciano director.
—Draco no debe estar solo ni un segundo.
Minerva asintió..—Estableceremos turnos para supervisar los pasillos.
—Y restringiremos su acceso a ciertos lugares —añadió Flitwick.
Lockhart, quien hasta ese momento había permanecido callado (gracias a Merlín), decidió que era el momento oportuno para intervenir. —Yo podría ayudar a protegerlo. Soy muy bueno en situaciones de peligro, ¿saben?
Lo ignoramos de manera unánime.
El auror volvió su mirada a Draco.
—Si notas algo inusual, cualquier cosa, avísanos de inmediato. No te guardes información —el muchacho asintió, aunque su expresión dejaba claro que la sensación de inquietud no desaparecería tan fácilmente.
Esto ya no era un simple juego de palabras escritas con sangre en los muros. Hace mucho tiempo había dejado de serlo.
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Cuando los vi entrar en mi despacho, ya estaba más que preparado para lidiar con su insensatez. Los cinco se alinearon frente a mí con expresiones que variaban entre la indiferencia calculada y la resignación. Draco, como siempre, intentaba aparentar seguridad, pero su lenguaje corporal lo delataba: una leve tensión en los hombros, un parpadeo más rápido de lo habitual. Sabía que estaba en problemas. Sabía que yo no iba a pasarlo por alto.
—Cierren la puerta.
Anthony obedeció sin chistar. El clic seco de la madera contra el marco selló su destino. Me giré lentamente, permitiéndome disfrutar por un breve instante el peso de la tensión en el aire. Los observé uno por uno, dejando que sintieran la carga de mi mirada. Era un truco sencillo, pero efectivo.
—Ilústrenme —mi tono fue gélido, con la cadencia de quien se harta de repetir la misma lección a estudiantes particularmente estúpidos—. ¿Qué parte de "no se metan en problemas" fue demasiado complicada para sus diminutas mentes?
Silencio.
Predecible.
Avancé un paso, mi túnica agitándose con el movimiento. Vi cómo Zabini jugaba con su anillo, un tic nervioso que rara vez mostraba. Nott intentaba parecer impasible, pero yo lo conocía mejor. Estaba calibrando la situación, buscando la mejor forma de minimizar los daños. Goldstein tenía la mandíbula apretada, probablemente conteniéndose para no replicar con alguna estupidez. Y Lovegood… bueno, ella simplemente sonreía, como si estuviera en cualquier otro lugar menos aquí.
—¿Y bien? ¿Alguien tiene una brillante explicación de por qué decidieron que era una excelente idea ignorar todas las advertencias, burlar la seguridad del castillo y exponerse como unos completos idiotas cuando hay un atacante suelto?
Se miraron entre ellos. Más silencio.
Draco fue quien finalmente habló. Como siempre. —No hicimos nada malo.
Arqueé una ceja. Patético intento.
—¿No hicieron nada malo? Ah, claro. Porque romper las reglas, andar deambulando de madrugada y poner en peligro su seguridad es completamente aceptable en sus retorcidas cabezas.
—Fue solo una noche de juegos —intervino Lovegood con su tono soñador.
La miré. Por un instante, mi expresión se suavizó. No lo suficiente como para que los demás lo notaran, pero suficiente para que ella sí lo hiciera. Lovegood era extraña, sí, pero no insensata.
—Una noche de juegos —repetí con incredulidad—. Estuvieron jugando mientras un atacante sigue suelto, mientras el castillo está en alerta máxima, mientras uno de ustedes —mi mirada fija en Draco— tiene un auror asignado para protegerlo.
Draco tragó saliva.
—No burlamos a nadie —intentó.
Inclinando la cabeza, solté una risa breve, sin humor.
—¿Ah, no? —Caminé un par de pasos hacia ellos, asegurándome de mantener la presión—. Entonces, ¿por qué Percy Weasley informó esta mañana que cinco alumnos fueron vistos fuera de sus camas a altas horas de la madrugada?
Draco y Anthony hicieron la misma mueca de desagrado. Blaise cerró los ojos un segundo, como si contara hasta diez. Theo suspiró.
—¿Podemos al menos saber qué castigo nos espera? —preguntó Nott con resignación.
Lo observé, entornando los ojos.
—No me hagas pensar que un castigo es suficiente, Nott. Porque si dependiera de mí, los cinco estarían limpiando calderos con los Gryffindor hasta el final del curso.
El horror en el rostro de Blaise casi me sacó una sonrisa.
Me giré hacia Draco, bajando apenas la voz. Este ya no era el tono del profesor. Era el del hombre que lo conocía desde niño..—Y tú… sabes que no puedes darte el lujo de ser descuidado en esta situación.
Su garganta se movió al tragar saliva. —Lo sé.
—Entonces compórtate como si lo supieras.
El silencio que siguió no era solo de advertencia. Era una promesa. Draco entendió..Volví a mirar al grupo.
—Quiero que esto no se repita. No voy a descontar puntos. No aún. Sin embargo, si alguno de ustedes vuelve a ser visto fuera de su cama en horario indebido, la próxima vez no me molestaré en llamarlos aquí. Irán directamente con el Director.
Draco palideció. —Pueden irse.
Se fueron en fila, sin decir una palabra. Pero Draco se detuvo en la puerta cuando lo llamé.
—Draco.
Se giró.
Lo miré a los ojos, asegurándome de que entendiera la seriedad de mi advertencia.
—No seas un idiota.
Asintió. Y se fue con una sonrisa.
Insolente. Exactamente como su madre.
~~~❤︎~~~
Estaba perdiendo la paciencia. La noticia de que Draco había desaparecido me alcanzó como un golpe seco en el estómago, y aunque intenté mantener la calma, algo dentro de mí se retorcía. ¿Dónde demonios está?
Luna y Anthony, al ver mi reacción, parecieron querer tranquilizarme, pero no lo lograron. La preocupación se hizo palpable en su tono, en sus gestos nerviosos. El maldito niño, ¿qué habría hecho esta vez?
—¿Qué quieres decir con "desaparecido"? —La pregunta salió de mi boca antes de que pudiera detenerla, y mi tono no era ni remotamente calmado.
Anthony, que parecía tener menos control sobre sus emociones que Luna, soltó un suspiro frustrado.
—No está en el cuarto, ni en la sala común. Miramos en todas partes...— Su voz se quebró por un segundo, sin poder ocultar el pánico que trataba de disimular.
La mención de eso hizo que mi varita saliera disparada de mi manga. No era un gesto consciente, pero de alguna manera había terminado apuntando hacia la puerta de la sala común, como si pudiera hacerla desaparecer y teletransportarme a donde estuviera él.
—¿Qué diablos está pasando, Draco? —gruñí entre dientes, sabiendo que me refería tanto a la desaparición como a la irresponsabilidad que había dejado al niño fuera de su habitación. ¿Por qué no se quedó donde debía?
Sin pensar más, me dirigí rápidamente hacia el pasillo, la varita brillando frente a mí. Si el niño está fuera de su cama, con esa amenaza rondando, hay mucho más en juego que una simple regañina. No iba a ser tan fácil encontrarlo, pero no podía quedarme quieto.
Lo busqué en cada rincón, cada pasillo que pudiera recordar, revisando los sitios donde solía desaparecer, donde se sentía seguro. Pero no estaba allí. La oscuridad del castillo parecía envolver todo a su alrededor, como si me estuviera tomando el pelo. Maldito Draco...
Nada. Ninguna señal, ni un rastro que me indicara dónde estaba. ¿Qué había hecho el idiota?
Frustrado, me detuve por un momento, la angustia apoderándose de mí por completo. ¿Lo habrán atrapado? ¿Lo habrán... matado? La posibilidad no me dejaba tranquilo.
Un rastro de polvo movido en un rincón de un pasillo olvidado me dio algo de esperanza, un rayo de luz en la interminable oscuridad. Era débil, pero una leve huella, como si algo o alguien hubiera sido arrastrado allí. Mi corazón dio un salto, y sin dudarlo, me adelanté. Este lugar ya no me parecía como una institución segura. En mi mente, sólo había una pregunta retumbando con fuerza: ¿Dónde está?
Este castillo, que siempre había sido mi hogar, ahora me parecía un laberinto, uno que no podría escapar. Tenía que encontrarlo. No importaba lo que tuviera que hacer. No podía dejar que pasara lo peor.
Mi varita iluminó la oscuridad frente a mí mientras caminaba a paso firme, la desesperación comenzando a tomar el control. Draco, ¿dónde demonios estás?
.
Mis pasos eran pesados mientras recorría los pasillos oscuros, mi mente aún atormentada por la revelación sobre Lockhart. No podía permitir que ese hombre se escapara, no después de todo lo que había hecho. Mi varita estaba firmemente sujeta, cada movimiento calculado, mi mirada fija en la próxima esquina, esperando dar con el miserable. Pero había algo más. Algo que me desconcertaba mientras avanzaba por los pasillos. La angustia de Theo se sentía en el aire, una tensión que no podía ignorar, y mi paciencia comenzaba a desvanecerse, mi mente calculando cada posible escenario. Tenía que encontrar a Lockhart.
Y fue entonces cuando escuché sus voces. Dos, no una. La de Lockhart, como siempre llena de su egocentrismo, y la de Theodore, con esa rabia contenida que me resultaba... familiar. Como si estuviera atrapado en algo que no podía controlar.
Me detuve, permaneciendo en la penumbra. No podía arriesgarme a ser descubierto, pero tampoco podía simplemente ignorar lo que estaban diciendo. La conversación comenzó con una burla. No me sorprendió, Lockhart era de esa clase de hombres que disfrutaban jugando con los demás. La manera en que hablaba con Theodore, cómo lo menospreciaba, me llenó de desdén. Pero algo cambió en mí cuando las palabras de Lockhart se hicieron más directas.
—Qué conmovedor. El amigo fiel, el caballero protector, el chico que sueña con ser el héroe... —su voz estaba cargada de una burla maliciosa que ya conocía demasiado bien.
Theo no lo toleraba. Su respuesta fue rápida, impulsiva, como era de esperar de él. La ira estaba ahí, justo debajo de la superficie. Lockhart, como siempre, aprovechó la vulnerabilidad ajena.
—Pero dime, Theodore... ¿realmente crees que Draco alguna vez se dará cuenta?
El silencio se extendió por un momento, y fue entonces cuando percibí lo que sucedía en su interior. Mi respiración se hizo más lenta, el leve golpe de mi corazón al saber que Theodore no solo era consciente de lo que Lockhart decía, sino que lo sentía. Que sus sentimientos por Draco, tan evidentes, se estaban consumiendo a sí mismos. Lockhart continuó, alimentando esa llama interna que Theodore trataba de controlar. —Ah... No lo niegas.
Yo observaba, mi varita aún lista, pero una extraña sensación me recorría. No era rabia, ni odio... Era una especie de... aceptación. Porque sabía lo que Theodore sentía. Lo había visto tantas veces en los pasillos, en su comportamiento, su mirada al seguir a Draco. Algo que yo nunca había mostrado, pero que reconocía como cierto. Las palabras de Lockhart fueron afiladas, hirientes. Las palabras sobre "ser suyo" resonaron en mi cabeza. Theodore estaba destrozado. No por lo que Lockhart le decía, sino por lo que sentía. Lo entendí, y de algún modo, sentí que era un dolor compartido. Aunque nunca lo admitiría en voz alta, comprendí lo que él había estado guardando durante tanto tiempo.
—Siempre seré suyo —las palabras de Lockhart fueron las que más me calaron. No solo hablaba con una confianza insoportable, sino que lo decía como si ya hubiera ganado.
Cuando mi cortó el aire, la rabia de Lockhart se disolvió, y no pude evitar sentir una ligera satisfacción al verlo caer. El peso de la verdad estaba finalmente sobre él. El silencio que siguió me permitió observar con más claridad. No solo estaba Theodore allí, su mirada ya no era de furia, sino de algo mucho más profundo. ¿Esperanza? ¿Desesperación? No lo sabía, pero había algo en él que, por primera vez, no me resultaba despreciable.
Lo vi cuando giró, esa determinación silenciosa en su postura. No se giró para mirar a Lockhart, ni para decirle una palabra más. Solo caminó, decidido, como si su misión fuera más grande que todo lo que acababa de escuchar.
De alguna manera, me sorprendió. No esperaba eso de él. No esperaba que un joven como Theodore, tan lleno de incertidumbres, tan conflictivo, pudiera mantener esa calma. Había algo en él que me decía que, a pesar de todo lo que había pasado, había algo más grande en juego. Algo que, tal vez, ni él mismo entendía.
Me detuve un momento mientras lo observaba alejarse, mi varita ahora en mi bolsillo. Lockhart había sido atrapado, y ya no tenía importancia. Theodore, en cambio, era otra historia. No podía hacer mucho más por él ahora, no podía hacer nada más que darle lo que, en mi manera tan retorcida, consideraba mi bendición.
Era un chico que estaba dispuesto a arriesgarlo todo, que incluso en su sufrimiento, encontraba fuerzas para seguir adelante. No estaba buscando aprobación ni consuelo. Solo quería lo que quería, y eso lo hacía digno de mi respeto.
No dije nada. No era necesario. Porque, aunque nunca lo admitiría, Theodore Nott me había demostrado algo en esos momentos que me hizo cambiar la forma en que lo veía. Y aunque no se lo diría en voz alta, sabía que, en mi corazón, le daba mi aprobación.
Y luego, sin más que una mirada fría hacia la figura atada de Lockhart, avancé, dispuesto a entregar a ese maldito con los aurores. La misión se había cumplido, pero por primera vez en mucho tiempo, sentí que había algo más en juego. Algo que había dejado de ver hace tiempo, pero que ahora, por fin, comprendía.
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No me sorprendió que, tarde o temprano, el Ministerio de Magia me llamara a testificar en el juicio contra Gilderoy Lockhart. Sabía que mi implicación era inevitable, después de todo, había sido yo quien lo había capturado, quien había revelado las atrocidades que ese hombre había cometido. Sin embargo, cuando recibí la carta que me convocaba, la furia que sentí fue indescriptible. No era solo la irritación por tener que lidiar con el circo que siempre era un juicio del Ministerio, ni siquiera el repudio hacia Lockhart, un hombre tan repulsivo que ni siquiera mi paciencia, ya de por sí extensa, podía soportar. No. Lo que realmente me hirió fue la mención de Draco.
El juicio estaba tomando un giro que no me gustaba. Draco, mi ahijado, el niño que consideraba casi como un hijo, estaba siendo señalado una y otra vez en las declaraciones. No directamente, claro, pero las insinuaciones estaban ahí. Esa maldita figura de Lockhart se estaba aprovechando de todo lo que pudiera para arrastrar a Draco al fango. Lo sabía, era la clase de hombre que no dudaba en arrastrar a los demás si eso significaba mantener su propia imagen intacta. Y, lo peor de todo, el Ministro ya había dado señales de querer involucrar a Draco, de manera indirecta, pero sin ningún remordimiento. Como si el chico fuera responsable de los crímenes de Lockhart solo por haberse cruzado en su camino.
Mi mente se calentó con cada pensamiento, cada insinuación que llegaba a mis oídos. El rostro de Draco, su expresión angustiada cuando me enteré de lo que sucedía, la forma en que evitaba mis miradas. Sabía que no podía hacer mucho más que asegurarme de que él no cayera en el mismo error que tantos otros habían cometido antes que él, pero verlo a él, involucrado, arrastrado a esta mierda, me desbordaba. No era solo un alumno. No era solo un chico de Ravenclaw que necesitaba orientación. Era Draco Malfoy, y lo había protegido desde que era un niño, lo había cuidado y lo había defendido como un padre lo haría. La idea de que tuviera que enfrentarse nuevamente a ese hombre me llenó de una rabia que me era difícil controlar.
Lo peor de todo era que no solo yo lo sabía. Narcissa lo sabía también. Su dolor era aún más evidente, más palpable que el mío. Cuando le conté sobre el juicio y las implicaciones que eso podría tener para Draco, su rostro se transformó. Puedo decir con certeza que el odio que sentía hacia Lockhart se multiplicó a niveles que nunca antes había visto. A pesar de todo lo que había ocurrido entre nosotros, sabía que si había algo que compartíamos, era el amor por nuestro hijo, por Draco. Y ver a su hijo otra vez cerca de esa maldad, me dejaba claro que las consecuencias de esta situación no solo me afectaban a mí. La angustia de Narcissa era casi tangible, pero se mantenía estoica, como siempre lo hacía. Sin embargo, pude ver el miedo reflejado en sus ojos.
Era inevitable que esto llegara a un punto de ruptura. Sabía que tenía que hacer algo en ese juicio. Las reglas del Ministerio siempre estaban ahí para ser manipuladas, para ser dobladas según las circunstancias, pero había algo que necesitaba ser dicho. Algo que, si no lo decía, terminaría comiéndome por dentro. Algo que no podría soportar.
Así que, aunque en contra de mi voluntad, tenía que prepararme para el juicio de Gilderoy Lockhart.